miércoles, 18 de junio de 2008

Historia de un Fayand. Héctor D’Alessandro

Historia de un Fayand. Héctor D’Alessandro

A fines de la década del cuarenta una muchachita pelirroja algo despistada y totalmente ignorante de su futuro, caminaba por la Ciudad Vieja. Estaba a punto de casarse y recorría tiendas en busca de objetos hermosos para decorar su nidito de amor.

En un comercio de antigüedades exhibían un Fayand; sólo uno. Estos objetos de porcelana o biscuit eran una pareja de seráficos pastorcillos; una chica y un chico. En aquel local tenían solamente al integrante masculino de la artística pareja. Un pastorcillo decidido, avanzando entre la maleza, un árbol a sus espaldas. Árbol que constituía la base del florero que realmente era esta obra de arte decorativa.

El pastorcillo de aquel Fayand me observó con su equívoca mirada algo hermafrodita durante toda la niñez, pues la bonita y despistada pelirroja de aquella mañana perdida era mi madre.

Durante toda mi vida escuché que aquella estatua florero "tenía historia". No sólo la acumulaba en su materia por sus antiguos poseedores sino las circunstancias que confluían en su presencia en mi hogar.

Parece que la misma mañana distante en que mi madre entró, agitada y feliz, en aquella tienda de anticuarios decidida a comprar aquel primor de porcelana, había estado, previamente, a preguntar el precio del objeto, otro señor casadero que cometió el error de no pagar una seña.

Aquel hombre, que era obstinado y agresivo, sintió durante toda su vida que había perdido la oportunidad de algo muy importante. Sintió que había dejado pasar una circunstancia significativa del burlón destino, y que no había dado la talla. Él también se iba a casar y quería aquel preciado objeto para su mujer, para su hogar, para sí mismo.

Aquel hombre trabajaba muy cerca de allí y había visto aquel jarrón–estatua–florero durante meses y siempre se había hecho la secreta promesa de adquirirlo. Nunca pudo imaginar que la mañana en que, intrépido, osó atravesar la puerta de cristal esmerilado e hizo sonar la campanilla del llamador, iba a ser justamente la mañana en la cual, aquel objeto sería comprado, unos momentos antes por una chica casadera que pasaba ante aquella vitrina por primera vez en su vida. Y que esta chica era su hermana menor; mi madre.

Mi tío nunca terminó de convencerse de los reales derechos de adquisición que mi madre –su hermana– tenía sobre aquel objeto. Obstinado, agresivo y supersticioso como era, creyó tener una suerte de derecho sobrenatural sobre la estatua del pastorcillo.

Desde aquella época lejana en que todo esto comenzó, siempre, en cada ocasión en que los hermanos se reunían, más tarde o más temprano terminaban por traer a colación el tema del famoso jarrón. Mi madre no deseaba ni tan siquiera iniciar la contienda; mi tío, en cambio, parecía intentar convencerla de que aquel objeto deseado y precioso, le pertenecía a él.

La polémica se zanjaba siempre del mismo modo.

Mi madre que decía: "Te lo dejaré en herencia".

Mi tío que contestaba: "Yo moriré antes que tú".

Ella que cerraba, diciendo: "Es igual, quedará para tus hijos".

Este diálogo repetido siempre igual se ve que se les grabó en la memoria a mis primos, pues con respecto al asunto del Fayand, se volvieron bastante rapaces. Siempre estuvieron en muy buenas relaciones con mi madre, la colmaban de obsequios en cada cumpleaños y cuando venían a visitarnos le echaban miraditas melancólicas y suspirantes al pastorcillo y siempre buscaban el modo de recordarle a mi madre aquel compromiso que, según ellos, de modo implícito había adquirido y que, al parecer, era inamovible.

