viernes, 27 de junio de 2008

El precio del petróleo, una de Paul Kaiman.

Una de Paul Kaimán sobre el precio del petróleo.

La subida irracional de los precios del petróleo, además de enriquecer rápidamente a sus productores, fuerza de modo artificial la extracción de las cuatro últimas gotas que queden en el planeta. Cuatro gotas que representan varios decenios de abastecimiento y consumo. Esos fondos restantes están a varios millones de inversión de distancia; unas cantidades que ningún capitalista quiere invertir. De ahí que ahora predomine una visión no pesimista de las nacionalizaciones, cuando hace treinta años estas eran motivo para intervenciones y golpes de estado en países productores del tercer mundo. Se está permitiendo que líderes de retórica nacionalista intervengan en este sector con el objetivo de que ellos hagan la millonaria inversión con fines extractivos. Cuando todo esté dispuesto y el petróleo fluyendo, el capitalismo financiero volverá a mostrar su oscuro colmillo; hundirán los precios y se quedarán en subasta de urgencia con las inversiones que los idiotas de turno harán en estos años.

Cuando no entiendo un hecho llamo a Paul Kaimán para que me explique estas situaciones aparentemente incomprensibles. Paul sabe más por espía que por boxeador; como tal sólo recibió golpes y estos los recibe cualquier poeta.



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sábado, 21 de junio de 2008

Conjuras de necios. Héctor D'Alessandro

Conjuras de necios. Héctor D’Alessandro

Todo comienza una tarde de sábado en que el idiota que vive centrado en sí mismo está tumbado en su casa con la puerta ventana de su dormitorio entreabierta y oye una música no tan lejana a cuyo ritmo se entrega una multitud, llena de belleza y ambición, con los movimientos y las cadencias más actuales.

Él tiene ganas de ir a mear y, al levantarse, los ve allí, en el jardín, todos ajetreados.

Cuando asoma su adormilada cara, bella y ambiciosa, por la rendija que deja la puerta ventana, de inmediato algunas cabezas comienzas a girarse y cuando la chica, una rica heredera, bronceada y adormecida que cultiva una progresiva diabetes lo ve, el acompañante de la misma, un chico bronceado con el pelo brillante, los ojos duros y la boca dulce, se vuelve repentinamente inquieto. Mira a la chica, mira al chico, calcula la onda de comunicación vibracional que se ha establecido entre ellos y determina que sobrepasa los niveles admisibles y respetables para la salud de su propio corazón. En consecuencia, lleno de stress, estruja algo carente de importancia entre sus manos dentro de sus bolsillos a la moda, pero para la chica distraída que cultiva su diabetes sólo tiene amables sonrisas llenas, en el fondo, de un odio que ella no conoce ni puede ver.

Todo comienza así, de este sencillo modo.

Se trata de una suerte de conjura de necios.

Más frecuente de los que se piensa. Sucede siguiendo unas pautas más o menos regulares. Los más idiotas creen que alguien los amenaza, se conjuran contra el pacífico durmiente de siestas que no tiene ningún interés ni motivo para conseguir aquello que ellos tanto valoran.

Acaban metiéndolo, contra su voluntad, en el asunto, y sus propios miedos y paranoias colectivos le conducen a la involuntaria victoria.

Esto excita los nervios adormecidos de cualquier chica aunque haya pasado una vida aburrida entregada a las obras de beneficencia y al cultivo dosificado y progresivo de la diabetes.

La conjura posee estos elementos. Uno o mas idiotas centrados en lo que hacen los otros y en interpretar de un modo negativo todos los pasos de esos otros. Un idiota autocentrado, -con lo cual ya empieza a mostrar un poquito de sabiduría. Y una chica o algún otro tipo de persona que no muestra su juego.

En este caso, el idiota autocentrado, se metió la mano dentro del enorme pantalón para rascarse ciertas zonas y con la otra se restregó los cabellos mientras con el cerebro intentaba discernir si toda aquella gente elegante y que tan bien olía, ágil, ambiciosa y bella tenía algo que ver con él, pero antes de que pudiera llegar a algún tipo de conclusión, la chica que no mostraba su juego ya se había acercado y orbitaba a su alrededor. No era una chica muy original ni vanguardista, porque le dijo ¿nos conocemos? Y el idiota autocentrado se tomó la pregunta en serio, con lo cual se sumió en una mar oscuro de elucubraciones que a ella le hicieron pensar “es monísimo, me lo comería, mira cómo se rasca la cabecita.” Mientras, el danzarín acompañante de la chica, plantificado en el enorme jardín, muy próximo a la piscina, craneaba escenas de apuñalamiento y envenenamiento masivo, venganzas horripilantes, arañazos vengativos y palizas descomunales. Las ondas vibratorias de sus pensamientos lo conmovían hasta la raíz del cabello y el vaso verde con una bebida fucsia estalló en su mano morada manchándole de paso la camisa rosa de rayas blancas.

Esto hizo que la futura diabética girara su enorme culo y lo mirara a los ojos y al verlo conmocionado le preguntara ¿qué te sucede cariño, te sientes bien, quieres sentarte? Serie de preguntas que ofendieron aun más al danzarín centrado en los otros y le hicieron pensar que la culona diabética era una bruja despiadada y sádica pero se contuvo, él creyó que con gran inteligencia, para decir que no, que nada, que por favor, y en el fondo se cagaba en ella porque pensaba “me trata como a un anciano, ¿qué se piensa?”

A todo esto, el idiota autocentrado dormidor de siestas, al ver aquel culo se imagina perspectivas muy amables y sin saber que ella ya está en la senda de su destino piensa cosas como “quién pudiera” o “si yo la tuviera a tiro”.

Su lúbrica mirada es transparente y el idiota centrado en los otros siente que el calor que sale de su cuerpo le seca por completo la brillantina de su cabeza. Le parece, incluso, sentir el aroma a chamusquina de aquel producto derivado del petróleo. Pero decide que a él nadie le verá sufrir, qué va, en la vida, no les dará esa satisfacción, antes muerto.

Su mirada está dirigida de un modo tan claro en dirección al despeinado dormidor que la chica se gira, y al hacerlo, vuelve a ver el delicioso contenido de sus circunstanciales sueños.

Su sonrisa se deshace en una suerte de baba gelatinosa.

En este momento el idiota amargado dice que ahora vuelve, tiene que retirarse al lavabo, pero es un repliegue táctico, va a ver qué puede hacer porque esto ha pasado de castaño a oscuro.

La chica pregunta de un modo formulario ¿te las podrás arreglar sin mi, ¿cariñín?

