Karma en el Corte Inglés
Héctor D’Alessandro
La historia que os voy a contar comenzó una tarde de primavera muy soleada pero fresca; yo sentía el cuerpo lleno de vitalidad y vibrante de energía. Estaba, ya hacía un rato, desayunando, según mi costumbre, al mediodía, en la séptima planta del Corte Inglés de la plaza Cataluña. Me gusta observar a la gente. Aunque parezca que estoy distraído no me pierdo detalle de lo que sucede alrededor. Aún permanecía latente la imagen, en las personas, de un enorme ventanal que cayó desde una cuarta planta durante la madrugada a cien metros de allí y, milagrosamente, nadie sufrió en su piel daño alguno debido a tamaño desaguisado. Yo observaba a una pareja que discutía en silencio. Las palabras se habían agotado entre ellos y habían optado por un resentido mutismo punteado por ceños fruncidos, labios apretados, resoplidos y gestos más enérgicos de lo necesario. En otra mesa, una pareja fingía el juego de pasarse la pelota a costa de un niño que no quería comer y berreaba como un condenado. En un ángulo, una mujer, con la cara empolvada con algo parecido al talco fumaba unos cigarrillos delgados y larguísimos. Yo estaba barajando la idea de ir a tomar el sol a Sitges o a algún sitio más lejano cuando el hombre que discutía con su mujer en silencio se levantó, se dirigió al baño, pasó ante la puerta del mismo, siguió de largo, salió a la terraza, fue hasta el balcón, se apoyó en la baranda como para tomar aire –no me extrañó que quisiera tomar un respiro– pero tomó impulso, se subió a esta con extraordinaria agilidad, trepó por el cristal de seguridad, lo sobrepasó y saltó al vacío.
Yo, que contemplé toda la escena, vi a la mujer que comía de espaldas a ese suceso sin ver nada de lo que había pasado y en un segundo pensé que ella en el momento de enterarse y cuando se hubieran pasado los arrebatos del dolor diría que era un buen hombre, un buen vecino, un buen esposo, un buen padre de familia y diciendo esto quizás se quitaría de encima cualquier sentimiento de culpa o responsabilidad. Si alguien tiene un vínculo emocional muy fuerte contigo, discutís y acto seguido se suicida, tu ya no puedes mirar a nadie durante el resto de tu vida con cara de póquer y decir “esto nada tiene que ver conmigo”. Para que tus palabras resulten creíbles supongo que deberás hacer alguna cosa que te redima.
Estas cosas pensé mientras con cierto acusado sentido de la irrealidad observaba que ella continuaba revolviendo una cucharilla en la taza del café, miraba la taza con cansancio, y el resto de manjares que había sobre la mesa en diferentes platillos. Una incómoda curiosidad se apoderó de mi; yo sabía algo terrible sobre el presente y el futuro de esa extraña y sin embargo estaba paralizado, no podía levantarme y decirle nada. ¡Qué horror! Pensé en aquel chiste vulgar del recluta al que se le muere la madre y no sabiendo el comandante cómo decírselo, los hace formar a todos y dice “A ver, todos los que tengan madre que den un paso al frente... No, le dice al recluta huérfano, usted no, Gonzalez”. Es increíble cómo en los momentos intensos uno se atonta y la mente se pone a divagar por los parajes más absurdos. Luego pensé, al cobrar conciencia de que nadie parecía haber visto al hombre saltar al vacío, que alguien tendría que decírselo y por un momento se me puso esa cara esquiva, tan de Barcelona, de escaqueo, de me largo de aquí antes de que me vean, mejor me callo y que otro arregle las cosas, esa indiferencia que hace a la gente poner esa cara de idiota que se te queda cuando de pronto te hablan en otro idioma. ¡Collons! Pensé, soy catalán, para algo me va a servir mi educación y puse cara de pasmao y, relamido, contemplé reteniendo la respiración a ver quién era el valiente que comunicaba la noticia. Pasó un minuto, no sé si pasaron dos. De pronto, un chico de esos con el pelo con brillantina, con la camisa que lo identificaba como camarero, sin educación secundaria y con un lenguaje de mas o menos 400 palabras adquiridas seguramente de la televisión, corrió hacia aquella elegante señora de traje salmón que removía la cucharilla, la inconciente viuda y con el mismo tono con que diría alarmado “¿Este abrigo es suyo?” le dijo: “Señora, señora. ¿El señor que estaba con usted aquí fue al lavabo?” Ella dijo que sí y entonces él, que seguramente no conocía el chiste del recluta, dado que esa broma pertenecía al acerbo cultural de dos generaciones antes, le dijo “Entonces, cambió de parecer”. “¿Qué quiere decir?” exclamó la mujer como si preguntara ¿Quiere usted decir que me ha dejado?
