domingo, 20 de noviembre de 2016

La vocación reparadora Héctor D’Alessandro

La vocación se puede definir como aquello a lo cual uno se entrega y lo profesa con felicidad y un cierto sentido de autorrealización. Los conceptos de vocación y el de profesión poseen un origen religioso vinculado a la revelación. Y el propio proceso de escogerla, aunque desacralizado, revela, a poco de mirarlo, unos rituales y un modo de hacerlo propios de la vía religiosa y/o espiritual. 
La afirmación de que los seres humanos somos seres espirituales en un envase de materia, no es una mera expresión retórica. La totalidad de nuestra acción significativa posee un trasfondo que puede llamarse legítimamente espiritual. Somos seres que le damos significado sobre un trasfondo virtual a nuestra actividad y ese significado inscrito en un cielo conjetural aspira a la trascendencia. A la otorgación de una cierta importancia y significado a nuestras acciones.
El acto de escoger la profesión o la vocación de uno se ha mecanizado en el mundo moderno capitalista. El trasfondo significativo se ha vuelto menos trascendente, y así se inscribe en él un conjunto de aspiraciones, ideales y objetivos de tipo monetario, otros como la comodidad, el esfuerzo o la reducción del mismo, el prestigio social y la apariencia. Esa es la trascendencia en el mundo de la escogencia vocacional y/o profesional. Son significados provistos desde el estado o la sociedad y están en cierto modo predeterminados; operan como un ritual en la vida de los hombres. Eric Berne, fundador de la corriente de análisis transaccional, afirma que la persona que participa en un ritual puede no poner en juego sus desempeños emocionales. Puede vivirlo, pasar por él igual que por una autopista y no implicarse. Así, son rituales el de matrimonio, el de noviazgo, cualquier modelo establecido como legítimo de ascenso social, el proceso de convertirse en profesional de alguna disciplina, la agonía, el proceso de envejecimiento. Todos procesos vitales o socialmente aprendidos que pueden ser vividos desde la autenticidad emocional, pueden ser vividos como procesos rituales. La novela “La muerte de Iván Ilich”, de León Tolstoi, narra en cierto modo cómo una persona, el protagonista, pudiendo vivir una vida plena y llena de significado, opta por vivir una vida ordenada de acuerdo a cánones externos, procedentes de la sociedad en la que se encuentra inmerso, perdiendo así la vida, la gran vida. En realidad, aunque Iván Ilich acaba muriendo en la narración, debería decirse que estuvo siempre muerto. 
Contra viento y marea, a veces han surgido personas tenaces que, para poder vivir su propia vida, se han enfrentado a su medio y han creado, a partir de lo heredado y formal, formas nuevas. Se diría que a partir de lo malo han hecho algo bueno. 
Es famosa la profesión de escritor por sus clásicos enfrentamientos entre autores y su familia, entre autores y su sociedad, entre autores y su propio país. Tensión a partir de la cual en muchas ocasiones se crea una obra magnífica. Joyce es probablemente el caso más sonado de desavenencia y desapego respecto de la sociedad de origen (Irlanda)  y el desarrollo de un genio sin par, expresado en obras magnificas. En ocasiones los escritores también descubren o revelan a partir de su obra importantes secretos familiares, grupales o sociales que lo cambian todo. Últimamente, John Lanchester, en su libro “Novela familiar”, revela cómo descubrió los grandes secretos de sus propios padres que acabaron en su nacimiento y en una truncada vocación religiosa. A.M. Holmes, en “La hija de la amante” da cuenta de su propio origen como niña adoptada e indaga, haciendo una profunda investigación. 
La vocación de escritor es una profesión profundamente reparadora. En el diccionario se habla de acción de “desagravio y de satisfacción completa de una ofensa, daño o injuria”. En términos terapéuticos, “reparar” y “sobrecompensar” (concepto procedente de la disciplina conocida como “rebirthing” o “renacimiento”) viene a hablar de una acción en parte o completamente inconsciente mediante la cual un individuo intenta, en vano, (este es el elemento clave: la inutilidad del acto) reparar algo que está maltrecho en su psique o en la psique colectiva del grupo familiar, nacional, racial, al que pertenece. Para hacerlo, entra en una carrera sin fin que implica una constante fuga hacia adelante sin solución posible que traiga nuevamente la paz psíquica, ni al individuo ni al grupo.
