La culpa, Dios y la luz eléctrica. Héctor D’Alessandro
Este es el momento en que la mayor parte de mis amigos se refugian encerrándose en su habitación, encienden la tele y la miran sin verla. Cuando llegas de visita en ese instante, sus madres te detienen para hablar un momentito y te dicen que tu amigo está enojado por algo que nadie sabe qué coño es y que a ver si vos te podés enterar y lo animás y, mientras te dicen esto, vos oís a tu amigo con un ataque de nervios y rabia que, desde su habitación, le grita a su madre "¿Qué le estás diciendo? ¿qué hablás?" De modo que cuando entrás en el cuarto está sentado a los pies de la cama en medio de un aire irrespirable, con una rabia que casi se podría cortar con un cuchillo de tan sólidamente intensa que es y a tientas tratás de entablar una imposible conversación, mientras tu amigo sorbe mocos y mira fijamente a la pantalla encendida de la tele con cara de loco, como si quisiera asesinar a los que aparecen en la pantalla y cuando le preguntás qué pasó, te contestan con un ladrido:
–¡Nada!
Después de éste exabrupto te piden disculpas (yo ya me sé todos los pasos de este negocio) y te dicen con la mandíbula temblando y los puños apretados que su madre es una imbécil, que no lo entiende o bien dice lo mismo pero de su padre, que para el caso es lo mismo.
Me callo y escucho.
Antes era más radical y tenía dos discursos. Uno en voz alta y clara para que lo oyera la madre (“Pobre tu madre, todo lo que hace por vos. Tenés que entender”. Etc. Pueden completarlo ustedes con cualquier frase extraída al azar en una cola de la panadería o del ómnibus). Y otro en voz baja con guiños, ademanes, gestos, señales y sonrisas, al oído de mi amigo (“Ya sé que es una imbécil. Todos los padres son unos imbéciles. No podés imaginarte lo que yo aguanto en casa. Rebelate, hacé como hice yo”. Etc. Pueden completarlo ustedes extrayendo frases sueltas del discurso de cualquier tipo explicando que se ha divorciado con éxito y han de ponerle tono de arenga militar revolucionaria).
Después dejé de tener dos discursos. Porque cuando confirmaba la imbecilidad crónica de los padres, mis amigos solían mirarme como si yo fuera un psicópata peligroso y, repentinamente, se volvían acérrimos y fervientes defensores de la institución parental y les hablaban a sus padres muy mal acerca de mi persona.
Alcanzó con que esto me sucediera dos veces para que ya no dijera nada. No está bien visto seguirle la corriente a alguien cuando está rabioso y fomentar la independencia juvenil.
Un día vino uno que me había hecho esta jugada con el sonsonete ese de que los padres eran unos imbéciles que no lo comprendían y yo, curado de espanto, le contesté:
“No, el imbécil sos vos y tus padres deberían pegarte un tiro en la cabeza para evitarse un mal ellos y un mal al mundo. Creo que si hasta ahora no lo han hecho es para no ir presos.
Me contestó, con cara de horror absoluto, el horror que produce la normalidad
“Vos estás loco.
Y yo: “No, no. El que está muy desequilibrado sos vos. No sé cómo tus padres no te han hecho encerrar por un psiquiatra. Creo que los voy a llamar ahora mismo por teléfono y les voy a confesar mis serios temores y les voy a sugerir esto. Lo hago por tu bien.
Casi se caga en los pantalones del ataque de pánico que le entró en el cuerpo.
–¡No me hagas eso, por favor! ¡Ellos piensan que estoy loco y son capaces de hacerlo!
–Bien que hacen, pobrecitos. Lo que les debés hacer sufrir. No te olvides nunca que si lo hacen será por el gran amor que te tienen.
Salió corriendo hacia su casa, desesperado.
Como ven, yo nunca miento, y es verdad, como ya les dije, que yo soy capaz de imitar a cualquiera o actuar un papel radicalmente diferente a como realmente soy.
* * *
Nunca dije nada a sus padres; no soy un cerdo. Pero a él igualmente lo llevaron al psiquiatra y la madre acusó al padre de haber vuelto loco al niño con sus exigencias siempre crecientes y entonces ella se solidarizó con el hijo y también se volvió loca, pero poco a poco y tomando pastillas cada vez más complejas y sutiles y el padre, aunque también tomaba pastillas, para no acabar de deprimirse, con todo lo que tenía que hacer frente ahora que su casa estaba en desgracia, cambió de modelo de coche. Yo, en cambio no cambié ningún modelo de nada; sólo me quedé helado cuando me enteré de lo que había pasado y me sentí muy culpable y me dió una punzada en la boca del estómago y un frío en la frente y como ganas de llorar que, al final, se resolvieron en ganas de cagar. Me vino una diarrea feroz. Por la noche pensaba en mi amigo, del cual no pongo el nombre porque no se merece que todos lo reconozcan, y me lo imaginaba en una habitación acolchada, tiritando de frío con una camisa de fuerza, intentando morderse la nariz y dando cabezazos contra la pared con los ojos como los de la niña de “El Exorcista” y yo le pedía a Dios que me diera una respuesta que me asegurara que nada de eso había sucedido por culpa mía. Le decía a Dios que me diera una señal y esperaba, en mi habitación, y no pasaba nada. Le decía “si soy inocente encendé y apagá tres veces la luz de la mesita al costado de la cama. Bueno, sólo una vez. Por favor”.
Así, me pasé casi toda una noche hasta que me harté y le dije a Dios que se fuera a cagar.
–¡Andá a cagar! Le dije en voz alta.
Mi madre chilló , desde su habitación:
–¿Qué?
–Nada
–¿Con quién hablás?
–Con Dios.
–Ah. Muy bien... y ¿de qué? Si se puede saber.
–De la inocencia, la culpa y la luz eléctrica.
–Del último tema no creo que Él sepa mucho; es antediluviano.
Me río y voy para el dormitorio de mis padres.
–Quiero hablar, quiero contar una cosa, –digo.
Mamá: “¿Qué hiciste?”
Papá: “¿Puede ser mañana?”
Yo: Siento que tengo la culpa de que a mi amigo lo internaran en un loquero, porque yo le dije que eso le iba a pasar.
Mamá: “Pero no seas bobo, vos no tenés la culpa de nada. Esa familia estaba mal desde hace tiempo y lo pagaron con el hijo.
Papá: “Sí, sí. Están todos locos de tanta pastilla para los nervios que toman. (Esta frase es un indirecta para mi madre y su adicción a los barbitúricos.) Eso es muy peligroso. Ahora andate a dormir tranquilo que la locura de ellos se la fabricaron ellos.
Yo: ¿Seguro?
Ellos: ¡Síií!
¡Cómo los quiero a mis padres! ¡Son tan geniales!
A alguien tengo que parecerme.
Fragmento de “Materia constante”, 1999. También puede leerse. “Comienza el calor. Montevideo. 1976.
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