viernes, 9 de mayo de 2008

Viendo gotear un cuento. Por Héctor D'Alessandro.

Viendo gotear un cuento. Héctor D’Alessandro

Este cuento es un homenaje a mi infancia y a José Enrique Rodó.


Había llegado, tras mucho deambular por el norte de las provincias, a una ciudad pequeña en la que, si todo seguía igual, vivían aún cuatro o cinco amigos y dos o tres contactos para buscar trabajo. Aquella ciudad tenía unas calles hermosas como de decorado teatral, enlosados en azul y blanco sucio. Las plantas de enredadera que pendían en los balcones de las casas señoriales le daban un aire de ensueño selvático a cada una de las avenidas.

Se alojó en la pensión "Comendador". La habitación era soleada y rezumaba olor a polvos de almidón. La loza azul y blanco sucio también se hallaba presente dentro de la pieza, como si toda la ciudad estuviera uniformada.

La dueña de la pensión no era antipática; pero a Heriberto se lo pareció, pues él se sentía culpable sin motivo. Era un audaz que estaba siempre caminando al filo de la navaja desde hacía muchos años y siempre, a último momento, un golpe de suerte le salvaba. Como periodista y como escritor nunca le faltaba una buena historia escabrosa que regularmente hacía llegar a diferentes periódicos que tardaban en pagar y cuando los cheques arribaban a su último domicilio conocido, él ya se encontraba en otra parte, buscando otra aventura.

Miró a la señora de la pensión y pensó que quizás ella supiera que sólo tenía dinero para dos días; eso le hizo pensar que era antipática.

Deambuló durante el día por la ciudad en busca de sus antiguos camaradas, visitó una oficina donde le hicieron vagas promesas.

Ese día bebió un café.

A la noche, la musa le visitó.

Entre sueños y vigilia, semidormido o semidespierto, vio de principio a fin una armoniosa y contundente historia jamás imaginada, con cada una de sus palabras y períodos, con la cadencia de las frases, los eslabones de sentido como guirnaldas literarias. Allí estaba todo.

Al despertar, el aire seco y cortante de la noche en aquella ciudad enlozada, lo trajo de golpe a la vigilia. Encendió la luz y comenzó a buscar dónde anotar su historia. Tenía una lapicera pero no tenía papel, ningún papel. Pensó escribirla en la pared, revisó el armario en busca de algún papel. Nada. Pensó bajar a la conserjería pero temió las consecuencias. Era muy tarde. Aquella historia soñada se le estaba deslizando de la conciencia como agua entre las manos. No podía sucederle eso, ¡qué absurdo!

Entonces vio la sábana. ¡Claro!

Aquella sábana almidonada fue la perfecta hoja de papiro para la tinta de su lapicera.

Cuando puso el punto final durmió feliz encima de su cuento.

A la mañana siguiente se despertó con nuevos bríos, como poseído por un designio o un buen augurio.

Desayunó fiado en la pensión y salió a recorrer las calles en busca de sus amigos, contactos y, sobre todo, dinero.

A la noche volvía exultante, con dinero en sus bolsillos y un encargo. Además, y esto era lo más importante, traía una resma de hojas bajo el brazo.

Al encender la luz de su habitación, como en una coreografía teatral fue procediendo, tranquilo y paso a paso a ejecutar cada uno de los movimientos que el buen humor le dictaba.

Preparó toda la escenografía para sentarse a pasar en limpio su cuento. Pero cuál no fue su sorpresa al correr la manta y ver las sábanas limpias.

¡No podía ser! ¿Habría soñado todo?

Al fin, tras mucho darle vueltas al asunto, salió al patio trasero de la pensión, al lugar donde colgaban la ropa recién lavada a secarse.

Allí estaba. La sábana pendía de su cuerda, lavada, limpia, sin rastros de su relato.

Con un gesto histriónico, romántico deslizó sus dedos inconsolables a lo largo de aquella prenda. La luna iluminaba, tenue, el patio y él no podía creer el tipo de sucesos que a él y sólo a él parecía sucederle.

Miró y remiró la sábana buscando un ligerísimo rastro de tinta; observó detenidamente, encendiendo su mechero y poniéndose en cuclillas, el color de las gotas de agua que destilaban de aquel trozo de tela, hasta que, por fin, vio o creyó ver, un suave tono azulino que titilaba un instante a la luz de su mechero y caía al suelo sin estruendo, anónimo como su cuento perdido en la noche, el sueño y la inconsciencia.

Cuatro gotitas cayeron y a la cuarta un clic se produjo en su corazón.

Se irguió, estiró las piernas, suspiró, se dispuso a entrar a la casa, miró por última vez a la sábana y se dijo a sí mismo:

"Bien, nadie podrá negar jamás que he sido el primer escritor del mundo que ha visto gotear un cuento."

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