domingo, 25 de mayo de 2008

El zen de la prosa narrativa. Hector D'Alessandro

El zen de la prosa narrativa. Héctor D’Alessandro

Desde muy joven mostró una inusual habilidad para la escritura, para transmitir ideas con la escritura narrativa. Se formó imitando a los grandes, sólo a los grandes, siempre a los grandes. Muy joven tuvo éxito; fue un éxito fácil de esos que te dejan vacío y lleno de dudas. Cuando tuvo éxito se dio cuenta, una noche, qué noche, que él era pequeño, muy pequeño, siempre pequeño, más pequeño incluso que Monterroso, que ya es decir. Fue entonces que se dijo a sí mismo, tengo que aprender qué es lo que hacen los pequeños, pero no los pequeños de estatura como el bueno de Augusto, sino los pequeños de verdad, esos que, como él mismo había hecho, son limitados y cursis y están en todo lo último y saben cómo se combina una bebida con sus distintos elementos para formar un cocktail, y que usualmente se forran de dinero y se creen grandiosos y emiten chilliditos en las noches rutilantes de las ciudades. Entonces se decidió a leer “esas” obras que hacen los pequeños y pudo catar diferentes calidades de sabor y temperatura y el conjunto le dejó un poso de amargor y tristeza. Entonces se dijo: “lo que a mí me falta es vivir, sí, vivir y experimentar” y como conocía todas las palabras de su idioma se dijo “lo que a mi me falta es una buena “catabais” y se largó a emprenderla; sabiendo, claro, aquello de que un viaje de mil pasos comienza con un sólo paso. Bueno, en fin, para qué extenderse, se hizo atracador, contrabandista, vividor, proletario, burócrata, bailarín en un barco y en un camping, adivino, falso médico, hipnotizador, miembro de una tribu india, agente de bolsa, enamorado apasionado, dio palizas por encargo, extorsionador, vendedor de sexo telefónico, gurú y al fin un hombre cansado. Cuando llegó a este punto se acercó a un templo y pidió que le ayudaran a corregir su vida; le cerraron la puerta en la cara. Volvió a llamar y entonces le abrieron y le dijeron que ellos no corregían nada, que allí le ayudarían a acabar de hundirse, si él estaba de acuerdo, claro. Claro que lo estuvo, no tenía nada que perder. Entonces le destinaron una celda donde estuvo cuarenta y dos días. Los peores y los más lúcidos de su vida. Nunca aceptaban a nadie durante tantos días a la primera porque esto debía hacerse de un modo progresivo, pero el maestro del templo, que era un cachondo mental, conocía como nadie el arte del cambio humano y gozaba viendo a las personas atravesar esa metamorfosis, decidió que estaba aquel hombre lo suficientemente hecho polvo como para entregar en vida todo aquello que lo revestía y no era él. Todo aquello que con el simple roce del vivir había ido juntando como una suerte de costra y que con el rascar del trabajo en el templo acabaría cayendo.

Durante los primeros días se quejaba de todo tipo de dolores mientras su cuerpo torcido por la vida se iba enderezando por obra de la corrección de la luz. Recibía en sus oídos como si fuera una balsámica miel la frase aquella tan repetida por el gurú de “la luz saca la oscuridad”. Y la frase le caía dentro de su cerebro como una pequeña pluma que, en cámara lenta, cayera dentro de una cumbre hueca en las cordilleras. Al caer iba rebotando lenta en las paredes de su cerebro, no acababa nunca de caer. Iba dejando un rastro como de tiza en la pizarra y esto se reflejaba en la sonrisa babeante que se le ponía en la cara.

Cuando todo el dolor cesó, sobrevinieron oleadas y más oleadas de placer incontenible, un placer que se le precipitaba en torrentes de lágrimas dulces que manaban como una cascada. Luego se quedó enganchado como una lapa al placer constante que sobrevenía sin descanso a toda hora; no sentía su cuerpo, el mismo esfuerzo de trabajar con él e ir más allá del dolor había producido el fin del dolor y el advenimiento de este gozo. Ahora el maestro le despertaba a cada instante porque el gozo llegaba a anestesiarlo. Animal de costumbres.

Pasados días que parecieron décadas pudo advertir la llegada del placer antes de que este se hiciera presente y dejarlo partir con la misma exhalación de aire con que liberaba más y más su cuerpo.