El chico, atribulado, mesándose el cabello y girándose hacia atrás en busca del encargado, que lo miraba con cara seria y con un mensaje implícito en sus ojos que decía “Te ha tocado”, comprobó que en este trance estaba solo.
Se giró hacia la mujer y empezó a moquear:
“Quiero decir que si no está en el lavabo, debería usted bajar a la calle porque allí hay un señor muy parecido”.
Y yo pensé “sólo que aplastado”.
La mujer elevó las manos y apretó la cartera de piel negra que llevaba colgada del brazo contra su chaquetilla rosa salmón y juntó las cejas en un gesto de súplica. Miraba a unos y otros interrogando con la mirada. El encargado, en dos zancadas, se situó a su lado, la tomó del brazo y le dijo, “Yo la acompañaré señora”.
Puse un billete sobre la mesa e hice un ostentoso gesto para que los camareros entendieran de un modo claro que pagaba y no que me largaba aprovechándome de las circunstancias. Me fui detrás de la señora y yo también la cogí de un brazo. El encargado me miró con odio porque le estaba quitando protagonismo en su papel más esmerado pero la verdad es que me importó un pimiento.
Utilizamos el ascensor de emergencia, que en un santiamén nos condujo a la planta baja y juntos los tres fuimos hasta el bulto enorme de la multitud que se arremolinaba a mirar el cadáver y el enorme manchón rojo de sangre. Un panorama desolador que me dejó el cuerpo sin energía.
La mujer se me escurrió del brazo, desmayada, suerte que estaba el encargado. Los servicios de emergencia intervinieron de inmediato. Entendí que la mujer se llamaba Matilde y que vivía en Capitán Arenas, luego, un olor horrible a productos químicos desinfectantes y a medicamentos de violenta acción corporal se apoderó de mi nariz y de mi cerebro. Cuando preguntaron si alguien la acompañaría fui junto a ella cogiéndole la mano más por asegurarme yo que estaría en manos médicas si me sucedía algo que por la pobre mujer. La ambulancia zumbaba Paseo de Gracia arriba en busca de los ramales de calles que nos condujeran al Hospital Clinic y yo, con el objeto de no desmayarme como un inútil, intentaba encontrar una cierta entretención en todo este ajetreo. La mujer, cada tanto suspiraba bajo la manta y sus ojos se movían como si estuviera soñando. Pensé que lo mejor sería darle la mano y decirle que la quería pero luego pensé que eso sería muy osado, aunque, qué caramba, aquellos enfermeros no me conocían de nada, suponían que yo sería un pariente o amigo de ella y entonces me lancé y le dije “Te quiero, Matilde, no te preocupes, te quiero”. Y me repantigué contento contra el respaldo del asiento que se movía como una barca por los zig zags que la ambulancia iba realizando por las calles de la ciudad. Respiré hondo y me invadió aquel olor a fármacos, recordé a mi madre muriendo en Houston de un cáncer, recordé su olor durante todo el último año, aquel penetrante olor químico que se me quedó fijado de tal manera que ya no puedo hablar con norteamericanos, les encuentro a todos ellos un aroma químico, artificial, como de conservantes alimentarios pero sobre todo un penetrante olor a quimioterapia. Recuerdo ese olor en las calles de Texas, lo recuerdo en el hospital, en el baño, en el hotel, en las autopistas calientes, en la moqueta del coche, el olor del cáncer y de la muerte.
Cuando llegamos al Clinic todo fue muy rápido. Los diestros enfermeros secuestraron a aquella mujer, rellenaron todos los papeles, emitieron por radio un diagnóstico a modo de aviso a los nuevos enfermeros que, a través de largos pasillos la condujeron con presteza hacia el vientre del edificio, en cambio a mi me apartaron de un empujón, como si no me vieran y me desviaron por el camino de la gente sana. Fui a dar a la sala de espera.
Allí me estuve todo el día y nadie me dijo nada. Al fin, me sentí un poco avergonzado, como si estuviera comportándome estúpidamente y cuando llegó la noche me largué sin decir ni pío.
Esa noche vagué por las calles y en un momento determinado me asaltó la idea de ir a la casa de aquella mujer, había oído su dirección pronunciada varias veces por los enfermeros, entre ellos y por radio, la había visto escrita en el formulario que rellenaron y allá me dirigí.
