miércoles, 21 de mayo de 2008

La deuda. Héctor D'Alessandro

La deuda. Héctor D'Alessandro


Ricardo estaba muy mal en los últimos tiempos y sus amigos no sabían qué camino tomar ni qué hacer con él. De pronto parecía consumirse adelgazando; algo que aterraba a todos, y ninguno sabía qué hacer. Por las noches comentaban con sus mujeres, entre los sucesos del día, lo mal que encontraban a Ricardo. Otras veces engordaba y todos pensaban que aquello era un síntoma de salud. Alguno le comentaba. "Te veo bien; ahora lo que te conviene es un poco de ejercicio." Pero en estos momentos era como hablarle a la pared. Entonces pensaban: "Ricardo tiene algo en mente que no lo abandona; como es muy reservado no se puede averiguar. Si supiéramos algo de lo que le sucede".
En el trabajo se manejaba con la habilidad habitual. Con su pareja todo parecía funcionar a las mil maravillas. "Es que él es así... muy cambiante y muy reservado", comentaba Esther, su mujer, pero tampoco se creía demasiado su opinión. En el fondo, sentía que estaba en presencia de un secreto misterioso.
Una noche Ricardo daba vueltas en la cama sin poder dormir. Fue la primera noche de sus insomnios; así pasó muchos meses que le desastraron el alma.
Una noche se ahogó; le faltaba el aire y le invadía algo similar a un miedo atroz que no confesó a nadie.
Esther asumió el mando de la nave. Declaró: "Mañana vamos al médico, sin falta". Él se resistió lo que pudo, pero, al fin, ella venció.
El doctor recetó unas pastillas para dormir.
Comenzó a dormir y a despertarse más sosegado; sin ninguna agitación física. Andaba demacrado y ojeroso; de muy mal aspecto.
En el trabajo pensaban, sin comentárselo, que tenía alguna mala enfermedad. Sus amigos, con el tiempo, se habituaron a su faz enfermiza. Sus lentos andares, su variable cintura, su aspecto cansino, sus ojeras, su mirada suplicante de algo desconocido.
Al cabo de dos años con este régimen, Esther comenzaba a adquirir un aspecto de decrepitud atenta; como expectante. Como si siempre estuviera alerta a ver qué le sucedía a Ricardo.
–¿Te pasa algo?
–Nada.
Este era un diálogo recurrente entre ellos.
Una mañana, ante el espejo Esther gritó, entre dramática y cómica, haciendo parodia:
"¡Me ha salido una cana!"
Él rió desde la cama. Comentó:
"Cuando te salga la segunda habrá que hacer algo."
"Claro", dijo Esther y pensó "quisiera tener un niño" y se encogió, estremecida por un pensamiento. "Y si Ricardo muriera..."
Al cabo de pocas semanas le salió su segunda cana. Había que hacer algo.
Esa noche Ricardo se ahogó en sueños, una presencia oscura y opresiva lo comprimió tanto que le arrancó de golpe de su pesadilla. Gritó.
Esther le abrazó y lo acariciaba. Él estaba sudando y con el cuerpo caliente. La otra vez que se ahogó, su cuerpo estaba helado. "Tranquilo. Cariño. Tranquilo ¿Qué pasa? Estoy aquí. Tranquilo"; decía ella acariciándole y besándole.
Él se sentó en la cama y pidió agua. Ardía.
Cuando terminó el vaso con agua, declaró:
"Creo que estoy embrujado."
"¿Embrujado?"
"Sí, sí. Que me han hecho un maleficio o algo por el estilo."
"¿Seguro?"
"Sí, seguro."
"¿Y quién?"
"No sé. Alguien."
"Pero, ¿quién?"
"No sé."
"Bueno, algo habrá que hacer."