Hubo una tarde en la que sintió cómo se alejaba esta especie de globo de la felicidad que, desde hacía unos cuantos días y con una conciencia mermada de parte suya, lo oprimía igual que si fuera el antiguo dolor habitual. Entonces se experimentó a sí mismo como si hubiera estado en otro planeta durante un tiempo y ahora hubiera vuelto a la tierra. Abrió los ojos, se levantó desperezándose, se estiró e hizo tres o cuatro flexiones y se preparó para marcharse, cuando el maestro le dijo “eh, tú, ¿dónde te piensas que vas?” Y él miró a su alrededor y vio a una multitud de meditadores que distintamente se entregaban sin descanso a la concentración con los ojos cerrados y otros, alterados por su actividad, habían abierto los ojos luego de tantos días y restregándoselos parecía provenir de distantes eras geológicas de la humanidad. El maestro dio un bastonazo en el suelo y dijo “continuamos meditando con los ojos cerrados”, se acercó a nuestro hombre y le dijo “cierra los ojos, cariño y continúa”. Nuestro hombre cerró los ojos y se rió para sus adentros pensando la que había formado con su inconsciente interrupción y de qué modo se le había ido la cabeza pero no pudo continuar pensando estas cosas porque a un golpe del maestro con su bastón en el suelo creyó oír “concéntrate en la respiración y deja partir esos pensamientos” y nunca podrá decir si eso lo dijo el maestro o sólo lo oyó él o si su cerebro ya adaptado producía sus propios mensajes. El caso es que volvió a concentrarse. Cada tanto se interrumpía y pensaba “joder, qué cantidad de días que llevamos aquí, vaya rollo, la madre que me parió, quien me manda a mi meterme en estas historias” y entonces le empezó a doler el hombro derecho y vio cómo, al parar esa serie completa de pensamientos se detenía el dolor del hombro, y al retomarla volvía el dolor, y al descubrirlo sintió un placer desacostumbrado, una cosquilleo en las pelotas y en las caderas, se quedó disfrutando de estas amables sensaciones hasta que se dio cuenta de que estaba encorvado, postura que corrigió con una enorme inspiración. Una inspiración que lo dejó en el vacío. Su mente era un fondo oscuro como el telón galáctico detrás de las estrellas en una noche limpia y allí se estuvo por eras y eras o como le gusta decir al maestro, eones y eones de tiempo, durante el cual su cuerpo recibía desde aquellas lejanas galaxias radiaciones sutiles que sólo el podía experimentar. No sabe cuánto tiempo pasó así.

De pronto oyó, como un lejano tañer de campanas, “Bangha. Bangha. Estás en el reino de Bangha. No materia, no materia. Desprendimiento total de la conciencia. No cuerpo".

Llevaba no se sabe cuanto oyendo aquello cuando tuvo la conciencia de ser sin cuerpo y al percatarse de esto, de inmediato tuvo la sensación de “caída”, esa sensación que se produce cuando se está entre el sueño y la vigilia y al cabecear a uno le parece que está cayendo. La voz de “¡Bangha!” otra vez, lo rescató de la caída y de pronto no pudo experimentarse, no pudo sentir las sensaciones propias de su cuerpo, no pudo recordar ninguna referencia que hubiera aprendido acerca de sí. No cuerpo, no nombre, no pasado, no raza, no clase, no dolor, no placer. Ingravidez. Ingravidez. Ingravidez.

Así hasta que la voz lejana que iba guiando dijo que podían abrir los ojos.

Esa noche durante el sueño era consciente de estar soñando. Se convirtió en un hábito; se podía oír a sí mismo respirar en la realidad desde el otro lado del sueño y corregir su actividad.

A la mañana tenía más fuerza que nunca antes en su vida y toda su vida pasada parecía la de otra persona. Quedaban tres días para concluir. Cumplía con su actividad diaria con la eficacia limpia de un cinturón negro en artes marciales. Hacía todas las cosas inútiles que se hacen a diario, pero sin acumular los comentarios absurdos que suelen rodearlas como una funda y acaban recubriéndolas como si fueran la piel de los sucesos.

El día que salió a la calle se sentía limpio y tras un viaje en coche de varias horas llegó a su casa; parecía la casa de un extraño. Haría cambios. Se sentó a la mesa ante el ordenador, lo encendió y se pudo a juguetear con el teclado. Abrió un documento y se puso a escribir; de pronto, como si fueran programas descargándose, a sus brazos llegaban vibrantes historias que pugnaban por llegar hasta sus inquietos dedos. Comenzaba un nuevo capítulo, un capítulo en el que retomaba el hilo central de su vida: la escritura. Ahora sí podía ser él mismo, su cabeza limpia y afilada como una espada conducía la operación y ningún pensamiento podía detenerlo a la hora de tensar el arco de la sintaxis, cargarlo de verbos y adjetivos, y dejarse ir siendo uno y sólo uno con su objetivo. Había matado al que había sido. Ahora escribiría, recreándose incluso a sí mismo, siendo uno con lo que escribía. La nueva piel de los sucesos.

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