sábado, 1 de agosto de 2009

Montevideanos. Héctor D'Alessandro




Montevideanos. Héctor D’Alessandro

El Sr. Inspector General de la Salud Pública salió de su oficina a las cinco. Cuando iba a verlo a su oficina, siempre me hacía esperar. Como era su hijo, no podían echarme y el subinspector, un tal Alvaro que esperaba a que mi padre se jubilara o reventara de una vez, se dedicaba a sacarme al terrado, donde estaba el baño y desde donde se podía ver, en la no tan elevada ubicación del quinto piso del ministerio, buena parte de la ciudad.
Allí nos quedábamos, Alvaro y yo, mirando para aquí para allá, haciéndonos los idiotas ambos, mientras a papá, su secretaria terminaba de hacerle su trabajito bucal. Luego, cuando ella se marchaba, Alvaro y papá lo comentaban en un lenguaje que pretendía ser una clave secreta pero que en realidad era una idiotez de disimulo a través del cual yo podía entrever todo lo que sucedía. Alvaro siempre le peguntaba lo mismo, si la chupaba bien, y papá contestaba con unos gestos algo ambiguos que más o menos daban a entender que sí, que la chica lo hacía fenomenal.
Los años pasaban y papá continuaba teniendo a aquella mujer por amante y Alvaro, a fuerza de esperar lo imposible, tuvo un ataque de hemiplejia que lo dejó baldado. Mi padre pareció robustecerse con aquello, algunos domingos incluso íbamos a verlo a aquel desgraciado a su casa. Un cabrón según mi padre, que estaba pegado a su nuca para espiarlo y sacárselo de en medio a la mínima. Un tipo con muy buenos contactos con la dictadura y con los masones más oscuros que se relacionaban con los peores asesinos del gobierno y procuraban colocar a sus acólitos en los puestos más interesantes. Más de una vez le escuché decir a mi padre que de aquel tipo tenía que cuidarse como de la peste. En fin, que papá cuando iba a verlo un domingo y otro también, en realidad estaba cumpliendo una secreta venganza que en el silencio de la privacidad solo a él le daba una satisfacción desmedida.
Cuando volvíamos de aquellas visitas, mi padre estaba lleno de vida. Un tipo de apenas cuarenta y un años, que era además su principal y más peligroso competidor, estaba baldado y hecho un estropajo, y él con sesenta y pico tenía una amante de treinta y pico. Se sentía una bestia salvaje.
Aquella mujer estaba loca, además de tener cara de estarlo. Le gustaba hacer sus trabajitos bucales a mi padre, pero lo más curioso es que también era amante de un primo mío de casi cincuenta años de edad que era presidente de una cooperativa de alcance nacional, quien había logrado aquel puesto simbólico en el que únicamente se estaba para cobrar el sueldo, según mi padre, porque era un ex diputado herrerista favorable a la dictadura. Aquel primo mío tenía un nombre original, se llamaba Edison y aunque no había inventado nada sí había logrado que Mirta le hiciera sus famosos trabajitos.
Por ella, según su familia, se había divorciado de su maravillosa mujer, con la que tenía dos hijas. Mi padre, que era muy realista, decía que no, que se había divorciado porque era un idiota. Pero claro, nadie quería reconocer que mi primo, aún con nombre de inventor y aún siendo un ex diputado y un vago con titulo de presidente de un ente paraestatal, era un redomado imbécil.
Se había arrastrado llorando por las calles de rodillas detrás de aquella loca de Mirta pidiéndole que no lo dejara. Y ella, poseída del extraordinario y vibrante papel de mala, malísima, le dijo que si quería estar a la altura de ella –o alguna otra cosa por el estilo– debía seguirla, abandonándolo todo por ella.
El primo Edison se volvió majareta del todo y acabó divorciado, volviendo a vivir en casa de sus padres, y tomando calmantes. Se pasaba todo el día repasándose el cabello y mirándose al espejo y llorando, mientras sus padres discutían, tal y como lo habían hecho durante toda su vida: mi tío Coco le pegaba a su mujer, ésta lloraba y rompía algunos platos, él se cabreaba más y volvía a arrearle otro par de guantazos y entonces ella se encerraba en su habitación hasta que se le pasara. A todo esto, mi primo, como si nunca se hubiera dado cuenta de todo esto en toda su vida, como si acabara de darse cuenta de que su padre le pegaba a su madre, le hizo frente por primera vez en toda su ya larga vida. El Coco le dio una piña que lo acostó. Entonces Edison fue a la habitación, agarró un revolver que allí tenía y le descerrajó a su padre cuatro tiros. ¡Cuatro! Tres en un pulmón y un cuarto cerca, a dos milímetros, del corazón. Pero el cacho de bestia de su padre no murió, sobrevivió para quedarse allí solo, abandonado y con toda la familia hablando pestes de él. Los cuatro tiros de mi primo no lograron matar a su padre pero sí que liquidaron la cómoda situación general de la familia, la hermana mayor, que no quería llevar a su madre a vivir con ella, que ahora vivía en un barrio bueno y no en la mierda de barrio donde ellos vivían, tuvo que llevársela y no sólo eso, sino que además tuvo que mantenerla; su mamá, como muchas mujeres de su época, no tenía oficio, pero tampoco beneficio.
