sábado, 24 de mayo de 2008

El hombre de la llanura. Héctor D'Alessandro

El hombre de la llanura. Héctor D'Alessandro

Hace muchos años un hombre nació en una llanura. Le tocó hacerlo en una ciudad lamida por un mar color león. Creció con una vaga conciencia de destino equivocado y pronto ganó su ánimo un sentimiento de desarraigo. Incluso cuando en sus asuntos urbanos le iba moderadamente bien, sentía como un aguijonazo feroz que le impulsaba al descontento y a la búsqueda.

Vanamente le inculcaron sus mayores y el colegio y sus amigos que había nacido en el mejor lugar de la tierra, en el más bello y agraciado.

Siempre estaba deseando partir.

Pero no lo hacía; porque aún no había llegado su hora para hacerlo.

Sus padres le decían y todo el mundo se lo confirmaba, que se "desvivían" por él; pero no se le antojaba creerles. Los veía ligeramente hipócritas y adocenados; quizás, incluso, algo estúpidos. Él, en todo caso, no los había escogido.

Durante mucho tiempo los odió; aunque, a veces, los amaba con locura. Estos sentimientos se incrementaban cuando deseaba sentir soledad; ni todo el amor le podía salvar, ni todo el amor podía ponerle en contacto con otros.

Estos sentimientos le embriagaban hasta la saciedad. Luego los soltaba como un lastre y se ofendía consigo mismo y se acusaba de débil y pusilánime. Entonces buscaba a sus progenitores para ofenderles y causarles dolor y hacerles sentir la pena de haber parido a un monstruo altivo.

Entonces se sentía poderoso y salía a recorrer las ciudades y los alrededores y allí donde iba procuraba dejar su marca. Era una marca de maldad.

Se quedaba un tiempo en un pueblo, tomaba una víctima, dos víctimas, tres víctimas y procuraba hacerles maldecir el haber nacido. Cuando comprobaba la potencia de su maldad, en una noche cualquiera, se retiraba.

Una tarde, en un camino, sin motivo aparente se acercó a un vagabundo y cuando ganó su confianza, cambió para él su aspecto y comenzó a mortificarle de palabra hasta que logró aterrarle. Cuando el hombre quiso huir, lo mató de una certera puñalada.

La sangre violenta y la dura muerte infligida lo dejaron confiado en sí mismo y vacío de emociones.

Aquello no era lo que buscaba.

Entonces buscó una mujer y la amó con delirio.

Se entregó mansamente a las ternuras del cariño y el amor y se olvidó de sí. Pero un día, ella, harta y llena su cabeza de unos ímpetus, unas esperanzas y unas ambiciones hasta ahora desconocidas, le comunicó que le dejaba.

Entonces, él sólo pensó en matarla. Gritó, se desesperó y rompió algunos objetos y, finalmente, desahogado se marchó.

Pero rondó, acechándole durante mucho tiempo, buscando una excusa para matarla.

En el decurso de aquel tiempo la había matado tantas veces y de tantas formas distintas en su imaginación que el mero hecho físico de consumarlo parecía una fruslería comparado con lo que había sucedido en su fantasía.

Finalmente, cayó en un embotamiento total de los sentidos y, como alelado, como cualquier cachorro animal, buscó en la tormenta y la oscuridad, el camino de regreso a su hogar.

A duras penas y tras muchos sobresaltos, cayó rendido a la puerta de la casa de sus padres, como arrepentido de algo, hambriento.

El amanecer le sorprendió desmayado en el umbral y un hermano suyo que ahora era sacerdote le hizo entrar, le abrigó y le dio de comer.

Cuando se hubo repuesto, su hermano sacerdote le comunicó cómo habían muerto sus padres y brindó la casa. Su habitación de hijo pródigo continuaba intacta aguardándole pero él sintió que aquello era una prisión.

Sintió, asimismo, que su hermano poseía los peores defectos de sus padres y soterradamente le odió y le deseó la muerte.

Su hermano algo debió percibir, pues su carácter apacible de hombre solitario cambió y comenzó a herir al recién llegado como si le considerara un intruso.

Entonces comenzó una guerra soterrada, furtiva, lacerante, poderosa, negra, acuciosa y visceral, durante la cual, el hombre de la llanura sintió que se trascendía a sí mismo y cuando, al cabo de un año, su hermano debilitado anímicamente, por completo exhausto, exhaló su último suspiro, él se sintió renacer de nuevo, como un ave fénix.

