domingo, 15 de noviembre de 2009

El cucaracho. Héctor D'Alessandro

El Cucaracho. H.D.

Si no lo hago ahora, acabaré olvidándome de contar la ocasión en que me convertí yo también en una cucaracha.
   Fue así, una cierta mañana, y sin previo aviso ni indicios de insomnio o mal dormir, abrí los ojos para encontrarme con el extraño panorama de que sólo veía mis oscuras patitas queratinosas. Recuerdo claramente que mi reacción -la menos literaria que podía haber imaginado tratándose de mi persona- fue de intensa curiosidad, como si me dijera a mí mismo que aquella era una gran oportunidad para vivir experiencias excitantes. Y lo más interesante del caso es que yo había leído de un modo reverencioso la ominosa pesadilla de Kafka, había vivido con intensidad lo que yo interpretaba como una metáfora acerca del definitivo fracaso en que consistían las relaciones intrafamiliares. Lo leía como un creyente debe leer su canon particular, y me apasionaba y me interesaba por deducir de su carta al padre elementos que me guiaran en el camino de indignación denunciada por la metáfora que yo había emprendido con mis escritos y con los libros que mas disfrutaba leyendo.
   Por todo esto, ver mis patitas de color oscuro y nacarado brillante no me hizo sentir terror ni tampoco otros sentimientos opresivos. Muy por el contrario, excitó todos mis nervios y ardía en deseos de ver a mis amigos y mostrarles con orgullo mi nueva vida de insecto y asustar a mi estúpida novia con mi nueva condición.
   Yo sabía que mis amigos, al verme, exclamarían palabras de asombro ante mi nueva estampa y admiración por la tonalidad y consistencia de mi nueva piel.
   Sabía, asimismo, que mi novia se estremecería de horror y me recriminaría el hecho de ser una persona tan variable de carácter y tan mudable en mis convicciones y me saldría con un discurso de esos tan comunes en ella que estaban adornados de ideas tales como "me quieres explicar, Héctor, ¿cómo les digo yo a mis padres ahora que salgo con un chico que se ha vuelto cucaracha?". "Esto lo haces para ponerme molesta, estoy segura de ello, sólo lo haces para molestarme y molestar a mi familia porque sabes que son gente normal, gente sencilla. Eres un cabronazo, ¿lo sabías?"
Yo, que la escuchaba con paciencia, ahora redoblaría mi interés y curiosidad y amor por el conocimiento, puesto que la escucharía con una paciencia de cucaracha, y aquella era una modalidad desconocida por mí que anhelaba experimentar de inmediato.
   Con todas estas imaginaciones me excitaba, y sólo deseba que llegara la hora de levantarme y comenzar a ver y experimentar las reacciones de las personas de mi entorno.
   Me giré en la cama y, a diferencia de Samsa, sí que pude moverme; no sólo esto, es que gozaba de una gran movilidad, hasta poseía cierto swing natural en mis movimientos. Meneé un poco las caderas para ir adaptándome del mejor modo posible a mi nueva fisiología, cuando entró mi madre y nada más verme empezó: "¿Ya estás con tus estupideces?" Dado que su exclamación resultó verdaderamente vibrante, se expandió por toda la casa y llegó a oídos de mi padre que de inmediato vino presuroso a ver qué nueva locura había emprendido su hijo. Pude oírlo cuando decía "Este chico es la maldición de los D'Alessandro. Me va a matar a disgustos. Dime, Héctor, ¿es lo que te has propuesto? ¿Es eso lo que quieres? Matarme de un disgusto y matar a tu madre, a quien si matas tampoco perdería demasiado el universo, pero, dime de una vez: pretendes matarme con esta nueva actitud? ¿Por qué me haces esto?"
   -¿Piensas tener ese aspecto durante mucho tiempo?" Intervino mi madre.
   -No lo sé, -recuerdo que pensé.
   -Será mejor que vayas averiguándolo, porque esta tarde viene tu tía y tu madrina y además viene el prometido de tu prima la mayor y no le va a hacer ninguna gracia que estés así convertido en una cucaracha.
   -Si es por esa gente -intervino mi padre- te puedes quedar así todo el rato, su naturaleza de miserables insectos les impedirá advertir cualquier variación, estarán en su ambiente. Yo te pido en cambio que lo hagas por ti, por lo mejor de ti y porque esa parte mejor de ti me demuestre que no deseas realmente atentar contra la vida de mi cuerpo mortal.
   Yo, sinceramente, quería contestarles pero entonces fue que cobré conciencia de que mi atenazada boca estaba impedida de emitir sonidos. Ni una sílaba salía de mi interior, solo un grave esfuerzo tozudo que se resolvía en una impotencia muda y angustiosa.
   No podía responder, mi único modo de contestación o protesta era mi sólo aspecto desnudo y tibio, de oscuro insecto mudo y sigiloso, el furor de mis cuerdas vocales se transformaba en una agitación rítmica de mis patitas que parecía peinar mi cabeza sin pelo. Entendí entonces con pensamientos que más que todo eran sensaciones, que ese que yo era estaba en el fondo del cuerpo que me representaba y que los gestos malinterpretados desde el mundo exterior serían durante un tiempo indeterminado mi silencioso idioma y mi condenación a no entenderme realmente nunca a fondo con otra persona.
   Ese día lo pasé en la habitación oyendo cómo mis padres ante la inalterabilidad de mi situación llamaban a todos los conocidos y parientes, amigos (amigos suyos, se entiende, no a los míos a quienes consideraban como a otras tantos graciosos capaces de hacer lo que yo había hecho) e incluso a mi novia, con el objetivo de que al venir a mi casa estuvieran advertidos sobre mi nueva y extraña condición.
   Envuelto y protegido por mi piel de cucaracha pensé que no me aguardaba un destino tan aciago dado que mis padres ahora renegaban pero, conociéndolos como los conocía, sabía que con el paso del tiempo me aceptarían. Quizás incluso se dedicaran, en alguna tarde hermosa, a leer "La metamorfosis", no con el objetivo de agradarme sino de encontrar un antídoto, pero era un comienzo en el compartir gustos y libros.
   Mi novia se limitó aquel día a sentarse a un lado de la cama, a poner su cabeza apoyada en gesto dramático sobre la palma de su mano izquierda y con la mano libre me agarró una patita y no paró de llorar y gimotear durante horas. No me consideraba, de ningún modo una víctima de alguna enfermedad transformativa sino un maldito loco que de alguna manera había buscado esta estrafalaria situación. A mi me gustó mucho cuando dijo que una vida entera a mi lado en estas condiciones sería dura pero que su amor por mi se lo permitiría. El placer dulce y tibio de rodear su cuerpo algodonoso y tocar su culito me reconciliaba con su persona y me permitía tolerarla. Yo quería más a su culito que a ella, pero aquella era una forma del amor.
   Para cuando llegaron mis amigos, festivos, con sándwiches y bebidas para celebrar mi nueva y extraña condición, mi madre ya tenía ecuménicamente diseminada la versión oficial. Todo se trataba de una moda o costumbre de los jóvenes de nuestra época. Mi novia no sabía muy bien a qué atenerse, yo no lograba colar ninguna opinión desde dentro de mi prisión corporal cucarachesca. Mis amigos inventaron un sistema de comunicación: un movimiento de patita “sí”, dos movimientos “no” y se echaron a reír como descocidos, revolcándose por el suelo de la habitación. Para ese momento fue que llegó toda mi parentela y asomaron sus cabezas en orden y con miedo por el marco de la puerta de mi dormitorio y miraba a mis amigos y a mi llorosa novia y a mí con cierto recelo, pena, asco y animadversión. En el fondo quizás, recuerdo que pensé, disfrutan viéndome convertido en la clase de insecto que siempre me han considerado, sólo el terror ancestral que este tipo de conversión les infundía me llenaba de cierto efímero poder bastante inútil.
   En los días sucesivos, mi madre iba convenciendo con denuedo a todo el que se le pusiera delante que aquello que yo hacía comportándome de ese modo era muy propio de los jóvenes en la actualidad.
   Mi padre por las noches intentaba convencerla de que tenía algún tipo de enfermedad cerebral, que sólo a una redomada imbécil se le habría ocurrido un argumento más estúpido. Ella insistía en que no, que aquel era un argumento que acabaría convenciendo a todos; adquiría, incluso, mientras lo defendía, cierto aire heroico y algo mesiánico. “La gente no se entera de nada”, decía envuelta en una aureola nietzscheana, filósofo cuya obra no conocía pero de quien afirmaba que “nos había separado”, a ella y a mi. Mi padre la escuchaba con relativa indiferencia y ponía la boca torcida en gesto de desdén y desprecio. Le decía que era una imbécil y una subnormal y que si ese era el resultado de su trabajo neuronal mejor sería que le ahorrara más abortos cerebrales al mundo suicidándose a la primera ocasión en que tuviera oportunidad de hacerlo. Yo había aprendido a rasguñar trocitos de queso con mis patitas y mi boca queratinosa y los observaba y los escuchaba desde una repisa en la que me habían instalado en el comedor a una cierta altura a salvo de las inesperadas pisadas de algún paseante distraído. Mi madre no se inmutaba y le replicaba que una madre aceptaba a un hijo adoptara la forma que este adoptara y lo defendería aunque le costara la vida y que aún siendo yo un miserable cabrón ella me cuidaría, dándome quesito y miguitas de pan mientras fuera necesario hacerlo y que por lo que respecta a lo que mi padre, su marido, le decía, no le importaba una mierda y le comunicaba que su mayor deseo era verlo morir muy pronto envuelto en los mayores de los dolores y víctima de alguna violenta enfermedad que se lo llevara para el otro barrio desagarrándolo internamente de un modo cruel y especialmente sádico y que sólo le pedía a dios salud para ver y disfrutar de aquella gozosa escena.
   Estas palabras, bajo la sombra de mi nueva alma de cucaracha, no me herían de ningún modo conocido por mí hasta entonces, todo lo contrario, las escuchaba como un rumor lejano o como una transmisión lejana y fallida de alguna emisora a punto de diluirse en el silencio.
   Así transcurrían los días, mi novia me hacía visitas cada vez más espaciadas, un día comentó como al pasar que tenía un amigo nuevo, y dos días más tarde no vino a verme. Mi madre estranguló un gemido en su garganta y se agarró a un periódico que por allí había y con grandes voces, como para disimular, dijo que había que ver, las horribles noticias que aparecían en la prensa, que cómo lo ponían a uno y a continuación decretó que debíamos escuchar música. Estuvo aturdiéndome un rato con tangos tristes violentos, con valses monótonos y música pop, hasta que se fue a otra habitación y me dejó solo, pensando. Miré la tarde, la monótona tarde azul que entraba por la ventana y respiré hondo sabiendo que la tristeza era posible pero no inmutable, y me adormecí. Para cuando desperté, tras una sudorosa siesta y como si un extraño resorte espiritual se hubiera soltado en mi interior, recuperé la visión de mis manos carnosas y delicadas. No supe si alegrarme o más bien adaptarme a la resignación. Me estiré y al hacerlo sentí el crujir de todos mis huesos humanos y experimenté también la sensación cierta de que había crecido una enormidad en aquellos días como insecto.
   Cuando entré en la cocina, devorado por el hambre de mis entrañas, en busca de viandas y bebidas, mi madre se echó a llorar con toda la fuerza de una tormenta. Me dijo que era ciertamente malvado, que lo que yo le hacía no se le hacía a una madre. Así se estuvo un buen rato, hasta que se cansó y volvió a su antigua actitud de rechazo y enojo, sólo que ahora acompañada de cierto aturdimiento. Se acercó a la mesa del teléfono, pude ver sus dudas expresadas en los complejos gestos de su cara. Muy pronto comenzó el nuevo ciclo de llamadas diseminantes: una nueva versión estaba en marcha.
   –Si ven a Héctor cambiado, es sólo algo pasajero, continúa igual que siempre.
   Así fue que me convertí para siempre en un cucaracho, continué siéndolo para mi familia, para los allegados por parte de mis padres, para mi ex novia que ahora no se atrevía a decirle a su actual novio que me vendría a ver porque decían que había vuelto a ser el de siempre. El paso que había dado la había dejado definitivamente en una nueva acera y según su modo de ser no podía volver atrás. Entendí de pronto que a muchas personas, por no decir casi todas ellas, una vez que se definen de una manera, les cuesta desdecirse y explorar otras vías, prefieren seguir en el error antes que arriesgarse a cambiar. Entendí que mis padres no tenían remedio más allá de la muerte, que yo no volvería a ser nunca el que era y que eso me llenaba de entusiasmo y alegría. Vi a mis amigos decepcionados durante dos días porque se les había acabado el juguete, pero al final recuperaron la fuerza y la curiosidad que los caracterizaba y ya estaban inventando nuevas jugadas para divertirnos juntos. Un día conocí a una chica que me dijo que desde hacía tiempo me quería conocer, que sabía que yo era el chico que durante unos cuantos días había sido una cucaracha y que sólo con saber eso ya le bastaba para querer conocerme y enamorarse de mí. Yo le pregunté si me seguiría en mis locuras si fuera necesario, y ella me respondió que siempre subiría la apuesta, entonces no necesité ver sus brillantes ojos, supe sin saber cómo, igual que algunos personajes literarios y la mayoría de la gente que puebla la existencia, que estaba rendido a sus pies, que quería unas alas nuevas y volar con ella, que lamería sus pies y mordería su espalda, que juntos brincaríamos por la noche en nuestra aburrida e insípida ciudad. Supe que siempre había encontrado sentido a todo lo pasado y ahora se lo encontraba más aún si cabe y me puse a cantar. Canté una canción hermosa y triste y violenta, canté una canción que me arrastró hacia la noche, una canción hermosa y triste y violenta.

