sábado, 31 de mayo de 2008

La culpa, Dios y la luz eléctrica. Héctor D'Alessandro

La culpa, Dios y la luz eléctrica. Héctor D’Alessandro

Este es el momento en que la mayor parte de mis amigos se refugian encerrándose en su habitación, encienden la tele y la miran sin verla. Cuando llegas de visita en ese instante, sus madres te detienen para hablar un momentito y te dicen que tu amigo está enojado por algo que nadie sabe qué coño es y que a ver si vos te podés enterar y lo animás y, mientras te dicen esto, vos oís a tu amigo con un ataque de nervios y rabia que, desde su habitación, le grita a su madre "¿Qué le estás diciendo? ¿qué hablás?" De modo que cuando entrás en el cuarto está sentado a los pies de la cama en medio de un aire irrespirable, con una rabia que casi se podría cortar con un cuchillo de tan sólidamente intensa que es y a tientas tratás de entablar una imposible conversación, mientras tu amigo sorbe mocos y mira fijamente a la pantalla encendida de la tele con cara de loco, como si quisiera asesinar a los que aparecen en la pantalla y cuando le preguntás qué pasó, te contestan con un ladrido:

–¡Nada!

Después de éste exabrupto te piden disculpas (yo ya me sé todos los pasos de este negocio) y te dicen con la mandíbula temblando y los puños apretados que su madre es una imbécil, que no lo entiende o bien dice lo mismo pero de su padre, que para el caso es lo mismo.

Me callo y escucho.

Antes era más radical y tenía dos discursos. Uno en voz alta y clara para que lo oyera la madre (“Pobre tu madre, todo lo que hace por vos. Tenés que entender”. Etc. Pueden completarlo ustedes con cualquier frase extraída al azar en una cola de la panadería o del ómnibus). Y otro en voz baja con guiños, ademanes, gestos, señales y sonrisas, al oído de mi amigo (“Ya sé que es una imbécil. Todos los padres son unos imbéciles. No podés imaginarte lo que yo aguanto en casa. Rebelate, hacé como hice yo”. Etc. Pueden completarlo ustedes extrayendo frases sueltas del discurso de cualquier tipo explicando que se ha divorciado con éxito y han de ponerle tono de arenga militar revolucionaria).

Después dejé de tener dos discursos. Porque cuando confirmaba la imbecilidad crónica de los padres, mis amigos solían mirarme como si yo fuera un psicópata peligroso y, repentinamente, se volvían acérrimos y fervientes defensores de la institución parental y les hablaban a sus padres muy mal acerca de mi persona.

Alcanzó con que esto me sucediera dos veces para que ya no dijera nada. No está bien visto seguirle la corriente a alguien cuando está rabioso y fomentar la independencia juvenil.

Un día vino uno que me había hecho esta jugada con el sonsonete ese de que los padres eran unos imbéciles que no lo comprendían y yo, curado de espanto, le contesté:

“No, el imbécil sos vos y tus padres deberían pegarte un tiro en la cabeza para evitarse un mal ellos y un mal al mundo. Creo que si hasta ahora no lo han hecho es para no ir presos.

Me contestó, con cara de horror absoluto, el horror que produce la normalidad

“Vos estás loco.

Y yo: “No, no. El que está muy desequilibrado sos vos. No sé cómo tus padres no te han hecho encerrar por un psiquiatra. Creo que los voy a llamar ahora mismo por teléfono y les voy a confesar mis serios temores y les voy a sugerir esto. Lo hago por tu bien.

Casi se caga en los pantalones del ataque de pánico que le entró en el cuerpo.

–¡No me hagas eso, por favor! ¡Ellos piensan que estoy loco y son capaces de hacerlo!

–Bien que hacen, pobrecitos. Lo que les debés hacer sufrir. No te olvides nunca que si lo hacen será por el gran amor que te tienen.

Salió corriendo hacia su casa, desesperado.

Como ven, yo nunca miento, y es verdad, como ya les dije, que yo soy capaz de imitar a cualquiera o actuar un papel radicalmente diferente a como realmente soy.

* * *

Nunca dije nada a sus padres; no soy un cerdo. Pero a él igualmente lo llevaron al psiquiatra y la madre acusó al padre de haber vuelto loco al niño con sus exigencias siempre crecientes y entonces ella se solidarizó con el hijo y también se volvió loca, pero poco a poco y tomando pastillas cada vez más complejas y sutiles y el padre, aunque también tomaba pastillas, para no acabar de deprimirse, con todo lo que tenía que hacer frente ahora que su casa estaba en desgracia, cambió de modelo de coche. Yo, en cambio no cambié ningún modelo de nada; sólo me quedé helado cuando me enteré de lo que había pasado y me sentí muy culpable y me dió una punzada en la boca del estómago y un frío en la frente y como ganas de llorar que, al final, se resolvieron en ganas de cagar. Me vino una diarrea feroz. Por la noche pensaba en mi amigo, del cual no pongo el nombre porque no se merece que todos lo reconozcan, y me lo imaginaba en una habitación acolchada, tiritando de frío con una camisa de fuerza, intentando morderse la nariz y dando cabezazos contra la pared con los ojos como los de la niña de “El Exorcista” y yo le pedía a Dios que me diera una respuesta que me asegurara que nada de eso había sucedido por culpa mía. Le decía a Dios que me diera una señal y esperaba, en mi habitación, y no pasaba nada. Le decía “si soy inocente encendé y apagá tres veces la luz de la mesita al costado de la cama. Bueno, sólo una vez. Por favor”.

Así, me pasé casi toda una noche hasta que me harté y le dije a Dios que se fuera a cagar.

–¡Andá a cagar! Le dije en voz alta.

Mi madre chilló , desde su habitación:

–¿Qué?

–Nada

–¿Con quién hablás?

–Con Dios.

–Ah. Muy bien... y ¿de qué? Si se puede saber.

–De la inocencia, la culpa y la luz eléctrica.

–Del último tema no creo que Él sepa mucho; es antediluviano.

Me río y voy para el dormitorio de mis padres.

–Quiero hablar, quiero contar una cosa, –digo.

Mamá: “¿Qué hiciste?”

Papá: “¿Puede ser mañana?”

Yo: Siento que tengo la culpa de que a mi amigo lo internaran en un loquero, porque yo le dije que eso le iba a pasar.

Mamá: “Pero no seas bobo, vos no tenés la culpa de nada. Esa familia estaba mal desde hace tiempo y lo pagaron con el hijo.

Papá: “Sí, sí. Están todos locos de tanta pastilla para los nervios que toman. (Esta frase es un indirecta para mi madre y su adicción a los barbitúricos.) Eso es muy peligroso. Ahora andate a dormir tranquilo que la locura de ellos se la fabricaron ellos.

Yo: ¿Seguro?

Ellos: ¡Síií!

¡Cómo los quiero a mis padres! ¡Son tan geniales!

A alguien tengo que parecerme.

Fragmento de “Materia constante”, 1999. También puede leerse. “Comienza el calor. Montevideo. 1976.

