lunes, 19 de mayo de 2008

Viaje en tren . Héctor D'Alessandro

Viaje en tren. Héctor D’Alessandro



Era una época y un sitio en que la gente ya comenzaba a permitirse sentimientos nuevos. Se producían, a cada anónimo instante, sucesos como incendios. Alguien, a quien conocía de toda la vida, de pronto, en los escasísimos momentos compartidos en un ascensor te soltaba un sonriente comentario que te dejaba de boca abierta.

Yo gastaba, como si se tratara de una indumentaria, una pose de cinismo distanciado. Era la extraña modalidad elegida para soportar las deseadas confesiones verdaderas.

No recuerdo ahora cuál era mi destino; casi nunca lo supe. Yo conspiraba contra toda intrusión de la realidad en el ámbito de mi imaginación. El caso es que me encontraba a bordo de un tren y sin destino. El insalvable traqueteo, lento al llegar a una estación, agitadísimo entre un apeadero y otro, ya había logrado imponerse en el campo de mi conciencia. Se había impuesto con tal consistencia que ya me impedía hasta sentirme molesto. Animo al que soy muy aficionado.

Sentirse molesto con el ruido del tren, con las costumbres de los vecinos, con el arte culinario de la propia esposa, son otras maneras, más bajas, más canallas, de sentir un hálito, aunque más no sea, de la vida insistente.

En una de las paradas que hizo aquel bullicioso tren, pude ver cómo se introducía en mi vagón un obvio motivo de queja e incomodidad. Una chica de aspecto, mirada y ademanes, malhumorados e insoportables. Llena de bultos, mochilas, bolsas más grandes, más pequeñas, que no pude menos que ayudarle a acomodar en algún imposible sitio. Ayuda que, como yo esperaba, no me agradeció. A todas luces, alcanzaba un primer vistazo, la palabra "gracias" o una sonrisa amable de gratitud, no estaban integrados en su repertorio. Simplemente se echó, literalmente, sobre su asiento, enfrente del mío, al lado de la ventanilla y, como yo esperaba, recogió una de sus piernas, la rodeó con sus delgados, móviles y nerviosos brazos y apoyando orondamente la suela de su zapato sobre el tapizado púrpura de cuero del asiento se me quedó mirando. Se acomodaba, con movimientos histéricos, su larguísima melena lacia y emitía unos sonidos bastante similares a los gruñidos.

A decir verdad, gruñía más que los cinco perros con los que se instaló enfrente de mí.

Esperé, con curiosidad, alguna observación del revisor, cuando pasara a controlar los billetes.

El empleado de la Compañía del Ferrocarril se limitó a decirle "Hola Lola. ¿Como estamos?" e, incluso, antes de marcharse, comentó algo sobre el buen estado físico de uno de los perros.

Los animales estaban acostados, muy tranquilamente, en el suelo y en los asientos. Los dos que estaban a su lado en el asiento me miraban humilde y campechanamente.

Uno de ellos, el color crema, "León", me observaba, buscando confianzas; yo evitaba mirarle. Me concentraba en la ventanilla, las vastas llanuras, el atardecer de los campos, el sol lejano. Cuando la luz comenzó a irse pude ver sus ojos fijos en mí en el reflejo que producía el cristal de la ventana.

Tarde o temprano había de suceder.

"León" bajó de su asiento y trepó al mío. Instaló descansadamente su cabeza en mi regazo y con una pata me dio un toque de advertencia. Quería caricias.

Era inevitable. Los perros comparten con los niños la facultad de vincular a los adultos.

Lola, desde el fondo de su mirada intensa, a través de los locos gestos que escondían, sin duda, unas experiencias duras y agitadas, comentó:

"Son mis mejores amigos."

Pensé "debe haber tenido experiencias desilusionantes con la gente y sólo confía en los animales". La miré y vi unos ojos, una dureza en el cutis de su rostro, un rictus en su boca de dientes simétricos y carnívoros. Pensé "no sabe besar". Pensé "es arisca, es rebelde". Se movía y acomodaba el culo en el asiento de una manera que parecía estar apartando mosquitos sin parar. Sentí "No quiere contactos, con nadie".

"La gente es una mierda", dijo

Pensé, "le habla, le quiere hablar a mi parte animal, a mi parte canina. No quiere ofenderme; no es tan baja".

Se había criado, como quien dice, a orillas del campo. En las afueras de una ciudad. Allí, por donde ahora pasaba, tronante y cómico, el tren. Miré a la ventana y sólo se veía la noche, la oscuridad, alguna luz lejana de un pueblo y ella hablaba con absoluta seguridad, diciendo que era de allí, de esas llanuras, esos ríos y esos montes que yo no podía ver.