Estuve rondando por el edificio, vivía en la primera planta y se veía luz, atisbé y pude verla, deprimida pero a salvo; aprovechando que una chica entraba con el perro me colé y fui hasta su puerta. Llamé al timbre y cuando abrió me miró con cara de cansancio como si me interrogara con los ojos, como si estuviera harta de mi, como si le molestara mi visita.
–Quería saber cómo está.
No dijo nada, se dió la vuelta como para volver a su sofá y entré tras ella. Le dije que si necesitaba algo no dudara en pedírmelo, que me sentía un poco responsable y quería apoyarla, me miró con una cara como si yo estuviera loco y por un momento me lo hizo creer, porque yo mismo me pregunté a santo de qué le estaba diciendo aquellas sandeces a una desconocida. Como no me contestaba y parecía que iba a buscar una bandeja con dos tazas de café, aguardé en la sala de estar a que me dijera alguna cosa. Vino dejó la bandeja allí en la mesa de centro y cuando iba a poner azúcar en la segunda taza empezó a llorar de un modo horrible y desolador, me hizo acordar al llanto desgarrador de mi propia madre cuando tomó conciencia, la pobrecita, de que iba a morir. Se levantó del sofá y se fue corriendo a su habitación y me dejó allí plantado; si fuera otra la circunstancia hubiera dicho algo, pero como había pasado lo que había pasado, me quedé allí callado la boca y me puse a tomar café, hice un poquito de zaping, pero sólo un poquito porque ella vino corriendo, vaya susto que me dio, se asomó con cara de loca a la sala y miró fijamente hacia mí y hacia la tele y con los ojos desencajados, el rostro hecho un estropicio y los brazos en alto se agarró la cabeza con un gesto algo teatral y volvió a meterse en su habitación. Yo no dije nada porque en una circunstancia como aquella la gente, yo lo sabía, se pone como loca.
El caso es que apoyado en aquel sofá, con el cafecito encima, las emociones del día parecieron ir asentándose en algún lugar dentro de mí como si fuera el azúcar que luego de revuelta por la cucharilla va sedimentándose en el fondo del vaso.
Me quedé dormido y soñé un sueño típico de estas circunstancias, aunque claro, todo he de decirlo, típico cuando tienes quince años no cuando tienes cincuenta, eso es lo raro.
Soñé que veía una suerte de documental en la tele, quizás realmente lo estaban emitiendo, en el que se decía que los suicidas y todos aquellos que mueren en circunstancias extremadamente violentas generan unas ataduras en su conciencia de difícil ruptura. Producen , decía el hombre de la película, un karma tan intenso como una cadena metálica que los ata en algún nivel de su conciencia a los sucesos producidos y les hace repetir, no se sabe por cuánto tiempo, esos sucesos, como una película que es reproducida una y otra vez. El sufriente, atado por su propio karma, no se percata de que vive y revive, una y otra vez, los mismos hechos con las mismas emociones. Continúa repitiendo este circuito diabólico hasta que de un modo misterioso esa alma cobra conciencia de sí y se sale del circuito rompiéndolo de un modo milagroso. Se sale de sí y ve, por primera vez.
Los que saben de esto dicen, aunque eso es improbable, que el momento de ese “bardo”, cuando pasan del estado de inconsciencia al de conciencia, se caracteriza porque por primera vez ven todo lo sucedido como si fueran un testigo.
Me desperté cuando sonó el timbre. No sabía si ir a abrir o no pero Matilde vino antes. Abrió la puerta y entró alguien a quien yo no conocía de nada. Ese hombre la abrazó y se besaron como si se quisieran mucho y cuando vi su cara fresca al recibirlo pude comprobar que el sueño había reparado los daños del día anterior. No supe en qué día estábamos y no pude entender cómo es que ella no se molestaba en presentarme ni en ocultar en algo su manifiesto amor por aquel hombre cuando el que era su marido había muerto el día anterior. El caso es que miré alrededor y sentí como un mareo. Entonces me llevé la mano a la cabeza como si saliera de una enorme resaca y mirándola grité con todas mis fuerzas.
¡Matilde! ¡Matilde!
Pero nadie me contestó, ellos ya estaban en la cocina, aquel hombre le acariciaba el brazo con intenso cariño y ella sonreía con amor.
Tuve la sensación de comprender algo muy importante luego de mucho tiempo, lo que los americanos llaman el “sentimiento ahá”, y sin mediar palabra busqué una salida, pues ya nada tenía que hacer allí.
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