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La vida del escritor. Ernest Hemingway

La vida del escritor. Hemingway.

La vida del escritor es muy solitaria, pero si es buen escritor podrá hacer frente a la eternidad.
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viernes, 30 de mayo de 2008

Borges y los secretos del Universo. Cita.

“Desconocemos los secretos designios del Universo, pero sabemos que razonar con lucidez y obrar con justicia, es ayudar a esos designios, que jamás nos serán revelados”.

J.L. Borges.

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jueves, 29 de mayo de 2008

¿Qué podríamos hacer? Un cuento de Pere Calders

¿Qué podríamos hacer? Un cuento de Pere Calders.

¿Saben aquel cuento oriental tan bonito, que trata de un mandarín (chino, claro), que una noche soñó que era una mariposa y al día siguiente, al despertar, no sabía si era un mandarín o una mariposa?

Pues esto no es nada: a finales del año pasado, conocí a un comerciante del Port de la Selva que soñó que era una rana y, al levantarse, comprobó que era realmente una rana. Su señora, asustada, lo sacó de la cama a escobazos y por poco no lo desgracia para siempre. Suerte tuvieron, debido a los conocimientos paranormales de un farmacéutico (cuyo nombre me lo callo a petición del interesado) que con cuatro pases de manos y una bebida consiguió retornar al comerciante a su forma habitual.

Pero no ha quedado bien: las noches de luna llena, croa. Y su señora, que tiene estudios y es muy moderna, quiere divorciarse. Parece mentira, cómo las historias, al pasar de Oriente a Occidente, pierden cuerpo y poesía.

(traducido por h.d)

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miércoles, 28 de mayo de 2008

Las diez anécdotas de escritores que me impactaron. Héctor D’Alessandro

Las diez anécdotas de escritores que me impactaron. Héctor D’Alessandro

La atroz anécdota de que Blaise Pascal fuera encerrado parte de su infancia en un sótano a oscuras y con la sola ayuda de su propia mente “inventara”, sin saber que esta ya existía, la geometría euclidiana.

La impactante imagen que transmite Clarke en su biografía de Truman Capote de aquel niño dejado por su madre en la granja de las tías en el campo y como aquel espera y espera, mirando a la carretera, la llegada, algún día de su madre.

George Bernard Shaw contaba que su madre lo mantuvo hasta la edad en que triunfó como escritor y cómo esta le dijo que no se preocupara del qué dirán, que lo importante era que no fuese un “esclavo”, que fuera el hombre libre que necesitaba ser para escribir.

Balzac fundó una “fabrica de novelas” donde las producía a granel. Lo cuenta Stefan Zweig en Balzac; una biografía maravillosa.

Cortázar explicaba que si no se hubiera ido de la Argentina, no hubiera podido desarrollar todas sus posibilidades, que allí se sentía atado, sin entrar en más razones que esta, suficiente.

Horacio Quiroga sentaba a sus hijos pequeños al borde de un abismo para que se adaptaran al peligro y a la posibilidad de morir.

Onetti lee “El perseguidor” de Cortázar y a continuación, conmocionado por la lectura, da un puñetazo a un espejo; se hizo cortes no muy graves.

Boris Vian muriéndose en el estreno de la película basada en su novela “Escupiré sobre vuestra tumba”.

Rimbaud transportado moribundo con la pierna hinchada por las multiples gangrenas, escribe una carta donde dice “Ahora siempre llevo 100 mil francos escondidos en mi cinturón”

El relato, hecho por César Gonzáles Ruano, en su biografía de Baudelaire, donde cuenta que durante la revolución de 1848, el poeta, alborozado, recorre las calles con el pelo pintado de verde –muchos dicen de él que fue el primer punk–, con una escopeta en la mano, y que en los alborotos que se sucedían en París, se cruzó con Balzac por la calle y que al reconocerse se saludaron, siguiendo cada uno a lo suyo y Baudelaire mientras lo saludaba agitando la mano, señalaba a la escopeta y le decía a gritos al novelista “¡Tiré un tiro! Tiré un tiro!”

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martes, 27 de mayo de 2008

De último momento. Héctor D'Alessandro

De último momento. Héctor D'Alessandro

Han descubierto que las "excepciones" no confirman a las "reglas" sino que las disconfirman, las niegan, las someten a la abolición.

La excepción a una regla, puede usted decir a partir de hoy con la tranquilidad y las garantías que brinda la correción (sea esta verbal, politica o mental) rompe a la regla. Justamente porque una regla pide no tener excepciones; pide que todos sus casos se cumplan de igual manera.
Pero, calma, si hasta ahora nadie se había percatado de ello, no se debía a un caso de idiotez generalizada, todo tiene una explicación, se trataba de una patología que a partir de hoy nuestros doctores y gobernantes han logrado ahuyentar para siempre. Si hasta ahora no se había podido observar, era debido a un sindrome llamado "automatismo verbal del sentido común".
h.d.

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Eros. Héctor D'Alessandro

Eros. Héctor D’Alessandro

La historia de Eros la conocí, la pude reconstruir, a partir de un relato oído en la peluquería de señoras. Justo entre el corte y el tinte, antes de la llegada de la manicura, que traía los cortaditos del bar.

Eros era un muchacho vivaz, todo alegría, todo simpatía, que había pasado por un largo, turbio, agónico período de inacabable tristeza.

Era poseedor de una extraña y enfática belleza, tierna y lasciva. Algo así como si al mirarle uno no pudiera menos que pensar, imaginar ardientemente, en tener un encuentro amoroso con él, pero que, al mismo tiempo, algo que también salía de él, como una vaporosa melancolía, te advirtiera: ¡cuidado, dentro de mí hay un monje!".

Moreno, de gruesos labios lujuriosos que no paraban de lanzarte alucinantes mensajes amorosos, parecía eternamente joven. Podía tener veinticinco o cuarenta años; esta característica, propia de la histeria, que congela a la persona, su actitud y su piel en una edad indefinible, me desconcertaba.

Dicen las señoras del barrio, que de pequeño, se producía la misma confusión. Siendo muy pequeño, te soltaba unas frases y unas opiniones, que no podías menos que pensar que era mucho mayor de lo que parecía. Ya adolescente y joven, tenía unas actitudes y unas aficiones que te hacían pensar en un niño.

Como su madre, viuda de un militar, había muerto, no se podía recurrir a un testimonio cercano para averiguar su edad exacta. Y las más lanzadas y audaces de las chicas de la peluquería, no saben por qué, pero no se atrevían a preguntarle. Con otro chico sí, pero con él, no sabían cómo provocar la situación propicia.

Su período de inconsolable tristeza había comenzado a la muerte de su madre.

Ella era una mujer hermosa, de una belleza de otro tiempo, muy discreta. No podía una tomarse confianza con ella así, a la ligera. No te lo permitía.

El caso es que cuando aquella amable y sensata señora falleció, su hijo volvió a vivir a la casa de su infancia.

Probablemente allí radica el germen de un gran error en su vida; pero, como dijo la manicura, "cada cual es libre para equivocarse de la manera que más le atraiga".