Una vez concluidas las dictaduras latinoamericanas de los setenta y ochenta, se iniciaron diferentes procesos de reparación a los presos políticos y a las familias de los mismos, así como a las familias de los torturados y desaparecidos de la época. En algunos casos, los perpetradores se encastillaron en la sensación de poder y sus creencias personales de la época en que cometieron u ordenaron esos crímenes de lesa humanidad y les ha tocado vivir distintos tipos de desagracias familiares. Suicidios de parientes, hijos, etc. Ese acto inconsciente de sus parientes e hijos es un acto negativo, en tanto atenta contra la vida, e inútil, que intenta de modo inconsciente y no logra reparar una culpa transmitida entre generaciones.  
Se dio asimismo el caso de muchas personas que teniendo parientes o amigos presos en condiciones infrahumanas, no pudieron soportar la inmensa culpa de estar libre y no vivir en carne propia el daño y acabaron con sus vidas. Este es otro modo de la lealtad y del amor que Hellinger, creador de las constelaciones familiares, llama “amor que mata y enferma”. 
En todos los casos, como puede apreciarse, hay un intento de reparar algo pero hay una suerte de exageración en el modo de compensar que lleva a nuevas tragedias o hechos desagradables. Esa exageración es propia de una emoción de carácter sistémico. Se extralimita en su expresión dramática y en sus efectos reales en la existencia humana. 
En cualquiera de los casos, la solución de la restauración de la paz y el fluir del cariño, no se instala. Hay una prolongación del drama y la adicción al mismo. 
Los escritores, de muchos modos, funcionaron en la era moderna como grandes reparadores del dolor familiar, racial o nacional. Y restañaron las heridas de la tribu de muy diferentes y originales maneras.
Del mismo modo, hay mucha gente en muchas otras profesiones que se encuentra ahora mismo realizando una vocación en la que está metida casi exclusivamente para reparar o sobrecompensar un drama o una culpa sistémica, procedente de su familia o de otros sistemas. Está agotando así una rica energía vital en mantener en pie una estructura de la personalidad, anclada en músculos, arterias, venas, huesos y órganos, que un día le pasará la cuenta. Y la pasará mediante hechos que aparentemente proceden del mundo exterior: accidentes, problemas de diferente gravedad o importancia, circunstancias limitantes, estados emocionales bloqueantes, etc.
Una persona puede encontrarse ejerciendo una vocación para la que no está llamada y para realizar un mandato por el cual su sistema (familiar, racial, nacional) le está exigiendo un costo personal muy elevado.
Eso no significa que deba cambiar, sino que debe mirar qué está sobre-compensando, con qué antepasado tiene una deuda energética y emocional contraída, y la suelte en un proceso que es psicorporal. 
A partir de allí, incluso el cambio radical de profesión resulta fácil. 
Yo mismo, de pequeño fui testigo implicado y adolorido de cómo un pariente mío se dedicó a estudiar tres carreras porque otro pariente lo había hecho y porque su padre se lo exigía. También le reprochaban de continuo el que no tuviera una pareja estable y se casara. El resultado de todo esto es que ese familiar se pasaba el tiempo enfermo en medio de sus éxitos exclusivamente profesionales. Nadie en nuestra familia conectaba una dimensión de su vida (frustrada) y la otra (aparentemente motivadora). Se decía simplemente que era una lástima que tuviera tan mala salud. Esa era la explicación del fenómeno que se daba a sí misma nuestra parentela; no sé y a esta altura tampoco importa realmente conocer a qué extraños y misteriosos mandatos sistémicos obedecía aquel comportamiento. El caso es que cuando aquel pariente mío acabó sus tres carreras con éxito y obtuvo unos ahorros que le permitieron mantenerse durante el tiempo que dura estudiar una carrera, se dedicó a estudiar la profesión que realmente él más amaba, más modesta, no tan pomposa, pero la que a él le satisfacía; a partir de ese momento recuperó su salud, que había estado baldada durante todos los años en que estuvo realizando actividades que no iban con su yo profundo y las exigencias de su alma. Y para coronar el pastel, a poco de comenzar en su nueva profesión, conoció a una chica con la que finalmente sí se casó.   