sábado, 17 de octubre de 2009

Zapatos rotos. Héctor D'Alessandro

Zapatos rotos.
Héctor D’Alessandro

Imagínese usted una ventana, un balcón, una brisa marina y la mirada soñadora de Rosita, la chica que yo era, contemplando el infinito azul de la noche en el hemisferio sur. Escuchaba esta canción una y otra vez con demoledora constancia. Mi cerebro de niña soñadora se fue llenando de ilusiones y poderosas imágenes de éxito y de mitos, como consecuencia sólo quería ser un hombre y vivir aquella novela de aprendizaje destinada al macho y solo al macho que domina con sus neuronas en un mundo adverso. Cuando llegué a los quince, mientras otras sólo pensaban en fiestas y en novios, yo pensaba en juntar dinero para cambiarme de sexo y triunfar en la literatura de mi minúsculo país. Así me convertí en el primer autor que escribió sobre la vida de una prostituta (“Naná”, editorial Monte Sexto, 1991) y sobre la vida de un pae de umbanda y transexual (Miguel de Oxum, misma editorial 1992). No podía escoger, para mi nueva identidad, otro nombre que el de aquel griego que acompaña a la humanidad desde Homero y que también está presente en la novela de Zolá. Toda decisión importante en mi vida trae aparejada una imagen en mi mente: dos zapatos muy hermosos, las puntas hacia arriba, algo gastados, más bien rotos, un camino que sale del pueblo y un camino que llega a la ciudad.

domingo, 11 de octubre de 2009

La otra muerte de Iván Ilich, por Héctor D'Alessandro

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La otra muerte de Iván Ilich.
Héctor D’Alessandro
Llegó un día en que para sorpresa suya soltó, como si se tratara de un lastre abusivo, una enorme cantidad de pensamientos inútiles e imágenes de sí mismo que ya no tenían una razón para continuar vivas. Hacía mucho tiempo que se había cansado de ofuscarse cuando un lector le decía: “leí el cuento en el cual cuentas como tu padre hace esto o aquello” o bien “leí el cuento en el cual cuentas cómo le dijiste aquello a una novia”. Se dio cuenta de que escribiera lo que escribiera siempre habría alguien que intentaría demostrar que detrás de todo estaba siempre su perecedera personalidad, esto al comienzo lo ofendía gravemente, dado que pretendía dar un salto a los territorios de la imaginación, en los cuales sería libre y se movería con extraordinaria y brillante habilidad bajo otras máscaras.
Fue entonces que, tumbado en el suelo haciendo ejercicio sobre la colchoneta de gimnasia vio la foto de Kafka y pensó que escribiera lo que escribiera y lo protagonizara quien lo protagonizara, fuera un hombre, una mujer, un ser amorfo u objeto inanimado, le pondría sus propias iniciales, así fue que todos sus personajes comenzaron a llamarse H.D.. Todos, absolutamente todos, ratones, filósofos griegos de la era socrática, travestís famosos de los escenarios internacionales, a todos les ponía por nombre aquellas iniciales.
No fue un cambio menor, a partir de ese momento, comenzó un salto verdaderamente imaginativo, se refugió detrás de una especie de biombo hecho de vacío. Un poco lo que le pasaba a todo creador verdadero. H. D. era psiquiatra y había estudiado durante muchos años las características centrales de los creadores más interesantes que la historia había concebido. Y la conclusión a la que había llegado era que aquel elemento definitorio y central era una cierta capacidad para permanecer en una estado de perpetua alerta tranquila y vacío interior que se dejaba colmar tanto por imágenes y sensaciones procedentes del ámbito exterior como de aquellas producidas por las propias sinapsis cerebrales.
Esto le permitió explicarse –obtener la sensación interna de comprensión era muy importante para él– muchos sucesos de su propia vida y de la vida de los otros, de su mujer, de sus hijos, de los amigos, de los pacientes y de aquellas personas que se acercaban a H.D. por su conocida profesión de escritor.
Un fin de semana en que se quedó solo en la ciudad, su mujer había viajado con los chicos a pasar con sus padres en la costa, aprovechó para releer un libro que había leído hacía nada más y nada menos que treinta años. “La muerte de Iván Ilich”. Releer, entendió ese fin de semana, es aprender de sí mismo, es verse ante un espejo que va volcando en la realidad, procedentes de otros mundos, datos que nos han estado rodeando durante todo este infinito, misterioso y aparentemente sólido tiempo sin que los viéramos. Comprendió como quedan en el fondo misterioso de ese vacío interior una impronta de pensamientos, sensaciones y aprendizajes que se vuelven inconscientes. Entendió en definitiva cuánto, pero cuánto...había aprendido de Tolstoi a los quince años de edad. Y aunque esto lo entristeció, ya se verá porqué, también lo alegró en grado importante debido a que entendió cómo un cachorro de ser humano puede valerse en un momento crítico de una gama de percepciones que le servirán para sobrevivir al dolor y para vivir, quizás, instalado en la corriente central de la vida y de la intensidad.
Comprendió que la lectura a los quince años de edad de “La muerte de Iván Ilich” le había enseñado dos cosas muy importantes para su propia vida. Ahora podía ver esta enseñanza en perspectiva, cómo había influido en su propia vida a la hora de tomar decisiones fundamentales, pero sobre todo cómo le había enseñado a observar de un modo que el mundo progresivamente descafeinado en el que había ido viviendo no puede resistir.
De modo inmediato le había enseñado que una vida inauténtica no vale la pena de ser vivida. Que vivir entregado como Iván Ilich a complacer al mundo exterior y a hacer aquello que queda bien y no saber siquiera lo que piensa la propia esposa de uno es además de una vida inútil, un lento suicidio. Aprendió que vivir odiando a la persona que está a nuestro lado y no decírselo jamás es una labor de autodestrucción horrorosamente silenciosa.
Recordó en el decurso de la lectura que treinta años atrás, mientras leía, pensaba “¡yo soy auténtico!” Esa era su meta y su brillante y apetecido norte.
Lo segundo que aprendió es que la gente no muere de repente, como nos han enseñado a pensar con el objetivo de que podamos mirar a otra parte mientras el horrible desgaste se produce ante nuestra mirada indiferente. La gente, aprendió, toma decisiones a diarios, mediante las cuales multiplica sus posibilidades de vivir más y cada vez más intensamente o bien decide marcharse de este baile porque no ha entendido las reglas o porque está cansada o porque la hora ha llegado y de algún modo lo ha captado.
Aprendió a ver eso, como a diario las personas van inclinándose en un sentido u otro y hacen opciones mortales.

continuará...

sábado, 1 de agosto de 2009

Montevideanos. Héctor D'Alessandro




Montevideanos. Héctor D’Alessandro

El Sr. Inspector General de la Salud Pública salió de su oficina a las cinco. Cuando iba a verlo a su oficina, siempre me hacía esperar. Como era su hijo, no podían echarme y el subinspector, un tal Alvaro que esperaba a que mi padre se jubilara o reventara de una vez, se dedicaba a sacarme al terrado, donde estaba el baño y desde donde se podía ver, en la no tan elevada ubicación del quinto piso del ministerio, buena parte de la ciudad.
Allí nos quedábamos, Alvaro y yo, mirando para aquí para allá, haciéndonos los idiotas ambos, mientras a papá, su secretaria terminaba de hacerle su trabajito bucal. Luego, cuando ella se marchaba, Alvaro y papá lo comentaban en un lenguaje que pretendía ser una clave secreta pero que en realidad era una idiotez de disimulo a través del cual yo podía entrever todo lo que sucedía. Alvaro siempre le peguntaba lo mismo, si la chupaba bien, y papá contestaba con unos gestos algo ambiguos que más o menos daban a entender que sí, que la chica lo hacía fenomenal.
Los años pasaban y papá continuaba teniendo a aquella mujer por amante y Alvaro, a fuerza de esperar lo imposible, tuvo un ataque de hemiplejia que lo dejó baldado. Mi padre pareció robustecerse con aquello, algunos domingos incluso íbamos a verlo a aquel desgraciado a su casa. Un cabrón según mi padre, que estaba pegado a su nuca para espiarlo y sacárselo de en medio a la mínima. Un tipo con muy buenos contactos con la dictadura y con los masones más oscuros que se relacionaban con los peores asesinos del gobierno y procuraban colocar a sus acólitos en los puestos más interesantes. Más de una vez le escuché decir a mi padre que de aquel tipo tenía que cuidarse como de la peste. En fin, que papá cuando iba a verlo un domingo y otro también, en realidad estaba cumpliendo una secreta venganza que en el silencio de la privacidad solo a él le daba una satisfacción desmedida.
Cuando volvíamos de aquellas visitas, mi padre estaba lleno de vida. Un tipo de apenas cuarenta y un años, que era además su principal y más peligroso competidor, estaba baldado y hecho un estropajo, y él con sesenta y pico tenía una amante de treinta y pico. Se sentía una bestia salvaje.
Aquella mujer estaba loca, además de tener cara de estarlo. Le gustaba hacer sus trabajitos bucales a mi padre, pero lo más curioso es que también era amante de un primo mío de casi cincuenta años de edad que era presidente de una cooperativa de alcance nacional, quien había logrado aquel puesto simbólico en el que únicamente se estaba para cobrar el sueldo, según mi padre, porque era un ex diputado herrerista favorable a la dictadura. Aquel primo mío tenía un nombre original, se llamaba Edison y aunque no había inventado nada sí había logrado que Mirta le hiciera sus famosos trabajitos.
Por ella, según su familia, se había divorciado de su maravillosa mujer, con la que tenía dos hijas. Mi padre, que era muy realista, decía que no, que se había divorciado porque era un idiota. Pero claro, nadie quería reconocer que mi primo, aún con nombre de inventor y aún siendo un ex diputado y un vago con titulo de presidente de un ente paraestatal, era un redomado imbécil.
Se había arrastrado llorando por las calles de rodillas detrás de aquella loca de Mirta pidiéndole que no lo dejara. Y ella, poseída del extraordinario y vibrante papel de mala, malísima, le dijo que si quería estar a la altura de ella –o alguna otra cosa por el estilo– debía seguirla, abandonándolo todo por ella.
El primo Edison se volvió majareta del todo y acabó divorciado, volviendo a vivir en casa de sus padres, y tomando calmantes. Se pasaba todo el día repasándose el cabello y mirándose al espejo y llorando, mientras sus padres discutían, tal y como lo habían hecho durante toda su vida: mi tío Coco le pegaba a su mujer, ésta lloraba y rompía algunos platos, él se cabreaba más y volvía a arrearle otro par de guantazos y entonces ella se encerraba en su habitación hasta que se le pasara. A todo esto, mi primo, como si nunca se hubiera dado cuenta de todo esto en toda su vida, como si acabara de darse cuenta de que su padre le pegaba a su madre, le hizo frente por primera vez en toda su ya larga vida. El Coco le dio una piña que lo acostó. Entonces Edison fue a la habitación, agarró un revolver que allí tenía y le descerrajó a su padre cuatro tiros. ¡Cuatro! Tres en un pulmón y un cuarto cerca, a dos milímetros, del corazón. Pero el cacho de bestia de su padre no murió, sobrevivió para quedarse allí solo, abandonado y con toda la familia hablando pestes de él. Los cuatro tiros de mi primo no lograron matar a su padre pero sí que liquidaron la cómoda situación general de la familia, la hermana mayor, que no quería llevar a su madre a vivir con ella, que ahora vivía en un barrio bueno y no en la mierda de barrio donde ellos vivían, tuvo que llevársela y no sólo eso, sino que además tuvo que mantenerla; su mamá, como muchas mujeres de su época, no tenía oficio, pero tampoco beneficio.
Mi primo no fue preso, no fue preso porque tenía contactos y porque un psiquiatra rápidamente emitió un diagnostico inapelable por el cual no era responsable ante la ley. En Uruguay, en esa época, sobre todo si eras herrerista y de los que no estaban del todo disconformes con la dictadura, las cosas continuaban arreglándose del mismo modo, de modo que el hombre no pisó una comisaría más de una hora.
Eso sí, el médico lo obligó a permanecer durante un montón de tiempo en un hospital psiquiátrico, de donde salió menos lúcido que una marmota borracha y con la destreza motriz de una babosa.
De aquel modo olvidó a Mirta. Mi padre experimentó cierto alivio, dado que cualquier novedosa mención acerca del malhadado destino de mi primo tras dejar a su legítima mujer, no hacía más que recordar en el enrarecido ambiente de mi familia que esa mujer era también su amante y aunque mi madre expresaba claramente en todos los lugares públicos que frecuentaba –la peluquería, la sala de masajes, la tintorería, la lencería, la casa del embajador de Gran Bretaña, la casa de la podóloga, ante sus hermanas, amigas y vecinas más apreciadas– que ella no se la chuparía por nada en el mundo, que eso no era para ella, que le daba un asco que no podía superar, que era honesta, que si lo hiciera seguro que vomitaba, que no, que ella no la chupaba, no la chupaba y no la chupaba, y sanseacabó.
Ante todo lo cual, yo, que era un niño despierto y que, como decían lo adultos, todo lo absorbía, me hice el firme propósito de casarme con una mujer a la que amara pero sobre todo que la chupara y que lo hiciera de maravillas.
La noche que mamá, quien le tenía cierto fastidio a su hermano mayor por haberle robado la herencia de mis abuelos a ella y a todos sus hermanos, nos contó el fatal estado psíquico en que se encontraba nuestro primo, todos estuvimos o fingimos estar compungidos, mi padre, mi madre y yo, aunque por distintos motivos. Supongo que como humanos nos afectó el destino desastroso de alguien cercano a nosotros. A mí particularmente me alivió el hecho de que probablemente ya nunca más tendría que oir historias de mi primo que recordaran en casa la evidencia de una amante en la vida de mi padre. A mi madre en cierto modo le procuró cierta satisfacción la venganza por mano ajena que el destino se estaba cobrando sobre su hermano, más de una vez la oi decir que si tuviera valor lo hubiera matado ella misma. Por eso mismo será que esos días le oi decir una y otra vez “la justicia tarda pero llega” y al interrogarla sobre porqué decía eso me contestó que alcanzaba con que ella lo supiera. A mi padre no sé si le procuró un alivio grande o pequeño pero lo noté de inmediato mucho más relajado.
Y recuerdo que aquella noche, al ir a acostarme, pensé en mi primo, que estaría en un psiquiátrico y experimenté perplejidad y pena por sus hijas, entendí de pronto que si mis padres, embargados por las emociones, se entregaran a tales desmanes, yo me habría quedado solo y eso es lo que más teme un niño, por eso dí gracias a mi dios particular y recé para que si era necesario que aquella loca continuara con sus labores bucales para mantener el orden familiar yo no me opondría. Recordé cuando iba por las tardes al ministerio, cómo me guiaba una ascensorista ciega hasta la quinta plante, cómo me saludaba por mi nombre nada más subir al ascensor, recordé el misterio profundo que para mí entrañaba el saber cómo me reconocía la ciega, recordé cuando Alvaro me decía esperate un momento, que ahora tu papá está allí dentro redactando un documento muy importante, vení vamos a preparar té de cedrón y vamos a buscar unos bizcochitos para el té mientras tu papá acaba, y recordé también que cuando papá salía de aquella oficina yo le ponía una cara especial que lo hacía sentir culpable y me soltaba dinero y entendí de corazón la importancia de que en mi familia intercambiáramos dinero y mentiras y a veces un cachetazo, otras besos y cariño, pero nunca cuatro tiros.

