La historia de mi cara. Héctor D’Alessandro
La historia de mi cara es la historia de tu cara. La historia de dolor husmeado, percibido a través de los velos de la dermis. El dolor que nos une; que nos ha unido. Yo reconocí en tu rostro una pena antigua, sólidamente sedimentada, una labor tenaz de los años. Yo pensaba que era tu pena; quería creer que era tuya y de nadie más. Única y por siempre tuya; no de los otros. Jamás mía. Mi cara no quería esa tristeza para sí; se había independizado de mi persona y la arrastraba tras de sí como unos caballos a un carro. Unos caballos con anteojeras para no ver, para no sentir, para siempre tirar hacia delante, para embestir. Para triunfar, ella sola, a pesar de mí. Mi cara dio un día un paso al frente y se independizó de mí; rompió las relaciones, de todo tipo, que mantenía aún con mis batallones y mis momentos seráficos. Me declaró la guerra soterrada para siempre y practicó una táctica de tierra arrasada para disolver sus rostros y despistar a los posibles seguidores que le enviara. Pero como todo esto lo hizo en medio de una pesadilla atroz, permanecí sin enterarme. Convencido de que el dolor agudo procedía de aquellas funestas imágenes oníricas, me distraje y claudiqué de todo empeño de reconquista. El mundo entero se me volvió ajeno pero transité confiado entre sus cuatro fronteras; casi seguro, creyéndome casi seguro.
Entonces mi cara comenzó a obtener éxitos significativos. Otros rostros le miraban con amabilidad, con cordialidad, simpatía e, incluso, admiración. Este momento fue decisivo. A partir de allí, mi rostro se alejó de toda tristeza; lo cual generó en mí una sensación de alivio desmesurado. Estaba a salvo de todo vulgar sufrimiento.
El mundo decaía en medio de agudas penas y mi cara transitaba por en medio, exultante, casi como un ejemplo, queriendo decir a todos que la pena era inútil. Y yo recibí un mensaje similar, vago y lejano, acerca de la insensatez del dolor; mensaje al que me aferré como a un clavo ardiente. Yo sabía que aquello era una verdad, una parte de la verdad, no quería abandonarla, no quería que me abandonara.
Me repetía constantemente que aquel sentimiento no me abandonaría jamás; pero no sabía cómo se amarra un sentimiento. ¿Alguien sabe de qué modo sutil llega a amarrarse un sentimiento hasta que éste se hace sustancia de nuestra propia persona?
Mientras yo luchaba con estos pensamientos, mi rostro se desenvolvía en el mundo y tenía, incluso, sus propios sentires separados de mí.
Un día se enfadó. Se puso hecha una furia porque no fue valorada en la medida en que ella misma creía en su valor.
Al volver a casa me hizo toda una serie de recriminaciones. Me amonestaba endureciéndose a su antojo sin que yo pudiera controlarla y esto me provocaba una inmensa pena que yo mismo no tenía tiempo de llegar a sentir, porque apenas comenzaba a tomarle un poco el gustito y ya ella me arrancaba como un gigoló violento y me llevaba a rastras hasta una silla frente a un espejo y se hundía furiosa en su propia contemplación especular, su boca se abría enorme y terrible y soltaba unos irrepetibles sonidos y palabras aberrantes. Tanto rato se mantuvo en esta actitud férrea que llegué a tomarla muy en serio; a punto tal que ella y yo éramos solo una y la misma persona vociferante y horrible, en medio de la soledad nocturna.
Al día siguiente estábamos exhaustas, mi persona y mi cara. Despertamos juntas, como de una borrachera, aún la resaca nos impedía ver algo mínimamente claro, cuando ya ella se levantó, rauda y agitada, corriendo a verse al espejo, a contemplar los estragos a los que nos sometió por la noche cuando se había sentido tan herida en su orgullo por algo que yo vagamente recordaba.