Al día siguiente comenzaron a recorrer brujos que le encontraron más de un embrujamiento. Parecía que toda la cohorte de seres maléficos se hubieran conjurado contra Ricardo. Al cabo de varias semanas de experimentos, entre la decepción y la esperanza, entre el hartazgo y la seguridad más absoluta, Ricardo se decidió a experimentar. Dejó de tomar los somníferos y otras pastillas que había ido acumulando en los últimos años.
Sentía como una nueva energía desconocida; como una alegría juvenil. Comenzaron a vivir una suerte de nueva luna de miel inesperada.
Esther estaba muy feliz; ya no estaba tan pendiente de él y, un día le dijo en medio de efusivos abrazos y gratas caricias que quería tener un niño. Ricardo se hizo a un lado en la cama, como repentinamente apenado, ya no habló y la tristeza se instaló en su mirada. Esther inquirió con más pasión que nunca. Ahora se sentía bien, ahora ambos se sentían bien y estaba decidida a ser feliz, a ahuyentar la pena.
–¿Aún piensas que estás embrujado?
Cuando hizo esta pregunta una luz se hizo en el cerebro de Ricardo. Recordó a alguien del pasado.
–Martha.
–¿Martha?
–Sí, Martha. ¿Te acuerdas que tenía un amigo brujo o algo así que decía que era muy bueno?
–Sí, es verdad. No me había acordado de ella. Sí, podemos llamarla.
Y ambos se quedaron tranquilos, como si hubieran hecho un descubrimiento muy importante.
Unos días después entraban en el recinto del brujo. Un hombre de edad indefinible inmerso en humos variados en medio de una habitación decorada con un aire vagamente esotérico.
Ricardo temblaba; Esther estaba como poseída de una extraordinaria confianza.
El brujo era simpático, parecía reírse de los posibles problemas que uno le planteara.
Cuando terminaron de hacerle la exposición de los problemas de Ricardo, él preguntó:
"¿Usted siente como si tuviera que hacer algo y no sabe exactamente qué?"
–Sí. Sí –respondió presuroso Ricardo–.
–Entonces, usted tiene una deuda. Pero no sabemos con quién. Tampoco sabemos si sólo es suya. Usted –preguntó dirigiéndose a Esther– ¿siente lo mismo?
–No, yo estoy preocupada por él.
–Bien, pues no se preocupe. Dígame, usted desea algo con fuerza y siente que Ricardo le impide realizarlo.
–Pues... así, de primera, no sé...
–Y usted. Ricardo, no sabe qué es lo que tiene que hacer. Cuál es su deuda.
–No.
–Bien. No se preocupen. Vayan y descansen. Vuelvan mañana. Si comenzarais a discutir, pensad que no estáis solos, que hay más personas por medio discutiendo. Imaginaos que estáis poseídos por otros que se odian a muerte y procurad no haceros daño al discutir.
Salieron de allí más confundidos que antes y pasaron el resto del día y la noche y parte del día siguiente hasta la hora de la consulta como a la expectativa, como animales al acecho dispuestos a saltar y mostrar las garras.
Al día siguiente, entraron en el recinto del chamán con aire victorioso, como si hubieran demostrado algo importantísimo al haberle llevado la contraria a su predicción.
Él los miró y rió. Les dijo:
–¿Para qué venís si aún no os habéis discutido?
–...
–No me queréis ahorrar ningún trabajo ¿eh?
Les hizo sentar y cerrar los ojos. Les pidió que se concentraran en todo aquello que se habían guardado el día anterior y no se habían dicho. Comenzó a sonar el tambor.
Esther se hundió en un universo áspero, aguzado de espinas, erizado de penas. Primero vio a una mujer mayor, muy canosa, amargada, infértil y se enfureció con aquella imagen. Persistía a su pesar. Sintió desolación; una desolación muy material. Sintió que estaba sola y que la culpa era de su marido.
Ricardo estaba a oscuras y allí había unas presencias inquietantes y apesadumbradas. Allí había una tristeza cósmica, una opresión insoportable.