Eros era profesor de filosofía en un colegio público. Las vecinas no le conocían novias. Alguna chica, de vez en vez, que venía con él a pasar la noche, pero nada serio. Las tenues luces de sus habitaciones parecían hablar de un erotismo tranquilo y sin sobresaltos. Solamente en una ocasión había sucedido algo equívoco y pleno de sugestiones. Una tarde había venido a casa con una chica hermosísima de larga cabellera platino. Habían escuchado música a un volumen excesivo para lo habitual en aquel hogar y cerca de la medianoche, tras la detención a la puerta del edificio de un taxi, se vio salir a dos altas y carcajeantes rubias platino que, con ademanes finos y cursis, subieron al coche y se largaron.

No lo voy a negar, soy casada pero tengo mis fantasías, aquel chico me gustaba, me atraía, por temporadas, de una manera frenética y luego el deseo se aburguesaba, se volvía tranquilo y volvía a hibernar.

Hasta que un día, en la peluquería, entre el corte y el tinte, antes del cortadito, escuché estas partes desconocidas de su historia personal.

Al salir hacia casa, no pude volver de inmediato. Fui a un bar y pedí otro cortado y, cosa extraña en mí, compré un paquete de cigarrillos. Hacía ocho años que no fumaba.

No sabía qué cosa me sucedía.

A la noche, luego de cenar y acostar a los niños, creí tranquilizarme. Cuando hicimos el amor, a cada nueva embestida de mi marido, más poderosa se presentaba a mi mente la imagen de aquel chico. Se me aparecía en la imaginación con una fuerza inusual. Me lamía los pies, me besaba la espalda, me jalaba con violencia sexual del cabello, me mordía el cuello y las orejas.

Cuando mi marido se durmió me levanté y fui a fumarme un cigarro en el balcón. Sin pensarlo conduje mis ojos a su balcón.

Allí estaba. En la oscuridad, fumando, él también, en la solitaria madrugada.

Deseaba que nuestros cigarros no se acabaran jamás. A cada calada se iluminaba su rostro que yo, en mi desatada fantasía, poblaba de gestos y guiños dirigidos a mi persona.

Ahora sí, estaba loquita, sin sentido, por él.

Al día siguiente tuve triple trabajo, pues además de hacer todo lo de la casa y el colegio de los niños, me entregué como una demente, al seguimiento de Eros Azzini, ya sabía muchos datos suyos.

A la segunda semana de búsqueda sin descanso, de persecución erótica, en un bar al que entró con quien supuse un colega suyo, nuestras miradas se cruzaron.

Me reconoció o me recordó o le gusté pues, tras mantener la vista fija en mí unos instantes, noté cómo bajó los ojos y le costaba concentrarse otra vez en la conversación que mantenía con el otro profesor.

Sentí que era tímido. Me envalentoné. Estaba desconocida, incluso para mí misma.

En la semana siguiente pasé al ataque, dejándome ver, siempre por la tarde, en los más diversos sitios, con la finalidad de que percibiera mi entusiasmo. Que supiera que iba por él, que no era todo una casualidad.

El viernes de esa semana, a la tarde, hice que nos encontráramos en el supermercado.

Me solté y le saludé. No fue difícil buscar conversación.

Fuimos a su piso.

¡Que tarde! ¡Qué alegría! ¡Qué estremecimientos!

¡Yo era joven otra vez! ¡Gozaba como una delirante!

Comencé de inmediato a planear todo nuestro futuro en secreto. Algo que pareció apesadumbrarlo. No era un típico Don Juan; el sexo parecía tonificarle y volverle melancólico.

Le gustaba recorrer todo mi cuerpo colmándolo de besos tiernos.

Despertaba en mí cierta mansedumbre interior y el deseo contradictorio de maternizarlo.

Era tierno y sagaz, temeroso y lleno de malicia, como un sátiro angelical.

Se corría en mis tetas con una violencia temeraria y acto seguido me observaba con picardía y como con un acechante temor.

Yo quería importarle, tenía afán de confesiones íntimas, pero él sólo parecía interesarse en mí, no le interesaban mis hijos ni mi marido y eso me ofendía por momentos, pues aquello era buena parte de mi vida y yo deseaba comentarlo con él, algo escondido de su persona me invitaba, sin palabras pronunciadas, a hacerlo.

"Eres una buena mujer", me dijo una tarde. "La mejor mujer del mundo. Mi madre te habría aprobado como esposa fiel para el resto de mis días pero el destino hace estas bromas. Yo no ceso de encontrar a la mujer perfecta que mi madre me recomendaba y siempre, algo, en la situación, en el tiempo o en el espacio, hace que se produzca un desfase, un inconveniente que impide la perfección. Quizás sea así como debe ser. ¿Por qué rebelarse?"

La historia de Eros Azzini la conocí, la pude reconstruir a partir de un relato oído en la peluquería de señoras.

Ciertos detalles de la historia no podían, de ningún modo, ser conocidos por aquellas señoras en apariencia formales sin haber tenido un contacto íntimo con aquel chico extraño y amoroso.

¿Todos mentían, acaso, a partir de un relato único escuchado en una ocasión, a una osada como yo, que le había seducido?

¿La fantasía colectiva de todas aquellas mujeres había viciado hasta en los detalles, el relato personal que cada una hacía? ¿Todas habrían tenido algo, en alguna ocasión o alguna lo habría tenido y las otras sólo fingían?

No tardé, yo misma, en unirme al coro de la peluquería, a contar como si lo hubiera oído en otra parte y de otros labios. La historia se enriquecía y las risotadas de las chicas bajo el secador y con los rulos puestos parecía no tener fin.

Un silencio cómplice se instalaba entre nosotras cuando le veíamos pasar en alguna ocasión, con su seguro andar, su brillante cartera y su esmerado traje de profesor.

Él mismo se encargó de apaciguar mi pasión, como si yo fuera una enferma delirante y él, el conocedor del suave medicamento que de a poco y en sabias dosis me hacían alejarme de su persona, su febricitante presencia, y nuestra loca historia de pasión y erotismo, dejándome finalmente con un delicado y suave sabor de boca y maravillosos recuerdos que se apagaban.

El disfrute secreto de aquella historia me inspiraba un recuerdo tranquilo, como una suave ensoñación.

Un día pensé que quizás Eros estuviera o se sintiera compelido sin remedio a seducir. Como por un mandato de la herencia y que quizás lo cumplía de este modo metódico y apacible simplemente para no dejar un hueco en el cumplimiento de algún extraño Karma.

Los hombres, al igual que las mujeres, también están sometidos a extraños decretos de destino que se remontan varias generaciones hacia atrás. Algunas personas rompen este molde, esta obligación arbitraria y otros, quizás más prácticos o más cómodos, dedican una pequeña parcela de su existencia a dar cumplimiento al mandato de la estirpe.