Y aquel “cariñín” al idiota amargado centrado en los otros, le parece un nauseabundo revulsivo.

Ella se va en dirección al chico “monísimo” que al verla venir siente un poco de miedo, piensa “¿esa tipa estará enfadada conmigo?" No entiende porqué debería estarlo pero igual siente miedo y para aligerarlo se hace un chiste a sí mismo, un método de su propia invención que suele utuilizar con frecuencia en situaciones temerarias como aquella. Se dice a sí mismo “a ver, tío, si ahora te da un culazo” y a continuación ríe para sí “jo, jo, jo” y comenta, centrado en sí mismo “¡qué flipe la vida! ¡pa alucinar, de verdad!”

Ella, la rica herededa y futura diabética, piensa “pero cómo puede tener esa carita tan dulce... y cómo se hace el que no se entera, ¿será posible? Me lo voy a comer todito”

El durmiente de siestas la ve acercarse y le hace acordar en su progresivo acercamiento a aquella ocasión en que cruzaba una autopista y un coche venía de frente pero el no sabía si tenía que tirar para la derecha o para la izquierda, ¡qué flipe! Y se quedó quieto y todos saben que aquello fue un viaje impresionante, que el coche le pasó zumbando y todo eso, pero bueno ya lo saben todos eso... en fin...

Sólo que ahora el camión se le plantó delante y le dijo ¿qué, me dejas pasar? Y él pensó “esta tía debe saber que tengo aquello tan rico para viajar que ayer me trajo el Berto. Bueno, que le vamos a hacer.”

Y la deja pasar.

(Borges dice que la vida de un hombre está toda resumida en un momento, ¡que flipe! ¿no? Pues yo no soy quién para negarlo y menos con evidencias a la vista. Tal vez influido por las multiples lecturas de los interaccionistas simbólicos y también, porqué no, por las comedias de "nerds", he compuesto esta trama verdadera que me fue confiada por Amelia Haedo durante la toma de posesión de un presidente bastante aburrido de nuestro país.) ¿Cómo continúa la historia? Bien, el caso es que la chica heredera de la futura diabetes se sale con la suya y logra enamorarse furibundamente de aquel chico descuidado y amante de las siestas alucinógenas. Con el paso del tiempo, va corroyendo sus neuronas y le contagia sus gustos por la moda, según ella, “más exigente”; en fin, que lo convierte en un triunfador.

¿El danzarín? Ah, en cada reunión que podía recalcaba a quien quisiera oírlo que, si no hubiera sido por él, aquella pareja estupenda y maravillosa, jamás habría logrado conocerse.

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viernes, 20 de junio de 2008

Theatre de la Huchette, La cantante calva se representa desde 1948


El pequeño Theatre de la Huchette, donde se representa "La cantante calva", con una interrrupción de cinco años durante la cual se representó en otro teatro, desde el 18 de marzo de 1948. En la misma sala se interpreta desde 1957 "La lección", también de Ionesco.

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jueves, 19 de junio de 2008

La chica que volvió de la muerte para ir a bailar. Leyenda urbana. Héctor D’Alessandro

La chica que volvió de la muerte para ir a bailar. Leyenda urbana. Héctor D’Alessandro
Para Rafael Bayce, el maestro más extraordinario que he conocido.


En 1983 volví a narrar, como si se tratara de un común hecho natural, aquella narración tan conocida que escuché en diversas versiones a todo tipo de personas: compañeros de clase del colegio, del liceo, del bachillerato y de la facultad, personas conocidas en reuniones sociales más y menos informales, en todos los sitios volví a escuchar esa historia.
Luego se la escuché a una amiga que volvía de vivir tres años en Venezuela.
Entonces comencé a averiguar dónde mas se conocía, me movía, en aquella época por carta y a través de llamadas telefónicas. Logré ubicar la historia en Montevideo, Buenos Aires, Roma, Paris, Barcelona, Madrid, Lisboa, Caracas, Porto Alegre y un número indeterminado más de ciudades, casi todas occidentales. No puedo saber si esta leyenda existe en otros ámbitos y ahora ya es tarde para que me preocupe la investigación, me alcanza con estas confirmaciones para constatar una interesante regularidad.
Es la historia del hombre que conoce a una chica que levanta en la carretera haciendo autoestop (a veces en una fiesta o en una discoteca) pasan una noche "fenomenal", él tiene interés en continuar viéndola y aprovecha la circunstancia de que ella ha dejado en su coche un chal o un foulard o algún otro objeto que él pueda alcanzarle a su casa y que nunca es un zapato.
El tiene la dirección; ella se la ha dado.
El hombre va a aquella dirección y al llamar a la puerta sale una señora que reconoce el foulard como propiedad de su hija, que responde a la descripción que da el azorado caballero pero lamentablemente confirma que su hija murió hace cinco o diez años.
En el otro final, más macabro, la dirección coincide con la puerta de un cementerio, pero el hombre picado por la curiosidad entra y se le ocurre comprobar el número de piso o apartamento o planta que la chica le dio y acaba constatando que aquella cifra se corresponde con el número del nicho o tumba en que la chica, muerta hace años, se encuentra enterrada.
Un detalle adicional interesante es que cuando la chica sube al coche, en el caso de que se trate de un espectro que hace autoestop, he comprobado que el lugar siempre coincide con zonas de transito dificultoso, curvas cerradas, preferentemente neblinosas en invierno. Y con nombres calamitosos en algunos casos. “La curva de la muerte” en Montevideo. A las afueras de las ciudades casi siempre. A la salida en Caracas, en la curva de la Rabassada en Barcelona. También se trata de sitios donde ha habido muchos accidentes de tráfico. En concreto en Sao Paulo, se trata de una autopista donde no se puede frenar durante dos horas sin riesgo de provocar un accidente múltiple.
Ya lo sabe, si conduce no levante chicas vaporosas o fantasmagóricas a las afueras de las urbes.

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Algunos hechos extraños en la vida de Eugenio Ionesco. Héctor D’Alessandro

Algunos hechos extraños en la vida de Eugenio Ionesco. Héctor D’Alessandro

Entre los libros que no se vuelen a reeditar y uno tiene muchas ganas de volver a leer está “El hombre cuestionado” de Eugene Ionesco.

Mientras no lo publican me entretengo recordando pasajes. Sobre todo aquel capítulo tan impactante titulado “Algunos hechos extraños que me han sucedido” y que arranca con la frase: “El primero, nacer”.

Pero luego sigue con una retahíla impresionante de hechos, de los cuales recuerdo los siguientes.

