jueves, 12 de junio de 2008

El momento supremo. Héctor D’Alessandro

El momento supremo. Héctor D’Alessandro

Narra Homero la batalla y la muerte en la batalla con tonos rudos que a veces le hacen pensar a uno qué distante está de tanta brutalidad. Ni tanto ni tan poco. Ni tan lejos estamos, ni tan brutal es Homero; hay en sus cantos, a veces, como un ave tenue que pasa, que bendice con el toque de su melancólica ala un escenario descarnado y crudo.

Axilo Teutránida, muere en el combate a manos del valiente Diomedes.

Homero puede detenerse en los detalles anatómicos de su muerte, en el tamaño de la espada que le atraviesa, en el curso o dirección que esta sigue dentro de su biología, opta en cambio por volver la atención a su casa, a su familia, a su lar, donde Axilo poseía importantes bienes y se encontraba guarnecido de ricos objetos materiales y una enorme prosperidad. Dice, tocando la cuerda sensible de cualquier buen hijo de vecino, griego o troyano, que su casa estaba cerca de un camino, que allí recibía multitud de hombres a quienes brindaba su hospitalidad.

Con casa a la vera del camino o sin ella, Diomedes le da muerte; no sólo a él sino a su escudero. A Calesio, que cuidaba, qué detalle, sus caballos.

Llega la lúgubre muerte. Homero, que sabe más por poeta que por viejo, induce a preguntarse:

¿Dónde están todos aquellos que disfrutaban de su hospitalidad?

Ninguno de ellos vino entonces a librarle de la lúgubre muerte, responde, tañendo una cuerda que resuena con sentida profundidad.

Seguirá resonando en el instrumento de muchos poetas, en el fraseo de muchos prosistas escondidos en los siglos. Continuará haciéndolo.

¿Dónde están aquellos que compartieron nuestra mesa, en ese momento crucial?

Ninguno vino. Ninguno. Ninguno vendrá. Ninguno. Nadie te librará en el momento supremo. Nadie.

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