Al hacerlo dan satisfacción, quizás sin saberlo, al molde o mandato de otros y, entonces, Eros se me aparece bajo otra luz... quizás fue sin saberlo o solicitado sutilmente por nuestras imaginaciones de mujeres en la peluquería, justo antes de hacerse las manos y esperando el cortadito que la chica, condescendiente, fue a buscar, el hombre de los sueños de todas y cada una de nosotras, el hombre que nuestras madres habrían aprobado gustosas, o, quizás, el amante perfecto e incognoscible que sabía tratarnos como lo deseábamos y mantener, artística y esmeradamente, su secreto más profundo acerca de su propia persona.

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lunes, 26 de mayo de 2008

Plante un hijo, escriba un árbol. Héctor D'Alessandro



Plante un hijo, escriba un árbol. Héctor D'Alessandro

"Adelgace ahora. 12 kilos en 2 meses. Escriba una novela. Hágase millonario".
Este es el anuncio que mi amigo Federico Villamilla puso en el periodico. Dice que es muy efectivo, y yo le creo; aunque me sobrara con echar un vistazo al tipo de mundo en que vivimos, me alcanza con saber que Federico es el inventor del famoso método "Plante un hijo, escriba un árbol".

Los diez cuentos que mas me gustan, Héctor D'Alessandro

Una lista de los diez cuentos que más me gustan. Héctor D’Alessandro

1. El cocodrilo, de Feliberto Hernandez.

2. Emma Zunz, de Jorge Luis Borges.

3. Tema del traidor y del héroe. Jorge Luis Borges.

4. Cavar un foso, de Adolfo Bioy Casares.

5. El grito, de Robert Graves.

6. La segunda Esther Kreindel, de Isaac Bashevis Singer.

7. Una luz en la ventana, de Truman Capote.

8. La casa de las flores, de Truman Capote.

9. En el bote. J.D. Salinger

10. La insolación, de Horacio Quiroga.

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Una de George Steiner, así, como al pasar, para ir rumiando. Hector D'Alessandro

“La filosofía con elementos líricos y teatrales en Kierkegaard y Nietzsche –la utilización de diálogos o la escenificación de argumentos abstractos– ha ejercido una influencia subterránea pero cada vez mayor en todo el espectro de las formas lingüísticas. Pasará mucho tiempo antes de que la estructura revolucionaria de Das Prinzip Hoffnung (El principio esperanza) de Ernst Bloch – en parte un viaje épico y en parte una autobiografía imaginaria, a la vez un tratado ontológico y del principio al fin una experimentación con el lenguaje– sea cabalmente comprendida, sin hablar de su aceptación y su utilización. Kierkegaard, una vez más, puede ser el origen del ensayo en forma lirica y hermética. Algunos de los “ensayos” (y el término es aproximativo) de Walter Bejamin o Ero e Príapo de Carlo Emilio Gadda, con su virtuosismo de invocaciones, alusiones y bromas filosóficas, se encuentran entre las formas más imaginativas de la literatura moderna. También estamos asistiendo al nacimiento de híbridos donde una visión personal y casi secreta del mundo se mezcla con una disciplina pragmática: me refiero a Tristes trópicos de Lévi-Strauss y a la extraordinaria obra de John Cage Silencio, relacionada quizás con Una jugada de dados de Mallarmé”.

George Steiner

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Comienza el calor, Montevideo, 1976. Héctor D'Alessandro

Comienza el calor, Montevideo, 1976. Héctor D’Alessandro

Todos los chicos tenemos ganas de debutar sexualmente; para poder contarlo, entre otras cosas, para saber cómo es, para disfrutar. Pero el asunto está complicado.

Los chicos tenemos, por suerte, un amigo del alma. Alguien en quien confías con los ojos cerrados, porque nunca te fallará. Todos tenemos un “mejor amigo”. Y aunque estos tiempos son malos, porque cualquiera te puede traicionar, no son lo suficientemente malos como para olvidar tener un “mejor amigo del alma”. Tener un mejor amigo es lo más fabuloso que te puede pasar. Alguien con quien hablar de lo que te gusta y de lo que te duele. Alguien con quien descubrir juntos cómo funciona la vida, el mundo, las cosas de los adultos. Alguien con quien hablar de las costumbres de las palomas torcazas y del método de construcción del nido del pájaro carpintero. Alguien con quien competir a ver quién hizo la travesura más fuerte. Alguien a quien decirle “¡No te podés imaginar ni hacerte una idea de lo que ví!” Y contárselo, para que él te conteste: “Eso no es nada. ¡No sabés lo que vi yo, una vez!” Y mientras estás hablando de estas cosas tan interesantes, si algún vecino miliquero te manda callar o te amenaza o algo así, como estás con tu mejor amigo y te sentís respaldado, le podés gritar, a gusto, a ese mierda: “¡La vereda es pública!” Y quedarte tan orondo.

Podés indignarte y después reir.

Y luego de estar así, horas, cuando llega ese momento de agonía larga como una tritón y pesada como mi madrina, en que mirás a tu amigo con ojos de culebra y surge la pregunta: “¿Y ahora qué hacemos?”, tampoco pasa nada, porque algo se nos ocurrirá y si no se nos ocurre, no importa, porque igual pasa alguna chica y le podés decir algo, y de pronto es simpática y se para a charlar un ratito y te hacés amigo. Eso en caso de que no sea una banana de estas que piensan que uno lo que quiere es fifársela. Aunque lo que querés, en realidad, es fifártela, pero estás dispuesto a posponer tu deseo si es agradable y si la conquista la hiciste con tu amigo; si ella tiene una amiga, mucho mejor.

Yo recuerdo días en que, junto con mi amigo Jorge, nos quedábamos hablando con algunas chicas hasta la noche; era muy tarde y ya no escuchaba nada de los que se hablaba; es más, no sabía siquiera de qué estábamos hablando. No sabía exactamente si quería patearle el culo a una de mis amigas o tomarme una cocacola con torta de chocolate y crema. Al final bostezaba y pegaba dos o tres gritos para despejarme. Ellos seguían, dale que te dale, como si hubieran tomado jarabe de pico; Jorge, sobre todo. Era su estrategia para que no se fueran. Como si en el caso de que se quedaran fuera a pasar algo. No pasaba nada y yo me ponía a hacer estiramientos, allí, en la vereda y él me decía, vení para acá, no llames la atención, siempre tenés que estar exhibiéndote y yo le decía “dejame en paz”. Pero con cierto malhumor. Entonces él, que quería integrarme en la charla porque suponía que así se precipitaría el momento del ñaca ñaca, me hacía la grandísima concesión: “¿bueno, qué querés hacer? Me cago en diez, siempre hay que hacer lo que dice el nene.” Y yo, a veces, le decía que no quería hacer nada, que me dejaran en paz, que me estaba estirando y ya está, o bien le decía “espérenme aquí, que voy a mi casa un momento y vuelvo”. Entonces él, para hacerse el gracioso decía “va a cagar” Y yo, molesto, porque aquello no era verdad, decía: “qué te importa lo que voy a hacer” o igual le decía “es que me acordé que hoy dejé bacalao al horno del mediodía y ahora tengo hambre y me lo voy a comer, no sea cosa que venga mi hermano y se lo morfe”. Sí, eso le decía. Y si no era eso, era “Voy a buscarme un sánguche que tengo hambre, ¿quieren algo?”

