sábado, 26 de julio de 2008

Julio Cortázar escribe sobre Felisberto Hernández

Julio Cortázar escribe sobre Felisberto Hernandez.

A riesgo de provocar la sonrisa de no pocos críticos literarios, pienso que la obra del uruguayo Felisberto Hernández sólo admite ser comparada con la de otro creador situado en el extremo opuesto del mundo latinoamericano que él conoció: José Lezama Lima.

Entiéndase que hablo de subyacencias, de tangencias, de afinidades difícilmente descriptibles. Como el poeta y narrador cubano, Felisberto pertenece a esa estirpe espiritual que alguna vez califiqué de presocrática, y para la cual las operaciones mentales sólo intervienen como articulación y fijación de otro tipo de contacto con la realidad. Al igual que los eleatas, Lezama y Felisberto se conectan con las cosas (porque de alguna manera todo es cosa para ellos, palabras o muebles o pasiones o pensamientos son a la vez tangibles e inefables, sueño y vigilia) desde una intuición que sólo puede ser instalada en el lenguaje por obra de la imagen poética, del encuentro no fortuito de la máquina de coser y del paraguas sobre la mesa de disecciones.

Como los eleatas, los sentidos no parecen sometidos a las facultades intelectuales para el proceso del conocimiento, sino que entran y salen de las cosas con el ritmo del aire en los pulmones, y el paso de ese conocimiento a la palabra, a la comunicación, se opera dentro de ese mismo ritmo y con la mínima mediatización posible. A partir de ese contacto sin trabas, todo el resto -descripción, narración, anécdota- se sirve naturalmente de la razón y del discurso, llamados a una labor subsidiaria a la que no están acostumbrados; así la tradición de Occidente ve invertirse cada tanto su escala habitual de valores, con lo cual el resultado es casi siempre el mismo: si pocos parecen haber accedido al mensaje primordial de Lezama Lima en Paradiso, también son poco los que han descifrado la clave profunda y recurrente de los relatos de Felisberto Hernández.

Aquí la analogía cesa, y el resto son felices y vastas diferencias que enriquecen y separan la obra de estos dos grandes narradores latinoamericanos. Solitario en su tierra uruguaya, Felisberto no responde a influencias perceptibles y vive toda su vida como replegado sobre sí mismo, solamente atento a interrogaciones interiores que lo arrancan a la indiferencia y al descuido de lo cotidiano.

No es casual que la abrumadora mayoría de sus relatos haya sido escrita en primera persona (pero Las hortensias, gran excepción, parecería volcarlo igualmente en el personaje central del cuento en lo que toca a las pulsiones más hondas, acaso las más inconfesables dentro del contexto de su ambiente y de su tiempo). Basta iniciar la lectura de cualquiera de sus textos para que Felisberto esté allí, un hombre triste y pobre que vive de conciertos de piano en círculos de provincia, tal como él vivió siempre, tal como nos lo cuenta desde el primer párrafo. Pero apenas lo reconocemos una vez más -buenos días, Felisberto, ¿cómo te irá ahora, tendrás un poco más de dinero, las piezas de tus hoteles serán menos horribles, te aplaudirán esta vez en los teatros o los cafés, te amará esa mujer que estás mirando?-, en ese reconocimiento que solo ha tomado unos pocos párrafos se instala ya lo otro, el salto fulgurante a lo único que vale para él: el extrañamiento, la indecible toma de contacto con lo inmediato, es decir con todo eso que continuamente ignoramos o distanciamos en nombre de lo que se llama vivir.

Ese deslizamiento a la vez natural y subrepticio que de entrada hace pasar un relato gris y casi costumbrista a otros estratos donde está esperando la otredad vertiginosa, sólo puede ser sentido y seguido por lectores dispuestos a renunciar a lo lineal, a la mera rareza de una narración donde suceden cosas insólitas. Si algo tienen los cuentos de Felisberto es que no son insólitos, en la medida en que su infaltable protagonista es también infaltablemente fiel a su propia visión y no hace el menor esfuerzo por explicarla, por tender puentes de palabras que ayuden a compartirla.