Este caso que presento aquí, en cierto modo, muestra cómo actúa la reparación. Este es un caso de lealtad aunque esta le conduzca a la muerte o al menos en este caso a la enfermedad física. Y el elemento reparador aparece en esa acción inconsciente de estudiar durante mucho tiempo tres carreras que casi no se van a ejercer y en el aspecto de autocastigo que esto implica hay también una reparación respecto de alguien que debió vivir esa circunstancia en otra generación. Con su inexplicable accionar inconsciente y auto-castigador seguro estaba dando vida a “otro” que fue excluido de su sistema y que vuelve a la vida de ese modo. Manifestándose en la de un descendiente.
Voy a contar un caso famoso que se desarrolla me parece en Canadá. En cierta época, un señor es despedazado por una manada de lobos. Su hijo se convertirá con el paso del tiempo en un afamado carnicero al que concurrían a comprarle sus productos desde otras poblaciones por la calidad de sus “cortes”. Esto es una reparación en toda regla. En este caso además conduce a la persona al éxito, lo que no sabemos es cuán satisfecho estaba de su éxito. Este señor, carnicero de profesión, a su vez, tiene un hijo y éste se convierte en unos de los más importantes cirujanos plásticos del país. Otro especialista en “cortar la carne humana”; y valen para él las mismas observaciones que para el dueño de la carnicería. En nuestra existencia vivimos buena parte del tiempo reparando por hechos que proceden de nuestro sistema familiar, racial o nacional, gastamos en ello una enorme cantidad de energía. Y desperdiciamos nuestra verdadera vida; la que nuestra alma tenía reservada para nosotros. Y que por la rigidez y los miedos propios de la personalidad del ego configurado en esta existencia logramos o no salir al fin de la jaula del mismo y de la historia personal. 
Pasamos por la vida como un jugador profesional que ante la mesa de juego se encontrara distorsionado en su desempeño excelente por un molesto embaucador y fullero que sólo deseara hacerle perder. 
Perdemos nuestras sucesivas manos y el juego final, escuchando una versión de nosotros mismos que nos es insuflada al oído por un visitante pernicioso que no desea nuestro bien. Realmente, el diablo de la mitología católica. El “antiguo enemigo” que muestra la película “Phantoms”, una sustancia ectoplasmática que se nutre de nuestros pensamientos replicándolos e impidiendo que salgamos de la captura de los pensamientos a la que hemos sido sometidos.
Se sale de allí con un movimiento de restauración de la fluidez y la facilidad que se da en una acción psicofísica.
Mientras estamos dentro de ese “Matrix”, ni nuestras palabras son nuestras. El lenguaje habla a través nuestro, la tradición habla a través de nosotros. Nuestro caso configura cada expresión de nuestra vitalidad y la convierte en pura gasolina destinada a una hoguera ajena. Estamos realmente “tomados” por la “instalación foránea” mencionada por Carlos Castaneda. 
Ahora narraré cómo salí de mi primera profesión, la de “escritor”, para instalarme progresivamente en otra profesión más acorde a mí y a mi destino y cómo esta solución implicó un cambio en la perspectiva con la que vivía mi primera vocación y en una reformulación de la misma en la cual ya no estoy reparando sino disfrutando.
Esta es una de las grandes claves. Cuando se está reparando en la profesión, no se es feliz. Se es excesivamente grave, ampuloso, exagerado, comedido, o bien tímido, excesivamente escrupuloso a grados que uno no acaba nunca de proyectarse como profesional. En cualquiera de los casos, la profesión se encuentra bajo el bombardeo constante de un sabotaje interno muy poderoso y no produce beneficios, ni económicos ni emocionales. Puede que los produzca económicos durante un tiempo y, según el grado de drama implicado en la reparación, ese beneficio económico se va al traste con más o menos aparatosidad.
