martes, 26 de febrero de 2013

Esta historia no se la van a creer pero es totalmente verdadera. Héctor D'Alessandro


Esta historia no se la van a creer pero es totalmente verdadera.

Yo tenía las paredes de mi habitación cubierta desde el suelo hasta el techo de papeles manuscritos, papeles impresos, cartulinas con esquemas y estadísticas, frases destacadas en grandes letras, fotos, y recortes tanto de periódicos como de revistas. Todo aquello contribuía a formar algo que podríamos llamar “el esquema general de mi desarrollo profesional” y preveía un desarrollo estratégico de tres años. Había escogido a diferentes personalidades a las cuales yo admiraba y había rastreado cual era el camino que ellos había seguido para tener éxito en la sociedad uruguaya y sobre todo qué “temas” tocaban que hacía que su éxito fuera muy rápido sino que además estudié cómo lo hacían para que su consolidación fuera consistente y cuál era el enfoque utilizado más acorde a mi propio carácter, intereses y preferencias. Así, pude determinar que un “opinador” profesional con formación sociológica o antropológica que dominara el discurso hablado con pericia y que supiera formular una hipótesis interesante y atractiva para cada ocasión en que se le interrogara acerca de algún fenómeno cultural o social, tenía amplias posibilidades de que se le escuchara y de que además se tuviera en cuenta su opinión. Medía el grado de avance de esos “opinadores” por el volumen de centímetros cuadrados que ocupaban en la prensa diaria y de este modo pude determinar que cualquier persona que se lo propusiera y desarrollara a conciencia estrategias de comunicación adecuadas y se esmerara en formarse en el discurso hablado no tardaba en ningún caso más de tres años en implantarse en la sociedad como una referencia obligada. Evidentemente, descubrí, lo cual es un decir, que la aparición frecuencia en la radio apoyaba ese crecimiento y una aparición en la televisión potenciaba toda la estrategia de modo exponencial.
 Cuando conocí a Alejandra, ella se quedó pasmada al ver aquel plan de trabajo y cuando se lo expliqué, asombrosamente, se anotó a la carrera, recuerdo que mientras la desnudaba le dije: si todo sale como lo he previsto, en febrero de 1987 estaré en ese sitial. Ella me gustaba y al tiempo la admiraba porque jamás se planteaba obstáculos ante nada, se anotaba a todo. Recorrimos juntos el último año que me quedaba para alcanzar aquella meta. Y cuando nos despedimos y cada uno marchó por su camino, lo hicimos con una sensación de afecto incondicional y de apoyo mutuo para el futuro realmente admirable. Ambos nos queríamos, ambos nos deseábamos sexualmente, ambos nos deseábamos lo mejor para el futuro y ambos sabíamos que no estábamos enamorados el uno del otro, éramos más amigos que amantes, cada tanto nos reuníamos para hablar sobre cómo nos iba la vida.
  El caso es que durante aquel año y pico que estuvimos juntos vino con frecuencia a nuestra casa, que era la mía, a estudiar un compañero de facultad que era funcionario público y llevaba casado como diez años con la misma mujer, lo cual a nosotros nos parecía asombroso y aburrido. Aquel hombre tenía un aspecto algo rancio y su cabello descuidado estaba peinado según unos criterios de moda de hacía lo menos veinte años. Su ropa opaca le impedía destacar y más bien parecía un adecuado camuflaje en la ciudad gris. Cuando le preguntaba algo, miraba al suelo y se acomodaba los lentes, unos lentes muy gruesos y color verde oscuro en los cuales parecía buscar sus recuerdos cuando le hablabas. A todas luces, una persona gris, opaca, tímida, introvertido y con un tono de voz extraño y grave con el cual se daba unos aires de seguridad que seguramente no poseía; un niño grande sin desarrollarse lleno de una voz engolada con la que se las daba de hombre tremendamente maduro. Yo ya era un interrogador casi profesional y cualquier persona acababa respondiéndome quién era y qué hacía y qué pensamientos poblaban su intimidad. Información que me dejaba igualmente insatisfecho; no creía yo que allí “estuviera” la persona, me daba la sensación de que las personas no estaban realmente en ningún lado y que eran como un río siempre en movimiento que se desplaza y cambia de forma de acuerdo al cauce que atraviesa, con el agregado de que su paso va modificando el propio cauce. Un lío bien grande que yo tenía en mi mente y del cual no sabía cómo salir, algunas noches me abismaba dándole vueltas en mi cabeza como a un caramelo en la boca a una frase de Alan Watts que decía “el ego es una tensión neuromuscular crónica”. Esta afirmación tan asombrosa y que despertaba en mi muchas visiones de nuevas posibilidades, no me permitía sin embargo, por sí misma, ver cómo era esa salida hacia la ausencia de tensión y consecuente disolución del ego. La conclusión era que ante cualquier persona yo me sentía en un estado continuo de disolución que me impedía afirmarme de ninguna manera sólida y al tiempo me impedía ver a nadie delante de mí con una solidez que me resultara creíble. Yo sabía que detrás de cada supuesta “personalidad” había un mar sin fondo y sin forma o al menos con formas temporales que sólo se debían a unas circunstancias pero que por lo demás podían ser devueltas a la ausencia total de forma. Ya se pueden imaginar que mi vida era lo suficientemente divertida, viendo a las personas y a mí mismo de este modo, como para no aburrirme jamás. Están en lo cierto, era así. El caso es sin embargo que con aquel hombre lo mismo que con muchas otras personas yo rápidamente determinaba sus posibilidades y las características de su personalidad “actual” y me quedaba tranquilo con ese juicio que me formaba como si fuera lo más parecido a la verdad que yo conociera. A mi manera yo tenía unos prejuicios importantes. Rápidamente despachaba juicios sobre las personas y no volvía a pensar más en el asunto.
 Así fue que aquel hombre que realmente no me movía el corazón y que en cierto modo me aburría fue haciendo un despliegue de su vida ante mí bastante previsible. Casado desde hacía tiempo con la misma mujer, de vida normal y burocrática, había encontrado, al volver a estudiar luego de muchos años, unos alicientes en la juventud y en nuestro espíritu creativo que no pensaba que pudiera encontrar dentro de sí; todo muy bonito, pero el tipo obtuso que había dentro de mí seguramente decía algo como “Bah, un mediocre que finge cambiar, pero no va a cambiar nada. Un puto deprimido de mierda; como tantos otros en este país de mierda.” Mi petulancia no tenía límites.
  La verdad es que como a tantos otros lo veía arrastrar su depresión larvada ante mí con un tono vital de convaleciente y con una voz cavernosa, triste y pesimista que decía más o menos que cada día era peor que al anterior. Yo había decidido en algún momento que no me interesaba la gente sin vida; y en ese sentido pensaba que Cristo había querido hacer referencia a esto al pronunciarse con aquella famosa sentencia que decía: “Que los muertos entierren a sus muertos”.
 Pasó entonces, sin pena ni gloria, aquel hombre por mi vida y realmente lo olvidé, además de evitarlo una y otra vez cuando por casualidad me lo encontraba.
  Y nunca más le hubiera dedicado ni un solo pensamiento si no fuera porque casi cuatro años luego, Alejandra me llamó un día y me pidió que quedáramos para vernos.
   Estaba preciosa y fuerte como siempre, una mujer espléndida que muchas veces me preguntaba yo qué hacía conmigo cuando éramos pareja puesto que ella disfrutaba de una suerte de integridad emocional y de carácter que la hacían no solo una mujer muy deseada sino sólida para realizar con ella cualquier cosa con la seguridad de que se llegaría seguro a buen puerto.
  Pues ella fue, con toda su solidez, quien de un modo raro vino a resultar testigo del capítulo final de aquel hombre en mi vida.
   ¿Te acordás de aquel tipo gris de barba y gafas tan gruesas que venía a estudiar con nosotros? ¿No? No me extraña, vos no le dabas bola a nadie que no estimulara tu imaginación; eso decías. Y aquel hombre parecía aburrido y la verdad se puede entender tu pensamiento, cualquier otra persona, yo incluida, pensaría de ese modo. Yo sin embargo, como hacía muchas veces, sí que fui a tomar un café con él y a escucharlo y la verdad es que aquel tipo estaba en aquella época cambiando y no sabía cómo acabar de hacer ese cambio; estaba como atorado o algo así. Yo no sabía realmente como ayudarlo porque no estaba preparada en aquella época, y ahora tampoco, para estimular a alguien a que haga cambios o cosas parecidas y vos más bien eras un entomólogo antes que un ser humanos; vos observabas bichos y los clavabas en su caja e vidrio con una aguja. Pues agárrate porque te voy a contar probablemente la historia más asombrosa que te puedas imaginar. Muchas veces aquel hombre nos compró a mí y a ti aquellos libros tan buenos con los que yo aparecía y que vos me preguntabas de dónde los sacaba. Vos me decías “me gustaría leer tal obra de Max Weber” y un día yo le había dicho a aquel hombre que estaba juntando dinero para regalarte aquel libro y él va y me dice que se lo muestre al libro, que vayamos a una librería y se lo muestre. Y fuimos y el tipo compra dos ejemplares, uno para él y otro para nosotros; “no le digas nada”, me dijo. Y así fue que en tantas ocasiones me aparecí por casa con aquellos libros tan caros; él me decía vos pásame toda la bibliografía que “el Maestro” quiera leer y yo la compro; te llamaba “el Maestro” y no era irónico ni babosamente lameculos cuando lo pronunciaba, era todo lo contrario, era un admirador sincero y directo de ti, pero no te lo confesaba porque le daba vergüenza hacer el ridículo y al mismo tiempo le daba también miedo de que lo echaras de tu lado; prefería seguir viniendo a casa así medio como a escondidas, calladito y sonso que pasarse de listo y que le dieras una patada en el culo por despedida. No era sólo un hombre con la autoestima baja, decir eso sería poca cosa y sería decir nada, era un hombre que admiraba el conocimiento y la sabiduría y quería apoyar en secreto, algunas veces me dijo que quería hablar como vos, que te imitaba y que le encantaba hacerlo pero que no lograba captar cual era el método para razonar que usabas. Yo le expliqué en esa época algunos rudimentos de ordenamiento de los pensamientos que había aprendido contigo para que el pudiera organizar sus discursos y sus exposiciones cuando hiciera exámenes u otras actividades. Todo esto estaba comprendido dentro de las posibilidades del cariño y la admiración. Así lo entendí.