Ese día, al salir a la calle y encontrarnos con los conocidos yo ponía todo el empeño en encontrarme gentil pero ella se mostraba renuente y me hacía jugar un muy mal papel. A punto tal que aquel día quedé con el convencimiento absoluto de que todos pensaban y opinaban que yo era una mala persona, desagradecida, intolerante y antipática.
Mucho tiempo y de mil formas me rebelé a esta situación. Ella es muy astuta y cuando yo estaba por llegar al fondo de la cuestión, se las ingeniaba para distraerme con sus propias pasiones. Tan es así que yo terminaba amonestándome, diciéndome que tenía que cambiar como persona, que yo no podía seguir siendo de aquel modo ingrato.
En ese instante, ella sellaba su victoria cotidiana. Yo me echaba toda la culpa. Ella continuaba sus andanzas.
Cada día se volvió más exigente e intolerante; todo por los beneficios que ella me aportaba. Pero yo, aunque débilmente, me rebelaba contra esta explotación inmerecida. Me quejaba de diferentes maneras. No la sacaba a pasear. La recluía en casa sin espejos ni fotografías; ni siquiera me dignaba tocarla. Entonces se acaloraba y ardía por la furia enorme que le acometía, a la cual le respondía yo con un buen chorro de agua helada en el lavabo del cual también había quitado los espejos. La mojaba en repetidas ocasiones y la dejaba sin secar para que sufriera el castigo; entonces comenzaba a incordiarme con picores, escozores, cosquilleos y, finalmente, con estúpidos tics. En ese momento, lleno de rabia, la frotaba fuertemente con una toalla muy áspera que tenía. Me respondía con nuevos ardores; en el colmo de la paciencia la tocaba, la apretaba, la pellizcaba, casi la arañaba. Con esto parecía quedarse tranquila, relajada, dispuesta a dormir. Yo disfrutaba con mi victoria; pero no llegaba a disfrutar demasiado porque en ese instante ella, tomándose revancha, comenzaba a llorar. Lloraba y lloraba sin consuelo, de un modo que parecía interminable.
Al fin lograba cansarme; me dormía, desentendiéndome por completo de su suerte. Que hiciera lo que le diera la gana.
Al día siguiente me levantaba e iba corriendo en busca del aire de la calle, el sol matutino y el primer espejo en el cual contemplarla. Allí estaba, victoriosa una vez más, se había vuelto a salir con la suya. Lograba cansarme hasta la extenuación, con sus manías.
Esas mañanas luminosas lograba olvidar todos los dolores que habitualmente me ocasionaba y recordaba todos los agradables favores que me hace y los buenos momentos que me permitió compartir cuando era sólo ella quien tenía todo el mérito.
Eran esas las mañanas que la gente recordaba mi persona con matices amables, tolerantes, beatíficos, un pelín humanos. Esos eran, según las gentes, mis mejores momentos; justamente aquellos en que mi persona se había convertido en un rehén lleno de resignación.
En esas mañanas en que mi rostro salía victorioso aprendí muchas cosas, porque eran los momentos en que su férreo control de sí mismo y de mí, se aflojaba. Su triunfo le envanecía al punto de olvidarme y no temer una conspiración.
Tuve mucha suerte de ver tu cara; la historia de tu cara, en una mañana de aquellas en que ellas, despistadas de nosotros se encontraron, yo vi en tu rostro el dolor antiguo como petrificado y te hubiera preguntado si aquellas mejillas acorazadas estaban hechas de ese modo para resistir los bofetones de algún mal amigo, de algún hermano o de tus propios padres, pero no me atreví ni a sugerirlo, mi cara se hubiera desencajado y desestabilizado por completo sólo de atisbar por un mínimo instante un poco de dolor. Ellas continuaban sonriendo rígidamente y hablando cosas que no escuchábamos, cuando vi la tensión de tu cara a la altura de la nariz, allí estaba el núcleo de su belleza y se endurecía a propósito para destacar por encima de ti, al sentir esto de un modo tan poderoso, se ve que mi cara algo sospechó, porque también se tensó su nariz, como enviándote un mensaje de empatía, pero de inmediato dijo algo y luego se despidió y se marchó poco menos que arrastrándome y su gesto era de furia.