Yo siempre invité a sándwichs a mis amigos.

Y a mis amigas.

Aunque no quisieran coger conmigo.

Aunque no quisieran coger con nadie.

Que una chica no quiera coger no significa que sea boba, ni que tengas que depreciarla. Quiere decir que no coge; aunque las consecuencias, para ella sean terribles, porque les salen granos, tienen mala digestión, se tiran pedos, están de malhumor, se enferman de neurosis, tienen que lavarse mas la concha porque de no usarla huele fuerte, puede venirles un cáncer en unas trompas que tienen que no me acuerdo cómo se llaman, les vienen altibajos emocionales, pasan de la tristeza al frenesí, rompen objetos caros y otros que no son caros pero que también se rompen, lloran repentinamente, puede sobrevenirles una manía religiosa malsana y muy poco meditada, pueden tomar decisiones imprevistas como suicidarse o subirse a un ómnibus para ir a un sitio y a la mitad del viaje bajarse y subir a otro en dirección contraria, también puede darles por escribir textos melancólicos que le ponen los pelos de punta a quien los lea, la voz les queda como de pito para toda la vida, manifiestan también una cierta tendencia a la caída del cabello, pueden aparecer por casa con los ojos rojos como de haber dormido mal, y esto sucede con relativa frecuencia, pueden tener también un cierto sentido de la desorientación y van a agarrar un vaso y sin querer tiran una botella o agacharse en todas partes y que se les vea el culo sin que les importe, les sale caspa, pueden entregarse a fuertes estados de ensoñación, la mirada perdida, “soñar despiertas” y cosas de estas. También, puede que les venga ganas de coleccionar cosas o empezar a fumar. Pintarse la cara o dejar repentinamente de pintársela o no pintársela nunca. Puede también que lleguen tarde a casa. O que lleguen muy temprano y agitadas, como queriendo ocultar algo. También es posible que estén todo el día a toda hora en todas partes, abrazadas a alguna amiga y esto va acompañado de la costumbre de saltar y proferir grititos con que celebran cualquier cosa. Y todos estos extravagantes comportamientos se producen a raíz de que no lo hacen, no practican el sexo. A mí me da igual, es una pena porque ellas se destrozan la vida, pero nunca pierdo una sola oportunidad de explicarles todo esto que lo fui recopilando de diversos tratados de versados especialistas en el tema que hay en la biblioteca publica y nadie lee y también de mi propia observación personal. Después de que, junto con Jorge, les explicamos todo esto, en bloque o por tandas, la decisión queda en manos de ellas, nosotros no nos vamos a meter, pero el futuro de la humanidad está en juego y las instituciones y la civilización. Nosotros de la humanidad, las instituciones y la civilización sabemos lo justo, lo que nos enseñaron en el colegio, lo que está en el programa; pero de lo que el cuerpo a las claras dice, de eso sí que sabemos mucho. Bueno, yo sé más que Jorge, pero no lo digo para no humillarlo. Porque es mi mejor amigo. Del alma. Además, los dos estamos en la misma barca. Queremos coger. El problema es que vivimos en Montevideo y además de que la gente ya de por sí es reprimida, la dictadura prohibió coger. No sé dónde lo dice o cómo es la ley; pero no se puede coger o al menos eso es lo que la gente cree. A ver, quiero ser claro, yo no oí que ningún general dijera algo así como: “A partir de ésta magna fecha y con el ánimo de no interferir más en el natural desarrollo de alguna cosa, se decreta, se ordena y se manda que se publique para su conocimiento público y se obedezca que a partir de la noche de autos y a la hora tal, queda terminantemente prohibido realizar actos sexuales por tiempo indeterminado”. No me extrañaría que lo hubieran dicho, porque sabiendo lo que pasa cuando no cogés (calvicie, romper objetos, cáncer, etc) seguro que éste es un método que perfeccionaron en algún laboratorio de los EEUU, que es donde perfeccionan éstas cosas, y luego los llevan a los milicos y les hacen un cursillo rápido pero intenso para que vengan aquí y lo apliquen. Y bien mirado, éste sería el mejor método para exterminarnos a todos y quedarse ellos solos amargados y pegando gritos por todas partes que es lo que a ellos más les copa. Claro, esto lo sé yo solamente; tampoco puedo andar contándoselo a todo el mundo, el horno no está para bollos.

Pero a mí no me gusta que me exterminen.

A mí me gusta coger; bueno, a mí me gusta la idea que tengo acerca de coger.

Y eso, hasta que coja; porque prohibido o no, ya no pasará mucho tiempo antes que lo haga.

Tomado de "Materia constante", 1999, Héctor D'Alessandro

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El zen de la escritura con arte. Héctor D'Alessandro

Zen de la escritura con arte. Héctor D’Alessandro.

El Zen de la escritura con arte también podría ser titulado “para comenzar el día”. Porque de hecho es el requisito fundamental para arrancar el rasgueo de la hoja o el tecleo ante el ordenador. Mira, ¿cómo lo diré? Tienes que saber que te vas a morir. Pero no a morir mañana ni en el próximo minuto, ni a morir un día cualquiera en algún momento de un profundo y lejano futuro. Sino en todo momento, saber que ahora inevitablemente te estás muriendo, que nada puede evitarlo, que puedes asustarte y luego dejar de hacerlo y después, ya olvidado de todo esto, volver a recordarlo, pero debes saberlo como si la muerte fuera una persona que camina a tu lado, de preferencia a tu izquierda y que al mínimo fallo de tu parte te lleva.

Luego de esto, si más o menos conoces el idioma y no te caes de la silla en estado de embriaguez con el mero uso de las palabras y aciertas con los adjetivos y la sintaxis, yo creo que puedes comenzar.

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domingo, 25 de mayo de 2008

La sabiduria de los idiotas. Héctor D'Alessandro

La sabiduría de los idiotas. Héctor D’Alessandro

Recuerdo un cuento de Idries Shah de “La sabiduria de los idiotas”. Trataba de un estudiante del camino interior que se instalaba a aprender con un maestro muy reconocido. Tras mucho tiempo estudiando y conviviendo, el alumno, que tenía una visión externa de los asuntos espirituales, llega a la conclusión de que la clave de toda la sabiduría del maestro radicaba en un instrumento, creo que era un martillo, con el que trabajaba a diario. Se lo roba y huye.

Pasado un tiempo regresa y devuelve aquel instrumento robado. En el acto mismo de la devolución radica la metáfora y el acto de sabiduría; el reconocimiento del error que te arranca del error.

En una tradición externa tipo Esopo, resultaría fácil decir ahora que todo idiota confunde el tocino con la velocidad y otras cosas de esas tan del tipo Sancho Panza, pero el caso es que para ser sabio, en el caso de este relato iluminador que te arranca de la somnolencia y las nubes de la inconsciencia y el adormecimiento, hay que haber sido idiota. Bien idiota, nada más que idiota, solamente idiota y que cuando ibas por la calle te gritaran ¡idiota! Con todas las letras y bien clarito.