Desde muy joven, diecisiete años de edad, tenía claro que quería ser escritor, que deseaba expresar dramas sentidos en mí, darlos a conocer de alguna manera públicamente, en la seguridad de que así se “limpiarían”, no volverían a producirse en mi propia vida, y también que otras personas de lugares lejanos o cercanos al tener conocimiento de mis narraciones o ideas sentirían alivio para sus propias vidas y tendrían  un modo nuevo de contemplar sus propias experiencias. 
Sentía en términos generales que había vivido una vida que en cierto modo era original y que debía ser dada a conocer públicamente. Que otros debían saber lo que me había sucedido. Aquel pasaje de la biblia que dice “Porque no podemos dejar de contar todo cuanto hemos visto y oído”, era una suerte de lema de mi existencia. 
Con el paso del tiempo y los sucesivos aprendizajes, conseguí colocar en sus justos términos la dimensión testimonial y en cierto modo terapéutica de las obras de arte escritas y de las obras de arte en general. 
Emigré a España, siguiendo en cierto modo el mandato casi arquetípico del escritor que debe vivir un tiempo o el resto de su vida en otra cultura para así ver mejor o desde otra perspectiva el contexto de su biografía pasada y de su obra. Sólo años luego, en talleres de constelaciones familiares, escuché a grandes maestras decir cosas como “antes, la gente que cambiaba de lugar de residencia podía ser considerada emigrante o exiliada; ahora, podemos afirmar que la decisión procede del alma, incluso si la decisión está inmersa en un contexto de crisis masiva. Es el alma la que emigra y el traslado lo es para el autoconocimiento. Las almas se trasladan para evolucionar”.
También llegó hasta mí la siguiente información: “Concurrimos a lugares donde tenemos deudas kármicas y asuntos a solucionar. Y a medida que nos vamos refinando en nuestra percepción espiritual y en las demandas de nuestra propia vida espiritual, comprendemos a qué hemos ido a un sitio o a otro, a realizar qué tareas”. 
Cuando se despierta al fin el yo interior espiritual, podemos determinar con precisión exactamente cuándo comienza y cuándo acaba una tarea en un cierto sitio. No obstante, hay almas que no necesitan del traslado para solucionar sus asuntos en todos los sitios y en todas las dimensiones de la existencia.
Durante los primeros años de mi estancia en España, mi propósito central era escribir y escribir y tener experiencias nuevas que me aportaran vivencias significativas para trasladarlas a la obra escrita. Pero con el tiempo las experiencias no me alcanzaban porque el significado de las mismas estaba restringido a unos pocos modelos de interpretarlas de los cuales yo me había provisto o había ido adquiriendo de un modo en buena parte inconsciente a lo largo de mi vida.  
Mi literatura ya no me “funcionaba”, no sentía alegría al escribirla, no lograba expresar lo que deseaba, muchas de las prosas que brotaban de mí no alcanzaban a llenarme y dejarme satisfecho y buena parte de las mismas tenían un tono vindicativo cuando no directamente vengativo, parecía que quería “poner las cosas en su sitio”. Restablecer un cierto equilibrio. 
Estaba reparando con mi profesión; y reparando no se obtiene un éxito interior sentido por la persona. Gracias a dios, mi alma había tomado el mando hacía tiempo y me guiaba con certeros pasos Al tiempo que me ponía a estudiar escritura creativa en talleres de los habituales, me interesé con pasión por la evolución personal e hice talleres y cursos continuamente. Me iba la vida en ello. Había momentos del día en que no hubiera podido mantenerme en pie si no hubiera sido porque estaba en procesos continuos de crecimiento personal. Algunas personas me preguntaban cómo podía hacer tantas cosas y lucir tan descansado y yo contestaba “tú te duchas todos los días, ¿verdad? Pues a nivel espiritual debe hacerse lo mismo”.
El día de la gran verdad, luego de años de búsqueda, me llegó en un taller de constelaciones familiares. El famoso constelador que facilitaba el proceso me preguntó ¿dónde nació tu abuelo materno?