La calificación de "literatura fantástica" me ha parecido siempre falsa, incluso un poco perdonavidas en estos tiempos latinoamericanos en que sectores avanzados de lectura y de crítica exigen más y más realismo combativo. Releyendo a Felisberto he llegado al punto máximo de este rechazo de la etiqueta "fantástica"; nadie como él para disolverla en un increíble enriquecimiento de la realidad total, que no sólo contiene lo verificable sino que lo apuntala en el lomo del misterio como el elefante apuntala al mundo en la cosmogonía hindú. El día en que América Latina cumpla su destino revolucionario, cualquiera leerá a Felisberto con la familiaridad que hoy falta en muchos lectores; habremos entrado entonces en una dimensión humana que no necesitará distinguir con artificios retóricos esas zonas de contacto que en escritores como él anuncian la verdadera tierra del hombre y de la vida.

Siempre secretamente angustiada, la crítica literaria llamada a situar una obra como la de Felisberto tiende a sacar de su sombrero de copa el gran conejo blanco del surrealismo; es una manera de fijar la imagen antes de pasar a otra cosa, y además es cierto que el conejo está muy vivo y que se pasea continuamente sobre el piano de Felisberto. Basta leer La casa inundada o Las hortensias para que en el reverso de los párpados asomen las pinturas de Leonora Carrington, de Remedios Varo, de Hans Bellmer, de Paul Delvaux y de Magritte, sin hablar de queridas sombras más remotas, Nerval o Von Arnim. Pero también aquí opera la maniobra discriminatoria que Felisberto hubiera sido el primero en rechazar. ¿Hasta cuándo se insistirá en situar al surrealismo en un terreno falsamente privilegiado, lo que es una manera de marginarlo frente a una realidad supuestamente más imperiosa e importante? ¿Hasta cuándo el absurdo magisterio surrealista, fomentado antaño por Breton, más tarde por sus epígonos, y siempre por una cierta crítica ávida de etiquetas simplificadoras?

Es bueno recordar que Felisberto vino una vez a París, donde probablemente no vio a nadie; a mí me gusta pensar, con evidente transgresión de la cronología, que si le hubiera dado la gana de encontrarse con sus semejantes, no hubiera buscado la Iglesia del surrealismo sino a Jarry y a Raymond Roussel. Y este último, gran inventor de cuadros vivos, hubiera amado como nadie las muñecas de Las hortensias y las flotantes budineras de La casa inundada, bellas como las altas creaciones de su taumaturgo Canterel.

Para algunos de nosotros, gentes del Río de la Plata, los relatos de Felisberto no cuentan por esas coexistencias que poco le hubieran interesado a él, pero que me parece justo citar para aquellos que van a leerlo por primera vez en España. Lo que amamos en Felisberto es la llaneza, la falta total del empaque que tanto almidonó la literatura de su tiempo. Totalmente entregado a una visión que lo desplaza de la circunstancia ordinaria y lo hace acceder a otra ordenación de los seres y de las cosas, a Felisberto no se le ocurre nunca reflexionar sobre su país, sobre lo que está sucediendo en el plano histórico, y se diría que su mirada se detiene en las paredes que le rodean, sin esforzarse por extrapolar sus experiencias, por entrar en una estructura de paisaje o de sociedad.

Entonces, no paradójicamente aunque algunos puedan pensarlo así, cada uno de sus relatos tiene la terrible fuerza de instalar al lector en el Uruguay de su tiempo, y a mí me basta releerlos para sentirme otra vez en las calles montevideanas, en los cafés y los hoteles y los pueblos del interior donde todo se da como a desgano, como él daría esos conciertos de piano llenos de polillas y cuentas sin pagar y trajes alquilados. ¿Debe pedírsele más a un narrador capaz de aliar lo cotidiano con lo excepcional al punto de mostrar que pueden ser la misma cosa?

El drama actual del Uruguay está prefigurado en Felisberto como lo está en la obra de Juan Carlos Onetti, otro narrador que prescinde en apariencia de la historia. Nuestras falencias -hablo del Uruguay y de la Argentina como de un mismo país, porque lo son mal que les pese a los nacionalistas-, nuestra fuerza secreta o desaforada, nuestra lenta, perezosa manera de ser frente al destino planetario, toda la hermosura y la tristeza de un patio de casa pobre o de un partido de naipes entre amigos, asoman en esa especie de invencible desencanto que nace de los relatos de Felisberto. Testigo sin ganas, espectador al sesgo, él toca sus tangos para mujeres nostálgicas y cursis; como todos nuestros grandes escritores, nos denuncia sin énfasis y a la vez nos alcanza una llave para abrir las puertas del futuro y salir al aire libre

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domingo, 20 de julio de 2008