  Luego dejé de verlo cuando nosotros nos separamos y la verdad es que no pensaba verlo más porque en definitiva era un tipo al que había conocido por ti y no frecuentaba ni tu círculo ni el suyo. Tú te hiciste famoso según tu plan y empezaste a vender muchos libros y a aparecer en la tele y todo. Y como un año y medio más tarde un día me llamó por teléfono, no sé cómo había encontrado mi número, pero me quería invitar a tomar un café. Fuimos y acabamos tomando café y luego de mucha charla cenamos, para ese entonces me había contado tantas cosas que yo sólo sentía curiosidad. Estaba tremendamente cambiado, usaba ropa de colores más vivos y alegres, se había cambiado los lentes y se había rapado la cabeza. Lo que intentaba sacar pecho y caminar de un modo que era totalmente artificial y parecía ridículo. Estaba contento y me dijo también que lo había pasado muy mal y que había sufrido mucho. A mí me pareció que el tipo realmente se había renovado por completo y lo acompañé a su casa porque me quería mostrar no sé qué libro y un cierto museo que había hecho a su pasado, como me inspiraba gran confianza, concurrí. Su casa era como la de un adolescente, llena de posters, se había divorciado al fin de aquella mujer a la que al parecer aturdió durante un buen par de  años hablándole de ti y de mí. Imaginate, éramos sus héroes y él quería tener una relación con su mujer como la que teníamos según él nosotros. No alcancé a entender a cabalidad cómo se imaginaba nuestra relación, pero sí comprendí que la idealizaba lo suficiente como para tenerla de aliciente. Esto quizás para ti sea normal, lo digo por la cara que ponés, pero para mí era totalmente nuevo y asombroso y algo extraño y por momentos perturbador; una persona a la que conoces te toma como su ejemplo, como su modelo de vida, te imaginás qué responsabilidad. Y si hacés una cagada y el tipo se suicida o algo así, ¿dónde empieza tu responsabilidad? Sí, ya sé que me vas a decir que no tenés nada que ver con lo que un tarado pueda hacer, que el tipo era grande y sabía lo que hacía o al menos debería haberlo sabido. Pero aun así, vos lo tuviste delante muchas veces y creías saber quién era o al menos qué hacía y cuál era el alcance de sus ilusiones personales y cuales eran algunos de sus pensamientos más íntimos; pero no, todo eso es una imaginación absurda, nada más, es imposible llegar  a suponer lo que el que está a nuestro lado llega a imaginar o a ilusionarse, quizás nunca lo sabremos, vos mismo me lo has dicho más de una vez que cuando te dicen “aquella vez que me dijiste tal o cual cosa no sabés el efecto que aquello tuvo en mi vida, me la cambió”. Vos sos un boca floja y a la vez un tipo de palabras duras y decías cualquier cosa sin que te importe nada y después la gente se va con el ala quebrada por las heridas de tus palabras y hace su evolución y luego se da cuenta de que le hiciste un favor y eso está súper, pero con este tipo es diferente. Y sí, tenés razón, que le den por el culo, si es tarado que se espabile solo, pero ahora sí que va a alucinar. Porque aquel tipo no sólo tenía los libros que había comprado parejos a los que te compraba a ti. Es que además tenía casi todos o todos los libros que él había visto en tu casa y en una estantería separada los que vos más mencionabas: Sobre héroes y tumbas, El tambor de hojalata, Luz de agosto, La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Las palabras y las cosas, El astillero, Confesiones de una máscara, Ideología y utopía, La imaginación sociológica, La dádiva, Música para camaleones, y de todos los libros tenía un pasaje para decir en voz alta y una opinión que alguna vez te había oído a ti. Ese tipo estaba loco, como enamorado de admiración por ti. Tenía una carpeta llena de recortes de todo lo que tu habías hecho en los últimos años; los recortes de prensa, todos. Todo lo que habías escrito guardado y archivado por fecha, por medio y por temas. Los cuatro libros que publicaste, autografiados por ti y puestos en una estantería exclusiva. Y ahora viene lo más fuerte. Abrió un armario de ropa y tenía toda la ropa que tu tenías, una copia exacta de tu vestuario hecho a su medida, se había comparado una copia de cada chaqueta, de cada campera, de cada camisa, de cada camiseta y se había hecho un agujero en el lóbulo de la oreja para colocarse un pendiente igual al que tu llevabas en esa época cuando estabas haciéndote conocido. Me mostro una foto, una foto de un año más tarde luego de que yo había dejado de verlo, y tenía el pelo largo por la mitad de la espalda, como tú. Él quería ser tú, y su mujer se cansó, empezó a discutir con sus jefes en el ministerio en el que trabajaba y les contestaba cosas en la misma onda que te había oído hablar o discutir a ti. Les decía a sus jefes del ministerio en que trabajaba que eran unos mediocres. Y dice que los tipos lo miraban como diciendo: “Eso ya lo sabemos y ¿Qué carajo importa?” Y que entonces le entraban ganas de matarlos a todos, de despertarlos a todos. Eso mismo yo te lo había oído a ti decir cuando eras un adolescente. Él estaba encarnando toda tu vida en un desorden raro pero certero. Le despertaste toda la rebeldía que ese tipo a los quince ni a los veinte había podido desarrollar, sólo siendo tú y estando cerca de él lo suficiente como para que él aprendiera un poquito de ti. ¿Te das cuenta qué fuerte? Al final la mujer no lo aguantó más, dice que lo llamaba por tu nombre queriendo ser irónica y que en cambio de poder disfrutar del resultado de su ironía acababa aterrada por su respuesta, sí, soy él.
Se moría de risa cuando me contaba esto, y me decía “¡qué locura que medio, por dios!” Dice que le dijo a su mujer “andate a la mierda, vejiga mediocre”. Y que ella se marchó segura de que acababa de librarse de un loco que acabaría matándola. Para entonces, el tipo se vestía igual que vos, hablaba como vos, de hecho me hizo una demostración bastante convincente. Y me contó que empezó a salir por las noches en busca de mujeres y que tenía mucho éxito actuando como él imaginaba que actuarías tú. Así fue que determinó que se haría el loco en el trabajo para que le dieran la baja psiquiátrica, con todas las cagadas que se había mandado en el último año y con la cantidad de testigos que tenía, seguro se la daban. Se la dieron, con lo cual ahora estaba liberado para entregarse a fondo a sus fantasías. Y en eso dice que una noche en que llevaba ya más de seis meses de juerga corrida y teniendo unas comprensiones poco menos que iluminativas de los libros que leía, dice que vio un  reportaje que acababan de hacerte en un periódico y vio que te habías puesto traje y corbata y que te habías cortado el pelo.
   Dice que en ese momento le dieron nauseas, se sintió mareado y que se cayó al suelo desmayado y que estuvo así no sabe cuántas horas y que al levantarse se sentía tremendamente débil y se fue al médico, que le dieron una inyección porque lo encontraron muy descompensado y que se volvió a la casa caminando por la rambla y que tenía ideas suicidas y que te odiaba, como si lo hubieras traicionado. Dice que estuvo tres días acusándote de traidor y de hijo de puta sin alma. Y que al fin salió de ese bucle mental no sabe cómo pero que de pronto comprendió que vos eras vos y él era él y los últimos años le parecieron como un túnel largo y oscuro por el que había estado atravesando y que ahora había vuelto a la luz. No sé cómo lo hice ni que click se hizo dentro de mí, Alejandra, me decía, pero de pronto comprendí que yo era yo, no sé decírtelo de otra manera. Me contó que antes de esa ocasión, muchas veces había tenido ganas de llamarme y proponerme iniciar una relación, pero que no se atrevió, y que le parecía que cuando habíamos dejado eras tú el que te empezabas a traicionar a ti mismo. Que cuando dejamos él no pensó que dejábamos sino que tú me dejabas y que al hacerlo perdías realmente mucho y que no te lo perdonó. Y que para subsanarlo muchas veces quería proponerme salir juntos y más cuando dejó a su mujer. El caso es que cuando se dio cuenta, como él dice, que él era él, dice que salió a pasear y que sentía que respiraba hondo por primera vez en la vida. Y sintió aún más amor por ti, pero que sintió también vergüenza de la locura en la que había estado inmerso todos estos años. Entonces decidió tirar todo a la basura y comenzar de cero otra vez, pero antes de hacerlo, cuando ya iba a empezar a  acomodar todo para tirarlo a la basura se dijo a sí mismo, “no, esto tiene que saberlo él, o al menos Alejandra, ellos tienen que saber lo loco que estuvo y cuanto los quise en secreto y cuanto me ayudaron sólo con existir”. Luego me preguntó si me parecía bien que te llamara y te lo contara, que ahora ya sabía que yo te lo contaría más tarde o más temprano y que eso lo hacía sentirse liberado pero que me parecía a mí. Yo le dije la verdad de lo que pensaba, que no necesitaba mostrarte todo eso, que eso era para él y que era su aventura, que muchas veces las personas que más nos ayudaron no lo saben y todo puede permanecer en secreto y que si quería yo algún día te lo contaría, pero que si no lo deseaba yo podría guardar el secreto eternamente.
  Él me dijo que hiciera lo que me diera la gana y yo supe que te lo contaría. Que esta historia aunque tarde también nos perteneció y aunque fuera en una suerte de semiconsciencia también la vivimos.   