viernes, 31 de julio de 2009

La Tierra de los Ciegos. Héctor D’Alessandro

La Tierra de los Ciegos. Héctor D’Alessandro

Si locamente sueñas, al llegar a estas tierras, que estás habilitado para llenarte de estímulo -al ver a la gente y conocer sus costumbres- pensando que en el país de los ciegos, el tuerto es rey, desde ya me veo en la obligación de llamarte a recato y al abandono perentorio de tales ideas pueriles. Si lo hago no es por procurarte un daño, es sólo para evitarte el dolor de experimentar en carne propia que esta tierra, por algún extraño motivo que he desistido de averiguar, escribirá sobre tu piel una verdad diferente, que dirá más bien: en el país de los ciegos, los tuertos son asesinados antes de llegar a adultos, son perseguidos y exterminados, incluso mediante el aburrimiento.

Se ha dicho sobre Voces con vida.

Victor Jimenez ha dicho sobre los autores de Voces con vida.

“...Sin duda alguna serán los conquistadores de los nuevos espacios de difusión actuales donde ya se imponen y de los lectores que esperan nuevas voces con vida”.

martes, 28 de julio de 2009

Ver lo que no se ve. Héctor D'Alessandro

Ver lo que no se ve. Héctor D’Alessandro

Desde muy niño me asombró la capacidad de las personas para ver lo que no se ve. Yo me había acostumbrado a dar rodeos inmediatos en torno a cualquier frase que un adulto soltara con extrema rapidez. Como si yo me dijera a mí mismo: “si lo dice rápido es que no lo piensa, ya no lo sabe, ahora no actúa esa persona sino el peculiar patrimonio de estupidez acumulativa que su tradición individual le haya permitido adocenar”. Ese instinto tan certero nunca me falló. Cuando alguien suelta una idiotez a gran velocidad significa que las palabras están hablando a través de él, no está generando nada, sólo basura.

Dentro de esa infinita cantidad de porquería mental están casi todos los dichos populares de todas las tradiciones poliimbéciles del planeta, casi todas las frases hechas y un buen conjunto de falsos pensamientos cuyo vaciedad queda demostrada por la recepción que cualquier adulto sano puede hacer de ellos: una vaga desolación y el silencio propio ante lo irremediable se apodera de la persona. El virus de la idiotez humana acaba de pasar por la estación circular del cerebro una vez más. Tiene parada en todas las estaciones.

De ese conjunto casi infinito me asombró sobremanera esa capacidad para ver lo que no hay que se haya presente en las personas extremadamente poseídas por la mente comunitaria y que no han tenido ninguna oportunidad de parir alguna vez una idea o algo que se le parezca. Decía, esa gente, “has visto a fulano (o mengana) siempre solo (o sola).” Y luego venía la pregunta sobre porqué no está con alguien; nunca nadie cogía por el camino en el que hubiera por ejemplo carteles indicadores que dijeran: “qué feliz se le ve, qué bien está consigo mismo”. Y si se decía algo de esto, inmediatamente agregaban (para cagarla) “si solo/a está tan bien, cuando esté con alguien será increíble”. O bien, “Has visto a tal, qué casa tiene”. “Sí, pero no tiene el coche que tiene perengano”. (Siempre aquello que falta.) “Has visto a fulanita, qué éxito ha tenido.” “Sí, pero no viaja a X”. (Siempre aquello que está ausente).

Yo no me engaño, todos estos que siempre han repetido todas estas bobaliconadas, hoy gobiernan el mundo, desde puestos de importancia y desde cada esquina desde la cual se monitorea el sentido común vigente. Estos, que ayer nomás decían esas cosas, son los mismos que creen en un montón de ideas indemostrables. Son los mismos que creen tener pensamientos propios, son los mismos que creen ver el aura, son los mismos que se preguntan porqué ese petróleo está en ese país de miserables y no en la gasolinera de mi esquina, con lo mona que es, son los mismos que creen tener la capacidad de modificar alguna cosa y los mismos que anhelan algo con una fuerza equivalente a la de un pedo y creen que eso les salvará. Gracias a ellos y su labor constante, ahora me percato, la idea general de dios es una idea negativa y chabacana, es el más elemental de los sentidos comunes y corrientes. Un pensamiento que siempre ha estado volcado a lo que no está, necesariamente va a crear un dios que está ausente, que no se puede ver y que en definitiva nunca se puede alcanzar. Dios, ahora lo veo claro, es el más grande pensamiento de escasez que se haya podido concebir. Es el nombre que se le ha dado a la ausencia total. Ese dios no me gusta, ese dios es suicida, el supremo anhelante de lo que no está aquí y ahora.

Ese Dios no escucha, no puede escuchar, porque lo que yo digo sucede aquí y ahora.

jueves, 23 de julio de 2009

Una antologia sin fronteras. Por Bernardo Ruiz

"Voces con vida surge a partir de la convocatoria del Salón Internacional del Libro para el primer concurso internacional de cuento breve de la Ciudad de México. La única norma limitaba la extensión de cada relato a un mínimo de 400 y un máximo de 800 palabras. En tal medida, el grado de dificultad para distinguir la historia merecedora del premio debe haber sido una pesadilla. Lo muestra el alto grado de calidad de diversas historias.

La distinción recayó en “Plaza, palomas, poesía y papel picado” del escritor chileno Víctor Aquiles Jiménez Hernández, radicado en Suecia desde hace veinte años. La historia me recordó la anécdota de algún escritor ruso encarcelado que debió destruir su obra maestra para poder fumar, o darse calor, lo que mete ruido a mi juicio de la historia. Francamente, encuentro un placer o un interés mayor en otros textos que por su plasticidad o por su capacidad imaginativa me asombraron. Entre ellos puedo citar los de Abraham Lifshitz, Daniela Bojórquez, Nelson Cordido Rovati, Darcy Rodríguez García, Dan Lee, o el de Héctor D’Alessandro, entre otros."



Para leer este texto completo clique aquí: http://escribo-yo.blogspot.com

viernes, 29 de mayo de 2009

Los hombres también esperan a una princesita azul. Héctor D'Alessandro

Los hombres también esperan a una princesita azul.

Héctor D’Alessandro

Desde un buen puesto de observación es posible percatarse, sí, los hombres esperan con ansiedad, una ansiedad de colores, a una princesa que venga a salvarlos. Acostumbrados como están a gobernar la vida con mano firme y a imponer su versión de las cosas de un modo inobjetable, llaman a esta cenicienta conquista de un modo algo ordinario y vulgar, un modo que los llena de jolgoriosa satisfacción cuando hablan entre sí a solas en los vestuarios de un gimnasio, por poner un ejemplo lo más aproximado posible, llaman a esa conquista que corona a la espera “pegar un braguetazo” y se relamen de gusto cuando pronuncian esta expresión y la risa se les cae de la boca como ruidosas flores de cristal que rompieran su irrespeto contra el frío suelo de baldosa. Sí, lo sé porque he vivido muchos años de quintacolumnista entre ellos –confieso que no me han gustado–, cuando los hombres sufren, se lo hacen pagar a los otros; cuando piden limosna, dicen que te están haciendo un favor. Pero desde mi balcón privilegiado, los he visto mendigar amor y llamar a eso "conquistar a la muchacha", los he visto valerse de muchas artes bien arteras, fingirse distintos de sí mismo para entrar en el palacio apetecido con cara de vanagloria y de redentor. Y también los he escuchado infinitas y oscuras noches apestosas de malos sentimientos. He escuchado al prometedor estudiante de no diré qué carrera profesional pensando en que si la hija del rector de su universidad le hiciera un poquito de caso a él se le abrirían un sinfín de posibilidades. Todavía hay gente que piensa estas cosas sin calcular el precio que paga. Desde mi tribuna floreada he visto perderse muchas fortunas por amor verdadero o por amor turbio y torcido, pero jamás he visto a nadie perder el amor antes de tiempo y por dinero. Cuando las fortunas se pierden van a la cloaca general y son cloaca. Cuando el amor se pierde se transmuta, se hace odio que es la otra cara del amor, no su contrario, el contrario es la indiferencia emocional. Cuando el amor se pierde, el palacio se hace pequeño y sus paredes, que son infinitas, se achican y se achican y aprietan y aprietan hasta que le vida parece sosa e inútil, vacía, sin flores y aburrida, entonces la persona explota y tira de sí o se tira por el foso de su palacio, se rompe en mil pedazos, saliendo de sí ya definitivamente. Yo sé de esto porque por amor o por sus sobrantes vituallas después de la batalla lo perdí todo, lo perdí todo muchas veces, y cada vez me resarcía a mi mismo en el momento de recuperar la sonrisa y decirme a mí mismo, aún sin creérmelo, "allá voy otra vez, yo confío, yo confío, soy confianza ambulante a toda hora". Yo he visto llorar a aquel amigo equivocado que decía que ella lo había dejado y que dónde iba a encontrar otra igual, y yo le decía que en la próxima esquina, porque soy así, y el me miraba como para darme un cachetazo y me abrazaba y lloraba y decía que estaba desolado. Sí que lo estaba, estaba desolado y aislado y solo como un perro , aunque yo estuviera allí y lo mirara con conmiseración. El amor te rompe el pecho, te lo rompe como una jarra de barro, como una tinaja, te lo rompe para que aprendas, pero yo he visto a los hombres de mi club apretar los puños sanguíneos y las mandíbulas sin sangre y tirar para adelante con el cuento de que son fuertes y que no pasa nada, mientras esperan el infarto masivo de miocardio en la parada destinada a esa actividad patológica. El hombre no se calma, ruge hacia dentro y explosiona en mil pequeñas sensaciones interiores y desagradables, espurias, venenosas y malignas. Eso le pasa porque en su ingenuidad aún espera que lo salven, que venga aquella muchacha adinerada e inteligente, sensible, buena y sensual, sofisticada, amorosa y animada, que le perdone todas sus imperfecciones, brillante y sociable, ingeniosa, tierna y salvaje, erótica, sagaz y fuerte, temeraria, valiente y tan oportuna que aparecerá justo en el momento adecuado para evitarle un sucio enfrentamiento con toda la cohorte de demonios interiores, los mayores y los menores, tan oportuna que lo distraerá agradablemente una vez mas con mimos y caricias y le evitará esa torva mirada que lo acecha desde el espejo donde se peina agitado esquivando a la hidra que atisba desde el otro lado del azogue.