Hermann. Héctor D'Alessandro

Hermann. Héctor D’Alessandro

Conocí al colorado Hermann nada más llegar a la distraída Barcelona olímpica. Hermann era uno más de tantos y tantos extranjeros de buena posición que viven en otro país y de los cuales uno nunca sabe con exactitud de qué vive. Un supuesto despacho de importación y exportación, en el caso de Hermann, no aclaraba nada sino que parecía avivar aún más las dudas. Súmese el hecho equívoco de su nacionalidad: alemán. Sus cincuenta años aproximados de edad anestesiaban cualquier posibilidad de pensar. Esa es la edad que uno le imagina a todo asesino nazi, debido a un exceso de fotografías de los años cincuenta y sesenta toda esa generación de asesinos y comandantes europeos quedaron congelados para el futuro. En el llamado inconsciente colectivo tienen esa edad y por lo tanto en el caso de Hermann sólo pude atribuirle en mi ardiente imaginación un funesto pasado militar y un posterior refugio al amparo de la dictadura franquista.

Si a esto se suma la coincidencia de que Hermann tenía el aire de un conspirador y de alguien que oculta alguna cosa oscura de su pasado, el escenario estaba dispuesto por completo para que mi cerebro se recreara en las más creativas suposiciones criminales. Al comienzo de nuestra amistad se estableció entre nosotros una suerte de pacto no mencionado por el cual yo no preguntaba y además aceptaba cualquier versión que Hermann quisiera contar voluntariamente acerca de su vida pasada.

Mis sospechas comenzaron a acallarse nada mas tomar conciencia de que por su edad era imposible que hubiera podido participar en los aquellos crímenes europeos, pero de todos modos dejé abierta la puerta a la sospecha sobre el padre de Hermann, quizás con el objetivo no confesado de mantener una baza interesante para fantasear. Aunque lo más probable, pienso ahora, es que por muchas explicaciones que yo le buscara o que Hermann aportara, nunca podía borrar ese aire que tenía de sospechoso que oculta algo.

En medio de aquella charca de suposiciones vino a caer del modo más inesperado una pedrada que comenzó a mover las verdades ocultas, en un lapso de pocas horas, con un progresivo furor que necesariamente llevó a una conclusión o al menos a una tranquilidad temporal de las aguas: la que sobreviene a la confesión.

Una madrugada en que veníamos de una fiesta popular que ya no recuerdo cuál, acabamos en el antiguo Zurich desayunando con el objetivo de quitarnos la resaca, Hermann, más colorado de cara que de costumbre, discutía con cuantas personas se le ponían a tiro y le dirigían amablemente la palabra. En un momento en que estaba distraído hablando con una alemana que se encontraba en otra mesa y que lo miraba con displicencia y le hablaba de un modo condescendiente que lo enfurecía cada vez más, me dirigió a mi la palabra un negro de Texas que estaba en la mesa de al lado y tenía su billetera abierta sobre la mesa, sin un duro, y con todos y cada uno de sus documentos, tarjetas de visita y papelitos donde tenía anotaciones y teléfonos, dispuestos sobre la mesa. No sé cara de qué me vio pero me dijo que yo, que era su hermano, iba a tener que pagarle la próxima cerveza y como no tenía otra cosa que hacer y el negro no me caí mal, accedí sonriendo. Hermann clavó los rayos de su mirada sobre los documentos que el norteamericano tenía sobre la mesa y pareció olvidar por completo a la alemana de la otra mesa. Sospechaba algo y para comprobarlo asumió el gasto de cervezas del negro y se acercó con su silla. Era la época de los bombardeos desde el aire en la antigua Yugoeslavia, los bombardeos masivos de los americanos y este muchacho, tal como al fin averiguamos, era un piloto en servicio que estaba disfrutando de las últimas horas de descanso. El ajuntamiento de Barcelona les permitía vivir en los nuevos edificios que habían construido y que se llamaban “Villa Olímpica” y desde allí salían por la noche desde el Prat hacia algún punto desconocido del Mediterráneo donde subían a su bombadero hacia Serbia. “Es terrible, decía el negro, a quien llevamos hasta su casa en la Villa Olímpica, yo sólo veo una pantalla y puntos que se mueven y calculo coordenadas”. Era la segunda guerra con mando a distancia.

Esa mañana Hermann me invitó a dormir a su casa y como yo sabía que se avecinaba algún tipo de confesión acepté de inmediato.