lunes, 25 de febrero de 2013

Hechas la una para la otra. Héctor D'Alessandro


     Hechas la una para la otra.

La mañana en que llegué tarde al aborto de mi pareja, el médico, que era archiconocido en el Uruguay, Thevenet, me anunció al darme la mano, “creo que las has cagado, a esta nena la has perdido para siempre”. Y tenía razón, sólo que tardó ocho meses en anunciarme que no quería continuar la relación conmigo; el primer mes yo sufrí de verdad, luego todo se convirtió en una parodia del sufrimiento, yo era actor y actuaba en una obra de mierda de Franklin Rodriguez que por algun extraño motivo financiero Restuccia se prestaba a realizar nada menos que en la sala del Notariado. Rodriguez era un buen hombre que intentaba mejorar como persona y como escritor y Restuccia era una rata miserable que se arrastraba por dinero o por sus fantasmas interiores aderezados con alcohol. Durante un tiempo yo creí en la puta patraña de los “fantasmas interiores”; hay que entenderme, yo era muy joven y un lector ávido de Ernesto Sabato, en ese sentido, mi cultura era muy superior a la del gordo Restuccia. Yo continuaba en aquella obra de teatro solamente porque me había comprometido a hacerlo; mi papel dentro de la obra era secundario y altamente prescindible y mi novia estaba deprimida porque cuando anunció que se iba del grupo de teatro, el gordo cerdo la llamó y le pronosticó, sabiendo que ella era und depresiva, nada menos que un cáncer como premio por abandonar el Arte, imaginate, abandonarlo a él, eso no se hace.
  El caso es que en este contexto, una nena preciosa empieza a desplegar sus labores de seducción conmigo; yo no tenía un pene, yo tenía una antorcha encendida que necesitaba meter en remojo continuamente para ver de apagarla; y no lo pensé, además aquella nena me lo ponía fácil, ella sabía que yo tenía pareja y ella también tenía pareja, aceptaba la situación. Ella era de Pocitos y mi novia era de Carrasco, barrio contra barrio se disputaban mi antorcha; las diferencias entre ellas eran claras. La de Pocitos iba a un colegio católico donde aprendía mucha moral y la de Carrasco iba a un colegio ingles donde aprendía informática. El resultado final de su lucha quizás hablaría de mí.
 Mi niña católica empezó a seducirme con el “Canto a mí mismo”, lo leíste me preguntó con voz relamida y ese tono dulce que ponen las personas que quieren indicar que en ellos solo caben los buenos sentimientos.    
  Yo había leído el “canto”, claro, yo a los veinte años había leído todos los libros del mundo que valieran la pena, y algunos ya los había leído dos veces. De los veinte a los veintiséis me dedique a leer todos los libros de segundo orden de la historia literaria, filosófica, psicológica y científica universal. No obstante me dejaba recitar al oído aquel poema por mi niña; sus papás se habían ido a Europa durante un año y aún quedaban seis meses de paseos para que ella y yo utilizáramos la cama de sus papis. De modo que con toda comodidad me dediqué a mendigarle sexo a mi pareja oficial y a disfrutar por la noche con mi amante; mi pareja oficial no parecía darse cuenta de nada, además se creía mi cuento de “mejor me voy a casa de mis padres, así tienes margen para ti y no te sientes invadida” y todo este tipo de pensamientos espaciales. La verdad es que a casa de mis padres no me gustaba mucho ir porque mi padre estaba en una residencia de ancianos y mi madre estaba muriendo poco a poco de cáncer de hígado. Y a veces en plena noche había que salir corriendo para el hospital con ella a bordo de un taxi o de una ambulancia. Pero lo interesante de estar en su casa era que mi amante podía venir a verme allí y pasábamos la tarde juntos y por la noche nos íbamos a su casa. La muerte se había instalado en mi vida con relativa comodidad; campaba a sus anchas haciendo estragos. Empezó por un aborto en enero. Luego se estuvo mostrando en la continua agonía de mi madre y la agonía paralela de mi relación principal. Mi novia también tenía una madre con cáncer, sólo que la suya ya había muerto. Los iguales se atraen. Mi novia era un bodrio depresivo; algunas tardes yo me cuestionaba severamente el hecho de continuar con ella. La había conocido en las euforias de las fiestas del grupo teatral y bajo las luces deformantes del alcohol, pero una vez instalada en mi vida, era como una inyección de un narcótico plúmbeo. Todo en ella era tristeza, aburrimiento, depresión y escepticismo. Le gustaba hacerse la inteligente pronunciando frases sarcásticas que demostraran que ella estaba de vuelta de todo y le gustaba la inteligencia fría y los poetas deprimentes. Yo tenía ganas de decirle que aprovechara el aborto para escribir, pero me pareció demasiado fuerte; de alguna manera ella convocaba ese deseo de dañarla, el propio gordo Restuccia lo había hecho, le había hecho lo que ella consideraba un daño irreparable de orden emocional. Eso no significaba que fuera a hacer algo con aquel daño o que le fuera a dar una paliza al gordo ni nada, sólo que se tomaría un par de valiums y medio litro de vodka y dormiría dos días. Yo no sabía que estaba con una persona que vivía emocionalmente anestesiada hasta que una noche me desperté envuelto en un aroma de cloroformo y tras recorrer toda la casa pude determinar que ese olor venía de ella, de ella y de su cuerpo, las personas que no se sienten a sí mismas parecen emitir un aroma parecido al del alcohol, como si su propio cuerpo los anestesiara. Sentí asco. Y sentí que aquel tipo de vida, negando las emociones no me gustaba, pero no hice nada de momento.
  Su tía nos llevaba a pasear, íbamos al club de golf en limousine y todo tipo de cosas aburridas, durante la cuales ellas tomaban whisky y yo coca cola. Un día me entraron ganas de empezar a pegar gritos desesperados, era el momento de alejarme y ella como si me leyera el pensamiento me dijo que se iba unos diez días a Florianópolis, que si no me importaba: la verdad es que no me importaba. Me dejó la llave de su casa pero no la usé más que para ir yo solo algunas noches. Mi amante me miraba con odio y rencor, como si yo le negara algo muy importante que le debía. Yo no sentía que le debiera nada; no iba a llevarla a inspeccionar la intimidad de la otra por nada de este mundo. Jamás cometería tamaño error.
   Cuando mi amor volvió de Brasil muy bronceadita, vivimos una temporada muy agradable y cálida durante la cual hicimos el amor nuevamente enamorados. Yo me sentía todo el tiempo el olor de ambas en mi sexo y en todo mi cuerpo, no sé cómo se lo montaban ellas para no darse por enteradas. Yo me divertía mucho, la verdad, me sentía más enérgico y feliz que un fauno, la vida me estaba dando todo el placer de que es capaz y eso en una ciudad de suicidas como era Montevideo en esa época era demasiado y quizás más de lo que puede tolerar la ciudad.
   Mi novia me hacía regalos y mientras yo abría los paquetes ella me observaba minuciosamente, más para averiguar qué sentía ella por mí que para disfrutar con mis expresiones de placer y agradecimiento. Todo con ella se volvió mortecino y aburrido y dificultoso e intelectual, todo era objeto de análisis absurdos y previsibles hasta el hartazgo. En esos días yo me di cuenta que en el intelecto yo mantenía polémicas encendidas durante todo el día con Foucault y Raymond Aron, con Borges, con Norman Brown y Elías Canetti, y cuando miraba alrededor, a la tira pedos de mi novia o a mi madre y su puto cáncer y su prehistórico malhumor, me sentía frustrado, impotente y desesperado, y de resultas de esta combinación de emociones me quedaba literalmente mudo y sin saber qué decir ante situaciones bastante elementales.
   Un día me llamaron por teléfono y me dijeron que mi madre había muerto. Miré a mi novia y no supe qué decir. Ella, en el pasado, se había sentido relativamente aliviada cuando su madre murió, por no ver más el dolor y por no recibir más dolor procedente de su madre en forma de palabras ofensivas. La enfermedad es el colmo de la insolencia egoica; la gente enferma se cree con más derecho que antes a joderle la vida a todos a su alrededor.      
  El día que murió mi madre nos fuimos al cine mi novia y yo y al salir, mientras esperábamos un taxi, ella me dijo: “no, no vengas conmigo, no quiero que vengas a mi casa, no quiero que vengas hoy ni nunca más. Siento mucho —pero una suerte de sonrisa que nunca había visto hasta ese momento en sus labios me decía por el contrario que no lo sentía en lo más mínimo— decírtelo en estas circunstancias, pero no quiero seguir en esta relación”. Me lo tomé con bastante profesionalismo. Le dije que la entendía pero que ahora iba a ir con ella a buscar algunas ropas que tenía en su casa. Fuimos allá junte mi ropa y cuatro libros y antes de irme agarré su puto teléfono de porcelana y se lo reventé contra la pared, vengativo y rabioso, se asustó, creyó que a continuación le rompería toda la casa pero no, me alcanzaba con romper un objeto, como las mujeres que rompen platos. Me fui más enfadado conmigo mismo por no haber calculado que ella daría el golpe en ese momento que por otra cosa. Sufría en el fondo, y en la superficie, para qué lo voy a negar, pero la rabia me impedía ver bastantes cosas. Me fui a mi casa y me tumbé en un sofá y estuve allí llorando toda la noche, hasta que me cansé. Tenía bastantes motivos para llorar. Y al día siguiente iba a ir a ver a mi padre, algo deprimente también, puesto que estaba totalmente ido y no me conocía, estaba allí sentado delante suyo hablándole y me confundía con gente que yo ni siquiera conocía.
 Al amanecer apareció mi amante, preciosa, se zambulló en mi cama y pasamos el día juntos. Ella sí que me quería. Me contó que su novio la había dejado y se había ido a recorrer mundo en moto y que me odiaba bastante por haberle alejado de su lado. Por momentos parecía que yo sólo podía levantar oleadas de emociones fuertes respecto de mi persona. Mi hermosa amante estaba muy contenta en cierto modo de haberse liberado de su prometido porque según ella no iban a ningún lado ni tenían ningún futuro juntos y ahora se le había ocurrido como de repente que ella y yo deberíamos aprovechar estas circunstancias para irnos juntos una semana a su casa antes de que volvieran sus padres y que yo le dijera a mi novia que me iba de viaje.
   Cuando dijo eso, caí en la cuenta de que no le había puesto al tanto de mis novedades e inmediatamente el asesor loco que llevo dentro de mi cerebro me soltó un grito espeluznante, me dijo ¡no le digas nada! Y así lo hice. Nos fuimos  a su casa y desde una cabina fingí llamar a mi novia, que ahora era mi ex, para comunicarle que me iba de vacaciones.
  Pasamos juntos ocho días, ocho días maravillosos que fueron suficientes para entender que entre aquella chica y yo había un gran entendimiento sexual pero que ella necesitaba algún otro tipo de compañía que yo no podía brindarle, yo no podía estar pendiente de si ella estaba urgida de mimitos y caricias o chocolatitos, de que le besara sólo el lado izquierdo hasta que se le despertara el lado derecho, de prohibirle que coma pan y bebidas con gas; en fin, que aparte de haber leído el “Canto a mí mismo”, su mentalidad básicamente estaba poseída durante las restantes horas de la vida por una personalidad de gorda a dieta que se veía reforzada cada vez que nos cruzábamos con un espejo en cualquier esquina o vidriera de un comercio. ¿Tú qué dirías, que yo soy gorda o que estoy rellenita? Yo, a esa altura, pensaba que en realidad era una pesada, pero no le decía nada de eso, lo que le decía es que estaba buenísima y esto la dejaba contenta durante unos veinte minutos. De esta manera, tan agobiante me fui dando cuenta en aquellos días de que aquella chica y yo no teníamos nada que ver el uno con el otro y que muy pocos puntos en común nos reunían; no sólo eso, es que me resultaba tremendamente pesada, pero algo muy asqueroso dentro de mí me decía que me iba a quedar solo, y me lo decía así, sin anestesia, con unos tonos melodramáticos lastimeros que me quedaba solo como si se acabara el mundo para mí. Más que lástima sentí asco por mi propia persona, se ve que tanta muerte y tanto final me tenía medio atontado y no veía realmente la realidad, sólo aquellos aspectos repugnantes de mi experiencia, los aspectos más mortalistas, por decirlo de alguna manera. De modo que mi cabeza en esos días que pasamos juntos se dedicó al rastreo masivo de personas y mujeres con los que sustituir esta persona y esta situación absurdas.
   Cuando finalmente volvimos a la ciudad pasaron algunas cosas extrañas, yo la acompañé a su casa y en el momento de despedirnos, una despedida bastante burocrática de mi parte, como de bueno, ya nos veremos cuando me dé la gana, y luego me marché a la mía y estuve horas ante el escritorio mirando la máquina de escribir y los papeles que allí tenía y no lograba dar con mis propios pensamientos, no sabía ni qué pensaba ni qué podía llegar a pensar, andaba muy, muy perdido, mi madre hubiera dicho que estaba “en babia”. Y en babia me quedé hasta la noche. Momento en que me encontré con una angustia dolorosa que me atacaba en la boca del estómago y se distribuía por mi vientre como una suerte de animal etérico que entraba en mí cada noche para amargarme la vida durante varias horas, hasta que en la madrugada me despertaba llorando.
   Una noche, alguien daba golpecitos muy suaves en la puerta de mi casa y me asustó, me levanté y fui a preguntar quién era; mi sorpresa se convirtió rápidamente en desconcierto al oír a mi ex llamando con voz de pena. ¿Qué quería ésta, ahora? Con gesto de súplica y mirada de cordero apaleado me explicó que venía a pedirme un favor especial, que lo necesitaba pero que si yo se lo negaba lo entendería; necesitaba dormir conmigo para sentirse abrazada y querida. Yo le expliqué que no podía dormir con ella porque estaría toda la noche con una dolorosa erección y así resultó ser. En la mañana se levantó y se fue con la misma cara de aburrida pero con una sonrisa loca como si hubiera comprobado algo muy importante que no quería compartir conmigo.
   Esa mañana vino mi amante muy decidida y al encontrarme en un estado que no lograba entender me pregunto qué me pasaba, le conté que había estado con mi novia durmiendo y que por poco no nos encuentra juntos. Como ella no sabía nada de nuestra pasada ruptura supuse que le parecía de lo más normal. Dijo que bueno, que no pasaba nada, que podíamos tener sexo. Y lo tuvimos, me desquité de la noche anterior.
   Me dijo asimismo que faltaba poco para que volvieran sus padres y que debíamos aprovechar al máximo. Estuve de acuerdo con ella.
   Aprovechamos al máximo los últimos días de soledad y la noche previa a la llegada de sus padres me dijo que me los presentaría, que estaba muy contenta de estar conmigo. Entonces fue que en un arrebato de sinceridad o alguna otra estupidez por el estilo le dije que ya no estaba con mi novia.
  Se quedó desconcertada y sin saber qué hacer ni qué decir. Sonrió con una sonrisa estúpida y su rostro se quedó definitivamente desencajado.
   Al día siguiente vino a verme a mi casa y me comunicó que me dejaba. Que no quería estar conmigo. Que lo sentía mucho pero que no podía, que no sabía realmente porqué lo hacía pero no podía seguir conmigo.
   Yo pensé que la muerte volvía a visitarme, y era verdad, aquel año también murió finalmente mi padre, pero ahora me dejaba mi segunda chica, mi amante lectora de Withman y yo estaba como alelado de incomprensión.
   Recuerdo que me fui a caminar por las playa y miré el mar y respiré hondo y miré al cielo y reí, reí mucho por primera vez en el año y me dirán que parece mentira pero por primera vez en mucho tiempo me sentía libre auténticamente, libre de verdad de tanta mierda, de tanta mentira y de tanta estupidez.    
   Me fui para casa dispuesto a ponerme a escribir, por primera vez en mi vida en medio del caos general me entregaba con pasión a la escritura, algunos de los relatos que escribí en esos días se continuaron editando durante los siguientes veinticinco años o sea que yo realmente en esos tiempos había conectado co algo muy profundo de mi corazón y del núcleo de mi vida.
   Me puse a escribir y desaparecí del mundo para todos, me puse a escribir sobre la muerte, sobre el amor y sobre el I’Ching, sobre tantas cosas, sobre las casualidades, pero ninguno de esos temas eran realmente temas sino auténticas obsesiones. Cada tanto hacia un alto en mi escritura y miraba a mis esquemas pegados en papeles y cartulinas en la pared y pensaba qué me depararía el futuro, miraba las fotos de mis ex que se me había dado por poner en la pared y observarlas para determinar de alguna manera que me había unido con ellas. Y un día pasó algo extraordinario: vino a verme mi ex y a mí me dio la risa, pensé que venía de nuevo a ver si podía dormir conmigo y en cambio vino a decirme que se había enterado de que yo era un cabrón, que se había enterado que durante los últimos seis meses de relación yo la había compartido con otra chica. ¿Qué tenía que decirle acerca de eso?
  Nada, respondí, estoy cansado de todo eso, y ahora estoy escribiendo. Y cuando escribo nadie más puede entrar a joderme la vida porque ahora sí estoy conectado a lo más hondo de mí y allí no hay jueguitos posibles, así que le pedía que me dejara en paz y que en el futuro con calma si quería hablaríamos. Se puso furiosa, pero era más depresiva que otra cosa y se marchó tragándose su mierda de estados de ánimo.
   La ví que se alejaba y entonces tuve claro que sólo podía estar con una si estaba con la otra, que disuelta una relación, la otra se desharía por sí misma, cada una cumplía un papel complementario en su vida más que en la mía. Porque en la mía había habido dos mujeres a las que amé de diferentes maneras; en las suyas, la una era la novia oficial y la otra la amante y en cierto modo eran complementarias, no podían estar la una sin la otra. Habían sido creadas la una para la otra.  

