Nuestro cónsul en Pekín. Héctor D’Alessandro
A mí me gusta muchísimo jugar; debo confesarlo. Con cuarenta años me gusta disfrazarme de bombero y correr por la casa con un extintor en las manos echándole espuma a la mujer con la que haré el amor.
Esta veta búdica de alegría e irresponsabilidad me permite mantener la cordura.
En todo caso es mi propio guión.
Tonto pero personal y, de algún modo, sabio.
Este ápice excéntrico no me impide tener mis sentimientos. El dolor ajeno me duele en mi corazón.
Hace muchos años que planeo retirarme y prometerme una vida sistemática, disciplinada, elevada.
Por una u otra razón que no me confieso postergo esa decisión.
Hace años, cuando comencé mi carrera diplomática, gastaba mucho dinero en llamadas a viejos amigos en otras partes del mundo.
Un día, leyendo una entrevista a Keith Richards, algo cambió profundamente en mí. Decía Keith, a quien por cierto conozco, es sumamente divertido, que él tenía amigos en todos los sitios donde llegaba y que quien no tenía amigos era, en realidad, un imbécil.
Yo soy orgulloso, a mí no me gusta ser considerado un imbécil; pero, sobre todo, no me gusta considerarme a mí mismo como un imbécil.
A partir de aquel momento algo cambió profundamente en mí; no sólo empecé a reconocer los síntomas indelebles de la amistad en mucha más gente sino que, además y para mi gran asombro, comencé a tomar conciencia de la innumerable cantidad de personas que había en mi vida pasada a quienes consideraba, de un modo asaz pedante, como "meros conocidos" y que, sin embargo, me profesaban un cariño y me habían obsequiado de modo desinteresado con unos sentimientos y unas experiencias compartidas que eran algo tan sencillo, escaso y, al mismo tiempo, abundante (cuando uno lo quiere ver) como la amistad.
Alberoni, con quien un tiempo tuve una relación epistolar, cuando yo estaba en Grecia, lo dice claramente: "el mundo está lleno de amigos" cuando uno levanta la vista.
Esta simple conciencia me ha hecho más vulnerable y rico al tiempo.
Un síntoma claro se manifiesta cuando me llaman por la noche. Algún despistado que no recuerda la diferencia horaria o, simplemente, un desesperado.
Las experiencias que me narran en la madrugada suelen desgarrarme el alma. Lo que sucede es que quien sufre se vuelve egoísta y antisocial. Sólo desea ser escuchado y no existe horario ni regla que no pueda quebrantar.
Siempre que llego a un nuevo lugar de destino procuro enterarme cuántos antros de ruido y desahogo hay, con esto me hago una idea de cuánto sufrimiento acumulado existe en esa población. Cuánto alcohol se consume y otros detalles similares contribuyen a orientarme en mi primera inspección.
Algunas noches en que estoy en vena irónica y que telefonea algún desesperado borracho con morriña, le corto de entrada su lastimosa confesión de medianoche:
"¿Cuántos bares por calle hay allí dónde estás?"
Y me contesten lo que sea, siempre finjo creer que son muchos y le respondo:
"No te preocupes. Estás siendo víctima de un efecto ambiental."
"¿Tú crees? Me preguntan, muy curiosos, olvidados momentáneamente de su pena."
"Sí, sí. Es más, deberías abandonar tu hogar ahora mismo e ir a ponerte a tono en el primer bar que encuentres. Algo de absorción del color local hará que se te pase todo."
Estas bromas no pueden ocultarme el hecho de que esa persona concreta está sufriendo. Unos creen tener un cáncer mortal. Otros creen que su mujer les abandonará de un momento a otro. Otros creen que hay una trama lejana que los va a destinar a sitios desagradables; probablemente en guerra. Otros simplemente, se acordaron de mi simpática persona en esta apacible noche. Otros creen que su padre o su madre, lejanos, han muerto o están graves y nadie quiere decirles nada. Otros creen haberse vuelto alcohólicos o impotentes. Y, unos pocos de todos estos, te llaman porque, realmente, les sucede alguna de estas cosas.
Soy suficientemente perspicaz para enterarme de inmediato cuándo el sufrimiento exquisito es verdadero.
En general, lo percibo por una opresión en el pecho que se me hace de inmediato y la escasez de palabras de ánimo que se me ocurren. Por regla, comienzo a hacer chistes estúpidos que no me acordaba siquiera que los sabía.
Esto me sucedió anoche con Gilbert, nuestro cónsul en Pekín. Somos amigos desde la época en que él era hippie y yo recién había dejado de serlo.
Su padre fue compañero de estudios del mío y, de algún modo, nos condenaron a ser como somos. Yo tenía y tengo tendencia a paternizar a Gilbert; por el simple hecho de ser mayor que él y haber llegado a los cuarenta años de edad. Su dolor tiendo a sentirlo de una manera más potente que el de cualquier otra persona. Por eso anoche no pude dormir.