Ionesco, como todos saben, era rumano de nacimiento y emigró y triunfó en Francia y en lengua francesa. Su éxito fundamental es el estreno de “La cantante calva” de la cual dicho se de paso ví en París la función diez mil no se cuántos, dado que lleva sesenta años representándose en la misma sala de manera continuada.

Pues bien, Ionesco, antes de vivir en París vivía en Bucarest y como todo rumano tenía una novia, con la cual se casó y vivió feliz. Pues resulta que en un parque principal que hay en Bucarest había dos gigantescos álamos y cuando él era adolescente y paseaba allí con su novia, al ir a pasar delante de aquel par de álamos centenarios, oyeron un ruido estremecedor que los dejó de una pieza. Se quedaron quietos y vieron cómo, delante de sus narices se derrumbaba uno de los dos álamos.

Pasan cincuenta años y vuelven de visita a Rumania con un permiso especial del gobierno comunista. Pasean por los sitios de antaño, incluso por la zona y el camino de los álamos. Cuando van a pasar delante del álamo solitario que allí quedaba, recuerdan la anécdota, ríen y pasan. Cuando han pasado oyen otra vez el conocido ruido. Se giran y ven cómo el álamo cae al suelo con gran estrépito.

Cincuenta años. Ionesco comenta: un segundo antes y un segundo después.

Durante esa misma visita a Rumania, dice Ionesco que se alojaron en un hotel de un pequeño pueblo. Un día, su mujer estaba haciendo la siesta y él salió al balcón para no molestarla. Ella se despertó y le pidió por favor que entrara. Él pone un pie dentro de la habitación y el balcón se desploma.

Un segundo después.

Recuerda asimismo que una ocasión cuando era niño estaba jugando en la sala de su casa y de pronto, sin que mediara acción alguna de parte de nadie, un jarrón o un cuchillo para el pan, (no recuerdo con exactitud el objeto) regalo de su abuela materna, que se encontraba en medio de la mesa estalla en multitud de pequeños trozos. La madre de Ionesco, que se encontraba allí haciendo labor de ganchillo o algo así, se lleva las manos a la cara y exclama: “¡Algo le ha sucedido a mamá!”

A continuación suena el teléfono y comunican que la abuela de Ionesco ha muerto.

Una vez, Ionesco se despierta y ha tenido una pesadilla. Soñaba que su madre se incendiaba y que él buscaba en vano por todos lados un balde con agua para apagarla y no lo encontraba, de resultas de lo cual la madre moría incinerada. Una vez muerta, Ionesco, en la pesadilla, se daba cuenta de que allí a su lado había un cubo lleno de agua al alcance de su mano y no lo había visto. Ese día, por la tarde, le comunican a Ionesco que su madre tiene unas intensas fiebres. Es domingo y es un país comunista. No aparece un médico por ningún sitio. Buscan y buscan, en localizaciones cercanas, en todas partes, nada. La madre muere. Luego de su muerte, todos en la familia cobran conciencia de su torpeza, pues enfrente a unos pocos metros vivía un medico y estaba en casa, y nadie se había acordado de él.

Para terminar, durante la guerra mundial, cuando los aliados intentaban avanzar hacia París desde el Mediterráneo, Ionesco se encontraba en Marsella. Las ofensivas de los yanquis desde el puerto y las contraofensivas de los nazis desde el norte de la ciudad se sucedían durante las veinticuatro horas. Por la noche había que sellar ventanas o directamente no encender luces para evitar balas perdidas o balas intencionadas desde el puerto de parte de los yanquis, en el lado que vivía Ionesco y su mujer y del campo contrario en la parte trasera del edificio.

Una noche Ionesco está charlando con otro escritor exiliado rumano en la sala de estar, preside dicha sala el retrato del poeta Paul Goma, el compatriota más admirado de todos ellos. La mujer de Ionesco los llama a cenar desde la cocina. Ellos charlando se dirigen hacia allí. Nada más atravesar el umbral de la cocina se puede oír cómo la metralla destroza los ventanales y un sinfín de objetos de la sala de estar.

Cuando logran recomponerse y comienzan a ordenar las cosas, ven cómo el retrato del poeta Paul Goma yace en el suelo, el vidrio destrozado y el rostro del poeta con un balazo en la sien derecha. Eran las cinco de la mañana, la misma hora a la que el poeta Paul Goma en París se suicidaba descerrajándose un balazo en la misma sien derecha de su retrato.

Hasta mañana.

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París. Héctor D’Alessandro




miércoles, 18 de junio de 2008

Historia de un Fayand. Héctor D’Alessandro

Historia de un Fayand. Héctor D’Alessandro

A fines de la década del cuarenta una muchachita pelirroja algo despistada y totalmente ignorante de su futuro, caminaba por la Ciudad Vieja. Estaba a punto de casarse y recorría tiendas en busca de objetos hermosos para decorar su nidito de amor.

En un comercio de antigüedades exhibían un Fayand; sólo uno. Estos objetos de porcelana o biscuit eran una pareja de seráficos pastorcillos; una chica y un chico. En aquel local tenían solamente al integrante masculino de la artística pareja. Un pastorcillo decidido, avanzando entre la maleza, un árbol a sus espaldas. Árbol que constituía la base del florero que realmente era esta obra de arte decorativa.

El pastorcillo de aquel Fayand me observó con su equívoca mirada algo hermafrodita durante toda la niñez, pues la bonita y despistada pelirroja de aquella mañana perdida era mi madre.

Durante toda mi vida escuché que aquella estatua florero "tenía historia". No sólo la acumulaba en su materia por sus antiguos poseedores sino las circunstancias que confluían en su presencia en mi hogar.

Parece que la misma mañana distante en que mi madre entró, agitada y feliz, en aquella tienda de anticuarios decidida a comprar aquel primor de porcelana, había estado, previamente, a preguntar el precio del objeto, otro señor casadero que cometió el error de no pagar una seña.

Aquel hombre, que era obstinado y agresivo, sintió durante toda su vida que había perdido la oportunidad de algo muy importante. Sintió que había dejado pasar una circunstancia significativa del burlón destino, y que no había dado la talla. Él también se iba a casar y quería aquel preciado objeto para su mujer, para su hogar, para sí mismo.

Aquel hombre trabajaba muy cerca de allí y había visto aquel jarrón–estatua–florero durante meses y siempre se había hecho la secreta promesa de adquirirlo. Nunca pudo imaginar que la mañana en que, intrépido, osó atravesar la puerta de cristal esmerilado e hizo sonar la campanilla del llamador, iba a ser justamente la mañana en la cual, aquel objeto sería comprado, unos momentos antes por una chica casadera que pasaba ante aquella vitrina por primera vez en su vida. Y que esta chica era su hermana menor; mi madre.