Busco novia que me deje. Héctor D'Alessandro


Busco novia que me deje.

Yo siempre me buscaba novias que acabaran dejándome; las prefería de este modo porque así me ahorraba los malos tragos del momento de la ruptura. No me gustan las cosas para siempre; y el caso es que desarrollé un extraordinario sexto sentido para captar a aquellas mujeres locas por tener una relación que en algún momento acabara; y de entre esta clase de mujeres me llamó mucho la atención unas en concreto —sólo conocí a dos— que desarrollaban un método extraño para que concluir, y ese método consistía en que veían mal todo lo que yo hacía, hablaban mal de mí con sus amistades durante toda la relación y en términos generales percibían elementos en mi personalidad que hacía imposible la relación e imposible el soportarme y con un tono tomado de las películas me anunciaban aquello que yo deseaba escuchar: “Mira, yo veo que contigo no tenemos un futuro”.
 A veces yo no podía evitar dar rienda suelta a mi alegría interior antes tamañas profecías y decía cosas como “bueno, al menos tenemos un pasado”. Yo creía que decía estas cosas tan desagradables en un momento al azar pero no, el inconsciente humano posee una sabiduría ancestral que funciona de un modo automático y muy preciso. Cuando yo soltaba algo del tamaño de “al menos tenemos un pasado” o “siempre me pregunto si alguna vez hemos tenido algo”, se desataba un mecanismo preciso en un momento preciso que yo pude observar sólo luego con la perspectiva temporal. Ese mecanismo que se desataba funcionaba más o menos así: la chica se había atrevido al fin a plantear aquello tan dificultoso de decir que es ¿tenemos un futuro? Llegar a pronunciar esas palabras a todas luces le había costado un esfuerzo emocional titánico y muchas noches de insomnio; en ese momento ella lo que deseaba es que yo intentara argumentar o luchar para demostrar que sí lo teníamos y sólo con el objeto de negarme toda posibilidad de futuro, con el objeto de negar cada una de mis argumentaciones, razonamientos y visiones. Yo le ahorraba el trabajo y le infería gratuitamente un daño adicional, negaba, puesto a trabajar, todo nuestro pasado. Es insoportable estar con alguien que te está anunciando todos los días con el tono de voz amenazador de alguien que te pone la pistola en la sien; pero más insoportable es que te nieguen todo lo vivido porque niega que hayas sentido y en cierto modo y en ciertos grupos esto es más o menos como negarte tu carácter humano, un carácter muy preciado en según qué lugares y ambientes. Digamos que la jugada de este ajedrez emocional al que jugábamos consistía en que le otra persona intentaba ponerme a justificar mi futuro y yo la ponía en la situación más irritante de tener que justificar su pasado; como si ellas se propusieran lograr que yo hubiera estado enamorado de ellas en el pasado. Ponía yo, además, un sonrisita cabrona del tipo “no lograrás cambiar el pasado”. Se puede afirmar que éramos dos enfermos en esa relación: ella me negaba la posibilidad de alcanzar cierto nivel que ella arbitrariamente determinaba y yo no sólo pasaba de ese nivel sino que negaba toda experiencia pasada, negaba sus emociones a tal grado que ella se pronunciaba en frases de este tipo: “Estás negando lo que sentimos”. Y ahí, notoriamente, me incluía en una asociación idílica. Ellas no me aceptaban tal y como era y yo las negaba de plano.
 El resultado de todo esto era que ellas, de cazador pasaban a convertirse en cazadas, como si toda la aceleración que traían para hacerme daño diciéndome que yo no estaba a la altura d sus promisorio futuro las continuara impulsando para seguir por un camino de justificación y búsqueda de razones que venía a decir “nosotros sí tuvimos un pasado”. Ya continuación comenzaban a intentar convencerme con nuevas experiencias de que sí teníamos elementos armónicos comunes; se entregaban a la creación de nuevo pasado positivo, y yo las dejaba crearlo intentando no resultar muy expresivo ni convincente en mi participación. Ellas creaban pasado de modo compulsivo y yo básicamente no creaba nada, que es lo que suele hacerse cuando uno está contemplando el momento presente; yo no acumulaba karma. Bueno, esto del karma es una broma de mal gusto a costa de mi propia vida emocional, claro que lo acumulaba, mi vida era una mierda; pero yo no me especializaba en herir a mi compañera porque sustancialmente acepto a las personas. Todo era en realidad una puta manipulación, pero yo no sabía cómo salirme del juego. Yo sé que ellas a mí me querían, me adoraban y sobre todo me admiraban y sé asimismo también que algo compulsivo dentro de ellas conspiraba contra mí a pesar de ellas mismas, algo dentro de ellas quería verme destronado, fracasado, hundido, amedrentado, sucio, ilegal, con algo escondido, humillado, despreciado. En resumen: ellas querían demostrar que yo no valía la pena. Y al conocerlas, detrás del labio fruncido seductor, de modo inmediato vi eso, como un cartel escrito en la frente y algo en mí muy adictivo tuvo una erección y sintió que se lo iba a pasar bien con estas chicas y decidió que valía la pena pagar el precio de la entrada porque prometían momentos de  gloria, puede que tardaran más o menos en demostrarse a sí mismas que yo era una mierda pero mientras lo lograban yo disfrutaría de sus compañías respectivas; dependía de mí y de mi capacidad de dosificar la entrega de mis virtudes ocultas. A cada nueva virtud secreta, ellas tendrían un nuevo enemigo a derrotar, un nuevo farsante por desenmascarar. “Este hombre no puede ser tan bueno, algo oculto tiene, yo demostraré que no vale nada”. Esas parecían sus consignas. En algunas ocasiones a mí me alcanzaba con fingir ocultar algo para que ellas picaran. El tamaño de su deseo por demostrar que el mundo es malo y la gente peor era tal que sospechaban en mí todo tipo de bondades a derrotar naciendo y multiplicándose en mí como las cabezas de la hidra.   
   Una de ellas se había inventado una suerte de complejo psíquico por el cual no podía estar con ningún hombre; no sé si porque competían con su insuperable padre o no, pero el caso era que había que escuchar cátedra a diario sobre las virtudes de su padre. Un tipo autoritario y gritón que pretendía usar su tiempo de vida para hacer triunfar los valores de la iglesia católica en unión de unas concepciones más bien animales sobre el sexo reproductivo y ya que estamos con la metáfora animal podríamos decir que propugnaba un cierto pastoreo perenne de los mismos animales durante toda una vida juntos. Un tipo que sufría además por sus hijas y por su mujer, o sea, alguien que siente lo que los otros y nunca sabes que siente él mismo. Mi novia hablaba pestes de este hombre, a quien consideraba muy retrógrado, y decía que por eso ella propugnaba la unión libre, que nunca crearía un esperpento de familia como la de su padre. Esta era la parte que a mí me convenía, luego venía la parte de la argumentación fuerte, que era cuando decía que debido a que se había jurado a sí misma no unirse con nadie, no podría hacerlo para siempre conmigo tampoco. Y finalmente venía la parte totalmente compulsiva: el momento en que empezaba a encontrarme todo tipo de defectos que me hacía repugnante a los ojos de su dios anti matrimonial y para encontrarme defectos comparaba mis actos con los actos intachables moralmente de su padre, a pesar de que el pobre, según ella, viviera en el error.
   Este era el momento en que mis risas se debatían con los asaltos interiores de mi propia rabia ante el visionado de tanta estupidez. Pero la ficción me volvía idiota a mí también. No podía decirle lo que realmente pensaba porque entones ipso facto me declararía fuera de todo tipo de relación ella. Y yo quería prolongar aquello todo lo que pudiera aguantar. Como se puede apreciar, era claramente un tipo de relación bastante tortuosa puesto que se quiere en ella lo que no se quiere y se detesta aquello que se quiere.
   Quizás yo fuera un tipo bastante obtuso o sólo demasiado joven, el caso es que no podía pasar del odio al amor con tanta facilidad y si alguien me hablaba durante horas y horas del auténtico desastre que era otra persona, aunque fuera su padre, yo no lograba hacer ese viraje del cambio de opinión con tanta facilidad. Yo tenía libertad de juicio para juzgar a mi familia y posicionarme en un extremo o en otro y moverme o no; pero no lograba comprender a mi novia cuando luego de quejarse toda una tarde sobre lo mal que lo pasaba emocionalmente cada vez que tenía un encuentro nocivo con su padre soltaba muy suelta de cuerpo que esa noche iríamos a cenar con aquel hombre tóxico. Mi cara de pasmo y asombro se debía poder contemplar con extremada claridad porque me decían de inmediato cosas como “no me pongas esa cara de pasmado, es mi padre”. Íbamos entonces a cenar con el mentado señor y yo lo pasaba fatal, con retortijones en el estómago; quizás en cierto modo yo era un abanderado de aquella frase absurda que dice “lo enemigos de mis amigos son mis enemigos”. Me lo tomaba muy a pecho; aunque también había cierto resquemor de competencia, en el fondo aquellos señores, padres de mis amadas, eran el amor de su vida, el hombre más admirable, etc, y claro, yo no soportaba la competencia. Y ellas lo sabían con lo cual se tomaban venganza de mi borrado general de nuestro pasado en común haciéndome aguantar a aquellos tipos execrables que yo jamás habría escogido como amigos por propia voluntad.