Siempre hemos sido un poco locos y él era bastante más alcohólico que yo. El síndrome de Geoffrey Firmin; el síndrome del cónsul. El peregrino ecuménico que arrastra una insidiosa y siempre cambiante pena.
Esta parte romántica de la profesión siempre pareció amargar a Gilbert. Cada vez que llegaba a un nuevo destino en los últimos quince años telefoneaba para decirme que como la tierra de uno no hay que le gustaría estar conmigo ahora en el barrio Sur tomándose un vino tinto. A lo cual, invariablemente, le he respondido, con un tono de voz digno de la serie "Dallas", "Calma, Gilbert, los ricos también lloran. Posterga tu pena hasta el verano que viene y ya nos veremos".
Ahora mismo hace tres años que está en Pekín y parece haber llegado a un momento decisivo. A menos que la borrachera que tenía anoche fuese tan aguda que le hiciera desvariar de un modo dramático y convincente.
Se acerca a pasos agigantados, según su particular óptica de los hechos, a los cuarenta años y su mujer le ha dejado. Se largó con los niños.
Cuando me lo dijo le contesté "Estaría harta de chinos". Y pensé "ha pasado lo que tenía que pasar".
"Quizás se vaya por un tiempo a reflexionar", dije.
Y pensé "ahora es el momento de ella. Ahora será ella misma y le obligará a transformarse".
Pensando en su posible alcoholismo consular, le sugerí practicar Tai–chi pero no quería oír hablar de chinos. "Vete de putas." "Ya lo hice."
Y seguía igual.
Entonces me evadí en la imaginación, lo recordé joven y evadiendo cualquier ejercicio físico, cansándose pronto cuando nadábamos en la piscina y deseando irse de una buena vez al bar a tomarse un whisky, "Que es, decía, bueno para la circulación". Lo recordé saliendo del gimnasio con su pulcro traje azul y su corbata apretada que parecía mantenerle la columna recta, como estaqueado, el flequillo airoso cayéndole sobre el rostro. Su cuidado aspecto de seducción. Su mal humor cuando las chicas lo mandaban a paseo. Y la recordé a ella; la mujer deseada. Suavemente asiática y morena; inteligente y cauta, libre y maternal. Sirviéndome una taza de té en su casa de la playa. Preguntándome cosas imposibles.
Hubo un año muy duro. Yo estaba de vacaciones y Gilbert desesperaba por un destino, Clío le llevó, como a un niño, a una bruja umbandista que le dijo cosas sorprendentes y acertadas pero, lo más importante, es que le otorgó seguridad en su futuro y su destino.
Y lo que la bruja dijo se cumplió.
Así llegó hasta Pekín.
Clío y Gilbert desconfiaban, más él que ella y la umbandista, con sólo tocarle el pecho le dijo. "Tu viajarás mucho. Tienes la misma profesión de tu padre que vive muy lejos de aquí junto a una mujer que no posee el vientre que te parió."
A su madre le habían extraído el útero.
Ambos me miraron serios, apuntalando con sus miradas la certitud de la bruja.
Yo pensé y dije: "Macbecthiano".
Gilbert: "¡No te rías!".
Clío: "En medio de un drama también se puede reír".
Gilbert, aquella noche, se enfadó y se hundió, como un niño compungido, en su vaso de whisky .
Cuando se enfadaba parecía hacerlo para siempre y con todo el mundo.
Y anoche, el timbre de su voz delataba una pena infinita, compungida, agónica, una pena de amor dolorido, inconsolable. El Gilbert de muchos años atrás, malhumorado e infantil, renacía esta madrugada de entre las cenizas de los años y unos compromisos aparentemente tan bien estructurados.
Probablemente mañana o pasado me llame, cuerdo, sobrio y tonificado y me pida que olvide todo o quizás más vulnerable, me pida que hable con Clío, quizás el próximo verano nos volvamos a ver en el país, en la playa lejana de nuestra infancia.
De momento no llamo a nadie; tengo mis propias, divertidas taras con las que entretenerme mientras no me arriesgo a tomar una decisión que implique un cambio de aires.
Me prometo hojear mañana Macbeth una vez más; ese guión glorioso que sirve algunas noches para intentar comprender la estela de sentido de nuestro propio argumento misterioso. Al otro lado del planeta el hijo del hombre ("el hombre que vive con una mujer que no posee el vientre que lo parió") ha de tomar una decisión que me reservo con recato y pudicia, viejo conocedor de la aguda agonía que queda en el alma cuando cuelgas el teléfono y sólo queda silencio hueco y bip... bip y hueco silencio del Servicio Internacional.
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