Pónganse usted en ese sitio por un instante; qué fuerte ¿eh? Bien, es un decir.

De idiota, claro.

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El zen de la prosa narrativa. Hector D'Alessandro

El zen de la prosa narrativa. Héctor D’Alessandro

Desde muy joven mostró una inusual habilidad para la escritura, para transmitir ideas con la escritura narrativa. Se formó imitando a los grandes, sólo a los grandes, siempre a los grandes. Muy joven tuvo éxito; fue un éxito fácil de esos que te dejan vacío y lleno de dudas. Cuando tuvo éxito se dio cuenta, una noche, qué noche, que él era pequeño, muy pequeño, siempre pequeño, más pequeño incluso que Monterroso, que ya es decir. Fue entonces que se dijo a sí mismo, tengo que aprender qué es lo que hacen los pequeños, pero no los pequeños de estatura como el bueno de Augusto, sino los pequeños de verdad, esos que, como él mismo había hecho, son limitados y cursis y están en todo lo último y saben cómo se combina una bebida con sus distintos elementos para formar un cocktail, y que usualmente se forran de dinero y se creen grandiosos y emiten chilliditos en las noches rutilantes de las ciudades. Entonces se decidió a leer “esas” obras que hacen los pequeños y pudo catar diferentes calidades de sabor y temperatura y el conjunto le dejó un poso de amargor y tristeza. Entonces se dijo: “lo que a mí me falta es vivir, sí, vivir y experimentar” y como conocía todas las palabras de su idioma se dijo “lo que a mi me falta es una buena “catabais” y se largó a emprenderla; sabiendo, claro, aquello de que un viaje de mil pasos comienza con un sólo paso. Bueno, en fin, para qué extenderse, se hizo atracador, contrabandista, vividor, proletario, burócrata, bailarín en un barco y en un camping, adivino, falso médico, hipnotizador, miembro de una tribu india, agente de bolsa, enamorado apasionado, dio palizas por encargo, extorsionador, vendedor de sexo telefónico, gurú y al fin un hombre cansado. Cuando llegó a este punto se acercó a un templo y pidió que le ayudaran a corregir su vida; le cerraron la puerta en la cara. Volvió a llamar y entonces le abrieron y le dijeron que ellos no corregían nada, que allí le ayudarían a acabar de hundirse, si él estaba de acuerdo, claro. Claro que lo estuvo, no tenía nada que perder. Entonces le destinaron una celda donde estuvo cuarenta y dos días. Los peores y los más lúcidos de su vida. Nunca aceptaban a nadie durante tantos días a la primera porque esto debía hacerse de un modo progresivo, pero el maestro del templo, que era un cachondo mental, conocía como nadie el arte del cambio humano y gozaba viendo a las personas atravesar esa metamorfosis, decidió que estaba aquel hombre lo suficientemente hecho polvo como para entregar en vida todo aquello que lo revestía y no era él. Todo aquello que con el simple roce del vivir había ido juntando como una suerte de costra y que con el rascar del trabajo en el templo acabaría cayendo.

Durante los primeros días se quejaba de todo tipo de dolores mientras su cuerpo torcido por la vida se iba enderezando por obra de la corrección de la luz. Recibía en sus oídos como si fuera una balsámica miel la frase aquella tan repetida por el gurú de “la luz saca la oscuridad”. Y la frase le caía dentro de su cerebro como una pequeña pluma que, en cámara lenta, cayera dentro de una cumbre hueca en las cordilleras. Al caer iba rebotando lenta en las paredes de su cerebro, no acababa nunca de caer. Iba dejando un rastro como de tiza en la pizarra y esto se reflejaba en la sonrisa babeante que se le ponía en la cara.

Cuando todo el dolor cesó, sobrevinieron oleadas y más oleadas de placer incontenible, un placer que se le precipitaba en torrentes de lágrimas dulces que manaban como una cascada. Luego se quedó enganchado como una lapa al placer constante que sobrevenía sin descanso a toda hora; no sentía su cuerpo, el mismo esfuerzo de trabajar con él e ir más allá del dolor había producido el fin del dolor y el advenimiento de este gozo. Ahora el maestro le despertaba a cada instante porque el gozo llegaba a anestesiarlo. Animal de costumbres.

Pasados días que parecieron décadas pudo advertir la llegada del placer antes de que este se hiciera presente y dejarlo partir con la misma exhalación de aire con que liberaba más y más su cuerpo.

Hubo una tarde en la que sintió cómo se alejaba esta especie de globo de la felicidad que, desde hacía unos cuantos días y con una conciencia mermada de parte suya, lo oprimía igual que si fuera el antiguo dolor habitual. Entonces se experimentó a sí mismo como si hubiera estado en otro planeta durante un tiempo y ahora hubiera vuelto a la tierra. Abrió los ojos, se levantó desperezándose, se estiró e hizo tres o cuatro flexiones y se preparó para marcharse, cuando el maestro le dijo “eh, tú, ¿dónde te piensas que vas?” Y él miró a su alrededor y vio a una multitud de meditadores que distintamente se entregaban sin descanso a la concentración con los ojos cerrados y otros, alterados por su actividad, habían abierto los ojos luego de tantos días y restregándoselos parecía provenir de distantes eras geológicas de la humanidad. El maestro dio un bastonazo en el suelo y dijo “continuamos meditando con los ojos cerrados”, se acercó a nuestro hombre y le dijo “cierra los ojos, cariño y continúa”. Nuestro hombre cerró los ojos y se rió para sus adentros pensando la que había formado con su inconsciente interrupción y de qué modo se le había ido la cabeza pero no pudo continuar pensando estas cosas porque a un golpe del maestro con su bastón en el suelo creyó oír “concéntrate en la respiración y deja partir esos pensamientos” y nunca podrá decir si eso lo dijo el maestro o sólo lo oyó él o si su cerebro ya adaptado producía sus propios mensajes. El caso es que volvió a concentrarse. Cada tanto se interrumpía y pensaba “joder, qué cantidad de días que llevamos aquí, vaya rollo, la madre que me parió, quien me manda a mi meterme en estas historias” y entonces le empezó a doler el hombro derecho y vio cómo, al parar esa serie completa de pensamientos se detenía el dolor del hombro, y al retomarla volvía el dolor, y al descubrirlo sintió un placer desacostumbrado, una cosquilleo en las pelotas y en las caderas, se quedó disfrutando de estas amables sensaciones hasta que se dio cuenta de que estaba encorvado, postura que corrigió con una enorme inspiración. Una inspiración que lo dejó en el vacío. Su mente era un fondo oscuro como el telón galáctico detrás de las estrellas en una noche limpia y allí se estuvo por eras y eras o como le gusta decir al maestro, eones y eones de tiempo, durante el cual su cuerpo recibía desde aquellas lejanas galaxias radiaciones sutiles que sólo el podía experimentar. No sabe cuánto tiempo pasó así.