   Debo reconocer a esta altura que de entre las chicas que siempre escogí para que me dejaran, estas dos fueron las que emocionalmente más caro me lo hicieron pagar, una incluso llego a poner la foto de su papá en nuestro dormitorio, no la foto de sus padres, no, la foto de su padre mirándonos fijamente mientras teníamos relaciones sexuales. Recuerdo que llegué a casa y entré a la habitación que teníamos decorada con muy buen gusto y desde un ángulo, en concreto desde el ángulo de la sabiduría, según el feng shui, nos observaba aquel caballero catalán con una cara de orto insoportable. Aquello me desbordó por completo, ella reía con una risa loca y cantarina, me estaba poniendo a prueba y era consciente de ello. El caso es que tras los tres primeros tragos de veneno que tuve que pasar logre componer mi rostro y mentalmente me imaginé algo imposible, imaginé que aquel hombre repugnante participaba en una orgía con nosotros, que me daba por el culo a mí y a su hija; y en medio de nuestra actividad, ella se percató de que algo iba muy mal según sus predicciones porque de pronto paró toda intensa sesión de sexo y me dijo ¿Qué estás haciendo? Yo me hice el pelotudo y le dije: “sexo”. Y ella: “no, mentalmente qué estás haciendo”. Y yo: “te tengo a ti incrustada en cada una de mis neuronas”. Y ella: “no, hijo de puta, no, tú estás haciendo alguna cosa con tu puta mente de pervertido que me está haciendo sentir fatal”. Entonces llegó mi momento: “quizás, sea, cariñito mío, que al haber puesto el retrato de tu amado padre allí te perturba de alguna manera”. Me dio un tortazo y me repitió que era un hijo de puta. La hipocresía funciona así, suele ser proyectiva. La gente está todo el tiempo haciéndose cosa y negando hacer cosas; sólo pueden ver lo que los otros supuestamente les hacen.
   Entonces yo decidí que ya estaba bien, que yo me iba a correr dentro suyo, porque me lo merecía y que ella iba a llegar al colmo del asco. Como ella estaba sentada expectante al borde de la cama a ver cómo continuaba la cosa, yo me levanté y me dirigí al ropero y saqué un paquetito pequeño que traía en un bolsillo —ese día me había regalado unos gemelos en la oficina— y los llevé a mi mesa de noche, los coloqué dentro del cajón. El movimiento fue demasiado intenso para ella; quizás la estaba cagando justo un día en que yo le traía un anillo de oro, quién sabe. Todo esto me daba asco profundo asco en el fondo y nuestro comportamiento me parecía el propio de los perros luchando por un hueso seco; disfrutaba sin embargo de antemano sólo de imaginar el chasco que se iba a llevar y la profunda y destructiva rabia que se le iba a instalar en medio de su delicado estómago. Me dí la vuelta y empecé a mirar hacia la ventana mientras con la mano acariciaba su espalda a modo de señal de acercamiento.
   Se levantó y se dirigió al cuadro, gimió un poquito en el camino, descolgó el retrato y lo sacó de la habitación, lo llevó a su estudio y una vez allí incluso lo guardó dentro de un cajón de su escritorio. Pasó por la cocina a buscar un vaso de agua, volvió a la habitación muy despacio y lentamente, se acercó a la cama, se acercó a mí por detrás y me abrazó, pronunció un “discúlpame” y se quedó allí aferrada. Lástima, pensé, que yo sea en el fondo tan flojo, me corrió una lágrima por la mejilla, ella entonces empezó a chupármela con intensidad y golosa pasión; creo que en ese momento me estaba convirtiendo en su imaginación en un macho, su macho alfa, o algo así. Si yo fuera un perro en ese momento, una vez expulsado el retrato del antiguo jefe de manada, debería haber meado todo el límite de la habitación, para que no entrara de nuevo esa nociva energía adversa. Recuerdo que en ese momento pensé que aquel acto de afirmación, marcaje de límites, dominio y sumisión, me aseguraba un año más de relación; pero se ve que calculé mal o el precio que ella exigía era alto porque sólo duró ocho meses más. Era agotadora, requería continuas reafirmaciones simbólicas de que yo estaba a la altura y de que había futuro para nosotros. El final sobrevino e manera inesperada pero no por ello menos “kármica”, digamos.     
   Su padre murió y el día del entierro aquel hombre subió miles de puntos en las cotizaciones emocionales; en medio de la orgía devota, recuerdo que ví entrar en la sala del velatorio al que sería mi relevo, y lo supe, supe que aquel tipo vestido como un dandi, con aire insolente, adinerado, fresco, intenso y al mismo tiempo salvajemente sexual me iba a sustituir en el corazón de mi insaciable amada. Supe por un momento que hacía tres años, a mí también se me veía de aquel modo y al pensar lo decaído que estaba en ese momento, brilló en mi cerebro un destello demoniaco, una luz que me mostraba el futuro de aquel desgraciado. Me sentí aliviado y tranquilo; ella se puso muy inquieta, movía el culo en el asiento, a mí me recordaba a las hembras de papión ofertando el trasero al nuevo macho dentro de la manada y en cierto modo me excitó sexualmente. Cuando sentí mi erección, ví que mi amada me miraba con reproche y yo miré al ataúd y pensé “que te den”. Por primera vez en mi vida mi aguja sensoria estaba funcionando como un indicador de presión e indicaba el fin y a la vez el momento de arrancar de nuevo. Mi amada me pidió que la acompañara al lavabo, fuimos y allí me hizo el amor con pasión desmesurada, yo no sabía si la excitaba más el contexto que aquel nuevo hombre, pero la verdad es que me dejé usar, estaba empezando a sentirme libre. No tenía que realizar ningún enroque ni ninguna figura extraña del mundo emocional; no tenía que hacer nada. Y durante el trayecto hacia el cementerio una sonrisa comenzó a dibujarse en mis labios.
  Ante la tumba de mi suegro, la hermana pequeña de mi amada me miraba con una sonrisa de complicidad, no sabía yo qué disfrutes internos estaba experimentando aquella niña pero seguro que eran de algún orden emocional complejo. Se acercó a mí y me agarró del brazo libre y me acariciaba la mano. Mi amada la miraba con cariño y aceptación; probablemente era la única mujer que permitía acercar. El dandi nos observaba desde lejos, inquieto y con una curiosidad ansiosa, pude leer en su mirada la envidia por mi suerte entre aquellas dos mujeres.
 Mi cuñadita se acercó a mi oído y me dijo “gracias por ser tan buena persona”. No sabía si decirle “de nada”; entonces la besé en la mejilla. Mi amor se soltó de mi brazo para ir a saludar al dandi amigo suyo de toda la vida, y su manera de soltarse acabó de confirmarme que nuestro fin se acercaba; que un día cualquiera de aquellos ella pronunciaría al fin las dichosas palabras que comienzan con la fórmula “tengo algo que decirte”.
   Y si bien, para esa ocasión yo ya sabía qué tenía que hacer: explorar las posibilidades de extender el plazo para el final si asomaba cualquier posibilidad, o fingir estar totalmente de acuerdo en concluir ahora mismo, con el objetivo real de estirar la relación; generalmente las mujeres de mi vida cuando me muestro de acuerdo en terminar ahora, entran en lucha y me dicen cosas como “Pero, ¿cómo? ¿Y te lo tomas así de fácil? Ya está, ¿no hay más nada que decir? ¿No tienes ningún interés en arreglarlo o en luchar por nuestra relación?” Y cuando ven que la respuesta es un “no” absolutamente aséptico, una de dos: se tumban en el sofá o en la cama, lo que tengan más a mano y se ponen quejumbrosas, y luego de un rato de lloriqueo pasan al ataque con intensidad. Si les pasa por la mente la sombra de la sospecha de que tengo otra, se lanzan a fondo y redoblan la apuesta, duramos un año más, como mínimo. Ahora si yo me pongo humanista pegajoso del tipo “cariño, yo te veo tan triste conmigo y tan mal que realmente prefiero que lo dejemos para ver si nos aclaramos y descubrimos realmente que nos pasa, etc” Estas memeces tienen mucho éxito social porque son emocionalmente mentiras descaradas y entonces ellas se ponen dulces y me dejan ir en calma.
  Pero esa calma sólo procede de una mujer que auténticamente quiera sentirse y pensarse la relación, eso también debo decirlo, de una esquiciada que me tiene sometido, como me sucedió en dos ocasiones, a una competencia desleal con una imagen que ella tiene dentro de su mente del hombre ideal no hay manera, sólo manipulación y la manipulación mientras no cansa aporta intensidad. Y si ido esto es porque aquella tarde en aquel cementerio vi que se acercaba el fin para mí en ese tipo de relaciones, porque el cansancio que sentía en el cuerpo y en el corazón eran inhumanos además de demoledores. De pronto cobré conciencia de que mi novia chica se iba a ir con aquel dandi y que la posibilidad de mostrarme físicamente por quién me había cambiado era para ella un premio muy muy grande como para despreciarlo. Eso era lo que me la estaba quitando de encima realmente y para siempre mientras yo reconociera que aquel hombre valía más que yo; por eso, aunque su hermanita veinte años menor que yo me condujo de la mano hacia un sector del cementerio donde empezó a besarme yo por primera vez en mi vida vi a la mano la venganza absoluta y la garantía total de que le iba a joder el pastel como nunca antes nadie se lo había hecho, rompiéndole su familia, puesto que después de aquel sacrilegio, de pronto, me di cuenta que si iniciaba algo con aquella nena, aquella familia se rompía por algún punto que abriría una grieta definitiva y aun así  no quise manipular, me controlé y al hacerlo sentí que por primera vez en mi vida me visitaba algo parecido a la sabiduría.

