sábado, 24 de mayo de 2008

Para acabar con la memez. Una farsa de James Joyce. Héctor D’Alessandro


Para acabar con la memez. Una farsa de James Joyce. Héctor D’Alessandro


Existe entre los escritores la costumbre de repetir como loros estupideces que alguien alguna vez en algún sitio, y sólo para salir del paso o para justificarse, inventó. Y estas bobadas se repiten como si fueran materia infalible. Una de ellas es ese rollo increíble que se inventó James Joyce de la “epifanía”. Joyce era un alcohólico redomado además de un fabulador extraordinario y confundía su vida con lo que pasaba en su mente; además era extraordinario para rotular fenómenos. Bautizaba algo con un nombre y sabía perfectamente que todos correrían atrás de aquella definición desbocados, suicidándose por ella. Por esto, porque conocía el carácter "performativo" del lenguaje, la capacidad de las profecías bien formuladas para cumplirse, dijo que había escrito un libro para que los críticos se entretuvieran diez años con él y un segundo libro con el objetivo de que se entretuvieran un siglo. El horizonte de la eternidad literaria. El caso es que ninguno como él sabía que era muy malo creando personajes y tramas y trabajaba, como recomienda Lezama Lima, otro gigante literario, “a favor de las limitaciones”. Tenía plena conciencia de que sus cuentos de “Dublineses” pasarían rápidamente al olvido si no fuera por la fama de “Ulises”, su gran novela, pero como era un megalómano se inventó una teoría a posteriori que justificara la mala factura de sus cuentos. Es que se trataba de “otra cosa”, “epifanías”. El famoso cuento “Los muertos”, es un relato que peca de todas las imperfecciones de la mala hechura. Es verdad que se trata de un texto que logra crear clímax opresivos y angustiosos elusivos y elípticos, pero que se trate de una “epifanía”, una espera mágica de que algo adviene pero no llega nunca es claramente una estafa. Lo que no llega nunca en realidad es la buena literatura que hay en un cuento bien hecho. La idea de que hace “epifanías” y no relatos, es una farsa tan genial que merecía la marca de un gran publicista de sí mismo. La prueba de ello, es que cuando alguien osa decir que esos cuentos no son tan buenos o que son un poco “malillos”, siempre le caen a uno con un simbólico garrote con aquello de “es que son epifanías”, como si esto fuera una idea o una realidad y no simple y llanamente una frase que funcionando como una excusa parece una explicación, parece más, parece una creación. “La epifanía”, como si esto fuera un género literario instalado con toda legitimidad en la historia occidental de la literatura desde tiempos inmemoriales. Y se queda tan ancho el hombre o mujer más inteligente luego de pronunciar tamaña memez; será por aquello de que ese pensamiento que Joyce se inventó para justificar lo injustificable es justamente una memez pero no de “memo” sino de “meme”. Un pensamiento que a modo de un virus se instala en la mente y sólo permite que se vea con el color de la infección que propaga.


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