De camino a casa, al pasar frente a un gran espejo se miró fijamente, tal como es su costumbre y luego echó una ojeada más abajo del cuello, con displicencia. Algo raro le sucedía. Nos fuimos a casa y se encerró furiosa. Esta vez fue ella quien me encerró a mí.
A la tarde comenzó a castigarme cruelmente con un horrible dolor de muelas, que se trasladó al oído y finalmente a toda la cabeza.
Me invadió la desesperación más absoluta pero decidí resistir el dolor y averiguar de que se quejaba la malagradecida.
A la noche me dormí, o mejor debería decir que caí en la más absoluta inconsciencia. El dolor se fue superando a sí mismo de tal manera que caí en el desmayo.
A la mañana siguiente sentía algo así como un rejuvenecimiento. El dolor en toda la cabeza había cedido de tal manera que había dado lugar a una relajación y una placidez maravillosas.
No lo dudé; de inmediato saqué a mi cara a pasear. La hice buscarte y que se comunicara con su amiga en el dolor y la alegría, tu propia cara.
Te buscamos toda la mañana y recién a la hora de comer fue que te encontramos en aquel restaurante en el que tu cara en medio de las nubes de personas, sillas y manteles, destacaba y resplandecía contra el sol que entraba por la ventana.
Cuando nos acercamos a ti, hubo un momento, sólo uno, en que ella y yo fuimos una sola cosa, un pequeño momento de unificación. Eso nos dio alegría. Pero fue muy fugaz; de inmediato ella volvió a sus viejos hábitos adquiridos, a sus manías y paranoias. Hubo un momento, incluso, en que se puso horriblemente furiosa porque sintió un embate de vergüenza incontenible.
Al volver a casa sabía que me lo haría pasar mal, muy mal, que se tomaría venganza. Nada más cerrar la puerta me dio un pinchazo horriblemente doloroso en un oído, algo peor que una trompada, y, acto seguido, me arrastró a golpes hasta la cama, donde me tumbó con un temblor en el entrecejo, el poderosísimo dolor de muelas y una aguda puñalada de dolor en el oído. Una vez más me dejó inconsciente.
Así se sucedía, día tras día, una lucha emponzoñada. Yo la obligaba a verte, a que fueras su espejo y su aprendizaje y ella se vengaba en mí porque se resistía a un enfrentamiento tan duro. Así estuvimos mucho tiempo, recuerdo el primer beso con algo de cariño que llegó a dar y que le trajo unas reminiscencias tan intolerables que casi me mata. Recuerdo la mañana en que sintió un ruido que yo también escuché, como si un edificio se viniera abajo, como piedras rotas a martillazos, pudimos oír juntas el sonido del cuello, crujiendo, como quejándose, como protestando, como tirando una gran losa al suelo y, acto seguido, ambos sentimos un alivio duradero, el mismo que nos arrancó de casa y nos hizo aspirar el leve aire de la mañana, fresco y vital como nunca, el mismo alivio que nos arrastró ligero y suave hasta el lugar donde te encontrabas, con la cara levemente apoyada contra el luminoso ventanal del sitio donde comíamos, nos comunicábamos, nos amábamos y revelábamos cosas íntimas, secas, muy guardadas que se amalgamaban formando el cemento que solidificaba nuestras vidas como momificándolas y cuando tu cara nos vio entrar comprendió que algo había sucedido y sé que por un momento ella también fue una sola contigo y comprendió que su historia era la historia de mi cara, que es la historia de muchas caras que andan por ahí.
Episteme: D'Alessandro, Psicocuantico, Literatura liquida, La historia de mi cara
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