Mi tío nunca terminó de convencerse de los reales derechos de adquisición que mi madre –su hermana– tenía sobre aquel objeto. Obstinado, agresivo y supersticioso como era, creyó tener una suerte de derecho sobrenatural sobre la estatua del pastorcillo.

Desde aquella época lejana en que todo esto comenzó, siempre, en cada ocasión en que los hermanos se reunían, más tarde o más temprano terminaban por traer a colación el tema del famoso jarrón. Mi madre no deseaba ni tan siquiera iniciar la contienda; mi tío, en cambio, parecía intentar convencerla de que aquel objeto deseado y precioso, le pertenecía a él.

La polémica se zanjaba siempre del mismo modo.

Mi madre que decía: "Te lo dejaré en herencia".

Mi tío que contestaba: "Yo moriré antes que tú".

Ella que cerraba, diciendo: "Es igual, quedará para tus hijos".

Este diálogo repetido siempre igual se ve que se les grabó en la memoria a mis primos, pues con respecto al asunto del Fayand, se volvieron bastante rapaces. Siempre estuvieron en muy buenas relaciones con mi madre, la colmaban de obsequios en cada cumpleaños y cuando venían a visitarnos le echaban miraditas melancólicas y suspirantes al pastorcillo y siempre buscaban el modo de recordarle a mi madre aquel compromiso que, según ellos, de modo implícito había adquirido y que, al parecer, era inamovible.

Una de mis primas (también era mi madrina) a mí me daba la impresión de que se comportaba esmeradamente a propósito; con la intención oculta de acumular más mérito a la hora de la muerte de mi madre. A mí, todo aquello me hacía sentir incómodo, encontraba un regusto a insania. Parecía como si el objeto aquel tuviera un valor simbólico muy importante, como si fuera la sustancia emergente de algo oculto y malsano que no podía ser mencionado. Con el tiempo llegué a sentir que mi prima–madrina me repudiaba; como si yo le hubiera hecho algo muy malo. Esto lo percibía en el hecho de que cada año cuando me traía los regalos de cumpleaños, a pesar de entregármelos envueltos en un mar de besos, caricias y abrazos, me hacía sentir de alguna manera, con algún comentario o gesto imperceptible, como un deudor suyo. Como si yo le debiera algo.

Este hecho tan intangible lo comprobé un año en que me regaló un hermoso reloj. Yo ya tenía otro; ella debía de saberlo, era uno de inferior calidad pero que me lo había comprado yo con mi sueldo. Yo era joven y para mí un reloj era un reloj y nada más que eso, pero también intuía ciertos movimientos subterráneos que se iniciaba con el mero obsequio de un aparato para medir el tiempo.

Pensé, quizás irracionalmente, pero con una certeza inalterable. "¿Qué tiempo quiere que mida? ¿El mío o el suyo? ¿Desea, acaso, que sepa que hay un tiempo marcado por algo así como el derecho de destino? ¿Me está indicando, acaso, que el tiempo de "devolución" del Fayand se acerca?"

No lo dudé, regalé el reloj a una chica con la que salía en aquella época. Mi madre lo percibió y, como si ella se aliara secretamente a aquel misterioso designio, corrió a decírselo a su sobrina, mi prima y madrina que me veía como un obstáculo y que, al parecer, se creía legítima heredera del derecho sobrenatural de su padre sobre aquel jarrón.

Desde aquel día, mi prima no me habló más y, a la vejez de mi madre, se convirtió, por iniciativa propia, en su fiel báculo y compañera de todas sus horas.

*****

Cerca de mi casa, en el barrio en que nací, había otra tienda de antigüedades donde mi madre solía comprar diferentes objetos. La llevaba una señora llamada Tita muy simpática que había adoptado, para criarlo, a un niño moreno. Era la señora Tita quien le había explicado a mi madre el valor de aquel Fayand y lo había tasado en un muy alto precio, aclarando que si se consiguiera la pareja femenina del pastorcillo, el valor conjunto se multiplicaba por cuatro.

Yo escuchaba y consignaba los datos en mi memoria. De algún modo había tomado la inconsciente decisión de acabar con la maldita historia de agitación en torno a aquel objeto adorado.

Pasaron los años y me marché de casa, no sin resquemores y recelos. Había, entre mi madre y yo una historia insana que no llegaba a su resolución.

Un día estaba ante el ventanal de mi casa en la playa, dibujando y sonó el teléfono. Una aprensión, un temor, me sobresaltaron. Algo había sucedido con mi madre.

Así era. Estaba agonizando en el hospital.

Mi prima, que no había vuelto a hablarme, me telefoneaba, amabilísima, para comunicármelo.

La amabilidad de la última hora.

No lo pensé. Me monté en la moto con una inmensa mochila y fui directo a casa de mi madre. Como guiado por un designio fui a por el Fayand; yo también participaba en aquel juego preternatural.

Recorrí la casa de mi madre como con nostalgia pero con una gran lucidez. Revisé sus cartas, sus libros, sus bolsos, su ropa. Quise sentir el olor del perfume de sus ropas en los armarios.

Cuando sentí que me había despedido de todo, guardé el Fayand en mi mochila y me fui a ver a la señora Tita. Repentinamente supersticioso le dije: "no me gustaría que lo comprara nadie de mi familia; si puede no exponerlo en la vitrina le agradecería". Ella me contestó: "Esto ya lo tengo vendido; no necesito exhibirlo. Tengo clientes a los que alcanza con decirles "tengo un Fayand" y vendrán enseguida a comprarlo. Todo se hará en secreto; no te preocupes".

"Gracias", dije y, acariciando por última vez la fría materia de la estatuilla–florero, me despedí con gran alivio, como quien se quita un gran peso de encima.

Antes de salir, la amable señora Tita, me dijo: "Si sabes algún día quien puede tener la pareja femenina de este Fayand, te ruego que me lo hagas saber".

"Sí", le dije, "No se preocupe. Se lo haré saber". Y pensé "qué misterio, qué familia y qué destinos se habrán cruzado en torno a la pastorcilla por la cual parecía dibujarse como una nostalgia en la mirada del Fayand de nuestra familia".

"No se preocupe", agregué. "Si lo supiera se lo haría saber de inmediato. Ya me gustaría saber dónde está la pareja de este pastor."

Pero no lo sabía, como tampoco sabía quien sería el nuevo dueño de nuestro Fayand y, por supuesto, desconocía si esta historia terminaba aquí.

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martes, 17 de junio de 2008

Todos los hombres de la guerra. Héctor D’Alessandro

Todos los hombres de la guerra. Héctor D’Alessandro

Recorre el suntuoso palacio arriba y abajo Héctor, caro a Zeus, en busca de Alejandro. ¿Qué estará haciendo en esta hora trágica este desgraciado?