Todo eso pedía un amigo, otro amigo, otro más, nada piden menos que la perfección, nada dan, sólo exigen, siguen haciéndolo, sufren pero no lo saben, son niños muy dolidos y trastornados viviendo de prestado en cuerpos de hombres grandes, yo los miré mucho tiempo con complicidad, luego vino el tiempo de la pena, luego del asco, ahora sé que está llegando la aceptación porque no me interesan. Sólo tengo ojos para quien me gusta, hombre o mujer, y para mí, a quien en el espejo a veces veo hombre a veces mujer, a veces tigre y a veces ratón, resido en medio de la furia y del dolor, me quito un velo y otro de la vista, y doy un paso en una tierra de desnudez, mi corazón va expuesto, esa gente ya no me habla, el mar lame mi herida, cuando sea inocente dejaré de creer en cuentos de colores, entonces veré el sol.

martes, 5 de mayo de 2009

La historia de Elsa. Héctor D'Alessandro




La historia de Elsa. Héctor D'Alessandro

Conocí a Elsa a poco de vivir en España, llevaba dos años. Si algo había aprendido era que los que nos habíamos exiliado voluntariamente sosteníamos un desprecio constante y un ardiente aborrecimiento por el paisito. Es más, esta mera palabra nos revolvía las tripas hasta provocar una nauseas color verde. Me daba cuenta asimismo que los que había debido irse forzados, sobre todo por la situación política dictatorial, no vivían aquí en España ni en ningún otro sitio donde se estuvieran, sino que se encontraban atados por vínculos muy firmes a su país, a nuestro país, y de hecho luego, al volver, se reintegraron como si nunca hubieran salido y su larga estancia en el extranjero se convirtió en una horrible y extensa pesadilla. Algunos, tras varios intentos de afincarse, volvían a largarse, ahora como emigrados.
Elsa me llamó la atención, porque era comunista o ex comunista y sostenía hacia el país a pesar de haber salido como exiliada un odio eterno. Cuando la conocí, hacía poco que se había comprado un pequeño hostal en un parque nacional en Asturias y se marchaba una vez mas, luego de décadas en Barcelona, donde tenía un bar que los skin heads le incendiaron y no olvidaron pintar en la puerta “Fuera Sudacas” justo en una época en que el gobierno local de la ciudad estaba recalificando los terrenos en esa zona.
Era judía, hija de un judío polaco que instaló una fábrica bastante conocida en el Uruguay luego de años vendiendo caramelos en la puerta de la Caja de Jubilaciones.
Hija única, se convirtió en heredera única y le brindó a su padre el regalo de amor filial de verla casada, casada con un chico “de la colectividad”.
Llevaba a sus espaldas seis años de casamiento, dos hijos y otros tantos años de militancia en el PCU cuando se produjo el golpe de estado en Uruguay. Ella fue presa de inmediato. Le iban a quitar todo, perdería a sus hijos, a su joven esposo, sus bienes pero, le dijeron los milicos, hay una solución.
Estaba desesperada a tal grado que no sentía el dolor físico de las horrendas torturas que le habían infligido. ¿Dónde está mi marido? ¿Dónde mis niños? Suerte que mi papá no tuvo que ver esto.
Un día, los soldaditos, la vinieron a buscar y le comunicaron que tenía una visita y, con una sonrisa agregó uno de los soldados queriendo transmitir la importancia del suceso: un abogado.
Cuando entró a la oscura sala de paredes verdes descascarilladas apenas veía, le dolían los ojos, le dolía el cuerpo, recuerda que sintió el enorme peso de su cuerpo en ese momento en que pudo relajarse. En la sala estaba su marido y un hombre desconocido, sería el abogado. Extendió las manos hacia el marido buscando el contacto y preguntó por los nenes en el mismo momento en que el abogado acercaba su cuerpo y su cabeza engominada a la mesa y ponía una carpeta rosa sobre el fondo rayado de la antigua mesa de firme madera. El marido retiró las manos y Elsa sintió frío. El marido miraba al suelo mientras el abogado comenzó la retahíla, enumeró todos los elementos negativos que pesaban en su contra y la enorme conveniencia de la solución que había encontrado.
Cuando llegaba a esta parte, a Elsa se la hacía un nudo en la garganta y retorcía la muñeca mientras apretaba el puño. Si hubiera podido, habría matado a alguien. Su situación era de “desaparecida”, en ningún expediente constaba como detenida. Si no aceptaba lo que se le ofrecía en ese momento su destino además de mortal podía resultar por siempre desconocido. Ella había colaborado toda la vida con el partido Comunista, su futuro, por lo tanto estaba sellado como un sarcófago. La alternativa que se le brindaba ahora era firmar de inmediato el divorcio, dejar los niños en manos de su marido y venderle todos los bienes a este con el objetivo de no perderlo todo y teniendo en cuenta que ahora él debería criarlos y necesitaría este patrimonio ya que la desorejada de su madre no había pensado las consecuencias de sus actos. A cambio la sacarían de inmediato y España le daba asilo.
En ese momento Elsa se levantó y pidió o mas que pedir se permitió a si misma un acto que iba contra su propia raza, contra toda su vida pasada, contra el honor y la memoria de su padre, pero además de darle un cachetazo a su maridito chico bien de la colectividad y escupirle, le dijo con más ganas que nunca en toda su vida y de un modo que le salió de las mismas entrañas: ¡Judío de mierda!
Esta es su historia, me la contó mientras hacía las maletas una vez más. La vida la revindicó, encontró un hombre maravilloso en un asturiano fuera de serie que la amaba y pudo volver un día a Uruguay y hablar con sus hijos sobre lo que había sucedido.
Tuve la tentación de indagar algo obvio, si al volver la democracia había iniciado una demanda contra su ex marido, pero sentí que era inútil preguntar eso a aquella mujer que aguantó dos semanas de picana eléctrica en al vagina y en los pechos, violaciones y patadas y que luego renunció a todo y como una autentica leona pensó "los criará un perro pero crecerán vivos y sanos, yo estaré viva, la vida da vueltas y yo volveré a arreglar esto". Seguro que lo habrá arreglado, al menos dentro de su atribulado y contradictorio corazón, eso es lo que pensé y también me quedé largo rato pensando eso de que la vida da vueltas y la clamorosa carnalidad trágica que tenía en este caso, y pensando en su marido me dije a mi mismo que no podía entender cómo había gente que habiendo oído este dicho popular toda la vida, a veces lo olvidaban.

lunes, 4 de mayo de 2009

Escritor alado pone un huevo en la Rambla. 2 Héctor D'Alessandro

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Escritor alado. 2
Héctor D’Alessandro
Tumbado en el frío suelo irregular, rodeado por una masa diversa de gente despistada y curiosa, con el sol obstaculizando mi visión, podía sentir en el rubor de mis mejillas la intensidad de algunos pensamientos circunstantes. Casi seguro que alguno de aquellos turistas de la vida al mirarme allí tendido en plena calle de una ciudad muy concurrida acunando un huevo grande como el de una gallina, pensaría en mi circunstancia y sobre todo en mi mirada, más parecida a la de un cervatillo, tierno y triste a la vez, que a la de un ser humano.
Esa era la sensación, extraña por demás y melancólica en un grado superlativo, que hasta mí llegaba, y parecía atravesarme el pecho y el corazón y los pensamientos difusos que mi cerebro podía albergar en circunstancias tan originales como agrestes y a la vez, sudada y aromáticamente, animales.
Un periodista vano y superficial a quien conozco desde hace años y de quien realmente sólo conozco su conversación, puesto que de su trabajo sólo me han llegado comentarios de terceros que le han jurado una perenne discordia, atinó a pasar por allí, se tropezó con la punta de su zapato de moda y se detuvo para inclinarse, alguien le dijo al oído de un modo que yo y cualquiera que por allí pasara, sano o enfermo, curioso o indiferente, pudiera oírlo: “ parece mentira, en una época deslavazada y evanescente, líquida, imperturbable y suave, como la nuestra, éste hombre comete a plena luz del día un acto de visceralidad palpitante. Hay gente a la que no puedo entender”.
Y dicho eso, pareció declararse, interiormente, conforme, porque nada mas pronunciar sus diáfanas palabras, se alejó como si no deseara o no pudiera desear una respuesta o como si no conociera esta posibilidad.
Esta fue, digamos, la primera iluminación bufa de aquella mañana tan contundente de mi peculiar destino.

sábado, 2 de mayo de 2009

Escritor alado pone un huevo en la Rambla. Héctor D'Alessandro


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Escritor alado que pone huevos en la Rambla.
Héctor D’Alessandro
La ventaja de ser famoso consiste en que uno no necesita presentaciones, las personas que a uno lo conocen se consideran a sí mismas como una suerte de mistagogos oficiantes de una misa para iniciados, conocedores absolutos de todos los secretos que a uno le conciernen. Gracias a esta condición, no tendré que explicar una vez más mi biografía y entrar en todos sus variopintos detalles. Ya sabe la gente que soy un escritor “alucinante” y que trabajo en un hotel y que por eso cruzo la Rambla, al menos una vez cada mañana, para dirigirme del Hotel a la librería que suelo frecuentar. Conocer esta rutina me ahorra entrar en descripciones inútiles de esta arteria principal del corazón de la ciudad y me permite ir directo al tema que nos convoca. Los periódicos no se dieron tregua a la hora de publicarla. De inmediato adornó las páginas principales. “Escritor uruguayo pone un huevo mientras cruza la Rambla a mediodía”.
La duda principal que me asaltó con violencia fue el porqué de destacar mi nacionalidad y pensé que gracias a la perentoria suma de esta noticia con aquella otra que llegó a comentar en la prensa uno de los hermanos Goytisolo, (no el que murió, el otro, pero el que vive en España) sobre un licántropo uruguayo más o menos comprobado, se demostraba que las personas procedentes de ese país estaban poseídas por una extraña tendencia mitológica a la transformación animal.
Me invadió de inmediato una inmensa pena, una pena honda y pesada como una losa, recordé a una chica que me gusta mucho y no pude evitar pensar que ahora, que la prensa ya me sacaba bajo esta misteriosa luz ornitológica, ella, poseída por esa óptica predominante, no podría evitar verme como a un ave. Y esto si no se le daba por verme como a un “ave de rapiña” u otros bichos alados con mala prensa. También se me ocurrió pensar que ahora ella ya no podría evitar pensar que si un día nos dábamos unos besitos cariñosos, se vería asaltada por los múltiples sentidos de la palabra “piquitos”. Y esto, me pareció, podía resultar extenuante.
Cuando estaba a punto de llorar, un pensamiento jocoso vino en mi ayuda y me alivió con la imagen farandulera y humorística de un conjunto de personas que vendría exclusivamente para ver si lograban estar presentes en el momento justo en que yo pusiera un huevo. Me imaginé que de pronto esta virtud que yo tengo y que acabo de descubrir, (soy un ser humano “ponedor”) se interrumpía por alguna razón oscura y misteriosa y me vería obligado a convocar a una rueda de prensa como corresponde para explicarlo. Esta es, quiérase o no, la esencia de la personalidad pública, hace algo inhabitual y debe explicar cada unos de sus movimientos a fin de que su característica original, gracias a la cual se ha hecho persona pública, se mantenga preservada y en caso de pasar a un estado de obsolescencia, debe explicar de inmediato sus razones o sin razones.
Luego de estos pensamientos tuve otros, tales como que alguien, con seguridad, diría que, para ser precisos, en la Rambla no había puesto mi primer huevo y que por lo tanto el comienzo de mi vida ornitológica no podía localizarse allí con certeza, que la prensa, para darle mayor resonancia a la noticia la había ubicado allí.
Pero mi alarma interior se desvaneció de inmediato, dado que una foto, obtenida a tiempo por un avezado fotógrafo me destacaba en medio de una multitud encima de la incontestable figura circular de Miró en plena Rambla acunando con intenso y paternal mimo a mi huevo.
Estoy allí, recostado en el suelo, rodeado de arte, con el huevo a la altura de mi ombligo, en un gesto quizás todavía un poco mamífero, pero el destacable primogénito que se encuentra a mi lado y a quien mi perdida mirada de parturiento observa con amor es, a todas luces, un huevo bañada por una tenue luz solar.
Mañana les contaré lo que ese primer maravilloso parto significó para mí.