domingo, 24 de febrero de 2013

La chica más hermosa de la ciudad. Héctor D'Alessandro

La chica más hermosa de la ciudad.
En las familias donde hay competencia entre hermanos —y ¿en cuál no la hay?— cuando un hermano o hermana asume toda la culpa y el autocastigo de la familia, fracasa vitalmente y en muchos casos muere como para demostrar el acierto de su desastroso camino; es una metáfora de la familia; por el contrario, a veces surgen hermanos o hermanas que se rebelan y su sola existencia se parece a un dedo acusador que señala con insistencia al resto, estos han nacido para afirmarse y para vivir; la línea que separa a unos de otros es tan delgada que a veces se juntan, unos y otros, creyendo que pertenecen a la misma clase de personas; al final, todo es fracaso, es decir: éxito.
 Yo fui amigo de la chica más hermosa de la ciudad: Anna Trilesinski. Una judía, argentino-uruguaya hija de emigrados polacos. Segunda de tres hermanos, “la del medio”, quizás por eso no sabía a ciencia cierta quién era, se buscaba en medio de una enorme confusión. Había traicionado a su familia de múltiples maneras; para empezar: no se había casado con un chico judío, y según sus propias palabras “se pasaba por el forro” todo el tema de la religión; se había casado para horror de su madre con un músico bohemio que se pasaba borracho o drogado y fingiendo buscar a una musa que realmente no lo había visitado casi nunca. Al fin, en cierto modo, le dio la razón a su madre, su padre se había adaptado a la idea de que estuviera con un no judío, se la dio divorciándose y no volviendo a hablar nunca más de aquel hombre; ella era de una manera que no habló nunca más del hombre que le hizo daño; cuando lo mencionabas por casualidad o porque alguien lo había visto en un bar en una sala de teatro en una calle, ella miraba hacia otro lado y cambiaba de tema o continuaba hablando de lo que fuera que estuviera hablando. A mí me gustaba mucho el carácter de Anna, ella era alegre según me parecía a mí, y tenía un gran empuje, y además tenía una cualidad que yo andaba investigando y era la siguiente: era una mujer tremendamente seductora que cada día se llevaba un hombre a su casa, no un hombre cualquiera sino hombres impresionantemente guapos y elegantes y jóvenes y ella literalmente se los pasaba por la piedra, y ellos caían como pajaritos; esto era algo muy impresionante porque mi amiga Anna, por mucho que yo la quisiera —y parte de mi amor está aquí presente en estas líneas que ella un día me pidió que yo escribiera— no dejaba de ser fea; a mí, que conste, no me gusta calificar de este modo a la gente, feo o bello, pero es que ella era fea, feaza, horripilante sin remisión, la mujer más espantosa de la tierra, un asco vomitivo una persona que daba asco repulsión y a veces si te la encontrabas de repente y de frente te llegaba a asustar si era la primera vez que la veías y a sobresaltar y a asombrar si ya la conocías, porque era espantosa, espantosamente fea. Eso es objetivo. Nadie podrá negarme jamás, no que eso sea real, yo sé que está mal decirlo, y sé que no valoro a la gente según esos criterios, y sé también que en aquella época, yo tenía un poco más de veinte años de edad y quizás ese era mi modo de valorarla, pero todas las personas que yo conocía y que a su vez la conocían, coincidían en usar el mismo calificativo para referirse a ella. Fea. Por eso aún esta historia es el intento vano, muy vano de recoger una sustancia evanescente y sutil que por suerte y quizás gracias a un dios benévolo aureola nuestra vida. Y es que Anna, para mí, era bellísima, con una belleza que emanaba de ella, de su persona, de su risa, de su sonrisa, de sus alegrías, de sus enfados, de su tono de voz canchero y agresivo a la vez, de sus tonitos de voz caprichoso. De toda ella emanaba una belleza inhumana, quizás divina pero en todos los casos cautivadora. Eso era lo que llevaba aquellos hombres tan bellos a su cama. Hombres que al día siguiente como si quisieran justificar el haber tenido una pesadilla, confesaban a quien quisiera oírlos: “Uf! Chicos, no saben a quién me tuve que coger anoche.” Luego agregaban “es que estaba muy borracho”.
  Los padres judíos de Anna eran unos industriales de la confección que además eran comunistas, una combinación nada inusual en el Rio de la Plata culto y altamente político. Muchos judíos se fueron de Europa perseguidos por su raza y por sus ideas políticas y luego se mantenían en sus trece aunque hubieran cambiado de situación económica, además en Uruguay se aseguraban que la policía política del partido impartiera orden en su fábrica, en cambio un sindicato anarquista podría haberle roto las máquinas; pero aunque pudiera pensarse que esa era la explicación real de su opción, no había que descartar un cierto idealismo a lo Tolstoi presente en muchas familias criollas o de reciente acriollamiento; nuestro humanismo es un cristianismo; si mi hermano está sufriendo, yo no puedo quedarme cruzado de brazos. Fuera por lo que fuera, conformaban una familia de lo más original y Anna adoraba a su padre y por la propiedad transitiva aplicada a las emociones me adoraba a mí, dado que ambos cumplíamos años el mismo día. Tenía nacionalidad de ambos países para poder cambiar en caso de crisis económica, si convenía fabricar de un lado del río se fabricaba en aquel lado, si había que cambiar se cambiaba. Sus hermanos varones, en cambio, eran muy judíos, muy integrados en la colectividad y acataban todas las normas sociales de recibo. Se habían casado con muy buenos partidos judías de la colectividad y miraban a su hermana con una mirada mezcla de desprecio, incomprensión y paternalismo. Ambos eran médicos y ambos tenían farmacia, uno de ellos le dio trabajo en su farmacia; Anna no había estudiado. Desde siempre había querido ser actriz, y llegaría a serlo y muy sonada.
  Cuando acabó la dictadura de modo formal, aún continuó varios años un cierto fascismo ambiental y ciertos desmanes en el trato entre las personas y a veces también de parte de los policías y los militares. Mis padres habían muerto y el crápula de mi hermano, junto con su esposa y su suegro me habían amenazado con hacerme matar para quedarse la casa de mis padres o bien meterme un paquete de cocaína en mi habitación y hacerme detener. De ese modo se aseguraban de que me caerían muchos años en la cárcel; esa amenaza en el Uruguay color rata fascista de los años ochenta no era sólo una amenaza de unos locos muertos de hambre, era una realidad posible de un infierno que me tenían preparado; casi cada día pasaban cosas así en el Uruguay color de rata; mi hermano y su familia tenían muchos amigos dentro de la policía y de verdad que podían joderme. Justo en esa época fue que conocí a Anna y empecé a frecuentar su casa; ella me dio una llave de la misma y también se encargó de divulgar a diestra y siniestra la amenaza que pendía sobre mi cabeza con el objetivo de que si me pasaba algo, el mayor número de gente estaría avisada de esa amenaza proferida contra mí.
Yo iba a dormir a su casa por la noche, ella empezaba en la farmacia de su hermano a las diez y salía a las seis, yo me tumbaba en su cama y miraba las cuatro paredes azul celeste de su cuarto y leía a Borges y a Lawrence Durrell y sentía depresión y muchas veces un miedo en la boca del estómago y en el ojo del culo que me subía por la espalda como una oleada de frío. En la pared de su habitación había enmarcado un nombre de una chica escrito y un teléfono. Macarena. A fuerza de mirarlo, memoricé aquel número, y le pregunté más de una vez a Anna quién era esa tal Macarena; ella me decía “a tí te gustaría conocerla, un día te la presentaré”. Anna pertenecía al mismo club de hermanos menores indignados contra la crueldad extrema de los hermanos mayores. De ellos decía: “Son unos nenes bien, la mar de hijos de puta. Unos putos mediocres de mierda”. Yo no decía nada.
  Las noches que Anna tenía libre salíamos juntas a emborracharnos; hubo una noche en que se caía y se arrastraba de tal manera por el suelo del pedo que había agarrado que la tuve que llevar en taxi a la casa temprano. En el taxi empezó a meterme mano por todos lados y a intentar besarme; yo la rechazaba con suavidad, pero al llegar a la casa me empujó de tal manera sobre la cama y con tal gesto de furia y con una cara demoniaca que puso que solo le faltaba meterse la llave de la casa en la boca y tragársela para acabar de asustarme. Me marché, a mitad de camino me alcanzó por la calle y me saltó encima; forcejeaba con ella a horcajadas, ella aprovechaba que yo como hombre no podía usar mi fuerza a fondo y menos aún en medio de la calle, sólo faltaba encima que viniera un típico vengador uruguayo a gritarme “¡maricón de mierda metete conmigo si sos hombre!” y me rompiera efectivamente la cara. Así fuimos caminando un buen trecho, hasta que no pude más y me eche a correr y no paré hasta llegar a mi casa; para enterarme ya desde la esquina que Anna estaba allí en la puerta de mi casa, pateando la puerta y las ventanas y gritando a diestra y siniestra, salí de ahí maricón, suéltenlo asesinos, hijos de puta, ya sé que amenazaron de muerte a mi amigo con sus mierda de amigos milicos. ¡Hijos de puta! Algunos vecinos se asomaban y yo en el fondo de mi corazón le agradecía a Anna, la chica más fea de Montevideo, que publicando a diestro y siniestro el secreto, me pusiera a salvo.
