martes, 27 de mayo de 2008

Eros. Héctor D'Alessandro

Eros. Héctor D’Alessandro

La historia de Eros la conocí, la pude reconstruir, a partir de un relato oído en la peluquería de señoras. Justo entre el corte y el tinte, antes de la llegada de la manicura, que traía los cortaditos del bar.

Eros era un muchacho vivaz, todo alegría, todo simpatía, que había pasado por un largo, turbio, agónico período de inacabable tristeza.

Era poseedor de una extraña y enfática belleza, tierna y lasciva. Algo así como si al mirarle uno no pudiera menos que pensar, imaginar ardientemente, en tener un encuentro amoroso con él, pero que, al mismo tiempo, algo que también salía de él, como una vaporosa melancolía, te advirtiera: ¡cuidado, dentro de mí hay un monje!".

Moreno, de gruesos labios lujuriosos que no paraban de lanzarte alucinantes mensajes amorosos, parecía eternamente joven. Podía tener veinticinco o cuarenta años; esta característica, propia de la histeria, que congela a la persona, su actitud y su piel en una edad indefinible, me desconcertaba.

Dicen las señoras del barrio, que de pequeño, se producía la misma confusión. Siendo muy pequeño, te soltaba unas frases y unas opiniones, que no podías menos que pensar que era mucho mayor de lo que parecía. Ya adolescente y joven, tenía unas actitudes y unas aficiones que te hacían pensar en un niño.

Como su madre, viuda de un militar, había muerto, no se podía recurrir a un testimonio cercano para averiguar su edad exacta. Y las más lanzadas y audaces de las chicas de la peluquería, no saben por qué, pero no se atrevían a preguntarle. Con otro chico sí, pero con él, no sabían cómo provocar la situación propicia.

Su período de inconsolable tristeza había comenzado a la muerte de su madre.

Ella era una mujer hermosa, de una belleza de otro tiempo, muy discreta. No podía una tomarse confianza con ella así, a la ligera. No te lo permitía.

El caso es que cuando aquella amable y sensata señora falleció, su hijo volvió a vivir a la casa de su infancia.

Probablemente allí radica el germen de un gran error en su vida; pero, como dijo la manicura, "cada cual es libre para equivocarse de la manera que más le atraiga".

Eros era profesor de filosofía en un colegio público. Las vecinas no le conocían novias. Alguna chica, de vez en vez, que venía con él a pasar la noche, pero nada serio. Las tenues luces de sus habitaciones parecían hablar de un erotismo tranquilo y sin sobresaltos. Solamente en una ocasión había sucedido algo equívoco y pleno de sugestiones. Una tarde había venido a casa con una chica hermosísima de larga cabellera platino. Habían escuchado música a un volumen excesivo para lo habitual en aquel hogar y cerca de la medianoche, tras la detención a la puerta del edificio de un taxi, se vio salir a dos altas y carcajeantes rubias platino que, con ademanes finos y cursis, subieron al coche y se largaron.

No lo voy a negar, soy casada pero tengo mis fantasías, aquel chico me gustaba, me atraía, por temporadas, de una manera frenética y luego el deseo se aburguesaba, se volvía tranquilo y volvía a hibernar.

Hasta que un día, en la peluquería, entre el corte y el tinte, antes del cortadito, escuché estas partes desconocidas de su historia personal.

Al salir hacia casa, no pude volver de inmediato. Fui a un bar y pedí otro cortado y, cosa extraña en mí, compré un paquete de cigarrillos. Hacía ocho años que no fumaba.

No sabía qué cosa me sucedía.

A la noche, luego de cenar y acostar a los niños, creí tranquilizarme. Cuando hicimos el amor, a cada nueva embestida de mi marido, más poderosa se presentaba a mi mente la imagen de aquel chico. Se me aparecía en la imaginación con una fuerza inusual. Me lamía los pies, me besaba la espalda, me jalaba con violencia sexual del cabello, me mordía el cuello y las orejas.

Cuando mi marido se durmió me levanté y fui a fumarme un cigarro en el balcón. Sin pensarlo conduje mis ojos a su balcón.

Allí estaba. En la oscuridad, fumando, él también, en la solitaria madrugada.

Deseaba que nuestros cigarros no se acabaran jamás. A cada calada se iluminaba su rostro que yo, en mi desatada fantasía, poblaba de gestos y guiños dirigidos a mi persona.

Ahora sí, estaba loquita, sin sentido, por él.

Al día siguiente tuve triple trabajo, pues además de hacer todo lo de la casa y el colegio de los niños, me entregué como una demente, al seguimiento de Eros Azzini, ya sabía muchos datos suyos.

A la segunda semana de búsqueda sin descanso, de persecución erótica, en un bar al que entró con quien supuse un colega suyo, nuestras miradas se cruzaron.