jueves, 9 de abril de 2009

"La Maga" soy yo. Héctor D'Alessandro

“ La Maga ” soy yo. Héctor D’Alessandro

Yo soy una mujer que se alejó del dolor; que se hace la boba para divertimento intelectual de cuatro fracasados. Finjo tropezarme con gesto tierno, finjo olvidos llamativos y finjo también que no me duele aquello que me duele. Me engañaron durante todo el tiempo de mi larga, extenuante huída. Recorro el camino masculino del conocimiento vacío, del acumulo de información banal. Sigo a Horacios que dejan morir a mi hijo y yo miro a otra parte. Soy la mujer masculina adecuada para un hombre idiota y renegado, para un hombre que se preocupa por los grandes temas metafísicos y sociales que competen a la gran humanidad y no me compra ni un bizcocho. Soy la adecuada idiota formada para beber la sabiduría de hombres rioplatenses ávidos de volcar su semen en mi interior.

Soy en el fondo, un animal sofisticado, cuando el hombre se cansa de mi y decide darme una patada yo no pienso nunca qué cruel, que cabrón, que putada, no, yo pienso que la contratransferencia y el azar de los encuentros y quizás incluso ese otro lado de la vida que te llama y otras cosas así de lindas y así de pavas para no ver la clase de monstruos que andamos hechos desde hace un tiempo mientras pensamos que el sistema o que la refundación de la palabra sagrada o que la vuelta cíclica de los momentos y otras pavadas para acompañar el mate de la tristeza y sobre todo de la injusticia. Algo que no piensan todas esas pavas que surgen de cuando en cuando para repetir "La Maga soy yo".

(P.S. del Autor.- Cuando cumplí 18 años tenía más libros leídos que Giovanni Papini a la misma edad, y el espiritu de Gog hablaba en mí a toda hora del día, desde aquella época quería ver esto con su claridad)

viernes, 20 de febrero de 2009

Parejas. Héctor D'Alessandro


Parejas. Héctor D’Alessandro
Para Carla Carissimi
Hace muchos años yo tenía una novia que siempre estaba pensando en casarse; dominada por su afán, no hacía más que decirme, una y otra vez, o darme a entender de mil maneras posibles, que deseaba un gesto mío, el gran gesto, que le pidiera casamiento. No lo voy a negar, me agobiaba su impulso, me aplastaba su impetuoso afán, y acababa aburriéndome con sus edulcoradas palabras.
Ella era una mujer fuerte, yo lo sabía.
Un día, cogiendo fuerzas de flaquezas, le propuse un ejercicio a la medida de nuestras energías.
Le dije:
“Mira, tú sabes cuánto me cuesta esto, entonces, vamos a hacer una cosa, si a ti te parece. Yo te voy a pedir casamiento. Pero necesito una semana para prepararme y que cuando llegue el momento, yo me lo crea, pero sobre todo, que cuando lo diga pueda creerlo y lo más importante, que una vez dicho me lo haya creído.
Ella, que era una mujer con capacidad para respirar a grandes alturas, aceptó el reto, e incluso se entusiasmó. Comenzó a prepararse con gran ilusión y seriedad, con una vibrante naturalidad. Le aportó al plan general unos matices extraordinarios e interesantes. Comprendió cabalmente el alcance de nuestro acto. No se trataba de realizar un ritual social vacío de contenido para luego ir corriendo a contárselo a los amigos y a la familia. Ay, me pidió, Ay, le pedí. Era un acto para nosotros que luego, convalidado por nuestra experiencia íntima, se repetiría para un público más amplio y merecedor. Propuso además, que luego del día de la pedida, analizáramos todo durante un período moderado y prudencial después del cual decidiríamos qué hacer en esa otra frontera de nuestra vida: la cara pública.
Llegado el día, cumplimos con todos los pasos del ritual, cenamos fuera, fuimos a una sala de baile de carácter muy romántico, melodioso e íntimo. Tomamos una copa y volvimos a casa, donde teníamos ya preparado todo y yo saqué los anillos, la única sorpresa que aún faltaba.
Recuerdo que me acerqué a ella y le dije “¿Quieres casarte conmigo?” Y recuerdo que estas palabras salieron de mi boca con enorme energía y naturalidad, con gran convicción, y algo dentro de mí se sintió claro y directo y seguro de lo que decía y de lo que hacía.
Ella me miró y se quedó muda, me estuvo observando largo rato. Extendió su mano y acarició mi frente ansiosa, me tiró un beso y me miró con una profundidad que me sacó de mí, me hizo trastabillar interiormente, me hizo temer y dudar. Entonces, un cierto personajillo que llevo dentro, que sale a relucir en estas ocasiones hizo aparición en escena y dijo:
“Antes de responder, quiero que sepas que si me dices que “Sí”… podré comprenderlo”.
La petulancia de este último comentario movió su mano, se la llevó a la boca, rompió la serenidad amorosa de la escena, el único tenso era yo, y la hizo reír. Esto me tranquilizó, después de todo ella siempre había dicho que quería un hombre que la hiciera reír.
Rió largo rato, se secó una lágrima que no comprendí y luego me acarició nuevamente y me acomodó un mechón de pelo rebelde.
Al fin, contestó:
“No, no quiero casarme. Pero hasta este preciso instante no lo había sabido.
En ese momento me sentí fatuo y tonto, y avergonzado. Por un instante alenté la ilusión de que fuera una broma pero no, no lo era.
La miré y pensé que estaba hermosa, dura, firme y hermosa diciendo “no”. Estaba, además, enorme, y cobré una repentina conciencia orgullosa de que realmente era una mujer que podía respirar a grandes alturas emocionales, que yo también lo era, de hecho estaba de rodillas ante una mujer gigante sintiéndome un grandullón ávido de cariño y de ternura. Pensé decirle que era la persona más extraordinaria que había conocido y que el acto, ese triple salto mortal que acabábamos de ejecutar, era el acto más intrépido que yo había realizado en toda mi vida y que indudablemente esto nos haría aún más fuertes, y nos dejaría preparados para recibir realmente a una persona adecuada en algún momento del futuro. Todo esto pensé decirle, y si se lo hubiera dicho habría estado fenomenal porque en realidad eso fue lo que sucedió, pero si no se lo dije fue sólo porque ella, una vez más, se me adelantó a pronunciar aquellas palabras.

domingo, 11 de enero de 2009

La maestría interior y el aprendizaje literario. Héctor D'Alessandro

La maestría interior y el aprendizaje literario. Héctor D’Alessandro
(Este relato-ensayo está incluido en el libro "La Profecía Tlön", que puede comprarse en la página web de Bubok cuyo enlace está en este blog.)


Todo escritor debería recapitular alguna vez y discernir qué ha aprendido y sobre todo dónde lo ha aprendido; en términos generales, una labor de esclarecimiento radical sobre el importante tema conocido como "de dónde vengo"; y sería interesante que lo hiciera, como mínimo, para clarificar hacia dónde va. (Esto no es más que un ejercicio que propongo.) H.D.

Hace muchos años que me di cuenta que simplemente como escritor –alguien con habilidad artística para disponer palabras y frases de un modo ordenado con efectos estéticos en quien lee– no iba a alcanzar la totalidad de mis propósitos en tanto artista del arte literario. Sabía que necesitaba algo más; no sólo experiencias personales y el desarrollo de una concepción personal o filosofía literaria acerca del mundo en que vivo y el mundo que creo cuando me dispongo a construir esos delirios conscientes que son las narraciones.

Ese algo más era una comprensión sobre los fenómenos de orden mental que discurren detrás de la creación de ficciones narrativas, que las abarcan y que, de alguna manera, las superan.

Sabía que para crear todas las ficciones derivadas de la multiplicidad de imágenes que discurren dentro de mi cerebro, debía dominar algún tipo de arte o economía del uso de la mente, que me permitiera gestionar la desbordante entropía cerebral que a diario y durante toda mi vida me ha traído y llevado como olas en el mar. De ello, buena prueba es este blog donde todavía algunas personas se asombran de mi capacidad para crear dos o tres cuentos extensos por semana y alguno que otro más breve casi a diario.
Todo está basado en un método material.

Yo no creo que nadie pueda realizar lo que otros hacen –en este caso, escribir un cuento aunque sea breve a diario de una aceptable calidad artística– siguiendo meramente unas memorizadas reglas básicas de tipo mental.

No.
Al igual que John Gardstein creo que el escritor debe valerse de todos los métodos a su alcance para incrementar sus posibilidades creativas.

Por suerte, desde hace quince años he puesto en práctica esto que digo.

Todo comenzó un día de 1993. Había terminado una novela y me dí cuenta de que no había disfrutado escribiéndola, sino que por el contrario había sufrido mucho y sobre todo me había costado un esfuerzo enorme corregir y redondear algunos pasajes. Qué suplicio.
Decidí dejarla en barbecho. Aun continúa en esa situación, pero la he reescrito dos veces, y esto último jamás hubiera entrado en mis previsiones iniciales. Si alguien me hubiera dicho a modo de profecía que reescribiría dos veces esa novela para acabar disfrutando del resultado final y aun así considerarla una obra menor, habría pensado que esa persona estaba loca, pero eso fue lo que sucedió.

En medio, lo que sucedió fue que agotadas casi todas las posibilidades de experiencia ya solo me quedaba empezar con la práctica de algún tipo de actividad que fuera ilegal o autodestructiva y ahí estaban mis límites. Fue entonces que decidí, creo que con sabiduría, que ya estaba bien de mundo exterior. Ya era hora de entrar en mi y ver qué había allí y qué se podía hacer con aquello. En el camino había dejado atrás una vida relativamente cómoda y promisoria como autor de best sellers en el Uruguay. Un autor extraño que publicaba best seller y al mismo tiempo escribia sofisticados ensayos que me garantizaban una entrada de primera linea en la "intelligentzia" del lugar. Además de publicar ensayos premiados sobre temas "socioculturales", fui el primer autor que escribió la historia de una prostituta, que intentó presentarla en un prostíbulo -las agencias de noticias internacionales ya estaban ávidas en esa época de este tipo de basura y se hicieron eco de aquella novedad- , fui también el primer autor de la vida de un travesti que era al tiempo líder de un movimiento religioso y que gracias a mi biografía de su persona casi llega a ocupar una banca en el senado. Esto me había dado cierto renombre, ese tipo de renombre que hace que te llamen de los medios de comunicación para preguntarte cosas peregrinas acerca de la “especialidad” que la sociedad empieza a atribuirte. Me harté de todo eso, sentí que todo aquello me estaba asfixiando. Y salí de Uruguay poniéndome de acuerdo con un amigo en que nos reuniríamos en Barcelona, España. Y con la promesa de un contacto, que me falló, de que me conseguiría una beca para estudiar en EEUU. Me quedé, muy a gusto en Barcelona, y mi amigo nunca vino, se volvió loco, me llamó por teléfono una noche, me habló durante horas, como si no me conociera de nada, me volvió a contar toda su vida, la cual yo conocía de memoria, y cuando terminó su narración se pegó un tiro y se mató.
Nadie puede imaginar el frío tan horroroso que se siente en una circunstancia como esta. Es un frío, verdaderamente, de ultratumba. Es el frío de algunos cuentos de Poe, de Horacio Quiroga o de Lovecraft.