Mi primo no fue preso, no fue preso porque tenía contactos y porque un psiquiatra rápidamente emitió un diagnostico inapelable por el cual no era responsable ante la ley. En Uruguay, en esa época, sobre todo si eras herrerista y de los que no estaban del todo disconformes con la dictadura, las cosas continuaban arreglándose del mismo modo, de modo que el hombre no pisó una comisaría más de una hora.
Eso sí, el médico lo obligó a permanecer durante un montón de tiempo en un hospital psiquiátrico, de donde salió menos lúcido que una marmota borracha y con la destreza motriz de una babosa.
De aquel modo olvidó a Mirta. Mi padre experimentó cierto alivio, dado que cualquier novedosa mención acerca del malhadado destino de mi primo tras dejar a su legítima mujer, no hacía más que recordar en el enrarecido ambiente de mi familia que esa mujer era también su amante y aunque mi madre expresaba claramente en todos los lugares públicos que frecuentaba –la peluquería, la sala de masajes, la tintorería, la lencería, la casa del embajador de Gran Bretaña, la casa de la podóloga, ante sus hermanas, amigas y vecinas más apreciadas– que ella no se la chuparía por nada en el mundo, que eso no era para ella, que le daba un asco que no podía superar, que era honesta, que si lo hiciera seguro que vomitaba, que no, que ella no la chupaba, no la chupaba y no la chupaba, y sanseacabó.
Ante todo lo cual, yo, que era un niño despierto y que, como decían lo adultos, todo lo absorbía, me hice el firme propósito de casarme con una mujer a la que amara pero sobre todo que la chupara y que lo hiciera de maravillas.
La noche que mamá, quien le tenía cierto fastidio a su hermano mayor por haberle robado la herencia de mis abuelos a ella y a todos sus hermanos, nos contó el fatal estado psíquico en que se encontraba nuestro primo, todos estuvimos o fingimos estar compungidos, mi padre, mi madre y yo, aunque por distintos motivos. Supongo que como humanos nos afectó el destino desastroso de alguien cercano a nosotros. A mí particularmente me alivió el hecho de que probablemente ya nunca más tendría que oir historias de mi primo que recordaran en casa la evidencia de una amante en la vida de mi padre. A mi madre en cierto modo le procuró cierta satisfacción la venganza por mano ajena que el destino se estaba cobrando sobre su hermano, más de una vez la oi decir que si tuviera valor lo hubiera matado ella misma. Por eso mismo será que esos días le oi decir una y otra vez “la justicia tarda pero llega” y al interrogarla sobre porqué decía eso me contestó que alcanzaba con que ella lo supiera. A mi padre no sé si le procuró un alivio grande o pequeño pero lo noté de inmediato mucho más relajado.
Y recuerdo que aquella noche, al ir a acostarme, pensé en mi primo, que estaría en un psiquiátrico y experimenté perplejidad y pena por sus hijas, entendí de pronto que si mis padres, embargados por las emociones, se entregaran a tales desmanes, yo me habría quedado solo y eso es lo que más teme un niño, por eso dí gracias a mi dios particular y recé para que si era necesario que aquella loca continuara con sus labores bucales para mantener el orden familiar yo no me opondría. Recordé cuando iba por las tardes al ministerio, cómo me guiaba una ascensorista ciega hasta la quinta plante, cómo me saludaba por mi nombre nada más subir al ascensor, recordé el misterio profundo que para mí entrañaba el saber cómo me reconocía la ciega, recordé cuando Alvaro me decía esperate un momento, que ahora tu papá está allí dentro redactando un documento muy importante, vení vamos a preparar té de cedrón y vamos a buscar unos bizcochitos para el té mientras tu papá acaba, y recordé también que cuando papá salía de aquella oficina yo le ponía una cara especial que lo hacía sentir culpable y me soltaba dinero y entendí de corazón la importancia de que en mi familia intercambiáramos dinero y mentiras y a veces un cachetazo, otras besos y cariño, pero nunca cuatro tiros.

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