Me reconoció o me recordó o le gusté pues, tras mantener la vista fija en mí unos instantes, noté cómo bajó los ojos y le costaba concentrarse otra vez en la conversación que mantenía con el otro profesor.

Sentí que era tímido. Me envalentoné. Estaba desconocida, incluso para mí misma.

En la semana siguiente pasé al ataque, dejándome ver, siempre por la tarde, en los más diversos sitios, con la finalidad de que percibiera mi entusiasmo. Que supiera que iba por él, que no era todo una casualidad.

El viernes de esa semana, a la tarde, hice que nos encontráramos en el supermercado.

Me solté y le saludé. No fue difícil buscar conversación.

Fuimos a su piso.

¡Que tarde! ¡Qué alegría! ¡Qué estremecimientos!

¡Yo era joven otra vez! ¡Gozaba como una delirante!

Comencé de inmediato a planear todo nuestro futuro en secreto. Algo que pareció apesadumbrarlo. No era un típico Don Juan; el sexo parecía tonificarle y volverle melancólico.

Le gustaba recorrer todo mi cuerpo colmándolo de besos tiernos.

Despertaba en mí cierta mansedumbre interior y el deseo contradictorio de maternizarlo.

Era tierno y sagaz, temeroso y lleno de malicia, como un sátiro angelical.

Se corría en mis tetas con una violencia temeraria y acto seguido me observaba con picardía y como con un acechante temor.

Yo quería importarle, tenía afán de confesiones íntimas, pero él sólo parecía interesarse en mí, no le interesaban mis hijos ni mi marido y eso me ofendía por momentos, pues aquello era buena parte de mi vida y yo deseaba comentarlo con él, algo escondido de su persona me invitaba, sin palabras pronunciadas, a hacerlo.

"Eres una buena mujer", me dijo una tarde. "La mejor mujer del mundo. Mi madre te habría aprobado como esposa fiel para el resto de mis días pero el destino hace estas bromas. Yo no ceso de encontrar a la mujer perfecta que mi madre me recomendaba y siempre, algo, en la situación, en el tiempo o en el espacio, hace que se produzca un desfase, un inconveniente que impide la perfección. Quizás sea así como debe ser. ¿Por qué rebelarse?"

La historia de Eros Azzini la conocí, la pude reconstruir a partir de un relato oído en la peluquería de señoras.

Ciertos detalles de la historia no podían, de ningún modo, ser conocidos por aquellas señoras en apariencia formales sin haber tenido un contacto íntimo con aquel chico extraño y amoroso.

¿Todos mentían, acaso, a partir de un relato único escuchado en una ocasión, a una osada como yo, que le había seducido?

¿La fantasía colectiva de todas aquellas mujeres había viciado hasta en los detalles, el relato personal que cada una hacía? ¿Todas habrían tenido algo, en alguna ocasión o alguna lo habría tenido y las otras sólo fingían?

No tardé, yo misma, en unirme al coro de la peluquería, a contar como si lo hubiera oído en otra parte y de otros labios. La historia se enriquecía y las risotadas de las chicas bajo el secador y con los rulos puestos parecía no tener fin.

Un silencio cómplice se instalaba entre nosotras cuando le veíamos pasar en alguna ocasión, con su seguro andar, su brillante cartera y su esmerado traje de profesor.

Él mismo se encargó de apaciguar mi pasión, como si yo fuera una enferma delirante y él, el conocedor del suave medicamento que de a poco y en sabias dosis me hacían alejarme de su persona, su febricitante presencia, y nuestra loca historia de pasión y erotismo, dejándome finalmente con un delicado y suave sabor de boca y maravillosos recuerdos que se apagaban.

El disfrute secreto de aquella historia me inspiraba un recuerdo tranquilo, como una suave ensoñación.

Un día pensé que quizás Eros estuviera o se sintiera compelido sin remedio a seducir. Como por un mandato de la herencia y que quizás lo cumplía de este modo metódico y apacible simplemente para no dejar un hueco en el cumplimiento de algún extraño Karma.

Los hombres, al igual que las mujeres, también están sometidos a extraños decretos de destino que se remontan varias generaciones hacia atrás. Algunas personas rompen este molde, esta obligación arbitraria y otros, quizás más prácticos o más cómodos, dedican una pequeña parcela de su existencia a dar cumplimiento al mandato de la estirpe.

Al hacerlo dan satisfacción, quizás sin saberlo, al molde o mandato de otros y, entonces, Eros se me aparece bajo otra luz... quizás fue sin saberlo o solicitado sutilmente por nuestras imaginaciones de mujeres en la peluquería, justo antes de hacerse las manos y esperando el cortadito que la chica, condescendiente, fue a buscar, el hombre de los sueños de todas y cada una de nosotras, el hombre que nuestras madres habrían aprobado gustosas, o, quizás, el amante perfecto e incognoscible que sabía tratarnos como lo deseábamos y mantener, artística y esmeradamente, su secreto más profundo acerca de su propia persona.

Episteme: , ,



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