Bien, parecía que todo en el vida me estaba diciendo que las amarras se soltaban y que mi destino, de algún modo estaba aquí, donde estoy, en Barcelona.

Fue entonces que me dije a mi mismo que si viviría aquí, lo haría de la mejor manera posible. Y la primera medida fue una de higiene mental. Deseaba liberarme de mi pasado y las huellas tan oscuras que por momentos parecían predominar en él.
Así fue que empecé a practicar la meditación trascendental por propia iniciativa y en estos pasos me guió una amiga que luego moriría muy joven y que me pidió que estuviera a su lado durante su último año de vida. Ella me enseñó a trabajar con mi mente; a meditar, me enseñó la diferencia entre meditación, relajación, relajación dinámica, visualización, visualización guiada y un sinfín más de técnicas o, como diría Michael Foucault, “tecnologías del yo”. Fue la primera mujer catalana que realmente fue una amiga para mí. En esa época estaba de moda “Forrest Gump” y recuerdo que nos gustaba considerarnos mutuamente como “mi muy mejor amigo” y hasta el final lo fuimos; nosotros mismos nos sorprendimos de cuán amigos éramos. Yo, habiendo perdido, por obra y acción de la señora de la guadaña, a toda mi familia directa, padres y un hermano, realmente no había, digamos, “acompañado” a nadie hasta el final, era muy joven y no sabía ni cómo se hacía y además lo rechazaba como a la peste.
Durante aquel año y medio que convivimos, aprendí cosas sustanciales que recordaré durante toda mi existencia. Y por primera vez en mi vida reí y disfruté a gusto y a fondo de momentos increíbles. Una de sus frases favoritas era “qué bien se está cuando se está bien”. En ningún momento tuve conciencia de estar al lado de alguien que “se esta yendo”, todo lo contrario, tuve la sensación de estar al lado de alguien aguerridamente asentado en la tierra, tanto que incluso cuando algunas veces discutimos –y fueron muchas las veces– no tuve ninguna piedad ni consideración por su situación, no le hablé con la voz tenue con que se habla a alguien que “está en esa situación”. Claro que yo no me daba cuenta, no me di cuenta sino una vez, cuando ya estaba en la etapa final y un día me dijo “de todo lo vivido te agradezco que siempre me hayas tratado como a un ser humano completo, que no hayas tenido ninguna piedad especial”. Yo no entendía de qué me hablaba y ella entonces me lo explicó y yo tomé conciencia tardía de algo tan evidente. Ella agregó entonces que nunca hubiera podido imaginar que yo la quisiera tanto.
Eso me quebró y lloré y recuerdo que entre llanto y risas le contesté “esto no vale, esto es jugar sucio, demagoga de mierda”. Entonces ella, que ya había perdido por completo la noción de su propia imagen, me dijo con una seriedad que yo nunca había visto en nadie “dime la verdad, Héctor, me muero, ¿no es así?”

La única manera de responder que encontré fue mirar al suelo y mover la cabeza, como el que no quiere decirlo pero acaba diciéndolo.

Entonces, ella, saliendo de su estado, medio aquí, en esta realidad, medio en otra realidad, me dijo algo que me devolvió la luz para todos los años venideros. Me dijo: "no te atormentes más Héctor, no estuviste con tus padres ni con tu hermano porque en vida estuviste a su lado, no necesitabas estar a la hora de la muerte. Eres un ángel, pero un ángel de vida. Y ellos lo saben, quédate tranquilo porque has sido un buen hijo y un buen hermano”.

Entonces yo, que había sido un ateo de esos que dicen gilipolleces y había pasado a ser un creyente idiota de esos que dicen que “algo habrá” y “energías hay”, me rompí energéticamente, de un modo demoledor, me rompí por el lado de las emociones y me liberé del peso de una década que estaba encima de mis espaldas.

Ese día salí de aquella casa y avisé a su familia que se encargaran ellos porque yo estaba extenuado y ya no podía continuar. Solo vivió tres días más. El día que murió, lo hizo a las once de la mañana y a esa hora yo estaba durmiendo y en sueños la vi que me decía: "ya está Héctor, me voy. Adiós".

Me desperté y llamé a un homeópata que me recetaba esencias florales y le conté mi sueño. El me dijo eso es que ella ya se ha liberado, en cualquier momento se irá.
Y al momento siguiente sonó el timbre de la casa y vinieron a avisar que efectivamente “se había ido”.

Recuerdo que por primera vez en mi vida me reuní con otras personas para celebrar una reunión en la que bebimos y en la que celebramos –en lugar de lamentarnos– los años que habíamos compartido con ella y cada uno contó los mejores momentos que compartió con la que se había marchado.

Durante el año y medio que compartimos, trabajamos muchísimo en la técnica de John Bradshaw de la recuperación de niño interior. Y recuerdo que, como nunca antes, yo iba quemando etapas a pasos agigantados e iba “integrando” (un concepto y sobre todo una experiencia enteramente nuevos para mí) pasadas emociones y experiencias en mi yo actual. Llegamos a hacer varios seminarios de esta técnica impartidos por nosotros, yo ya era un audaz, pero con ella nos multiplicábamos en osadía. Hacia el final recuerdo incluso que hacíamos un espectáculo de danza en la que mezclábamos el tai chí taoísta, la salsa y el tango y la meditación en una puesta en escena que llamamos “Buda baila tango” y que hicimos en público en un escenario de la Fira de Montjuic. Estábamos como cabras y la vida valía la pena de ser vivida intensamente.
Luego de aquellos años me entregué a fondo a la meditación Vipassana y a los ejercicios secretos de los maestros taoístas e hice un poti poti personal de ejercicios con los que trabajaba mi persona de manera continua.

En esos años me vinculé a chamanes, algunos unos farsantes y otros realmente buenos, y por fin me metí a fondo en “Rebirhting”, técnica que continúo practicando con el mismo entusiasmo una década más tarde. Habiéndola mixturado con cuanta cosa aprendí en medio.

Fue en el rebirthing, que conocí al maestro o gurú más interesante que nunca antes había conocido. A Adolfo Domínguez Martínez. Una persona con una extraordinaria capacidad telepática para darte al primer impacto un golpe certero exactamente donde el zapato te aprieta y con la habilidad amorosa para retroceder a tiempo para no espantarte, para trabajar en todo momento a tu favor y en contra de tu ego.

Fue con él, durante el año y meses del curso regular de formación, que trabajé en su taller-hogar-templo de sabiduría, que entendí y se me grabó, como nunca antes, que el ego es una construcción tardía y automática con la cual se puede hacer de todo menos tomársela en serio de un modo solemne. Su entrenamiento, igual que el Vipassana, es considerado por algunos como el método más radical de acabar con la tontería y la basura psíquica interior y abrirse paso verdaderamente a una vida más pletórica y llena de verdad.

Adolfo Domínguez fue para mi, como para las otras personas que participaron en aquel curso tan intenso, con quienes conservo una amistad imperecedera –realmente, durante aquella magnífica formación, conocimos todas nuestras caras y las aceptamos– el catalizador de un auténtico renacer o despertar a una vida más intensa y consciente. Sloterdijk habla de la “doma” que el pasó con Osho y de los juegos trascendentes que el maestro proponía y al leerlo no podía evitar pensar que por suerte tenemos en España a un maestro de la calidad inmensa de Adolfo. Aún me quedaba por pasar por muchas otras “domas”, cuando te vuelves consciente todo es una “doma”, pero aquella conserva toda la expansiva fuerza detonante de una iniciación verdadera.

Volviendo al motivo inicial de este escrito, todo mi mundo literario se vio reformulado. Y no una vez sino varias veces en estos años. Yo venía de la escuela de Gide, según la cual los buenos sentimientos no producen arte verdadero. Y, habiendo pasado por todos los infiernos del dolor, era el testimonio vivo de que se puede sonreír con el viento en contra. Para nadie es más verdadera que para mí la metáfora de Albert Camus que dice que en medio del invierno un sol inmenso surgió en mi interior.
De modo que llegaba a los cuarenta y no había escrito la gran novela total que acabaría con todo lo conocido hasta ese momento, una meta que inspira a miles de escritores en todo el planeta, guiados por los conocidos ejemplos de Joyce, Cortázar, Sabato y otros. Fue entonces que decidí volver a mis orígenes y con la mayor de las modestias, con varios premios encima, me apunté a cursos de narrativa y novela. Recuerdo que Pau Pérez, el director de le Escuela, me dijo ¿quieres hacer la prueba para entrar directamente al curso de novela? Y yo recordé a Adolfo que me decía que no fuera cabrón y que doblara el cogote y trabajara de verdad. Aquel recuerdo me inspiró para decir: “no, quiero comenzar desde el abc”

Pasaron los años y mejoré de un modo formidable, que a mi mismo me asombra. Y entiendo al fin la relación dinámica que se crea a partir de la vibración presente entre el maestro y el alumno. Entendí de un modo directo, por primera vez en mi vida, aquello de que “cuando el alumno está preparado, el maestro aparece”.

Esta noche, escribiendo este texto, aparece.

Vamos directo al tema.

¿Qué es un maestro? Pero, ¿qué es un maestro en términos de crecimiento personal, de desarrollo espiritual y humano? ¿Qué es un maestro para el zen, una disciplina insoslayable al tratar este tema?

Un maestro es ni más ni menos que un espejo.

Recuerdo que, en Uruguay, en bachillerato, teníamos un profesor de astronomía que era militar, un militar a quien casi todos temíamos, y de quien se contaban historias tenebrosas, que si había capturado guerrilleros tupamaros, que si los enviaba dentro de una gigantesca red colgada de un helicóptero a un cuartel y que si daba órdenes de soltarlos desde lo alto en la azotea del establecimiento. El tipo aquel tenía el grado de coronel y su apellido era Blanco y como todos los profesores que inspiraban miedo no tenía un nombre de pila que se pudiera recordar, ningún elemento que lo humanizara ante nuestros ojos. Pero de él recuerdo que un día, hacia el final de año, nos dijo que él se mostraba severo como “recurso” para que interiorizáramos repetidamente unos contenidos, pero que el objetivo no eran aquellos contenidos sino que repitiendo el procedimiento “aprendiéramos a aprender”, que ese era el objetivo autentico de su enseñanza y de la enseñanza en general.

Bien, ese es el tipo de maestro “entrenador” que te enseña a seguir un protocolo y se espera que mientras sigas paso a paso el protocolo, llegues a unos resultados lo más elevados que tus otras características personales te permitan alcanzar. En este método de enseñanza la técnica está puesta por encima de ti.

Cuando el maestro decide trabajar contigo por completo y empujarte mucho más allá de quien eres a día de hoy, necesariamente se convierte en un severo espejo. En este tipo de enseñanza tú estás por encima de la técnica.

Yo he trabajado con muchos maestros, me enorgullezco de ello. Y como ellos dicen: yo no he trabajado con ellos sino que “he trabajado conmigo mismo en su presencia”. En realidad, cuando uno aprende de verdad lo que se le está intentando transmitir o "recordar", es eso lo que está haciendo: "trabajar consigo mismo", ni más ni menos, y el experimentado guía o mentor te corrige solamente cuando es inevitable porque ve que vas a descarrilar.

(Este tema merece un aparte: cuando la conciencia de que es inevitable trabajar consigo mismo en toda circunstancia se hace estable, sobreviene un cambio general que abarca el carácter, el modo de pensar, la relajación como estado más habitual la claridad mental para ver y apreciar las situaciones y los desafíos. Simultáneamente se desarrolla el estado o condición de "responsabilidad", y esta abarca tanto la autoridad como la capacidad para gestionar el propio entorno y las interacciones de una manera diferente y más sana. La responsabilidad y el estado de lasitud y apertura mentales propician la comprensión de que no hay momento del día en que no se esté trabajando sobre sí mismo. No hay momento pequeño o momento grande, todo momento se puede vivir en proceso, todo momento trae instalada un puerta que da a la trascendencia.)
Hay distintos tipos de maestros, depende de la técnica que utilicen. En rebirthing se trabaja con las emociones que surgen y con el pensamiento. Con el trabajo continuo se alcanza una estable vida emocional interior y uno, siendo consciente de sus propios estados, puede gestionarlos sin caer en dramatismos. También se puede guiar a esos estados internos con la guía del llamado “pensamiento creativo”, un método de modificar pautas muy antiguas y caducas además de destructivas que están activas como bombas en nuestras vidas. En el Vipassana, a una persona muy emocional le iría fatal, dado que no se entregan en ningún momento al trabajo ni con el pensamiento ni con la emoción sino con la respiración y la atención consciente a esa respiración. De modo que uno puede decir por ejemplo al gurú “oiga, estaba respirando y me vino un llanto y me acordé de esto o de lo otro y me entró un dolor que se volvió insoportable”. El maestro solamente te responderá, “y cuando todo eso pasaba, usted ponía atención a la respiración ¿cómo era esta? Ponga atención a la respiración”. En el mismo caso, en el rebirthing, según el maestro y según lo que estés pidiendo a gritos en ese momento igual te mandan a freír espárragos y te dicen que no te van a permitir más lugar a la autocompasión. Con lo cual quizás te hagan un favor, favor que agradecerás cuan do salgas del estado de conmoción emocional en que te mete la respuesta y acerca del cual lo único que puedes hacer es respirar. Algo que nadie te va a recordar porque en algún momento se habrá de hacer automático en ti el método de trabajo respiratorio propio del rebirthing cuando se presenta una situación, digamos, “difícil”.