Al fin lo encuentra, Alejandro está acicalando sus armas y sus escudos y su loriga. Helena está entregada a labores cosméticas en compañía de sus esclavas.

¡Desgraciado! le dice y agrega que no es justo que otros mueran por él mientras está aquí sin ir al frente.

Alejandro se justifica y manifiesta su deseo de volver al combate rápidamente. ¡Mira que casualidad, justo es lo que ahora mismo estaba pensando!

Aclara, sin embargo, no estaba aquí por encontrarse airado o resentido con los troyanos.

No, más lo está porque deseaba entregarse el dolor.

Sí, el guerrero troyano tiene en su protocolo de tal un momento para entregarlo y entregarse en brazos del dolor. La guerra como terapéutica.


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lunes, 16 de junio de 2008

Obediente a la noche. Héctor D’Alessandro

Obediente a la noche. Héctor D’Alessandro


Lee uno la Ilíada, libro asoleado, y pasa calor, aguza la mirada como si el sol le hiriera los ojos. En la Ilíada parece que siempre fuese de día, que el calor secara prontamente la sangre de las heridas y que el polvo que se levanta a raíz de la lucha impide la ejecución de los movimientos militares.

No es del todo cierto, en la noche, ya se verá, suceden hechos interesantes, pero el día tanto como la noche tiene sus leyes.

Lucha Héctor, al fin, con Ayax, y en determinado momento, tal y como compete a un hombre cabalmente formado, alaba las virtudes de su enemigo, hace de ellas un panegírico y le invita, con sorprendente espíritu deportivo a abandonar la lucha hasta el alba siguiente.

La noche comienza ya, dice Héctor, será bueno obedecerla.

Ofrenda regalos a Ayax, magníficos regalos.

Le invita a reflexionar en torno a cierto pensamiento. El ejemplo que darán.

“Combatieron con encono, se separaron unidos por la amistad”.

Que la noche descienda sobre nuestro espíritu.

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domingo, 15 de junio de 2008

Testigos. Héctor D’Alessandro

Testigos. Héctor D’Alessandro

Para que nada sea en vano, se inflan las palabras, para que estas caigan como cascadas, como piedras, como rocas rodantes por la montaña, despeñándose con estruendo.

Para que nada sea en vano, el rugir de la batalla expresa lamentos de moribundos y gritos jactanciosos de matadores.

Y de la tierra mana sangre.

De la tierra mana sangre para que la vea, la guste, la oiga aullar el testigo.

El pastor de cabras a la puerta de su choza tranquila. El señor que por allí pasaba. Todo lo hace Homero con arte, con sorprendente habilidad, con viveza y con intuición. No escribe para el órgano del templo ni para los grandes corifeos.

Su verso va a dar como un cauce breve que se hace hilo de agua rica al oído de un pastor, un pastor perdido en la montaña que oye desde lejos el rugiente clamor de la batalla.

Todo se hace por un pastor.

La poesía toda. La pasión. La luz de la tarde, el verdor y la sangre se harán por un pastor.

De nada vale, para nada sirve el rugiente clamor y la gritería despeñándose por los barrancos como un eco inmenso de la carnicería infinita si no lo escucha alguien, alguien como tu, alguien que pasa por allí, el pastor, el señor ese que anda por ahí.


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sábado, 14 de junio de 2008

Encuentros. Héctor D’Alessandro

Encuentros. Héctor D’Alessandro

Se encuentran en medio de la batalla Glauco y Diómedes. No nos priven los dioses de tal despliegue de sociabilidad. “Yo a ti te conozco de algo.” “Tu dirás.” Empieza tu; no, comienza tu. Que porqué me preguntas por mis antepasados, que si guerreas o estudias. Total, para qué le voy a explicar al erudito lector la que se nos viene encima, si ya lo sabe. Diomedes sale con aquello de que en el mareo inconmensurable de la batalla, no le gustaría herir a algún guerrero y a raíz de ello acabar enemistado con los dioses. (Aquello de los buenos contactos en las altas esferas.) Pero no se priva de aclararle que, como no sea un inmortal, que vaya pasando nomás que le va a abreviar su perdición, y otras lindezas de este tipo.

Glauco no se queda atrás, que porqué me interrogas acerca de mi abolengo que justamente es aquello a lo que menos importancia le otorgo en esta vida y que no hay diferencia alguna entre las generaciones de hombres y las de hojas de los árboles. Para salir luego, –las raíces del árbol genealógico tiran– con aquello de que si insistes, te voy a explicar quién soy y de quién procedo. Y pasa a hacerle una reseña detallada de todos sus antepasados, poniendo especial énfasis en la de muertes que le han infligido a otros. Que si mi abuelo mató a la Quimera, que si mi padre es mas fuerte que el tuyo, que una vez viniendo para la casa y sin otra cosa que hacer, sólo por entretenerse, mató a tal y a cual, y así por un rato.

Tanto, que a uno le da por pensar: en cuanto termine de jactarse de su linaje matador, el tal Diomedes le va dar una somanta de palos que lo va a dejar para el arrastre.

Pues no.

Cuando termina, y puede que aquí esté, como dijo un amigo mío, “lo bonito”, Diomedes entierra la lanza en el suelo y le viene a decir más o menos algo así como que “ya sabía yo que te conocía de algún sitio. Tu comiste en mi casa una ocasión en que el divino Eneo hospedó en su palacio al eximio Belerofonte y tal y tal....”

Para qué los voy a cansar con la retahíla de frases que se dicen en circunstancias parecidas, sobre todo si quienes las dicen son hombres poderosos.

El caso es que hicieron un arreglito entre ellos, en honor a su pasado amistoso, que Homero lo cuenta sin que quede claro si el arreglo es público o privado. Se estrechan las manos y acuerdan no embestirse entre ellos durante la refriega.

Como para justificarlo, uno le dice al otro “con la de troyanos que aún me quedan por liquidar y con la de aqueos que todavía puedes matar” no nos vamos a andar perjudicando entre nosotros y privarnos de tamaña diversión.

En fin, como dijo otro poeta épico: “entre bueyes no hay cornadas”.