Estaba molesto y furioso y cuando abrió la puerta de su casa en una urbanización cercana a Badalona no podía evitar tropezar con la llave y la cerradura y soltar tacos todo el tiempo.

Encendió la tele y sólo dejó las imágenes. Inevitablemente aparecieron las últimas novedades de la guerra de los Balcanes.

¡Putos americanos!

Tras su exclamación me arrellané en un sofá color marrón de lana y apoyé la mejilla en una de las orejeras del mueble.

“En 1975 yo era un joven teniente de las fuerzas armadas pacíficas de la Republica Federal Alemana. Mi futuro era claro y yo creía en lo que hacía. Fue en ese momento que a mi y a mil ocho cientos oficiales más de las fuerzas nos ofrecieron un trabajo calificado como “ultra secreto”. Muchos pensamos que se trataba de algo relacionado con la RDA o con la Unión Soviética, pero todo comenzó a virar en un sentido misterioso y lleno de lagunas cuando comprobamos que un requisito fundamental era conocer y hablar el idioma inglés con un nivel de calidad superior. De lo que se trataba era de pasar por norteamericanos.

Ese evento fundamental en mi vida fue mi particular proceso de aprendizaje; puede parecer mínimo y una auténtica nimiedad pero para unos cuantos miles de jóvenes militares alemanes fue la experiencia más inolvidable de nuestras vidas y quizás la definitiva.

En 1973 se habían firmado en París los acuerdos de Paz entre Estados Unidos y Vietnam, no obstante los americanos continuaron en el sur y no imaginaron que el vietcong avanzaría hasta Saigón. El congreso norteamericano había impedido el nuevo envío de tropas y el gobierno no podía permitirse nuevas bajas entre soldados y mucho menos si esos soldados eran jóvenes. Pronto entendí, y como yo tantos otros, que Estados Unidos estaba desde comienzos del siglo, detrás de todas las farsas, mentiras, manipulaciones más atroces. Entendí que Estados Unidos financiaba a sus enemigos para meterlos realmente en fregados y luego se presentaba como el gran salvador que venía a endeudar de por vida a territorios, naciones y generaciones enteras. Yo, que creía vivir en un país libre me estaba dando cuenta ahora que vivía en un país con deudas de complicidad entre asesinos.

Nuestro deber, al acometer la misión, era colaborar en la evacuación de Saigón, cuya caída se estimaba como muy próxima en el tiempo y altamente probable. Nuestro deber, a partir del momento en que subiéramos a los aviones USA en la base de Hamburgo, era olvidarnos de nuestro pasado alemán, de nuestra lengua, nuestra familia, nuestra ciudad y cualquier proyecto alemán que tuviéramos planeado para el futuro. En ese momento, pasamos a ser norteamericanos, con documento identificatorio del ejército y un nombre y una biografía americana estrictamente militar. Si moríamos en combate, nuestro cuerpo, incinerado en caso de grandes y evidente mutilaciones, sería devuelto a nuestras familias y la explicación del accidente correría a cargo del Estado alemán, y los seguros para nuestros familiares le pagarían la educación universitaria incluso a nuestros nietos.

Si no moríamos y triunfábamos en nuestro cometido de evacuación de Saigón, seríamos considerados unos héroes desconocidos. Americanos indudablemente, la tele nos mostraría a la hora de la cena, en horario de máxima audiencia jugándonos la vida para que Jonnhy, Peter, Mary, Sheyla o Tom pudieran volver a casa, lo único que no hacíamos era repartir chiclets entre los refugiados. Cuando cumpliéramos con nuestras misiones la televisión norteamericana sería puntualmente informada de que Ed Daly u otro con un nombre similar había acometido una valerosa acción de rescate.

“Mira, me dijo, Hermann, mira esta foto.

Era la famosa foto de unos helicópteros despegando del terrado de la embajada americana en Saigon, mira este oficial que dirige las operaciones.

“Sí.

“A cambio de este servicio nos jubilaron jovencísimos, con dinero para instalarnos donde quisiéramos y nuestro historial militar desapareció para siempre jamás. Nunca fuimos militares, el estado lo negará por siempre. Ya ves. Ellos se meten en problemas y luego meten a todo dios y luego hay que ir a rescatarlos bajo falsa identidad para que ellos preserven su versión oficial de los cojones y mantengan en alto esa mentira cinematográfica que les acompaña.

“Cuando uno es joven toma decisiones equivocadas; se arrepiente luego, pero son irreversibles.



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