De todos los métodos que conozco y he experimentado durante años y años, estos son los que mas conozco y respeto. La meditación concentrada en la imaginación, algunos métodos de trabajo con imaginería mental con un propósito, la poderosa respiración consciente y conectada del rebirthing y el método zen de preguntar quién habla, un método que yo varié de un modo personal en los años en que trabajé con grupos de crecimientos basado en el rebirthing que lideré y al que llamé “método Doctor Mishagui”, por el doctor Mishagui de la famosa película “Kárate Kid”.

Antes de desarrollar una explicación sobre en qué consisten estos métodos y cómo los aplico en el desarrollo de la creatividad literaria, vamos a hacer un repaso de los distintos tipos de alumnos que existen según la conceptualización zen. Clasificación que desarrolla Frances Vaughan en su influyente trabajo “El arco interno”.(*)
El tipo de alumnos nos conducirá al tipo de maestro y al tipo de mundo en que se encuentra a gusto la persona y esto nos dará pistas sobre la mejor manera de trabajar con aquella creatividad en concreto.

El primero de todos es el llamado “Sicofante”. Es un tipo de alumno del camino espiritual (que aquí extrapolaremos) al que gusta estar en la proximidad del maestro y a su sombra. Le gusta sentirse importante y le interesa el poder. Se corresponde al fan o adulador y sus intervenciones están destinadas a alimentar el ego del maestro. (La real academia lo define como “impostor” o “calumniador”).

Imaginemos entonces a un alumno del camino creativo, literario o el que sea, preocupado por el poder (¡antes que por el placer o la paz!) y le gusta estar a la sombra. Este tipo de alumno debe trabajar con un maestro interior que le haga de espejo a estas características y que lo vuelva consciente de ellas. Si su camino es espiritual desgastará mucha energía en estas fuerzas compulsivas como para dedicarlas al desarrollo personal. Si su camino es literario u otro arte, desgastará tanta energía en vida social que le quedará poca energía para levantar la pluma o apretar las teclas ante el ordenador.
Su tarea es entonces, trabajar con esos “personajes”, que muy rápidamente se le han de hacer conscientes. Las eminencias grises de Aldous Huxley. El propio Huxley como seguidor a la sombra de D.H. Lawrence. La fuerza de represión empleada en la tarea de ocultar este ego secundario que amenaza con tomar todo el escenario hace que la propia literatura se vuelva fría e intelectual, lo que le pasaba a Huxley. Sólo podía definir a las personas por las ideas que profesaban.

El segundo tipo de alumno es el llamado “devoto”. También quiere estar en presencia del maestro y aspira al amor antes que al poder. Con gusto se sacrifica por amor y vive para los momentos de fusión. Espera obtener algo a cambio de nada y cuando está solo se siente vacío. Espera la plenitud por la mera presencia del maestro y a cambio ofrece devoción, gratitud y dependencia.

Este camino se sana empezando porque la persona “de” algo y que comience a trabajar su soledad. En el camino de la escritura creativa está junto a autores como Clarice Lispector, Celine, Miller, Bellow y otros autores que no cesan de hablarse a sí mismos y recetarse todas las terapias posibles para la vida que llevan. El arquetipo de este tipo de personalidad, desarrollada creativamente es “Herzog” o “Humboldt” los personajes de Bellow.

Para que un alumno de este tipo desarrolle las virtudes propias de su maestría personal debería sugerírsele que desarrolle un narrador en segunda persona en y con el cual pueda forjar la calidez que por motivos desconocidos se ausentó de su vida en algún momento de su pasado.

(Aclaración: este método de sugerencias tiene el objetivo de desarrollar en el alumno una disponibilidad total, un dominio total de todos los registros, no son fórmulas cerradas sino herramientas o puentes que abren nuevas puertas y conducen a nuevos caminos para que el eventual artista adquiera todos los dones que ya posee y yacen dormidos en su interior.)

El tercer tipo de alumno es el llamado en el camino espiritual el “estudiante”. Es alguien que anhela saber y ansía demostrar lo que ha aprendido. Arde en deseos de conversar con el maestro en el nivel mental. Usualmente descontento, ávido de información. Encarna mentalmente al buscador de caminos y hace todo tipo de preguntas al maestro para atraer su atención. Trabaja para satisfacer su curiosidad y aumentar su comprensión.

En el camino creativo literario este personaje, si no se trabaja a fondo con él para que no sabotee todo, es el de un insaciable que devora la totalidad de la energía en los grupos y agota al maestro si este no estuviera trabajado interiormente. Cuando se abre a su maestro interior y lo trabaja, surge un sinfín de paisajes y personajes multicolores con los que da gusto relacionarse. Lawrence Durrell sería un arquetipo de este creador y nos viene al pelo porque el carácter pedagógico y analítico de este arquetipo es inevitable a menos que esté bien trabajado y eso en Durrell se ve muy claramente. Habla del amor, el sexo y la pasión y por momentos no puede evitar hablar como el autor de un informe científico. En tanto Proust, en las antípodas, utiliza de modo claro, consciente y directo, tipos de análisis científicos que quedan totalmente encubiertos bajo la marea lírica con que los envuelve de un modo incontenible.

El “estudiante” a la hora de desarrollar su maestro interior con el objetivo de escribir, necesita urgentemente una actividad física. Una desconexión radical con su mente que, al retornar a ella, le haga volver desde la pasión del cuerpo o desde la emoción del cuerpo o desde la sensación del cuerpo. Y esto hay que verlo a primeras de cambio, porque el “estudiante” si no, con su energía escindida y compulsivamente potenciada, nos puede marear un buen rato. Cuando logra conectar con su cuerpo, el único lugar donde se desarrollan las emociones, las sensaciones y las grandes pasiones, con el fuerte desarrollo mental que ya posee, da lo mejor de sí. Tolstoi o Nabokov son cimas imperecederas de este tipo de desarrollo del arquetipo de maestro interior conocido como “estudiante”.

El cuarto es el “buscador”. Una auténtica “esponja flotante”, dice Frances Vaughan en su trabajo, valora mas su juicio que el de cualquier otro, busca su “propio” camino pero absorbe todo lo que se encuentra en el camino, no quiere compromisos y está ávido de información y experiencias nuevas.

Este es el arquetipo del que abandona los cursos de creatividad y cualquier otro curso. Disperso, tiene tantas ideas que sólo puede escribir libros sencillos (como guías de viaje o manuales) que le permitan manejar el ingente material que puebla su imaginación.
Cuando el alumno que encarna este arquetipo sufre bloqueos conviene entrenarlos en estilos sencillos y despojados, como el de Raymond Carver, para que voluntariamente pueda arrancar desde modelos claros que anclen sus prolíficos conocimientos en esquemas diáfanos que sirvan de base de despegue para vuelos transoceánicos.

El quinto es el llamado “discípulo”, este realmente desea la realización espiritual y esta dispuesto a alcanzarla siguiendo las indicaciones de un maestro. No tiene grandes dificultades para seguir las indicaciones del maestro para progresar en el camino espiritual.

En este caso lo único que resta hacer es aportar el mayor número de conocimientos posible y ampliar el uso de los recursos así como facilitar el acceso a los diferentes registros. Este maestro interior es campo abonado para el crecimiento de la creatividad. Quizás en una etapa posterior se deba guiar al alumno en la adquisición de un modelo de visión personal.

En tanto alumno del aprendizaje literario quizás lo que daba insistirse sea en no apalancarse en una actitud de actividad mecánica y hacerle degustar, sí, el sabor del riesgo creativo y el riesgo formal que todo creador verdadero busca como motivación, a veces, principal.

Bien, ahora ya tenemos el mapa de los posibles alumnos y por ende de los posibles maestros interiores. Estos son los arquetipos con los que trabajaremos y son los que nos informarán sobre qué tipo de bloqueo se hará presente a lo largo de las distintas etapas del camino creativo.

Tipos de bloqueo a la creatividad.

El alumno que se mueve bajo la órbita del arquetipo de sicofante tendrá un problema de de bloqueo por falta de profundidad. Su camino neurótico de encuentro consigo mismo contribuirá a que cree personajes y tramas vacíos detrás de los que se escuda. El ejemplo de la historia literaria mes próximo a este tipo de artista es Hemingway, que crea un personaje que se moviliza, en “El viejo y el mar”, por valores socialmente aceptables: lucha a brazo partido para alcanzar sus objetivos, lucha en soledad, la inocencia (en este caso un niño) lo apoya y es en cierto modo su mayor premio, etc. En definitiva: un argumento como para que lo filmara Disney y que los niños que sólo íbamos al cine para fiscalizar el crecimiento de los pechos de nuestras amiguitas soportáramos unos bostezos asesinos. Claro que luego en el colegio cuando nos preguntaban sobre tal tipo de producciones nos llenábamos la boca con la alabanza de valores abstractos e idiotas. No es de extrañarse que Truman Capote, quien tenía una lengua afiladísima y certera, definiera a Hemingway como el mayor impostor. Es evidente si nos atenemos a los argumentos que luego lo conducen a su suicidio, un hombre con valores tan cojonudos, descubrimos que se había vuelto impotente. El héroe del canto a la vida mira su pito lacio una mañana y decide meterse un tiro. La propaganda americana de la guerra fría nos vendió muchos autores. Autores con hiatos creativos bastante desilusionadores.

El sicofante puede desarrollarse como escritor y obtener éxito, pero la persona del escritor sufre la acción de todos los demonios y no acaba de “sanar”. Un grandísimo poeta norteamericano Robertson Jeffers dijo en un verso maravilloso y conciso:
“¡Imagina víctimas o tu propia carne sufrirá las agonías!”

Creo que nadie pudo haber dado tanto pero tanto en el clavo acerca de la labor del escritor en el mundo. La labor de un despolucionador universal, el que sueña las pesadillas de los otros porque alguien tiene que cumplir la labor de la parte “maudite”, alguien tiene que barrer las calles.

El sicofante, cuando logra desarrollar su creatividad interna más rica y escondida reverbera como una floración miasmática de las más fétidas ciénagas. De la mierda y de la sangre de los abortos absorbe un sustancioso limo que convierte en el soma que alimenta a las bestias luminosas. Detrás de las lúcidas pesadillas kafkianas hay infinitos cuellos sucios de camisa y mucho mal aliento matutino.

Seguramente Disney nunca hará una película basada en un relato de Kafka, pero sus narraciones llenas de inquietante luz balizan el viaje hacia el fondo de sí mismo que, sin piedad, realizó este autor. Viaje en el cual tuvo éxito, rompió su cáscara primera y suscitó la risa a costa de su dramatis personae.

El alumno que orbita bajo la férula del arquetipo del devoto tendrá un tipo de bloqueo relacionado con los valores predominantes. Cuando no rompe este bloqueo se queda en la expresión de valores religiosos, espirituales, morales, místicos, teleológicos de carácter general. Francois Mauriac, Julien Green son ejemplos de este tipo de aburrido autor. Su drama no puede entenderse más allá de determinadas coordenadas sociales o históricas concretas. El lector pude preguntarse qué es exactamente lo que le pasa, dónde la aprieta el zapato, cuál es el núcleo duro del drama de sus personajes o sus tramas.

Cuándo rompe este velo de ilusión, pasa a otra dimensión. Graham Greene es el ejemplo arquetípico. Sus infumables novelas con drama moral de la juventud, son pedos que se los lleva el viento al lado de dramas de alcance universal como “El factor humano” o “El americano impasible”.