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viernes, 13 de junio de 2008

La historia de mi cara. Héctor D’Alessandro


La historia de mi cara. Héctor D’Alessandro

La historia de mi cara es la historia de tu cara. La historia de dolor husmeado, percibido a través de los velos de la dermis. El dolor que nos une; que nos ha unido. Yo reconocí en tu rostro una pena antigua, sólidamente sedimentada, una labor tenaz de los años. Yo pensaba que era tu pena; quería creer que era tuya y de nadie más. Única y por siempre tuya; no de los otros. Jamás mía. Mi cara no quería esa tristeza para sí; se había independizado de mi persona y la arrastraba tras de sí como unos caballos a un carro. Unos caballos con anteojeras para no ver, para no sentir, para siempre tirar hacia delante, para embestir. Para triunfar, ella sola, a pesar de mí. Mi cara dio un día un paso al frente y se independizó de mí; rompió las relaciones, de todo tipo, que mantenía aún con mis batallones y mis momentos seráficos. Me declaró la guerra soterrada para siempre y practicó una táctica de tierra arrasada para disolver sus rostros y despistar a los posibles seguidores que le enviara. Pero como todo esto lo hizo en medio de una pesadilla atroz, permanecí sin enterarme. Convencido de que el dolor agudo procedía de aquellas funestas imágenes oníricas, me distraje y claudiqué de todo empeño de reconquista. El mundo entero se me volvió ajeno pero transité confiado entre sus cuatro fronteras; casi seguro, creyéndome casi seguro.

Entonces mi cara comenzó a obtener éxitos significativos. Otros rostros le miraban con amabilidad, con cordialidad, simpatía e, incluso, admiración. Este momento fue decisivo. A partir de allí, mi rostro se alejó de toda tristeza; lo cual generó en mí una sensación de alivio desmesurado. Estaba a salvo de todo vulgar sufrimiento.

El mundo decaía en medio de agudas penas y mi cara transitaba por en medio, exultante, casi como un ejemplo, queriendo decir a todos que la pena era inútil. Y yo recibí un mensaje similar, vago y lejano, acerca de la insensatez del dolor; mensaje al que me aferré como a un clavo ardiente. Yo sabía que aquello era una verdad, una parte de la verdad, no quería abandonarla, no quería que me abandonara.

Me repetía constantemente que aquel sentimiento no me abandonaría jamás; pero no sabía cómo se amarra un sentimiento. ¿Alguien sabe de qué modo sutil llega a amarrarse un sentimiento hasta que éste se hace sustancia de nuestra propia persona?

Mientras yo luchaba con estos pensamientos, mi rostro se desenvolvía en el mundo y tenía, incluso, sus propios sentires separados de mí.

Un día se enfadó. Se puso hecha una furia porque no fue valorada en la medida en que ella misma creía en su valor.

Al volver a casa me hizo toda una serie de recriminaciones. Me amonestaba endureciéndose a su antojo sin que yo pudiera controlarla y esto me provocaba una inmensa pena que yo mismo no tenía tiempo de llegar a sentir, porque apenas comenzaba a tomarle un poco el gustito y ya ella me arrancaba como un gigoló violento y me llevaba a rastras hasta una silla frente a un espejo y se hundía furiosa en su propia contemplación especular, su boca se abría enorme y terrible y soltaba unos irrepetibles sonidos y palabras aberrantes. Tanto rato se mantuvo en esta actitud férrea que llegué a tomarla muy en serio; a punto tal que ella y yo éramos solo una y la misma persona vociferante y horrible, en medio de la soledad nocturna.

Al día siguiente estábamos exhaustas, mi persona y mi cara. Despertamos juntas, como de una borrachera, aún la resaca nos impedía ver algo mínimamente claro, cuando ya ella se levantó, rauda y agitada, corriendo a verse al espejo, a contemplar los estragos a los que nos sometió por la noche cuando se había sentido tan herida en su orgullo por algo que yo vagamente recordaba.

Ese día, al salir a la calle y encontrarnos con los conocidos yo ponía todo el empeño en encontrarme gentil pero ella se mostraba renuente y me hacía jugar un muy mal papel. A punto tal que aquel día quedé con el convencimiento absoluto de que todos pensaban y opinaban que yo era una mala persona, desagradecida, intolerante y antipática.

Mucho tiempo y de mil formas me rebelé a esta situación. Ella es muy astuta y cuando yo estaba por llegar al fondo de la cuestión, se las ingeniaba para distraerme con sus propias pasiones. Tan es así que yo terminaba amonestándome, diciéndome que tenía que cambiar como persona, que yo no podía seguir siendo de aquel modo ingrato.

En ese instante, ella sellaba su victoria cotidiana. Yo me echaba toda la culpa. Ella continuaba sus andanzas.

Cada día se volvió más exigente e intolerante; todo por los beneficios que ella me aportaba. Pero yo, aunque débilmente, me rebelaba contra esta explotación inmerecida. Me quejaba de diferentes maneras. No la sacaba a pasear. La recluía en casa sin espejos ni fotografías; ni siquiera me dignaba tocarla. Entonces se acaloraba y ardía por la furia enorme que le acometía, a la cual le respondía yo con un buen chorro de agua helada en el lavabo del cual también había quitado los espejos. La mojaba en repetidas ocasiones y la dejaba sin secar para que sufriera el castigo; entonces comenzaba a incordiarme con picores, escozores, cosquilleos y, finalmente, con estúpidos tics. En ese momento, lleno de rabia, la frotaba fuertemente con una toalla muy áspera que tenía. Me respondía con nuevos ardores; en el colmo de la paciencia la tocaba, la apretaba, la pellizcaba, casi la arañaba. Con esto parecía quedarse tranquila, relajada, dispuesta a dormir. Yo disfrutaba con mi victoria; pero no llegaba a disfrutar demasiado porque en ese instante ella, tomándose revancha, comenzaba a llorar. Lloraba y lloraba sin consuelo, de un modo que parecía interminable.

Al fin lograba cansarme; me dormía, desentendiéndome por completo de su suerte. Que hiciera lo que le diera la gana.

Al día siguiente me levantaba e iba corriendo en busca del aire de la calle, el sol matutino y el primer espejo en el cual contemplarla. Allí estaba, victoriosa una vez más, se había vuelto a salir con la suya. Lograba cansarme hasta la extenuación, con sus manías.

Esas mañanas luminosas lograba olvidar todos los dolores que habitualmente me ocasionaba y recordaba todos los agradables favores que me hace y los buenos momentos que me permitió compartir cuando era sólo ella quien tenía todo el mérito.

Eran esas las mañanas que la gente recordaba mi persona con matices amables, tolerantes, beatíficos, un pelín humanos. Esos eran, según las gentes, mis mejores momentos; justamente aquellos en que mi persona se había convertido en un rehén lleno de resignación.

En esas mañanas en que mi rostro salía victorioso aprendí muchas cosas, porque eran los momentos en que su férreo control de sí mismo y de mí, se aflojaba. Su triunfo le envanecía al punto de olvidarme y no temer una conspiración.