Con todas sus heridas cicatrizadas salió al mundo y comenzó a recorrer todos los arrabales más infectos y se entregó a la lujuria y al alcohol durante otro año más.

Hasta que conoció a un amigo; al amigo.

La persona que más quiso; la única persona que le quiso de un modo incondicional. Hicieron planes y vivieron variadas aventuras y rió. Rió como hacía muchísimo tiempo que no lo hacía. Y se asombró de su renovada energía cada amanecer y su inagotable espíritu de aventura y diversión. Cada uno encontró en el otro a su alma complementaria y recorrieron juntos una vasta geografía, sin objeto y sin prisa.

Pero un día, pasados los años, su amigo conoció a una mujer y creyó, o quiso creer o era verdad, que ella era el amor de su vida. Aquello fue un desastre y nuestro hombre no supo qué hacer; anduvo desconcertado de aquí para allá buscando motivar al amigo con infructuosas tentaciones.

Era definitivo, el amigo había encontrado su puerto; allí se quedaba.

Por respeto se alejó sin decir una última palabra de despedida y anduvo perdido y frío durante mucho tiempo por parajes que ni recuerda. Hasta que, cansado, se sentó sobre una roca y lloró. Lloró todo el llanto del mundo acumulado en él durante años. No sabía que podía llorar; no recordaba cómo hacerlo.

Y, entonces, en la noche, bajo la luna y unas estrellas indiferentes sintió una soledad nueva y densa.

Tomó una decisión, sintió que esta lo acercaba a su destino aunque, quizás, lo alejara de sus sentimientos.

Entró en una ciudad y se convirtió en adivino; una facultad dormida que había despertado en la noche láctea.

Cuando reunió los dineros necesarios se presentó a una Universidad de monjes y empezó a instruirse.

Escogió unos estudios que explicaran el comportamiento de los hombres; al cabo de un año no le interesaban los hombres individualmente considerados sino las mareas colectivas que les impulsaban de modo incontenible.

Tuvo excelentes profesores que le hicieron sentir poderoso. Iba entendiendo las argucias para dominar a los pueblos y a las generaciones. Pronto fue imbatible; de todo punto de vista, en cuanto a retórica y en cuanto a carisma. Sentía que se alejaba de algo nefando que se le había presentado aquella noche de luna láctea en que perdió a su amigo en esta tierra y que algo trascendente y todopoderoso crecía dentro suyo.

Un día, como estaba marcado, lo recibieron en los altos palacios, nadie como él para instruir a los poderosos en el arte de preservar el poder.

Pasaron los años y sentía un hueco impostergable dentro de su alma. Las más hermosas mujeres se rendían a sus pies y le ofrendaban sus fortunas; los más encumbrados señores le invitaban a sus mansiones. Y él continuaba sintiéndose vacío y como con una nostalgia.

Entonces, una noche ardiente y vibrante, sintió que todas las artes del poder no podían compararse con las artes médicas, que aquellas estaban más cerca de la corriente de la vida y huyó con una mujer de palacio que le había hablado de una ciudad de bellas mujeres donde la gente sobrevivía durante años a mortales enfermedades que devastaban otros territorios.

Así fue que llegó a las altas montañas que tocan las nubes y fue a vivir con la mujer más pobre y enferma de todas y se dijo que si lograba hacerla sonreír y lograba curarla, entonces sería más que humano. Pasó allí un año de tormentos mentales. Él, que no tenía miedo a nada, tenía miedo a la enfermedad. Pero se mantuvo firme, allí, a su lado, hasta que comprendió hasta el último delicado mecanismo de la enfermedad y se dijo para sí mismo que nada tenía ya que aprender allí.

Bajó de la montaña y buscó el mar, un puerto y se embarcó, al fin, alejándose de su llanura originaria, sintiendo que todo era como un gigantesco sueño.

Se alejó para siempre de sí mismo y del que había sido, ahora se dirigía a los secretos grandes como océanos que se contienen en una sola gota de mar. Al fin había partido al encuentro de sí mismo.

La embarcación se deslizaba en un agua serena y la luna bañaba la cubierta. El hombre de la llanura henchía su pecho de infinito salitre y en la noche inmensa, exento de nostalgia, se dirigía en busca de su puerto verdadero porque ahora había llegado su hora.

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