Y he aquí que el dato más obvio, que siempre lo había tenido delante, no me había caído hasta ese momento como una evidencia contundente y significativa. En Catalunya, donde yo vivía. “¿En qué población?” preguntó el constelador. Al contestar, la persona que representaba a mi abuelo, dijo: yo soy de ese mismo pueblo. La probabilidad de que, en una sala con varias decenas de personas, hubiera alguien procedente de aquel pequeño pueblo donde había nacido mi abuelo era remotísima. Me di cuenta inmediatamente de que nunca jamás había conocido, en los años que llevaba en España, a alguien nacido en esa localidad. La probabilidad de que esa persona única entre varias decenas presentes aquella noche fuera escogida, por el terapeuta,  “al azar” para representar a una paisano suyo nacido hacía más de un siglo era millonésimamente remota.  Sin embargo, allí estaba, llamando a la puerta de mi conciencia, para que mirara donde tenía que mirar. Yo estaba viviendo desde hacía catorce años en el mismo país que mi abuelo sin entender bien por qué ni para qué y preguntándomelo de continuo. A tal punto que en la escuela de escritores a la que concurría había comenzado a escribir una novela cuyo título era “El viaje ajeno”, haciendo referencia con el mismo a la sensación, experimentada por mí de continuo, de estar realizando en la vida un viaje de otra persona y no el mío propio.
Allí mismo comenzó a desenhebrarse la madeja, aún no tenía conciencia de hasta qué grado y con cuáles asombrosas consecuencias y ramificaciones sin fin. Allí entendí por qué otra consteladora me decía continuamente que cuando me miraba a los ojos veía a dos personas y que una de ellas estaba muy enojada y quería ya de una vez ser liberada. Y al decirlo, según ella, esa persona se removía dentro de mí con furia y la miraba desde mis ojos con cierto matiz de amenaza. 
En esos años toda mi literatura cambió, se volvió más amable, más humorística, más comprensiva, y en cierto modo más llena de sabiduría. Cierto aplomo me ganó y de pronto el éxito como escritor dejo de ser importante para mí y si pasó a convertirse en una meta significativa el éxito en integrarme emocional y espiritualmente. Escribir desde el placer y sintiendo que generaba con mis letras comprensión y una visión más elevada en quienes me leyeran. 
En esa época, un personaje de una novela que estaba escribiendo, llegó a decir, apareciendo las palabras como brotadas de ese pozo sin fondo de la imaginación que siempre te sorprende: “A cierta edad la sabiduría no es una opción, es una obligación”. 
Algo en mí se había serenado de un modo radical. Y en ese momento, empezaron a producirse otra vez éxitos para mí y debidos a mi trabajo, pero vividos de un modo tranquilo. El éxito no lo vivía como una amenaza a mi seguridad o una posibilidad que podía desequilibrar la totalidad de mi vida. 
Escribir dejó de ser prioritario y en cierta ocasión pude pronunciar en voz alta unas temidas palabras que mientras estaba totalmente identificado con mi primera profesión, jamás habría podido decir. “Puedo dejar de ser escritor”.
A día de hoy puedo dejar de ser cualquier cosa que sea porque mi ser ha nacido y no depende de lo que haga.
Cobré conciencia de que la profesión escogida, venía con una cantidad de creencias protectoras, actitudes, tics mentales, auténticas taras del comportamiento y la actitud, funcionamientos diversos en automático. Cobré conciencia radical de que al adquirir mi vocación, había adquirido junto con ella un idioma propio de la misma y una serie de inercias anquilosantes que por algún motivo sólo había decidido ver en otras profesiones y no en la mía. Me di cuenta de que para escribir creativamente lo más importante no era tomar posesión y dominio de una serie de instrumentos y estrategias técnicas, sino que lo más importante era tomar dominio y gestionar las propias convicciones y creencias más arcaicas y remover las limitaciones emocionales. 
Había entrado en escena en mi vida el “coach”, mi segunda identidad profesional, una identidad más cómoda para mí, que nacía por segunda vez, en la cual podía estar expuesto y vulnerable de modo radical a la revisión continua. Aprendí flexibilidad. Adquirí como hábito la actitud de apertura al cambio pero anclada en el cuerpo y no solo en el ámbito del pensamiento como una suerte de información más que quedaba bien decir en voz alta pero que no era una vivencia visible en mí.