Tuve mucha suerte de ver tu cara; la historia de tu cara, en una mañana de aquellas en que ellas, despistadas de nosotros se encontraron, yo vi en tu rostro el dolor antiguo como petrificado y te hubiera preguntado si aquellas mejillas acorazadas estaban hechas de ese modo para resistir los bofetones de algún mal amigo, de algún hermano o de tus propios padres, pero no me atreví ni a sugerirlo, mi cara se hubiera desencajado y desestabilizado por completo sólo de atisbar por un mínimo instante un poco de dolor. Ellas continuaban sonriendo rígidamente y hablando cosas que no escuchábamos, cuando vi la tensión de tu cara a la altura de la nariz, allí estaba el núcleo de su belleza y se endurecía a propósito para destacar por encima de ti, al sentir esto de un modo tan poderoso, se ve que mi cara algo sospechó, porque también se tensó su nariz, como enviándote un mensaje de empatía, pero de inmediato dijo algo y luego se despidió y se marchó poco menos que arrastrándome y su gesto era de furia.

De camino a casa, al pasar frente a un gran espejo se miró fijamente, tal como es su costumbre y luego echó una ojeada más abajo del cuello, con displicencia. Algo raro le sucedía. Nos fuimos a casa y se encerró furiosa. Esta vez fue ella quien me encerró a mí.

A la tarde comenzó a castigarme cruelmente con un horrible dolor de muelas, que se trasladó al oído y finalmente a toda la cabeza.

Me invadió la desesperación más absoluta pero decidí resistir el dolor y averiguar de que se quejaba la malagradecida.

A la noche me dormí, o mejor debería decir que caí en la más absoluta inconsciencia. El dolor se fue superando a sí mismo de tal manera que caí en el desmayo.

A la mañana siguiente sentía algo así como un rejuvenecimiento. El dolor en toda la cabeza había cedido de tal manera que había dado lugar a una relajación y una placidez maravillosas.

No lo dudé; de inmediato saqué a mi cara a pasear. La hice buscarte y que se comunicara con su amiga en el dolor y la alegría, tu propia cara.

Te buscamos toda la mañana y recién a la hora de comer fue que te encontramos en aquel restaurante en el que tu cara en medio de las nubes de personas, sillas y manteles, destacaba y resplandecía contra el sol que entraba por la ventana.

Cuando nos acercamos a ti, hubo un momento, sólo uno, en que ella y yo fuimos una sola cosa, un pequeño momento de unificación. Eso nos dio alegría. Pero fue muy fugaz; de inmediato ella volvió a sus viejos hábitos adquiridos, a sus manías y paranoias. Hubo un momento, incluso, en que se puso horriblemente furiosa porque sintió un embate de vergüenza incontenible.

Al volver a casa sabía que me lo haría pasar mal, muy mal, que se tomaría venganza. Nada más cerrar la puerta me dio un pinchazo horriblemente doloroso en un oído, algo peor que una trompada, y, acto seguido, me arrastró a golpes hasta la cama, donde me tumbó con un temblor en el entrecejo, el poderosísimo dolor de muelas y una aguda puñalada de dolor en el oído. Una vez más me dejó inconsciente.

Así se sucedía, día tras día, una lucha emponzoñada. Yo la obligaba a verte, a que fueras su espejo y su aprendizaje y ella se vengaba en mí porque se resistía a un enfrentamiento tan duro. Así estuvimos mucho tiempo, recuerdo el primer beso con algo de cariño que llegó a dar y que le trajo unas reminiscencias tan intolerables que casi me mata. Recuerdo la mañana en que sintió un ruido que yo también escuché, como si un edificio se viniera abajo, como piedras rotas a martillazos, pudimos oír juntas el sonido del cuello, crujiendo, como quejándose, como protestando, como tirando una gran losa al suelo y, acto seguido, ambos sentimos un alivio duradero, el mismo que nos arrancó de casa y nos hizo aspirar el leve aire de la mañana, fresco y vital como nunca, el mismo alivio que nos arrastró ligero y suave hasta el lugar donde te encontrabas, con la cara levemente apoyada contra el luminoso ventanal del sitio donde comíamos, nos comunicábamos, nos amábamos y revelábamos cosas íntimas, secas, muy guardadas que se amalgamaban formando el cemento que solidificaba nuestras vidas como momificándolas y cuando tu cara nos vio entrar comprendió que algo había sucedido y sé que por un momento ella también fue una sola contigo y comprendió que su historia era la historia de mi cara, que es la historia de muchas caras que andan por ahí.

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jueves, 12 de junio de 2008

El momento supremo. Héctor D’Alessandro

El momento supremo. Héctor D’Alessandro

Narra Homero la batalla y la muerte en la batalla con tonos rudos que a veces le hacen pensar a uno qué distante está de tanta brutalidad. Ni tanto ni tan poco. Ni tan lejos estamos, ni tan brutal es Homero; hay en sus cantos, a veces, como un ave tenue que pasa, que bendice con el toque de su melancólica ala un escenario descarnado y crudo.

Axilo Teutránida, muere en el combate a manos del valiente Diomedes.

Homero puede detenerse en los detalles anatómicos de su muerte, en el tamaño de la espada que le atraviesa, en el curso o dirección que esta sigue dentro de su biología, opta en cambio por volver la atención a su casa, a su familia, a su lar, donde Axilo poseía importantes bienes y se encontraba guarnecido de ricos objetos materiales y una enorme prosperidad. Dice, tocando la cuerda sensible de cualquier buen hijo de vecino, griego o troyano, que su casa estaba cerca de un camino, que allí recibía multitud de hombres a quienes brindaba su hospitalidad.

Con casa a la vera del camino o sin ella, Diomedes le da muerte; no sólo a él sino a su escudero. A Calesio, que cuidaba, qué detalle, sus caballos.

Llega la lúgubre muerte. Homero, que sabe más por poeta que por viejo, induce a preguntarse:

¿Dónde están todos aquellos que disfrutaban de su hospitalidad?

Ninguno de ellos vino entonces a librarle de la lúgubre muerte, responde, tañendo una cuerda que resuena con sentida profundidad.

Seguirá resonando en el instrumento de muchos poetas, en el fraseo de muchos prosistas escondidos en los siglos. Continuará haciéndolo.

¿Dónde están aquellos que compartieron nuestra mesa, en ese momento crucial?

Ninguno vino. Ninguno. Ninguno vendrá. Ninguno. Nadie te librará en el momento supremo. Nadie.

