De un cronopio plano, relatado por el humorista catalán Eugenio.
Héctor D’Alessandro
Este va de un cronopio, pero está relatado por un narrador que se parece a aquel humorista con cara tan triste, tan triste que se llamaba Eugenio. En fin, por eso en lugar de “tratar acerca de algo” el cuento “va de algo”. Allá va.
En este caso, era un cronopio tan plano, tan plano que nadie se detenía a observarlo cuando pasaban a su lado. Y todos los circunstantes pensaban “un día se rebelará y montará aquí la de Dios es Cristo”, pero nada sucedía, estábamos en Barcelona.
El cronopio aquel pasaba el tiempo en una suerte de inopia vital demasiado parecida a la más aburrida de las tardes de domingo cuando no existía Internet ni los parques temáticos.
A veces, el cronopio parecía suspirar, pero sólo se trataba de un sonoro reacomodarse en su sitio para evitar que los paseantes lo acabaran de chafar para toda la cosecha.
Así transcurrían los días hasta que se mudó al barrio una pinta brava, de esas que dejan sin aire a los pobres cronopios planos. Y esta iba y venía arriba y abajo por el barrio zangoloteando su humanidad de pinta brava. Nunca se fijaba en él. Pero se ve que a lo mejor al verla cada día y suspirar ante tanta belleza, al cronopio plano se le alteró la planicie y empezó a movilizarse de un lado a otro. Comenzaba a cruzar la calle de enfrente para aquí a las siete de la mañana y se mantenía fiel a esta actividad hasta mas o menos las nueve y cuarto, hora en que la pinta brava salía emperejilada de su casa en dirección al video club de la esquina donde fingía trabajar. A partir de esa hora el cronopio empezaba a cruzar la calle de aquí en dirección al lado de enfrente, donde a esa hora da el sol. Y se mantenía así todo el día, hasta la hora en que la pinta brava salía del laburo. Comer...no comía, como que tienen esa virtud de que son planos y tal, pues nada, el tipo pasaba de todo.
Así se estuvo seis meses.
Sí. Es estrictamente cierto. Estos tipos tiran mucho, dan mucho de sí.
Pasó a convertirse en una elemento movil del panorama barrial; a tal grado que la pinta brava ya ni le veía. Es decir, miraba pero verlo, no lo veía.
Otro hubiera pensado que la costumbre trajo al amor, pero es difícil hablar de este sentimiento en un caso como el que estamos relatando. Vamos.
En fin que para no entretenerles más a ustedes les voy a abreviar el final.
Un día, el ayuntamiento advertido por las sucesivas patrullas de la guardia urbana, de la extraña actividad que realizaba un cronopio a determinadas horas del día en aquella avenida tan concurrida tomó cartas en el asunto. Y dado que los destinos del ayuntamiento estaban regidos en esa época por personas de buenos sentimientos y que intentan darle una salida de escena, la que sea (siempre respetando los derechos humanos de los cronopios) a cualquier personaje que afee el paisaje, no se les ocurrió otra idea que hacerle un somero examen para que regularizara su relación.
Y claro, pasó lo que tenía que pasar, se aburguesó. Hacía lo mismo que antes pero con un cargo, una jerarquía y unos ingresos regulares que debido a sus pocos gastos comenzaron a abultar en su cuenta bancaria y le permitían darse un lujo cualquier tarde. Entonces, claro, la pinta brava, al verle el reloj que me gastaba y todo eso, dijo, este hombre es interesante, este hombre tiene un trabajo fijo, este hombre tiene una regularidad extraordinaria, este hombre me puede dar un futuro. Y acto seguido y cumpliendo con aquella ley no escrita que hace a las pintas bravas unos seres de acometida fuerte, se lanzó a la caza del cronopio plano. No le importó que no fuera famoso ni guapo ni nada de eso; una nómina fija tira más que una pija.
Pero claro, no calculó que el cronopio era plano y después de tanto y tanto tiempo allí haciendo aquella inocua actividad se había olvidado por completo cuál era su objetivo inicial y continuaba cruzando la calle de una lado a otro con mirada fija pero sin mirar a nadie en concreto. A lo suyo, vamos.
Y así pasaron los años y ella desarrolló el típico drama en episodios del ciclo vital femenino y todo eso, y tuvo un hijo un poquito feo con un señor que se portaba bien. Y a veces en la peluquería le preguntaban, al verle cierto brillo especial en los ojos, por su pasado y le decían cosas como “se nota que usted ha tenido un gran amor en su vida, eso deja marcas”. Y ella, con las carnes caídas y la cara como un boñiato abollado, como no tenía otra cosa que hacer, tampoco lo negaba y ponía esa cara que quiere decir “¡Ah! ¡Si yo le contara!”
(¿Le gustó? Pues mañana hay más. Mientras espera piense aquello tan importante que dijo Malcolm Lowry de que “cuide este jardín que es suyo. Impida que sus hijos lo destruyan!” que no sé porqué lo dijo, pero que puesto aquí queda como que muy bien. Adéu)
No hay comentarios:
Publicar un comentario