"Sí, me dije, es de aquí." "León" dormía sobre mi pierna. Todos los animales dormían y se quejaban en sueños de perros.

Lola era agreste y ligera, eléctrica y volátil. Lola se había ido de su ciudad hacía más de veinte años a estudiar. Era profesora de gimnasia y había obtenido una medalla olímpica. Lola, ahora, fumaba y tenía casi cuarenta años y como vivíamos en un tiempo de sensaciones diferentes y como estábamos en un tren, me contó que cuando recién había terminado su carrera y daba clases en colegios de secundaria, pidió un destino cerca de una playa. Y allí vivía con cuarenta perros y tallaba máscaras en ramas de palma.

"No estaba casada", decía. "No estaba casada", repetía. Como si quisiera dejar aclarado y bien aclarado un punto, un tema o un detalle que para ella era muy importante.

Entonces, pensé "¿cómo se habrá producido su pena de amor?".

"Un día", dijo, y yo también lo sabía, "vinieron los militares y dieron el golpe de Estado".

Y ella tuvo que huir.

Este era el punto. Era un tiempo en que la gente te contaba cosas increíbles. Como si durante un naufragio todos mantuvieran la moral y el humor bien en alto y una vez pasado el peligro, se confesaran los terrores pasados. Como si el invencible héroe del naufragio te dijera "hubo un momento en que me cagué de miedo; pensé que de ésta no salíamos con vida".

Estas confesiones se producían, aisladas, y se propagaban como incendios.

Lola había pasado doce años escondida en los montes. Bajaba por la noche acompañada de los cuarenta perros, a la orilla de los ríos o se acercaba a algún pueblo conocido a visitar a un amigo y partir nuevamente antes del amanecer. Personas como el revisor de los billetes del tren conocían estas cosas y siempre las habían mantenido en secreto detrás de una sonrisa congelada, inexpresiva. Muchas personas, muchos revisores de tren, muchos fogoneros, conductores, albañiles, empleados y tenderos, sabían estas cosas que callaban y nunca terminaban de digerir, porque ellos conocían a Lola desde que era pequeñita y corría por el campo con su dorada melena al sol, alegre y desconocedora de su destino de ermitaña.

Toda la gente lo sabía. Todos sufrieron y se alegraron con su suerte y todos recordaban la noche en que el ejército hizo una enorme batida y un intenso rastrillaje por los campos y no pudieron dar con Lola porque aquella noche los cuarenta perros entendieron el peligro que corría su ama y todos se acurrucaron contra el suelo de hierbas y estuvieron juntos en silencio, hasta que los soldados se marcharon seguros de que allí no había nadie.

Sólo cuando el último soldado se fue, los perros, que todo lo entendían, comenzaron a desperezarse, aún silenciosos, poco a poco y a recobrar su habitual vitalidad y bullicio.

Saltaban festejando y meneando la cola alrededor de Lola, como queriendo comunicarle su solidaridad. Como si le dijeran "todo salió bien".

El primer chico de los mandados del pueblo que recorrió las calles con su bicicleta de repartos vio como se marchaban los soldados sin Lola y los perros y fue a comunicarlo a las tiendas, a las casas, a los bares, a los revisores de trenes.

"El ejército se va. Los perros ni chistaron, salvaron a Lola."

Al escucharla pensé que yo era muy joven. A la mañana, los perros se desperezaron en orden y ella abrió la mochila y poniendo un cacharro en el suelo, me pasó una bolsa con alimento. Dimos de comer a los perros que nos miraban con tranquilidad, como si supieran que en el tren debían comportarse con civismo. No sé porqué, pensé que "León" me miraba como sonriéndome.

Dos paradas más y bajarían, media hora.

Yo también quería confesar algo pero no sabía que tenía algo que confesar; era muy joven.

Le dije que me pareció que León me sonreía. Lola dijo "sí, te sonreía. Yo me di cuenta cuando anoche se cambió de asiento y fue a sentarse a tu lado. En ese momento me dieron ganas de hablarte".

Dos paradas más y bajarían; media hora. Era otro tiempo y Lola volvía a trabajar de profesora, la habían destinado a otro pueblo en una playa. Me dio su dirección y me dijo que cuando fuera a verle debería hacerme a la idea de que había decenas de perros y que con ellos vivía.

Cuando bajó en su estación me quedé viéndola alejarse desde la ventanilla de mi tren con sus perros hasta perderse en la luz del día, con el corazón henchido por la promesa de que, algún día, la volvería a ver.

El tren comenzó a alejarse y yo sentí que esas cosas, esas promesas, nunca se sabe si han de cumplirse, porque, entre traqueteo y traqueteo, y sin nada de qué quejarme, yo no sabía, tampoco, cuál era mi destino.

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