De pronto oyó, como un lejano tañer de campanas, “Bangha. Bangha. Estás en el reino de Bangha. No materia, no materia. Desprendimiento total de la conciencia. No cuerpo".

Llevaba no se sabe cuanto oyendo aquello cuando tuvo la conciencia de ser sin cuerpo y al percatarse de esto, de inmediato tuvo la sensación de “caída”, esa sensación que se produce cuando se está entre el sueño y la vigilia y al cabecear a uno le parece que está cayendo. La voz de “¡Bangha!” otra vez, lo rescató de la caída y de pronto no pudo experimentarse, no pudo sentir las sensaciones propias de su cuerpo, no pudo recordar ninguna referencia que hubiera aprendido acerca de sí. No cuerpo, no nombre, no pasado, no raza, no clase, no dolor, no placer. Ingravidez. Ingravidez. Ingravidez.

Así hasta que la voz lejana que iba guiando dijo que podían abrir los ojos.

Esa noche durante el sueño era consciente de estar soñando. Se convirtió en un hábito; se podía oír a sí mismo respirar en la realidad desde el otro lado del sueño y corregir su actividad.

A la mañana tenía más fuerza que nunca antes en su vida y toda su vida pasada parecía la de otra persona. Quedaban tres días para concluir. Cumplía con su actividad diaria con la eficacia limpia de un cinturón negro en artes marciales. Hacía todas las cosas inútiles que se hacen a diario, pero sin acumular los comentarios absurdos que suelen rodearlas como una funda y acaban recubriéndolas como si fueran la piel de los sucesos.

El día que salió a la calle se sentía limpio y tras un viaje en coche de varias horas llegó a su casa; parecía la casa de un extraño. Haría cambios. Se sentó a la mesa ante el ordenador, lo encendió y se pudo a juguetear con el teclado. Abrió un documento y se puso a escribir; de pronto, como si fueran programas descargándose, a sus brazos llegaban vibrantes historias que pugnaban por llegar hasta sus inquietos dedos. Comenzaba un nuevo capítulo, un capítulo en el que retomaba el hilo central de su vida: la escritura. Ahora sí podía ser él mismo, su cabeza limpia y afilada como una espada conducía la operación y ningún pensamiento podía detenerlo a la hora de tensar el arco de la sintaxis, cargarlo de verbos y adjetivos, y dejarse ir siendo uno y sólo uno con su objetivo. Había matado al que había sido. Ahora escribiría, recreándose incluso a sí mismo, siendo uno con lo que escribía. La nueva piel de los sucesos.

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sábado, 24 de mayo de 2008

Para acabar con la memez. Una farsa de James Joyce. Héctor D’Alessandro


Para acabar con la memez. Una farsa de James Joyce. Héctor D’Alessandro


Existe entre los escritores la costumbre de repetir como loros estupideces que alguien alguna vez en algún sitio, y sólo para salir del paso o para justificarse, inventó. Y estas bobadas se repiten como si fueran materia infalible. Una de ellas es ese rollo increíble que se inventó James Joyce de la “epifanía”. Joyce era un alcohólico redomado además de un fabulador extraordinario y confundía su vida con lo que pasaba en su mente; además era extraordinario para rotular fenómenos. Bautizaba algo con un nombre y sabía perfectamente que todos correrían atrás de aquella definición desbocados, suicidándose por ella. Por esto, porque conocía el carácter "performativo" del lenguaje, la capacidad de las profecías bien formuladas para cumplirse, dijo que había escrito un libro para que los críticos se entretuvieran diez años con él y un segundo libro con el objetivo de que se entretuvieran un siglo. El horizonte de la eternidad literaria. El caso es que ninguno como él sabía que era muy malo creando personajes y tramas y trabajaba, como recomienda Lezama Lima, otro gigante literario, “a favor de las limitaciones”. Tenía plena conciencia de que sus cuentos de “Dublineses” pasarían rápidamente al olvido si no fuera por la fama de “Ulises”, su gran novela, pero como era un megalómano se inventó una teoría a posteriori que justificara la mala factura de sus cuentos. Es que se trataba de “otra cosa”, “epifanías”. El famoso cuento “Los muertos”, es un relato que peca de todas las imperfecciones de la mala hechura. Es verdad que se trata de un texto que logra crear clímax opresivos y angustiosos elusivos y elípticos, pero que se trate de una “epifanía”, una espera mágica de que algo adviene pero no llega nunca es claramente una estafa. Lo que no llega nunca en realidad es la buena literatura que hay en un cuento bien hecho. La idea de que hace “epifanías” y no relatos, es una farsa tan genial que merecía la marca de un gran publicista de sí mismo. La prueba de ello, es que cuando alguien osa decir que esos cuentos no son tan buenos o que son un poco “malillos”, siempre le caen a uno con un simbólico garrote con aquello de “es que son epifanías”, como si esto fuera una idea o una realidad y no simple y llanamente una frase que funcionando como una excusa parece una explicación, parece más, parece una creación. “La epifanía”, como si esto fuera un género literario instalado con toda legitimidad en la historia occidental de la literatura desde tiempos inmemoriales. Y se queda tan ancho el hombre o mujer más inteligente luego de pronunciar tamaña memez; será por aquello de que ese pensamiento que Joyce se inventó para justificar lo injustificable es justamente una memez pero no de “memo” sino de “meme”. Un pensamiento que a modo de un virus se instala en la mente y sólo permite que se vea con el color de la infección que propaga.


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El hombre de la llanura. Héctor D'Alessandro

El hombre de la llanura. Héctor D'Alessandro

Hace muchos años un hombre nació en una llanura. Le tocó hacerlo en una ciudad lamida por un mar color león. Creció con una vaga conciencia de destino equivocado y pronto ganó su ánimo un sentimiento de desarraigo. Incluso cuando en sus asuntos urbanos le iba moderadamente bien, sentía como un aguijonazo feroz que le impulsaba al descontento y a la búsqueda.

Vanamente le inculcaron sus mayores y el colegio y sus amigos que había nacido en el mejor lugar de la tierra, en el más bello y agraciado.

Siempre estaba deseando partir.

Pero no lo hacía; porque aún no había llegado su hora para hacerlo.

Sus padres le decían y todo el mundo se lo confirmaba, que se "desvivían" por él; pero no se le antojaba creerles. Los veía ligeramente hipócritas y adocenados; quizás, incluso, algo estúpidos. Él, en todo caso, no los había escogido.

Durante mucho tiempo los odió; aunque, a veces, los amaba con locura. Estos sentimientos se incrementaban cuando deseaba sentir soledad; ni todo el amor le podía salvar, ni todo el amor podía ponerle en contacto con otros.

Estos sentimientos le embriagaban hasta la saciedad. Luego los soltaba como un lastre y se ofendía consigo mismo y se acusaba de débil y pusilánime. Entonces buscaba a sus progenitores para ofenderles y causarles dolor y hacerles sentir la pena de haber parido a un monstruo altivo.

Entonces se sentía poderoso y salía a recorrer las ciudades y los alrededores y allí donde iba procuraba dejar su marca. Era una marca de maldad.

