"Los personajes son palabras" , por el Sr. Mark Twain.
Héctor D’Alessandro
Hace unas noches soñé que Mark Twain me hablaba con voz calma y ronca, con mucho énfasis, tal y como si me estuviera revelando un importante secreto. Se ve que daba muchas vueltas molesto en la cama porque en el sueño no paraba de moverme a un lado y otro, tanto en busca de la procedencia de la voz, como para admirar los paisajes que sucesivamente aparecieron. Mark Twain, en un tono perentorio y gruñón, me decía “¡Oye, que no estoy aquí para bobadas! Si yo te digo que esto es importante, es importante. Déjate de remolonear y acepta la realidad.” Y, a continuación, pasó a explicarme una teoría de lo más extraña.
Me dijo en sucintas palabras que él estaba en tierra de nuevo por escaso tiempo, pero en forma gaseosa o de espíritu. “Tu ya sabes que yo no creía estas cosas, pero...” Bien, el caso es que a renglón seguido me dijo también que su mente y sus ideas se meterían por unos días dentro de mi cerebro y allí alojadas, saldrían por mi boca como propias. Que, en definitiva, tampoco era ningún mensaje trascendente para la humanidad, lo que traían estas palabras, sino una modesta aportación a la teoría general del personaje.
A continuación, como sucede en los sueños, alguien entre bambalinas con pies ligeros que echaban humo bajo el ímpetu de su velocidad, movió escenografías de cartón, sacó aquella lámpara de allí, movió aquella mesita de noche de aquel otro sitio, puso un arma en una mano que surgió tras una cortina, quitó de otra mano yaciente una frasquito poseedor de temibles sustancias y yo me encontré trajeado como un gangster o un detective de los años treinta y en la mano llevaba un lujoso y carísimo portafolios lleno de importantes papeles donde al parecer tenía escrita la tesis del Dr. Twain. Respiré hondo y me sentí tan a gusto y lleno de energía enfundado en aquel portentoso traje que me puse a mirar a un lado y otro con el objetivo de encontrar alguna chica de eróticas caderas que se dignara a acompañarme a la importante celebración de la “Convención Anual de Personajes”.
Miré a un lado y otro y por todas partes se abatían docenas de seres vibrantes y palpitantes de situaciones problemáticas y emociones que, a todas luces, les embargaban o algo así. Pensé que no encontraría a la chica de mis sueños, con la cual hacer una entrada triunfal en el centro de convenciones y me entregué a un papel dignamente supletorio. Subía las inmensas escalinatas, renqueando, una anciana algo sucia, de aspecto desarreglado y con poco interés, al parecer, en todo cuanto allí iba a suceder.
La tomé del brazo e iniciamos el ascenso de las temibles, oscuras e inabarcables escalinatas. De pronto brotó del bulto que representaba aquella señora la siguiente pregunta: “¿No me va a preguntar quién soy?” Temí desalentarla pero me di cuenta que era imposible. Su falta de interés, el desarreglo general y la suciedad de su persona daban paso o acogían en su seno adjetival a una inquietante falta de sentimientos por lo que pudieras opinar acerca de ella. Un matiz temible que nunca se llegó a desarrollar en ella. Creí reconocer a aquella señora cuyo nombre se me borra y que sirve de ayudante de oficina a Ignatius Reilly en la fábrica del Sr. Levis. Una persona de esas cuyas características opacan u ocultan, en un civilizado Leteo de la mente, al nombre que algún día tuvieron.
“Sí, señora, le respondí, justamente iba a hacerlo cuando usted me interrumpió. Pero sería imposible olvidarle a Usted en el ámbito de aquella fábrica”.
La mirada se le iluminó por un instante, de tal manera que todo su aspecto, quedó subsumido bajo esta nueva alegría de la cual uno la creería incapaz. Como muestra, quizás, de su satisfacción, hizo un alto en la escalera, se soltó de mi firme brazo trajeado y abriendo su bolso de ratita extrajo una magdalena. Me la ofreció. Agradecí el detalle y sin saber dónde meterla vine a hacerlo en el bolsillo de mi bien cortado traje. Ella, con una sonrisa de satisfacción, cerró su carterita, se cogió nuevamente a mi brazo y reinició el ascenso. Miraba al suelo absorta y sus pensamientos parecían vagar por lejanos países. Yo, como un acto reflejo, no tuve otra idea que cambiar de mano por un momento la cartera y mecerme el cabello y hete aquí que al hacerlo me percato que lo llevo todo engominado. La humedad y el aroma de la brillantina quedaron impregnados en mi mano.
Cuando parecía que llevábamos horas escalando aquella mole inmensa de mármol oscuro y gótico, decidimos hacer un alto. Bueno, en realidad, fui yo el que decidió hacerlo, dado que aquella señora encogida como una ardilla y aromática como una mofeta, parecía gozar de la energía cinética de algún tipo de máquina automática. Siempre me asombró la intensa vitalidad de las personas malas e inútiles o meramente anodinas. Y aquella mujer, con la extrañeza inmensa que sumaba a su mortecina actividad parecía infinitamente móvil, como una ardilla o algún otro tipo de roedor.