Esto ocasionó una lucha y una armonización entre mi antigua identidad de escritor y la nueva de coach. Cómo mantenerlos vivos a ambos en el la misma habitación y hacer que el uno y el otro rindieran al máximo sin incongruencia para mi persona.
El “escritor” era negativo, y se jactaba de ello, tenía un humor negro muy cruel y se jactaba del mismo, el escritor estaba hiperprotegido de capas y más capas de cultura e información, detrás de las cuales podía vivir o fingir vivir y ocultar muy bien su dolor; el “coach” que aprendía a ser, al comienzo, iba de acuerdo a ese escritor lleno de dolor, se cubría de capas y más capas de petulancia y esa supuesta pro-actividad arrasadora que aplasta y le da lecciones a los otros, lecciones que hacen aguas porque se ve el dolor debajo, que tanto se nota en tantos y tantos coachs. Ese “escritor” que yo era y ese “coach” que comenzaba a desplegar sus cualidades en mi persona eran una creación más de la personalidad del “ego”, un instrumento para continuar protegiéndose del dolor y del placer de vivir. Ambos estaban creados desde la llamada “fuerza de voluntad”; la fuerza más débil existente, la de frutos más efímeros. 
Un día de 2008 durante el desarrollo de un taller, me encontré de pronto con toda la fuerza explosiva que alimentaba a ambos intentando hacer una vez más lo de siempre, y gracias a mi dedicado trabajo hasta ese momento pude ser autoconciente. Pude parar la respuesta inercial que siempre se producía del mismo modo. Ante la pregunta de una participante en el taller que me irritó, pude sentir dentro de mi todo el dolor antiguo acumulado que seguía haciendo trastadas, pude sentir toda la petulancia con que revestía e intentaba disimular estas fugas de emociones desagradables, puede contemplar a la otra persona realmente como alguien independiente de mí y que más allá de mis suposiciones, sólo tenía un interés particular y especial en hacer aquella pregunta y vi también que por muchas especulaciones que yo hiciera o por buenísimas que fueran mis estrategias para leer lo que aquella persona hacía como una suerte de acción distorsiva y molesta, lo único que yo podía hacer era manejar lo que a mí me pasaba. Respiré hondo toda mi violencia, respiré y contesté y responder a la interrogante fue aún peor, porque aquella persona solo me dijo que no había entendido nada de lo que yo le decía.
Entonces me vi a mi mismo, un instante antes de responder, y pude sentir aún las oleadas de miedo y de inestabilidad reinantes en mi cuerpo. Y supe que ni como escritor ni como coach ni como persona “tenía que hacerlo bien”.  Supe que podía decirle que no sabía nada acerca de lo que me preguntaba, que eso no me haría peor persona ni docente sino todo lo contrario, me haría ganar en humanidad. Pero el caso no era de saber o no saber, era de incomodidad. Era que yo quería irme luego de un largo taller y aquella persona me hacía una pregunta muy sesuda y profunda como para responderla en dos minutos. Y eso me contrariaba y hacía que lo juzgara con los peores tintes. 
Le dije que le agradecía la pregunta porque me devolvía a la esencia de ese taller y de todos mis talleres. “Tú, le dije, no has entendido mi respuesta porque yo no te he respondido. Como es tarde y me quiero ir de una vez, lo que intenté fue avasallarte, callarte, aplastarte. Se mezclaron en mi respuesta el deseo de quedar bien y el de decirte de modo implícito: no me molestes más, adiós, ahí te quedas, con mi respuesta, para que veas que brillante soy”.
Pero no resulté nada brillante, aquel hombre me mostró mi estado.
Y no entendió nada de mi supuesta respuesta.
Desde aquel momento, el ritmo interno de mi vida se enlenteció y escuché y percibí en general con más paciencia y claridad mis propias interacciones con los otros. 
Tampoco el coach que nacía en mí necesitaba ser mejor porque tampoco necesitaba reparar nada.

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