 Cuando me vio se acercó corriendo y me dijo “perdoname, estoy del cráneo pero yo no quiero hacerte daño, perdoname”.
  Esa noche dormí en mi casa seguro y casi podía sentir el calor que despedían las mejillas de los crápulas de mis parientes.
  Luego, un día, mi hermano murió de cáncer y yo pensé esas cosas de mirá vos tanta amenaza y cómo acaban, pero en el fondo estaba triste y desconcertado y asustado porque mi hermano después de todo era muy joven y eso me acercaba la muerte de una manera que no había imaginado.
 Pasaron un par de años y me fui de Uruguay “para siempre”; Anna justo estaba en Buenos Aires y no la vi, pero ella me llamó a casa de Macarena, al fin un día me había presentado a la chica del teléfono anotado en la pared y esa sí que fue una relación hermosa que me devolvió a la vida y a las ganas de vivir y al valor y a la fuerza y al entusiasmo. Eso, hasta que me fui. Me fui a España, a Barcelona. Y durante muchos años no supe nada de Anna, hasta que un día, cuando empecé a convertirme en un usuario de internet y aún antes de que se crearan las redes sociales, la ubiqué a través de google, así me enteré de que al año siguiente a marcharme yo había hecho una obra de teatro que se llamó “La chica más guapa de la ciudad”, basada en un relato de Bukowski; un crítico de garra exigente la elogió hasta el hartazgo, un tal Arias, creo. Eso era un éxito a todas luces. Me puse muy contento porque me di cuenta de que mi amiga había triunfado; lo que no supe hasta más tarde fue que aquel éxito la hizo profundizar el camino de vida nocturna de alcohol y drogas por el que ya transitaba; supe que hacía un programa de tele o una especie de obra de teatro que se llamaba “A la cama con Anna”, que ese adefesio de obra o programa era una parodia de un programa análogo de una gran vedette argentina muy bella. Eso me hizo pensar que realmente Anna había roto todos los moldes y había ido mucho más allá de sí misma y de su condición; ahora era realmente la más guapa del universo para mí.
  Fue entonces que le escribí un mail a Macarena para contarle lo que había averiguado y ella se encargó de echarme un balde de agua fría por encima; Anna había sufrido un derrame cerebral muy peligroso a raíz del cual le habían puesto una suerte de tubo en el cerebro y como no tenía dinero se había ido a vivir a Israel para acogerse a los beneficios sanitarios de aquel estado.
 Comencé entonces la búsqueda de Anna en Israel, yo soy muy bueno buscando gente, la encuentro rápido. Y en cuestión de horas tenía un teléfono al cual llamé, me atendió una voz gargajeante con acento hebreo, mi amiga Anna, que al oír mi voz comenzó a chillar de alegría y a emocionarse, para empezar luego a contarme una historia espeluznante e increíble en ella. Se había casado con un tipo para ayudarlo a emigrar a Israel, trabajaba fregando suelos, y ahora ese tipo la escupía a diario y le decía que era fea, un asco, una cosa repugnante y le pegaba pellizcones y patadas y le retorcía el brazo y le recordaba todo el tiempo que era un asco. Fue entonces que le dije que lo denunciara y se divorciara y ella me dijo algo asombroso: “no puedo hacerle eso, le jodo la vida, lo expulsan de Israel y pierde el derecho a la nacionalidad”. Eso era una persona con la autoestima por el suelo, yo lo había conocido en España y sabía qué era eso. Le grité por teléfono, lo anime a marcharse, a irse a liberarse, no, era como el pajarito kafkiano que no quiere salir de la jaula. Fue entonces que le dije: “¿y tu familia no puede ayudarte?” y ella respondió una respuesta aún más absurda: “yo estoy aquí no solo para tratarme del caño que me instalaron en el cerebro sino porque me traje cuatro millones de dólares de mis hermanos, cuando el corralito, que están en una cuenta a mi nombre aquí en Israel”.
  Yo, al otro lado de la línea, sentí que el corazón brincaba dentro de mí: “Entonces estás salvada, agarrá unos cuantos miles y te venís a vivir a Europa tranquila y rehacés tu vida”.
   “No, respondió, si les robo algo a mis hermanos, me mandan pegar un tiro. Fue lo primero que me dijeron cuando me pidieron que les hiciera este favor”.
   Entonces, no pude más, le grité: “Anna, no seas pelotuda, habla con ellos, lo van a entender, qué les va a hacer cien mil dólares y vos haces tu vida tranquila”.
  “No”.
 Su “no” era un “no” tozudo y mortecino e incomprensible.
  Agregó: “otro día te llamo cuando no me puedan oír la conversación y hablamos largo y tendido”.
  Esa promesa me animó, yo pensé, bien, tiene un plan, lo que me decía era para que ese marido que tiene la oyera, pero debe estar planeando algo.
   Los hermanos pequeños siempre nos tomamos la vida como si esta fuera un juego porque en cierto modo eso es lo que ha sido para nosotros, siempre había que disculpar nuestros errores o despistes porque en realidad estábamos jugando y ese es nuestro derecho divino y nuestra carta de naturaleza. Eso pensaba yo, porque yo pensaba que pertenecíamos al mismo club de los pequeños juguetones.
   Días más tarde me llamó para contarme llorando todo su drama otra vez, y así continuó haciéndolo durante semanas, parecía que estaba hipnotizada o borracha de su propio dolor y autoconmiseración. “Pobrecita de mí, parecía decir, no tengo salida”. Y ella me decía, la única salida que me queda es irme contigo, a España, y nos lo pasamos bien, ahí trabajaré de lo que haga falta y saldremos adelante. Y yo le respondía, yo no necesito salir delante de nada y vos tampoco, y aquí no tenés que venir a sacrificarte trabajando de nada. Lo que tenés que hacer es hablar con tu familia y que te dejen agarrar parte del dinero que tienen ahí escondido en tu cuenta y si querés venir, te venís, pero aquí a sufrir y pasarlo mal no, nada. No te voy a dejar que vengas, y si venís no te voy a recibir. Y al decirle esto ella en lugar de buscar otros modos, se encaprichaba más y llegó un momento bastante desagradable que empezó a comportarse un poco como un gusano pegajoso y a intentar sobornarme: “así me pagás lo que en su día hice por ti. Así me das la espalda. Hijo de puta.”
   “Andá a cagar, Anna, no me vengas con esas mierdas, vos eras una tipa fuerte que triunfó en lo que quería y hacia lo que le daba la gana y ahora estás en Israel fregando suelos de esclava de un hijo de puta y tenés cuatro millones en el banco evadidos del fisco uruguayo. Si te escucharas realmente oirías la descripción del monumento a la incoherencia total, no podes negar el país de pelotudos del que venís, pero lo lamentable es que te hagas la víctima y te lo creas. Anna, curate y salí adelante y después si querés venía, pero así yo no pienso recibirte, estas hecha un trapo, vos no te escuchás la mierda que estás diciendo. ¿Cómo podés hundirte así?
  Luego de esa conversación llamó a Macarena a Uruguay y me puso de vuelta y media, yo era un cabrón y un hijo de puta desagradecido y un muy mal amigo.
   Yo pensé y le dije a Macarena: “ojalá que esa rabia le sirva para salir adelante”.
   Y le sirvió: volvió a Montevideo y montó un nuevo espectáculo y llegó a estrenarlo, las malas lenguas que siempre se comunican rápido contigo para contarte chismes, maledicencias y otro tipo de cosas desagradables me dijeron que no había una sola noche en que no dijera que al ver la clase de mierda de amigos que había creído tener, se había puesto las pilas y había emprendido de nuevo el camino del éxito.  Yo le escribí un mail que no me contestó donde le dije: “Espero que no sigas con esa pelotudez de que estás enojada conmigo. Yo te quiero y sigues siendo mi gran amiga, de corazón, como siempre y si te hablé de aquel modo fue porque no quería y no podía verte así: arrastrada. Te quiero y siempre te guardo en mi corazón y te juro que un día tal y como me pediste contaré tu historia”.
   Macarena me dijo que no le había dicho nada de mi mail, pero que ya no hablaba más de mí, que cuando alguien me mencionaba sólo guardaba silencio y sonreía de costado como si se quisiera guardar un secreto que sólo ella conocía y al mismo tiempo a través de su sonrisa quisiera que el mundo supiera que ella sabía más, sabía algo que los otros no sabían.
   Una noche de ese año en que volvió a Montevideo, al volver del teatro se ve que el caño metálico que decía tener en el cerebro no resistió la tensión y algún cable se le rompió. Murió, murió muy joven y yo en la lejanía me sentí más triste y más sólo y más ajeno a cualquier tipo de entendimiento, ¿por qué se muere la gente? ¿Por qué se mueren los buenos, ese bando al que todos creemos pertenecer? Y de pronto recuerdo que mi cerebro alumbró una extraña idea, me dijo: “ella no era una hermana pequeña, ella era la del medio, por eso quizás siempre estaba confusa”.
  Es posible, pero en el cielo de la imaginación, para mí y para los que la quisieron y quieren recordarla con cariño, ya siempre será la chica más hermosa de la ciudad.