Ella dijo:
–Aquí me quedo.
Y yo, de modo reflejo, me acobardé ante sus palabras. La miré al rostro y vi el vacío, con lo cual me consolé pensando que se trataba de un personaje y que no sabía lo que decía. Más o menos como los humanos en la escenografía de la vida.
–Siga Usted, guapetón, que yo luego le alcanzo.
Fue en ese momento que una “femme fatale” escapada vaya a saber de dónde, tropezó conmigo y diciendo algo así como “¡Oh! ¡Qué suerte más enorme se deriva en mi vida de todos los encuentros involuntarios!” me extendió la mano. Mano que, de inmediato, yo estreché y al dejarla ella extendida me percaté que esperaba algo más. No lo dudé y plantando un húmedo beso sobre la pelusilla dorada de su piel, le guiñé un ojo mientras le decía algo como “Estaba pensando lo mismo”.
Y ella. “¡Oh! No me diga”.
Sí, sí se lo dije y acerqué la grandeza de mi cuerpo al calor del suyo envuelto en seda y satén. “No creo haberla visto en otras convenciones”. “Será porque no ha venido a ninguna, pícaro”. “La mentira es mi señal de amor”. “Se adelanta usted mucho, señor, antes de probar las muestras”. “¿De qué habla?” “No lo sé, querido señor. Sólo me dejo arrastrar por la embriaguez de las palabras.” “Una lleva a la otra, ya lo sabe.” “Claro...que...lo...sé.” “Ojalá hubiera tenido profesoras como usted”. “Hágame suya, señor”. “¿Aquí?” “Sí, detrás del mármol de los leones”. “Eso me pone”. “Lo sé”. “Qué sabia es usted”. “Y más que le revelaré”. “Venga, vamos”. “¡Oh!”
Ah. Oh. Oh. Ah. Eeehhh. Sí. No. Vamos. Ahora. Hasta el fondo. Resiste. Ahora al revés. Arriba. Sí. No pares. Uuuaaaaauuuu.
Cuando volvimos al torrente central de personajes que se dirigían al Centro de Convenciones ella se arreglaba los últimos detalles de su maquillaje y removiendo elementos dentro de su carterita mimosa hundía en lo más profundo sus braguitas que ya no volvió a ponerse. Se las pedí y me dijo que de ningún modo. Llegados a un recodo de las infinitas escalinatas me dijo que tenía que despedirse, tomó por un atajo de escaleras laterales donde había setos y jardines, inmensas bolas de mármol jalonaban un camino que conducía a otras áreas del inmenso centro. Se detuvo un momento y apoyándose contra la pared levantó la pierna para arreglarse la cintilla de la sandalia, por un instante su precioso muslo pareció el centro único de mi visión y de mi cerebro, quería volver a tocarlo y ella lo captó, porque sonrió diciendo que no, que todo acababa allí, y diciendo adios ,dio un primoroso saltito con el que marcó una vez más su anhelo de ser seductora hasta el final, incluso cuando se alejó por aquel camino de gravilla, del lado donde daba el sol.
Me quedé mudo y agitados pensamientos me invadieron cuando me percaté de que no sabía dónde estaba mi cartera. ¡Dios! Soy Mark Twain, voy a la convención de personajes y me falta mi cartera con la tesis. Iba a abandonarme, allí, cansado y sentado en la escalinata a la depresión y al fracaso cuando un niño desarrapado que parecía algún tipo de pícaro me dijo: "¡Oiga, Señor, Usted, el guaperas. Sí, usted, ¿por casualidad, no echa de menos una cartera muy lujosa?” “Sí, sí, sí, dije con ansiedad. “Vale, aclaró, yo le digo donde está pero usted me suelta unos billeticos. Si no, nada de nada”. Fue entonces que miré su camisa sucia, su chaleco ajado, los granos de su cara que me hablaban de una dieta de bocadillos al azar y bebidas mezcladas sin ton ni son. Cierto modo de ladear la boca al hablarme, como si quisiera mostrar que estaba por encima de mi en cuanto a inteligencia, me indicaban que pertenecía a los sectores más alejados de la autoestima de alguna ciudad de occidente. Su manera de aclararme los puntos que yo habría de cumplir antes de ver la cartera me indicaban que confundía listeza con inteligencia. Y yo me sentí desarmado e impotente. Pensé que me hubiera gustado ser su tía, la tía o el tío de aquel chico osado y darle cuatro guantazos bien colocados y pensé también la extraña condición de alguna gente. Que siendo el saco donde toda la familia descarga los golpes, una víctima total, logran convertirse al salir al mundo, en el acoso de todos los bienpensantes. Alguien débil se convierte en fuerte como máscara.
Estas cosas pensaba, pero ninguna de ellas me impidió tomar una severa decisión. Las personas no escapan al juicio ajeno; están sintonizadas de por vida a dicha opinión. Comencé, por lo tanto, mi ataque a su flanco débil, el lado emocional. Lo miré a los ojos, aquellos ojos herrumbrosos, de mirada agria y despectiva, miré sus ropas, observé el gesto desafiante de su mano en el bolsillo; como si dijera “¡cuidado conmigo que saco la faca!”