Nada tan importante en este caso como devolverle la humanidad al narrador. El paso de la narración en tercera persona abrumadoramente profesional de algunas novelas de juventud de Greene, como “El revés de la trama”, hacia el excepcional narrador testigo de “El americano impasible” representa un cambio de una radicalidad excepcional.
Cuando el alumno regido por el arquetipo del devoto sale de la distante tercera persona donde extrañamente se encuentra a gusto y pasa a la primera o al testigo pasa por dos crisis. La primera puede resultar demoledora y puede acallarlo durante un tiempo que puede ser infernal para él. Se da cuenta de golpe que no tiene ideas, que su ideología o filosofía general sobre la vida no vale lo que un zurullo en la punta de un palo, que sus ideas son un reciclaje astroso de ideas manidas y bien ponderadas entre los miembros de su familia o en la familias de su pareja. Si sobrevive a esta crisis entonces puede que se lo pueda hacer entender que hay más filosofía en la uña pintada de su novia o en el afeitado de su novio que en todas las paparruchas con que adorna sus escritos, puede que se de cuenta incluso que una magdalena remojada en té puede dar más como motor literario que la filosofía completa y compendiada del grupo político al que toda su familia pertenece desde tiempos inmemoriales.

El bloqueo propio del alumno regido por el arquetipo del estudiante es un bloqueo de inexperiencia y acción. El estudiante tiene dentro de su cabeza tal cantidad de información que le resulta imposible sentir o dejar fluir sensaciones. Si tiene una sensación no podrá verla sino bajo la óptica del conjunto de ideas que posee acerca de las sensaciones. A tal grado que el día en que tenga una sensación y sea capaz de sentirla no tendrá palabras para describirla. Las palabras procedentes del mundo mental se ordenan en secuencias. Las sensaciones convocan conceptos e imaginería preverbal simultáneos. Para traducir estos, el “estudiante” se las ve canutas. Es como si un escritor exclusivamente visual o auditivo intentara escribir acerca de percepciones cinestesicas, claro que puede hacerlo, pero ha de romper otro velo. Cuando no lo logra se vuele artificial y cambia de tono o de estilo para hacerlo, no siempre con un feliz resultado. Imaginen a un autor como Tom Sharpe que cuando le toque describir escenas escabrosas de carácter sexual no pudiera recurrir a la ironía ni al humor, a los chistes, a los retruécanos ni a la digresión intelectual con propósito humorístico, sería un mamarracho. Pensaríamos literalmente que estamos en presencia de un carcamal de autor, con unos valores caducos y conservadores. Esto da qué pensar: los valores de los conservadores sólo cuelan en la obra de arte bajo la fórmula del humor legitimador. Independientemente de esto, en el plano estético, un autor que describiera seriamente algunas de las cosas que le suceden a Wilt, sería aburridísimo.

Ahora vamos al ejemplo logrado de autor que traduce las sensaciones cinestésicas o “propiocepciones” (percepciones interiores por oposición a percepción, que es meramente exterior). Es William Burroughs. En “El almuerzo desnudo” traduce en palabras un mundo propioceptivo, imaginería simbólica, sensaciones, ideas derivadas directamente de la participación de la propiocepcion o en la percepción inmediata e incluso socio política. Necesariamente violentó el lenguaje hasta extremos feéricos.

Burroughs estaba regido por el arquetipo del estudiante, de hecho fue un extraordinario estudiante díscolo. Y se reconectó con sus propiocepciones de un modo salvaje y por la vía expeditiva de la heroína y otras mancias químicas.

Su extraordinario poder verbal de estudiante se derramó como un corrosivo líquido por sobre el mundo de experiencias interiores y exteriores que logró captar sentado dentro de su cerebro.


El bloqueo del buscador es el bloqueo de Stendhal, es aquel que le llevó a profetizar que nació póstumo. Se trata, en este caso, de un exceso de conciencia sobre las propias posibilidades, capacidades y sobre todo el gran problema a la hora de arrancar es el de por dónde coger al toro. Siempre se le está ocurriendo, en una constante fuga hacia adelante, una nueva idea que puede hacer más completo al conjunto.

La receta para él es la sencillez y el comienzo axiomático. Algo que le impida bandearse, algo que lo deje fajado desde el comienzo como por ejemplo: “Una mañana tras un sueño intranquilo, Gregorio Samsa despertó convertido en un monstruoso insecto”. Un planteamiento de la trama desde la primera línea, un planteamiento de la metáfora central desde el arranque abrasa cualquier intento de fuga bajo el impacto de una línea trazada con fuego.

El alumno regido por el arquetipo del discípulo está en su casa a las órdenes de cualquier maestro. Sólo hay que contribuir a que busque su maestro interior, a que busque su momento. Si posee, además, una imaginación ardiente, se guiará de modo natural hacia la sabiduría. Esa es su casa, la casa de los siglos. Del tiempo vencido por obra del presente continuo que representa cualquier obra de arte verdadera.
Poco hay que hacer de antemano en este caso, casi todo viene luego, cuando rompe la cáscara de nacimiento de su difusión pública, en ese momento hay que cuidarlo para que observe vigilante el riesgo verdadero de banalización a que está sometido, pero sobre todo vigilante ante las constantes solicitaciones, veladas unas descaradas otras, a que como dice Sloterdijk, no trabaje ya más con “materiales peligrosos”.

Sloterdijk dice sobre el autor que es “un laboratorio para piezas complejas, para ideas poco practicadas. Su interior sirve como un espacio experimental en el que se testan y malean temáticas especialmente virulentas, entre ellas, sustancias de alto contenido tóxico”. (**)

Bien, vamos ahora a decir cuatro palabras acerca de los métodos que, entre todos aquellos que he conocido y practicado, mas me han impactado por sus magníficos resultados.

Empiezo por el que más me gusta.


Lo llamo el método doctor Mishagui. Y explico porqué: está basado en la pegunta zen

sobre ¿quién habla?

Vamos paso a paso. Uno de los objetivos del método zen de meditación es la desidentificación del sujeto con la totalidad de sus pensamientos, a tal grado que no gastando ya energía en mantenerlos vivos dentro de sí, se disuelvan y den paso a una energía física y mental de grados bastante superiores. Este es el propósito de otras técnicas y métodos, no mencionado quizás como el objetivo central, pero muy importante en definitiva. De hecho en Rebirthing, bajo otras formas fue como lo experimenté por primera vez.

En rebirthing se identifica una pauta habitual de pensamiento del practicante y se hace que la formule en voz alta, cuando lo hace se evalúa el grado de alteración psicosomática que le produce sólo verbalizándola. Si se identifica que es una pauta con efectos particularmente anormales: sudoración involuntaria, temblequeo, fallos en la voz, alteración de la respiración, etc, entonces se le pide al practicante que la “abandone” y esto lo hace escribiéndola en un papel declarando que ya no la necesita. De un modo asaz interesante, al hacerlo, el alumno se serena. Como si hubiera transmitido a la agenda sus preocupaciones sociales para mañana y se encontrara liberado. Entonces, en un segundo paso, se invita al alumno a respirar hondamente siguiendo una pauta muy concreta que se le enseña y que es la conocida como “respiración consciente y conectada” propia del rebirthing y se le alienta a verbalizar la idea contraria hasta que esta nueva versión sea creíble, es decir que al decirle parezca una aserción natural de la persona. De este modo se comienza a trabajar con pautas mentales que le están provocando al alumno auténticos sustos en su vida diaria, sin que necesariamente se trate de un neurótico. Cuando ya lleva mucho trabajo hecho, el alumno se percata que lo que de verdad importa no es el nuevo pensamiento sustituto de la pauta antigua sino el aprendizaje de la modificación dinámica mediante las tres vías de entrada: respiración, pensamiento y emoción. El rebirthing comienza modificando el pensamiento modificando simultáneamente las pautas respiratorias, pasado un tiempo la pauta respiratoria se ve modificada definitivamente y el paso a modificar la calidad de las propias emociones es entonces mínimo.

A veces la modificación de las pautas de pensamiento ha de modificarse según de dónde proceda. El practicante dice que es algo que le “inculcó” su padre, entonces se hace que la persona trabaje afirmando que él cambia ahora esa pauta, pero lo hace en segunda persona puesto que en la infancia se habló mucho delante de él como si estuviera ausente, algo que todos vivimos y que en sociedades muy tradicionales continúa vivo, se habla delante de las personas como si no estuvieran presentes para dirigir, modificar o manipular su accionar.

En algunos casos se acaba comprobando que el cliente por algún motivo de economía psíquica prefería volcar en su padre o quien fuera el origen de la autoría de aquel pensamiento. En realidad el pensamiento es suyo. Pero fue beneficioso comenzar diciendo y aceptando que lo decía o proponía otro, como un método de familiarización con el pensamiento temido.

Cuando yo mismo comencé a trabajar con grupos de crecimiento en labor de líder, descubrí la técnica zen de peguntar quién habla. Es muy fácil. Un alumno dice que tiene un bloqueo porque le duele la columna. Entonces el maestro, por toda respuesta, pregunta: ¿Quién habla? El alumno de un modo, premeditadamente, ritual ha de responder: “Yo”. El maestro: “¿Quién es “yo”?” Y el alumno responde: “El yo que dice estar bloqueado por un dolor en la columna”.

De este modo prístino se procede a desmontar sucesivamente las capas de estupidez y locura mental que aparece invariablemente en el ser humano cuando se cree amenazado y desea bloquearse por algún motivo con origen en la economía psíquica de la persona.
Bien, cuando comencé a trabajar con grupos me di cuenta que la gente podía hablar con mayor facilidad de aquello que veía como amenazante si lo hacía con humor y en cierto modo distanciándose de ello. Esto me llevó a inventarme el llamado método “Dr. Mishagui”.
Yo decía: “¿Recordáis la película “Kárate Kid”? Bien, si recordáis bien, os vendrá a la memoria el hecho de que el Dr. Mishagui cuando quiere decir algo escabroso o que va a dejar la sensibilidad de su alumno algo tocada, habla de sí mismo en tercera persona, con lo cual vuelve inapelable cualquier crítica u objeción, la opinión procede de un orden abstracto, emocionalmente neutro contra el cual no se puede luchar”.
De este modo se propiciaban abiertas declaraciones sinceras del tipo de “La doctora Mishagui Susana (era absolutamente necesario poner el propio nombre a continuación del nombre del maestro japonés) entiende ahora que durante buena parte de su vida vivió apegada a sentimientos dolorosos relacionados con un episodio de violación”.
De este modo se soltaba una primera capa. He íbamos accediendo al rico mundo interior y de experiencias que las personas traen a un grupo de tales características, con facilidad, humor y cierta distancia al comienzo que permitía manejar aquellas sustancias, que Sloterdijk llamaría peligrosas.

Con el paso del tiempo, y como siempre he sido un animal escritor, pasé a utilizar todo lo aprendido en la tarea central que siempre ha ocupado mi vida: la escritura creativa, en concreto la narrativa. Y he descubierto que le método de preguntar quien habla o método Mishagui es el método ideal para la creación de personajes. Porque al comienzo un alumno de escritura no sabe o no entiende cómo se crean y puede acabar confuso si piensa que lo que tiene que hacer es conocer a mucha, mucha gente muy variada entre sí para confeccionar personajes interesantes o volverse interesante él mismo o saber juntar palabras de tal manera que creen el efecto de un personaje extraordinario. Todo esto es posible como verdad pero no es necesario. Con la guía adecuada en el método Mishagui de autoexploración se puede comenzar a extraer del “propio interior misterioso” (Antonin Artaud) un conjunto supernumerario de personajes.
Si a esto le sumamos la respiración absolutamente desbloqueante del rebirthing, puede resultar en una bomba narrativa.

El camino de acceso al propio interior rico en imaginaciones, igual que en el dicho taoísta, comienza con un sólo paso, pero hay que darlo. Si alguien te guía es mucho más placentero y es lo que deseo compartir y hacer.

Yo ese paso ya lo di, hace muchos años, en un lugar y época tan lejanos que me parecen otra era geológica. Di ese paso siendo adolescente, y me trajo hasta aquí.
Este texto forma parte de ese camino recorrido y posee la poca ortodoxia y el desparpajo de aquel chico que con quince años le dijo a su padre que se iba a dedicar a escribir. Aquí he mencionado algunos hechos durante los cuales pude mantener vivo como una llama dentro de mi a ese amoroso chico y enseño las técnicas que ese maravilloso estudiante curioso que era aquel adolescente pudo discernir durante ese viaje fulgurante y emotivo que es la creación de nuevos mundos, paralelos a este y que vibran a toda hora en la imaginación.

Barcelona y diciembre y 2008.

(*) Frances Vaughan, "El Arco interno", Editorial Kairós, 1990.
(**) Peter Sloterdijk, “Experimentos con uno mismo”, Pre-Textos, noviembre de 2003.

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