Se quedaba un tiempo en un pueblo, tomaba una víctima, dos víctimas, tres víctimas y procuraba hacerles maldecir el haber nacido. Cuando comprobaba la potencia de su maldad, en una noche cualquiera, se retiraba.

Una tarde, en un camino, sin motivo aparente se acercó a un vagabundo y cuando ganó su confianza, cambió para él su aspecto y comenzó a mortificarle de palabra hasta que logró aterrarle. Cuando el hombre quiso huir, lo mató de una certera puñalada.

La sangre violenta y la dura muerte infligida lo dejaron confiado en sí mismo y vacío de emociones.

Aquello no era lo que buscaba.

Entonces buscó una mujer y la amó con delirio.

Se entregó mansamente a las ternuras del cariño y el amor y se olvidó de sí. Pero un día, ella, harta y llena su cabeza de unos ímpetus, unas esperanzas y unas ambiciones hasta ahora desconocidas, le comunicó que le dejaba.

Entonces, él sólo pensó en matarla. Gritó, se desesperó y rompió algunos objetos y, finalmente, desahogado se marchó.

Pero rondó, acechándole durante mucho tiempo, buscando una excusa para matarla.

En el decurso de aquel tiempo la había matado tantas veces y de tantas formas distintas en su imaginación que el mero hecho físico de consumarlo parecía una fruslería comparado con lo que había sucedido en su fantasía.

Finalmente, cayó en un embotamiento total de los sentidos y, como alelado, como cualquier cachorro animal, buscó en la tormenta y la oscuridad, el camino de regreso a su hogar.

A duras penas y tras muchos sobresaltos, cayó rendido a la puerta de la casa de sus padres, como arrepentido de algo, hambriento.

El amanecer le sorprendió desmayado en el umbral y un hermano suyo que ahora era sacerdote le hizo entrar, le abrigó y le dio de comer.

Cuando se hubo repuesto, su hermano sacerdote le comunicó cómo habían muerto sus padres y brindó la casa. Su habitación de hijo pródigo continuaba intacta aguardándole pero él sintió que aquello era una prisión.

Sintió, asimismo, que su hermano poseía los peores defectos de sus padres y soterradamente le odió y le deseó la muerte.

Su hermano algo debió percibir, pues su carácter apacible de hombre solitario cambió y comenzó a herir al recién llegado como si le considerara un intruso.

Entonces comenzó una guerra soterrada, furtiva, lacerante, poderosa, negra, acuciosa y visceral, durante la cual, el hombre de la llanura sintió que se trascendía a sí mismo y cuando, al cabo de un año, su hermano debilitado anímicamente, por completo exhausto, exhaló su último suspiro, él se sintió renacer de nuevo, como un ave fénix.

Con todas sus heridas cicatrizadas salió al mundo y comenzó a recorrer todos los arrabales más infectos y se entregó a la lujuria y al alcohol durante otro año más.

Hasta que conoció a un amigo; al amigo.

La persona que más quiso; la única persona que le quiso de un modo incondicional. Hicieron planes y vivieron variadas aventuras y rió. Rió como hacía muchísimo tiempo que no lo hacía. Y se asombró de su renovada energía cada amanecer y su inagotable espíritu de aventura y diversión. Cada uno encontró en el otro a su alma complementaria y recorrieron juntos una vasta geografía, sin objeto y sin prisa.

Pero un día, pasados los años, su amigo conoció a una mujer y creyó, o quiso creer o era verdad, que ella era el amor de su vida. Aquello fue un desastre y nuestro hombre no supo qué hacer; anduvo desconcertado de aquí para allá buscando motivar al amigo con infructuosas tentaciones.

Era definitivo, el amigo había encontrado su puerto; allí se quedaba.

Por respeto se alejó sin decir una última palabra de despedida y anduvo perdido y frío durante mucho tiempo por parajes que ni recuerda. Hasta que, cansado, se sentó sobre una roca y lloró. Lloró todo el llanto del mundo acumulado en él durante años. No sabía que podía llorar; no recordaba cómo hacerlo.

Y, entonces, en la noche, bajo la luna y unas estrellas indiferentes sintió una soledad nueva y densa.

Tomó una decisión, sintió que esta lo acercaba a su destino aunque, quizás, lo alejara de sus sentimientos.

Entró en una ciudad y se convirtió en adivino; una facultad dormida que había despertado en la noche láctea.

Cuando reunió los dineros necesarios se presentó a una Universidad de monjes y empezó a instruirse.

Escogió unos estudios que explicaran el comportamiento de los hombres; al cabo de un año no le interesaban los hombres individualmente considerados sino las mareas colectivas que les impulsaban de modo incontenible.

Tuvo excelentes profesores que le hicieron sentir poderoso. Iba entendiendo las argucias para dominar a los pueblos y a las generaciones. Pronto fue imbatible; de todo punto de vista, en cuanto a retórica y en cuanto a carisma. Sentía que se alejaba de algo nefando que se le había presentado aquella noche de luna láctea en que perdió a su amigo en esta tierra y que algo trascendente y todopoderoso crecía dentro suyo.

Un día, como estaba marcado, lo recibieron en los altos palacios, nadie como él para instruir a los poderosos en el arte de preservar el poder.

Pasaron los años y sentía un hueco impostergable dentro de su alma. Las más hermosas mujeres se rendían a sus pies y le ofrendaban sus fortunas; los más encumbrados señores le invitaban a sus mansiones. Y él continuaba sintiéndose vacío y como con una nostalgia.

Entonces, una noche ardiente y vibrante, sintió que todas las artes del poder no podían compararse con las artes médicas, que aquellas estaban más cerca de la corriente de la vida y huyó con una mujer de palacio que le había hablado de una ciudad de bellas mujeres donde la gente sobrevivía durante años a mortales enfermedades que devastaban otros territorios.

Así fue que llegó a las altas montañas que tocan las nubes y fue a vivir con la mujer más pobre y enferma de todas y se dijo que si lograba hacerla sonreír y lograba curarla, entonces sería más que humano. Pasó allí un año de tormentos mentales. Él, que no tenía miedo a nada, tenía miedo a la enfermedad. Pero se mantuvo firme, allí, a su lado, hasta que comprendió hasta el último delicado mecanismo de la enfermedad y se dijo para sí mismo que nada tenía ya que aprender allí.

Bajó de la montaña y buscó el mar, un puerto y se embarcó, al fin, alejándose de su llanura originaria, sintiendo que todo era como un gigantesco sueño.

Se alejó para siempre de sí mismo y del que había sido, ahora se dirigía a los secretos grandes como océanos que se contienen en una sola gota de mar. Al fin había partido al encuentro de sí mismo.

La embarcación se deslizaba en un agua serena y la luna bañaba la cubierta. El hombre de la llanura henchía su pecho de infinito salitre y en la noche inmensa, exento de nostalgia, se dirigía en busca de su puerto verdadero porque ahora había llegado su hora.

borges, dalessandro, literatura liquida, psicocuantico, cultura


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