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miércoles, 11 de junio de 2008

A la deriva. Horacio Quiroga. Comentario e ideas. Héctor D'Alessandro

A la deriva, Horacio Quiroga. Comentarios e ideas. Héctor D'Alessandro


(Reflexiones sueltas acerca de una obra maestra de poco mas de tres folios.El relato puede ser leído en este mismo blog.)

Trama del cuento: Un hombre pisa una serpiente y esta lo muerde. El busca la manera de vivir pero muere. Se narra su lucha por sobrevivir y su agonía en medio de una naturaleza descomunal.

Estructuralmente, posee tres momentos bien definidos. Primero, secuencia de escenas desde el momento en que la serpiente pica al protagonista hasta que vuelve a embarcarse en la canoa y se lanza nuevamente al río, ahora sí, “a la deriva”. Segundo momento, pausa elíptica en la que se describe el río. Tercer momento, retorno a la escenificación, ahora focalizado el narrador en la conciencia agonizante del protagonista.

¿Qué sensación transmite el cuento? Aparte la inmediatez con que se suceden los hechos externos: picadura, reacción al ser atacado, sus intentos y diferentes desplazamientos externos para buscar ayuda, hay un nivel interno que se va filtrando en el cuento de a poco y es una serie de sentimientos, rebeldía ante la muerte, reacción y búsqueda con la que empatizamos, pero luego empieza a predominar una suave tristeza lúgubre y una aceptación involuntaria o inconsciente. Los hechos externos, las acciones físicas, están narradas en pretérito perfecto y la lenta agonía que comienza apoderándose de su pierna y acaba dueña de toda su conciencia, predominantemente en pretérito imperfecto, aunque se utilizan otros modos. El hombre muere pero no sabe que muere; cree que está sanando. El paisaje inmenso –que seguirá siendo inmenso sin él– se erige como un coro mineral que le acompaña en su viaje definitivo.

De la urgencia inicial todo va hacia un serenamiento final.

Está muriendo pero intenta que un hombre -el compadre Alves- cancele la antigua enemistad y le ayude.

Es su último intento voluntario.

El cambio de estado interno del hombre así como de la situación está dado por el cambio en el sujeto de una frase en concreto.

“El hombre tuvo valor aún para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva”.

El protagonismo pasa del hombre que tuvo valor para llegar hasta su canoa a la corriente que la coge y se la lleva velozmente a la deriva. Aquí, en este momento, se produce una de las claves significativas del relato. Tanto es así que es el único lugar donde se sitúa el propio título del relato. A la deriva.

Luego de este hábil pasamanos viene el núcleo icónico del cuento: la imagen central, que es asimismo y esto lo convierte en una obra maestra, una de las más conmovedoras descripciones de un río literario, su capacidad de fijarse en la retina del lector es pasmosa y la carga de significados que posee en el contexto de este relato es riquísima.

“El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, atrás, siempre la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única.

“El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo una violento escalofrío.”

A partir de este momento comienza la muerte inconsciente del hombre y Quiroga narra la muerte del hombre, alternando el discurso directo y el indirecto libres.

“El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas...”

El relato posterior muestra la deriva de su mente mientras muere.

Quedarán para la posteridad dos certificaciones adicionales. Los actuales profesionales de la agonía, serios estudiosos occidentales como Elizabeth Kübler Ross y milenarios conocedores como el maestro Sogyal Rympoché confirman que se muere de este modo y las etapas mentales -con independencia de las circunstancias concretas- se dan de la manera en que Quiroga las narra. El escritor a veces trabaja con símbolos que le sobrepasan, por ello cuando se escribe se está en otros mundo donde uno no diría que ha estado cuando vuelve a este lado tan lleno de luz y de coches en demasía.

Posdata. Una curiosidad del adolescente que fui. Cuando iba al colegio recuerdo que dos por tres algún compañero o compañera te hacía uno de esos llamados “test de personalidad”, en los cuales se te mencionaban una serie de imágenes que Jung llamaría arquetípicas y tu decías lo primero que te venía a la mente. Luego te explicaban cuales eran tus pensamientos inconscientes acerca de algunos elementos fundamentales de la vida. Recuerdo que los elementos eran cuatro pero tres de ellos están presentes en la descripción que Quiroga hace de la corriente del Paraná. El mar o el río que para nosotros en el Plata es lo mismo, el bosque y el muro. No diré a qué correspondía cada elemento.





Las que gobiernan el Olimpo. Héctor D’Alessandro

Las que gobiernan el Olimpo. Héctor D’Alessandro

El férreo (nunca mejor aplicado el término) Ares estaba inmerso en una orgía de mortal actividad, matando a diestro y siniestro, pero lo que no sabía era que Palas Atenea y Hera andaban conspirando en el Olimpo contra su actividad. Ya bastante tenía el viejo Zeus con llevar la égida como para que encima estas dos harpías estuvieran el día entero llenándole sus olímpicos oídos con intrigas.

–¡Dejadme! ¡Dejadme de una vez! ¿No veis, acaso, la faena que tengo con llevar la égida? ¡Qué ganas tenéis de tocarme las olímpicas pelotas!

Pero a ellas nada las detenía, para algo habían nacido con la capacidad de dormir menos que los hombres, mayor resistencia al dolor y una fuerza concentrada en el objetivo a largo plazo; súmenle a eso el aburrimiento infinito que implica la inmortalidad. La enorme perspectiva que da esta a largo plazo explica buena parte de la incesante crueldad y la brutal arbitrariedad de sus muchas decisiones.

Al fin, el viejo Zeus, que movía todos los hilos, cansado de las quejas de Hera, accede a darle un grato consejo. "Aguijonea a Atenea contra Ares; ella es quien tiene la capacidad de inferirle mayor dolor".

Hera no lo piensa; va para allá y cumple el consejo de Zeus.

Influida por Hera, Atenea ayuda a Diomedes en un enfrentamiento con el dios Ares.

Lo hiere de tal manera que este brama de un modo tan descomunal que todos los participantes en la guerra se detienen un momento en su actividad, atemorizados.

Herido se marcha, furibundo, al Olimpo, hace oir su queja ante el padre Zeus; como no es tonto y se da cuenta de las cosas, le recrimina porque no detiene a las diosas que conspiran contra él y le impiden su divertida actividad. Zeus le pega una reprimenda, no sin dejarle claro que lo aborrece como hijo por las negativas características que posee. Luego manda a Peón que lo cure con drogas calmantes.

Ares se sienta a la mesa con su padre ufano.

Está en calma.

Las chicas, al otear tanta tranquilidad, vuelven a la mansión olímpica.

Cuando quieras conquistar la voluntad del dueño de casa, busca a las chicas de esa casa.

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