Cómo conocí el reiki. Héctor D'Alessandro


Cómo conocí el reiki.
Héctor D'Alessandro
Cuando me perdí en la selva oscura, lo hice por amor; o por aquello que yo confundía con el amor. Un amor del que hablaba con mayúsculas aunque luego llegaría a hablar sucesivamente con confusión y luego con rabia e impotencia, en algun momento con desprecio, luego con desesperación y miedo, con auténtico terror y finalmente con cansancio.
  Ese amor estaba focalizado por entero en la relación que manteníamos cierta mujer y yo; una mujer que nada más conocerla empecé a sentir la extraña sensación de que ella quería matarme, y la más extraña aún de que disfrutaba con este pensamiento, no sólo disfrutaba, es que además me excitaba sexualmente pensar esta posibilidad. ¿Cómo podía suceder esto dentro de mí? Y al mismo tiempo también reconocía que me encantaba, me fascinaba y realmente me hacía sentir alguien muy especial el hecho de experimentar estos sentimientos tan encontrados. Ella llegó a formularlo con la mejor frase que le oí, durante el primer año de nuestra relación me abandonaba cada semana “para siempre” y a los tres días volvía con la cola entre las patas, con mirada compungida, mirando al sueño, con la boca fruncida en un mohín de arrepentimiento, dolor y burla, y los ojos duros y fijos como mirando en algún punto “eso” de lo cual se arrepentía tanto pero que al mismo tiempo le hacía sentir tanta contrariedad y tanto dolor como para sumirla en la perplejidad. Un día de esos del retorno me dijo: “estuve con un hombre, pasé una semana en su casa y conocí sus hábitos, horrorosos, aburrido a más no poder. Cuando lo dejé se echó de rodillas al suelo y me abrazaba las piernas y me pedía que me quedara con él. ¿Sabes qué le respondí?... Me salió de lo más hondo de mi alma, yo no sabía que tenía esa respuesta dentro de mí, no sabía que pensaba y que sentía eso; le dije de un modo tajante que lo dejó mudo  anonadado: “Yo ya he probado lo que es estar en la élite de la pasión y del amor y no voy a bajar a un nivel tan bajo. Tú no puede llegar a imaginar lo que es amar y vibrar a un nivel tan alto de amor, esto que tu llamas amor no llega ni a los talones de lo que realmente es el amor” Y me di cuenta que eso era verdad. Me dí cuenta de que nunca más podré subir tan alto como contigo y de que necesito que me ames como tú sabes hacerlo, que me rompas de amor, que me folles, que me hagas llorar sangre y que me folles como el animal salvaje que eres y que sólo se despierta conmigo, je je, lo sé, ahora sé qué poder tengo sobre ti, y lo voy a aprovechar, y quiero que te doblegues ante él, y quiero al mismo tiempo que me doblegues, que me mates, que me folles, que me rompas el culo y me arranques los trozos de mi espalda a mordiscos y me tengas siempre vibrando en el filo de esa navaja de la cual no puedo caer porque me mataré de verdad, de flojedad, de pensamientos vulgares y de hábitos estúpidos. Estoy contigo aquí a esta altura y ya no me puedo bajar más.
 Ella quería que yo la matara, pero ese llamado de muerte era al mismo tiempo un llamado desgarrador de vida, era como si pidiéndome que la destrozara me pidiera que la hiciera vivir, la paradoja del asesino y de la asesina: intentan en realidad reanimar a su víctima, quieren hacerla vivir para siempre en un cuadro eterno y pulsante.
 Cuando ella hablaba así era como una droga, una droga hecha de palabras, me miraba directo a los ojos y mientras hablaba me acariciaba y remarcaba tocando y apretando determinadas zonas de mi cuerpo para dar énfasis a sus locas frases. Yo podía sentirme vivo de ese modo de una manera fuerte y acelerada y demencial y cosquilleante; como si yo fuera un coche viejo y de pronto me instalaran un motor de un jet supersónico y lo pusieran en marcha; todo se destartalaba en mí, y yo sólo deseaba volar, volar a grandes alturas.
 Ella continuaba hablando de aquella manera y haciéndolo yo entraba en ella, en su cintura, en su cuerpo e iba embistiéndola de tal manera que sus palabras se iban entrecortando, se rompía el hilo de su voz y se rompía el hilo de su pensamiento y entre un gemido y otro me pedía “há…bla...me”. Entonces, era yo el que empezaba un  discurso líquido, soterrado y pasional, ronco, entrecortado y quejumbroso, un canto de amor de balbuciente cabra herida, esclavo y dominador a la vez. “Sí, mi amor, si, te amaré siempre, cada día estaré a tus pies, cada día me entregaré a servirte sexualmente, he nacido para follarte, para rendir en el altar de tu matriz toda la leche de mi carne ardiente, sí, mi amor, si, mi amor, si, aquí estaré a tu lado y te follaré hasta el último día, el día postrero te mandaré para el otro lado con una embestida bestial, el último pollazo te mandará al otro mundo, te iras amada, te iras en medio del amor, adorada, como una diosa. Te quiero. Te amo”.
  Cuando llegábamos a este punto, ella se desmayaba literalmente, exhausta y tranquila, con ganas de seguir vibrando y agotada en su interior por la tormenta de imágenes de sexo, de sangre, de semen y de muerte. Su sueño era morir en medio de un orgasmo. Por eso quizás estábamos juntos.
   Teníamos todo el tiempo para entregarlo a nuestro amor, para destrozarnos y dañarnos, para pasar el tiempo de nuestra vida entregados a esto; y por el momento no sabíamos hacer otra cosa más intensa. Yo nunca había estado más de cuatro años con ninguna chica y sospechaba en ese entonces que a cualquier ser humano le conoces todos los trucos en ese lapso de tiempo como máximo y luego lo que viene sólo es repetición; por lo cual, esta relación iba dando de sí muchísimo más de lo esperado: siempre era nueva, siempre había una modalidad rara de darle la vuelta a todo y empezar a trepar por ese escarpado pico de la intensidad. Lo que yo no podía imaginar era que al fin y por primera vez en mi vida la pasión acabaría cansándome e intenté la extraña y difícil maniobra de reconvertir la pasión en amor corriente y moliente; absurdo, quizás un autoengaño muy bien elaborado por mi parte. Yo tenía bastante experiencia como para saber que si estaba con alguien que no quería entrar por el aro del amor burgués, era ni más ni menos que porque alguna parte de mí propia personalidad había escogido eso, y esa misma parte de mí no quería ese tipo de amor aburrido.
 Recuerdo que ella volvía y se inventaba nuevos juegos, así me metió un tajo en el cuello una noche, que me dejó una desagradable cicatriz que aún se nota en mi cuello. Yo la miraba con ojos desorbitados y ella a mí. Mi sensación era como la de un niño a quien se le ha roto el juguete y no logra ponerle otra vez en marcha. Ella decía: “No me gusta el cambio que estás dando. Ya no quieres divertirte conmigo”. Y pasaba a la furia y a los gritos: “¿Qué pasa, ya te aburriste de mí?” Y en ese momento le entraba un pudor burgués: “A mí no me follas todo el tiempo que quieras y luego me dejas tirada así como así”. Y luego lloraba y se lamentaba de un modo victimista, arrastrándose por el suelo: “No me lo puedo creer, no me lo puedo creer, lo dí todo por esta relación y ahora me vas a dar la patada. ¿Qué va a decir mi familia? No podré aguantar tanta presión, me voy de la ciudad, me voy a ir de Barcelona. No podré soportar la presión de mi familia. ¡Qué vergüenza!”
 En ese momento, yo lo sabía muy bien, ella quería sentirse desgraciada y entonces yo le daba mi mejor papel, me arrastraba a cuatro patas hasta su cuerpo, la agarraba por las caderas y le daba unos azotes, entonces ella entraba en un llanto convulsivo y empezaba a mojarse, su vagina se onvertía en una fuente y corrían su líquidos piernas abajo, y ella agitaba muy melodramática la cabeza a un lado y a otro y decía: “ay, sí, hazme lo que quieras pero no me dejes, métemela, soy toda tuya, ay, por favor hazme lo que quieras”.
 Este era su número de orgasmo con dolor, llanto y pena. Y mi sensación era la de estar violando a una niña de cuerpo calentito. Al terminar, me sentía siempre vagamente enfermo y afiebrado y algo culpable y ella lloraba un rato hasta que recuperaba la energía, entonces se ponía de pie y se iba al baño a meterse en la bañera y fumarse un cigarro. Recuperaba entonces la intensidad dura de su mirada y volvía para decirme: “qué polvo, ¿eh? ¿Te gustó follar a la nena? ¿Cómo se me va la cabeza, eh? ¿Sabes qué te digo? Que si quieres dejarme, me da igual, de todas maneras me iré de Barcelona, entre otras cosas porque ya cobre mi parte de la herencia familiar y todo me importa una mierda. Incluido tú, un día me cansaré también de ti y entonces para poder sentir empezaré a hacerte daño; tú, como eres un complaciente de mierda, me harás el favor de sufrir, entonces a mí me dará tanto asco que sólo podré odiarte y desear hacerte más daño. Ja. Ja. A veces me pongo en esa situación, que no logro imaginar y me encantaría poder saber qué sientes en ese momento. Y me entra como una indignación porque no haces lo que yo quiero. Recuerdo siempre ese día que te llamó aquel amigo tuyo que se suicidó; ¿cómo fue que te dijo? “No sé para qué te llamo. Me lo he preguntado muchas veces, y al final me he respondido: él lo que hará es obtener un argumento para uno de sus cuentos; y al fin pensé eso es suficiente. Te llamo, entonces, porque me voy a suicidar y como sos escritor, además de mi mejor amigo, he pensado en regalarte esta escena final”.
  “¡Ay, Héctor, ojalá te siga queriendo siempre en mi recuerdo!
  Yo pensaba: “lo harás”. En medio de aquella tormenta continua de pasión y de gestos, debería haber algo de ternura y de cariño y de amor liso y llano. Yo empezaba a querer cambiar aquella relación, lo que durante un tiempo no supe era que esa relación tenía esas reglas de un modo inamovible y que muy probablemente la relación tendría que acabar; si hubiera adivinado esto me habría desagarrado un poco más durante un tiempo, a mí y a ella nos iba el desgarramiento continuo, el dolor sin fin.
 Paso un tiempo muy largo antes de que me convenciera realmente de que aquello debía acabar.
 Me dí cuenta de que aquello comenzaba a acabar porque se me dio por salir a dar largos paseos por la ciudad sin rumbo. Y mi cabeza pensaba pensamientos sin ton ni son. Aturdido, se puede decir que me movía por la ciudad sin norte, y esperando en cierto modo encontrar ese norte, ese propósito para mi movimiento. Me detenía a observar el paisaje, la playa, la montaña detrás, las personas agitadas moviéndose arriba y abajo con sus locuras cotidianas con sus objetivos de sobrevivencia urbana y me abismaba en mi propio carrusel de emociones: ahora la amaba, ahora la echaba de menos, ahora la odiaba, ahora me despertaba agresividad y violencia, ahora sentía un dolor que me traspasaba de lado a lado y me hería las entrañas, ahora lloraba, ahora me sentía muy, muy desgraciado, una víctima lamentable, ahora me daba lástima de mí, ahora me daba asco, ahora del asco pasaba a la impotencia y finalmente a la rabia otra vez, contra ella, luego, más racional, contra la relación, luego contra mí mismo por ser tan estúpido, luego me abandonaba y me sentía morir, y finalmente un cansancio preternatural invadía mis tripas y mis células y me quedaba exhausto dormido y con la sensación de pesar varias toneladas.
 En medio de todas esas emociones que me dominaban, no puedo decir lo contrario, tomaba decisiones a veces disparatadas, casi siempre erróneas, pero de un tipo o calidad de error que me iba conduciendo paso a paso a la salida de aquel laberinto infinito en que me había metido. Las salidas eran unas más dolorosas que otras pero salidas eran todas, e incluso las que por el momento parecían más equivocadas y alejadas de la solución y el beneficio, a la larga también mostraron su aspecto positivo y su contribución al plan general de fuga hacia la luz.
 Una de esas aparentes soluciones sobrevino como tal a mi mente una tarde en que me debatía bajo un sol de justicia caminando por la gran vía y sufriendo, pero al mismo tiempo con unos deseos de venganza terribles, como si el fuego de la ira vengativa fuera a evaporar el agua floja de la depresión que me acechaba.
 Yo, que había sido un autor famoso por escribir la vida de una prostituta, nunca había estado con una y se me metió en la cabeza la idea sacrílega de que si lograba ir con una y tener relaciones sexuales, me libaría al fin del fantasma posesivo de mi amor pasional. Había llegado a un punto en el que , aunque saliera con otras mujeres, ni siquiera se me levantaba el pito con otras, al final ella iba a tener razón y resulta que había probado yo también el sabor de la élite del dolor y la pasión y cualquier otra sensación era algo de baja calaña comparado con aquellos momentos sublimes.
  Me metí en un bar, pedí un refresco y agarré “La vanguardia” para ver la página de los servicios sexuales. Ofrecían allí todo tipo de cosas con todo tipo de nombres exóticos pero yo no tenía ni idea acerca de qué quería. Sólo pensar que iba a tocar a otra mujer me ponía los pelos de punta e iniciaba unos puntitos de fiebre en mi cuerpo, como si de pronto me debilitara y empezara a sentirme enfermo.
  Hasta que de pronto vi un anuncio que me iba como anillo al dedo: “Te espero desnudita. Masaje con final feliz. Acabamos haciendo lo que tú quieras”. ¡Eso! Algo saltó dentro de mí, no tenía que tocar, no tenía que meter, básicamente iba a estar en una posición pasiva y si me envalentonaba, podría lanzarme a fondo. Eso. De esa manera y con esos masajes progresivos iría saliendo del pozo sin fondo de la pasión.
  Cuando la mujer abrió la puerta en braguitas y body una emoción sexual y tierna recorrió mi espalda, alegría de ver a una mujer y sentir el inicio de mi impulso. Sus ojos enormes azules parecían hechos con el agua de mar. No parecía una prostituta, parecía una profesional del masaje. Con un gesto vagamente rígido me indicó la habitación donde entrar y me pregunto qué me apetecería hacer. Se ve que cuando captó que yo no sabía mayormente lo que allí se hacía decidió pasar a comandar la conversación y con un nuevo gesto de su brazo me invitó a tenderme en la camilla boca abajo y a dejarme llevar. Que fluyéramos y que durante el decurso del masaje nos daríamos cuenta de qué quería hacer exactamente.
  Yo cerré los ojos y dejé que sus manos recorrieran mi espalda. Yo suspiraba una y otra vez y procuraba centrarme en sentir sus manos.
  A cierta altura, en un momento en el que no podría decir si habían pasado cinco minutos o treinta, ella comenzó a masajearme de un modo sutil, yo no podía determinar si me estaba tocando o se había marchado de la habitación, si estaba al lado mío o flotando en el aire por encima de mí. El caso es que todo esto podía sentirlo y pensarlo como si yo estuviera ubicado, consciencia flotante, en un punto vago del vacío que nos envolvía, mi consciencia era la conciencia propia del sueño y yo observaba lo que sucedía y sentía los que sentía desde todas partes a la vez y desde ninguna parte en concreto; yo no tenía cuerpo y mi conciencia flotaba en el aire, hasta que de pronto todo se hizo pura visión, una nube azul delante mío que se comenzó a empequeñecer y atrajo totalmente mi mirada hacia ella hasta convertirse en un punto de fijeza absoluta para mis ojos, un punto hacia el cual progresivamente me acercaba, me acercaba, hasta que de pronto me sentí caer. Sentí el vértigo propio de quien está cayendo dentro del sueño y todo mi cuerpo dio un sacudón y a continuación abrí los ojos y suspiré profundamente, momento en que una oleada de dolor muy antiguo subió a mi pecho, inundó mi garganta y empezó a salir por el llanto de mis ojos y el temblor de mi mandíbula y el suave quejido de mi boca le daban carta de naturaleza en el aire de aquella tarde.
 Sentí la mano, cariñosa de la chica en mi omoplato, y su voz muy cerca de mi oído que me invitaba a fluir en ese dolor y luego a darme la vuelta.
  Cuando me giré me observaba con la sonrisa más bella que yo había visto en esos días y todo mi corazón se lo agradecía.
  Ella dijo, entonces, “estas enganchado emocionalmente a alguien ¿verdad?”
  Mi mente y mi corazón quedaron sorpresivamente bloqueadas por su sonrisa y por sus manos que me cogieron la verga y me la subieron hasta una cumbre nueva de sensación. Me dijo: “cierra los ojos cariño, que la vamos a borrar para siempre de tu vida a esa persona”.
  Fue la primera vez en que yo llegué a eyacular sin ninguna referencia visual, sin ver a una persona en concreto dentro de mi mente o un trozo de su cuerpo moviéndose dentro de mi mente, sin otro sonido que el suave paseo de las manos de la masajista por mi piel y las sensaciones que me llegaban de todas partes hasta el centro azul y nube de mi cuerpo y mi conciencia.
  Al abrir los ojos, ella seguía sonriendo, y yo sentía una paz y un delicioso placer y una liberación emocional enormes y pregunté asombrado, sin esperar respuesta: ¿qué me has hecho?
  Ella respondió “Reiki”. Y yo pensé en Bataille y en Mme Edwarda, una puta que era en realidad Dios disfrazado de puta y en alguna otra cosa intelectual y literaria de las que yo tengo una infinita provisión interior para llenar lo momentos de significado culto y elevado, pero se ve que esa vez el deseo de vivir y sobre todo de ser libre emocionalmente era mayor y además había vencido; me estiré suavemente en la camilla y cedí  a la invitación de la chica, que me decía “descansa cariño que ya acabó el castigo para ti, descansa” y se retiró dejándome a media luz para que mi alma sintiera el beneficio de volver a entrar en mi cuerpo. La esperé con la lengua suavemente depositada entre mis labios y un alivio enorme en el pecho, por donde ahora circulaba de nuevo el deseo de amar, aliviado al fin, fuera de la selva oscura, deseando amar y disfrutar.

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