Lo miré con la conmiseración de un cura y con la tranquilidad de un profesor le dije:
– A tí te han hecho daño.
– ¿Es usted maricón?
Mi filosofia acaba de registrar un golpe infame y desolador. Como en el juego de la guerra naval, mi sistema filosófico podía declarar: “¡tocado!”
Pero me recompuse.
–Quiero decir que tú actúas como lo haces porque no has vivido lo bueno de la vida y quizás tu padre o tu madre no te trataron como te merecías.
El nuevo brillo en la mirada que apareció, alentó mis esperanzas.
– ¿Quiere jugar a las adivinanzas? ¿Qué le digo caliente, frío, tibio? Vale. ¿Cuánto me va a pagar por el rato que perdemos y los chismorreos que le voy a revelar? En al tele pagan mogollón por eso.
–Estás dolido.
–Oiga, ya me estoy cansando, me va a pagar lo que quiero para informarle lo de la maleta o qué?
–Está bien, dije, ¿cuánto quieres?
La cifra no era ninguna exageración pero con la finalidad de asegurarme ,retrocedí la mano en el momento en que aquel ganapán iba a coger el dinero y tomando los billetes con un gesto teatral los corté por la mitad.
–El resto cuando tenga mi maletín en la mano con todo lo que hay dentro.
El gandul dijo “vale” y salió corriendo.
Horas más tarde, con mi recuperada maleta, llegué al inmenso centro de convenciones, un verdadero hormiguero humano taponaba las infinitas puertas que allí había, atravesé la enorme sala de la entrada, exornada con candelabros gigantescos que parecían extenderse por sobre nuestras cabezas como arañas translúcidas que protegieran nuestro paso hacia la generosa sala de encuentros.
En el camino, repasé los escritos acerca de los personajes que yo, Twain, había escrito para la ocasión. El título, nada pomposo era “Los personajes son palabras” y lo que venía a comunicar a aquel encuentro anual de fantasmas creativos era que todo personaje, más allá de la habilidad del autor para construirlos, está compuesto de palabras, y de entre las palabras, básicamente de adjetivos o de construcciones adjetivales y que estas cambian de un modo claro a lo largo de una obra cediendo algunos elementos (palabras) en favor de otros (palabras). Así, pronuncié ante aquella multitud expectante de estudiosos y personajes, viendo en sus miradas el brillo de la mera curiosidad, a veces el interés intelectual y también la sabiduría. Pronunciaba ante aquella multitud palabras que no eran mías pero que a la vez lo eran. Así entonces, decía, una personaje que de pronto comienza siendo sucio, desarreglado y mortecino, a lo largo de su peripecia hace una primera estación cuando pasa a ser sucio desarreglado y sumamente móvil en medio de su mortecina actividad. Alguien que comienza seduciendo acaba despreciando y que conste que aquí hablamos de verbos. Etc.
Cuandio terminé, los aplausos parecían no tener fin, yo sentí la extraña sensación de merecer y no merecer aquel digno premio, la devoción hacia el maestro, el infinito agradecimiento por el gran favor que me había hecho introduciéndose mentalmente en mi, por decirlo de alguna manera, todo venía a confluir para que yo al tiempo que agradecía tuviera la extraña sensación de pronunciar palabras de las cuales no conocía su procedencia. Quizás algo había cambiado en mí y esta extrañeza era la señal de ese trastorno.
En ese momento, algo parecido a una explosión condujo la ovación a su punto más alto, yo me llevé las manos a la cabeza y pude sentir por un momento el aroma de la brillantina. Inmerso en este aroma familiar fue que abrí los ojos. Respiré hondo y abrí los ojos. Mi habitación estaba oscura y yo por un momento sentí cómo pasaba a través de mi cerebro el pensamiento de que mi nombre era Mark Twain. Soy Mark Twain, repetía un voz que se quedó encallada como un eco dentro de mi cráneo.
Me senté al borde de la cama. Sentí las plantas de los pies apoyadas en la cálida moqueta, encendí la luz y miré alrededor. Me levanté y fui a la cocina a beber un vaso de agua. Mientras lo hacía me puse a mirar a través de la ventana; pude reconocer a Mercurio en el cielo con su característico titilar nervioso y cercano. Me restregué la cara una vez más y sonreí para mis adentros. “Soy Mark Twain” repetí, como si se tratara de una broma. Y antes de volver a acostarme anoté cuatro frases para recordarlo todo al día siguiente y escribir sobre ello. Me sentía tan satisfecho como si ya lo hubiera escrito y me embargaba un sentimiento de gratitud como si el mismo Mark Twain hubiera venido a mi casa a visitarme. Antes de acostarme fui a mirar un retrato suyo que tengo enmarcado, lo estuve mirando largo rato y pensaba qué palabras utilizaría para escribir el relato que me había dictado al oído desde el más allá.
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