Cuando volvieron en sí, mostraban un rostro equívoco, como quien ha hecho una travesura, como si se avergonzaran de algo. Esther estaba furiosa; Ricardo triste e inquieto.
Narraron lo que habían visto.
El hombre que se comunicaba con los otros mundos preguntó a Esther:
–¿Quieres tener hijos?
–Sí.
–¿Y tú, Ricardo?"
–También, claro.
–Pero no estás muy seguro ¿no?
–Estoy confundido.
–Bien; ya me imagino con quién tienes una deuda. Ven. Acércate.
Le tomó las manos y las sintió calientes. Sopló al lado de sus orejas. Recorrió su espalda repetidas veces y de pronto se detuvo como sorprendido. Entonces le dijo al oído, "esta madrugada, pon atención a tus sueños. Te visitará tu acreedor. Esto te lo digo a ti porque sólo lo puedes resolver tú. Por ahora no lo comentes con Esther. Hasta mañana".
Esa noche soñó con alguien que moría y le llamaba. Él tenía que hacer algo por aquella persona pero no sabía qué cosa debía hacer. Esther durmió muy tranquila y despertó despejada.
Cuando fueron a la visita, Ricardo entró sólo, sentía que se acercaba a una etapa decisiva e íntima y así se lo dijo al brujo cuando éste preguntó por Esther.
–Bien, dijo, el brujo, ¿cuánto tiempo hace que comenzaron todos tus problemas? Relájate y piénsatelo bien.
Le hizo cerrar los ojos y el tambor comenzó a sonar. Le llevó hasta el comienzo de sus problemas. Tam. Tam. Y más allá. Tam. El moribundo era él mismo, que pedía socorro. Tam. ¿Por qué él? Tan joven. De pronto la sala donde estaba se llenaba de humo y él ardía; un calor infernal le abrasaba la piel, se estaba asando, todo dolía y no podía respirar, iba a morir. Y sintió un orgullo gigantesco, más que humano. ¿Cómo sentirse orgulloso de esto? ¿Cómo? Entonces, su padre se le acercaba sonriente y le agradecía su generoso gesto. En ese momento una voz ululante, en la lejanía, como un alarido detrás de una montaña, se desgarraba gritando "¡Dile que no! ¡Dile que no! ¡Que cada uno debe morir sus propias muertes! ¡Échalo! ¡Ahuyéntalo! ¡Dile que tú no puedes morir por él! ¡Él ya murió!" Ricardo mira hacia las montañas azules, en busca de la voz salvadora. Su mirada es de agradecimiento. Respira muy, muy hondamente. Está a salvo. Se siente libre. El viento se lleva el humo siniestro. La voz dice "ya eres tú".
Cuando vuelve en sí, el brujo sonríe mientras le da a beber agua. Ricardo se siente vibrante y ligero. Exclama "¡Cómo no me di cuenta de que todo comenzó con la muerte de mi padre!"
El brujo enciende un cigarro y comenta:
"Porque lo querías tanto que lo llevabas dentro. Tan adentro tuyo que no lo veías. Creías que formaba parte de ti. La vida, a veces, hace estas jugadas. Ahora estás solo y eso te hace fuerte".
Al salir, Esther respondió enseguida con una sonrisa a su aspecto alegre y suave. Se abrazaron como si fuera la primera vez. Por la calle parecían dos niños juguetones. Fueron a tomar helados de fresa y vainilla. Al besarse se dejaban manchas rosa y crema.
–¿Me vas a contar todo lo que sucedió?
–Sí, Esther, te lo voy a contar, pero primero deja que lo asimile. ¿Qué te parece si esta noche nos convertimos en padres?
–No sé. Quizás primero tendríamos que dejar de ser hijos. ¿No te parece?
–¿Por qué dices eso?
–No sé. Intuición. Toda esta historia me ha hecho pensar eso.
–Bien, pero mientras, podemos divertirnos.
–Claro, y terminamos de pagar todas nuestras deudas, con los otros y con nosotros mismos.

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