Una de mis primas (también era mi madrina) a mí me daba la impresión de que se comportaba esmeradamente a propósito; con la intención oculta de acumular más mérito a la hora de la muerte de mi madre. A mí, todo aquello me hacía sentir incómodo, encontraba un regusto a insania. Parecía como si el objeto aquel tuviera un valor simbólico muy importante, como si fuera la sustancia emergente de algo oculto y malsano que no podía ser mencionado. Con el tiempo llegué a sentir que mi prima–madrina me repudiaba; como si yo le hubiera hecho algo muy malo. Esto lo percibía en el hecho de que cada año cuando me traía los regalos de cumpleaños, a pesar de entregármelos envueltos en un mar de besos, caricias y abrazos, me hacía sentir de alguna manera, con algún comentario o gesto imperceptible, como un deudor suyo. Como si yo le debiera algo.

Este hecho tan intangible lo comprobé un año en que me regaló un hermoso reloj. Yo ya tenía otro; ella debía de saberlo, era uno de inferior calidad pero que me lo había comprado yo con mi sueldo. Yo era joven y para mí un reloj era un reloj y nada más que eso, pero también intuía ciertos movimientos subterráneos que se iniciaba con el mero obsequio de un aparato para medir el tiempo.

Pensé, quizás irracionalmente, pero con una certeza inalterable. "¿Qué tiempo quiere que mida? ¿El mío o el suyo? ¿Desea, acaso, que sepa que hay un tiempo marcado por algo así como el derecho de destino? ¿Me está indicando, acaso, que el tiempo de "devolución" del Fayand se acerca?"

No lo dudé, regalé el reloj a una chica con la que salía en aquella época. Mi madre lo percibió y, como si ella se aliara secretamente a aquel misterioso designio, corrió a decírselo a su sobrina, mi prima y madrina que me veía como un obstáculo y que, al parecer, se creía legítima heredera del derecho sobrenatural de su padre sobre aquel jarrón.

Desde aquel día, mi prima no me habló más y, a la vejez de mi madre, se convirtió, por iniciativa propia, en su fiel báculo y compañera de todas sus horas.

*****

Cerca de mi casa, en el barrio en que nací, había otra tienda de antigüedades donde mi madre solía comprar diferentes objetos. La llevaba una señora llamada Tita muy simpática que había adoptado, para criarlo, a un niño moreno. Era la señora Tita quien le había explicado a mi madre el valor de aquel Fayand y lo había tasado en un muy alto precio, aclarando que si se consiguiera la pareja femenina del pastorcillo, el valor conjunto se multiplicaba por cuatro.

Yo escuchaba y consignaba los datos en mi memoria. De algún modo había tomado la inconsciente decisión de acabar con la maldita historia de agitación en torno a aquel objeto adorado.

Pasaron los años y me marché de casa, no sin resquemores y recelos. Había, entre mi madre y yo una historia insana que no llegaba a su resolución.

Un día estaba ante el ventanal de mi casa en la playa, dibujando y sonó el teléfono. Una aprensión, un temor, me sobresaltaron. Algo había sucedido con mi madre.

Así era. Estaba agonizando en el hospital.

Mi prima, que no había vuelto a hablarme, me telefoneaba, amabilísima, para comunicármelo.

La amabilidad de la última hora.

No lo pensé. Me monté en la moto con una inmensa mochila y fui directo a casa de mi madre. Como guiado por un designio fui a por el Fayand; yo también participaba en aquel juego preternatural.

Recorrí la casa de mi madre como con nostalgia pero con una gran lucidez. Revisé sus cartas, sus libros, sus bolsos, su ropa. Quise sentir el olor del perfume de sus ropas en los armarios.

Cuando sentí que me había despedido de todo, guardé el Fayand en mi mochila y me fui a ver a la señora Tita. Repentinamente supersticioso le dije: "no me gustaría que lo comprara nadie de mi familia; si puede no exponerlo en la vitrina le agradecería". Ella me contestó: "Esto ya lo tengo vendido; no necesito exhibirlo. Tengo clientes a los que alcanza con decirles "tengo un Fayand" y vendrán enseguida a comprarlo. Todo se hará en secreto; no te preocupes".

"Gracias", dije y, acariciando por última vez la fría materia de la estatuilla–florero, me despedí con gran alivio, como quien se quita un gran peso de encima.

Antes de salir, la amable señora Tita, me dijo: "Si sabes algún día quien puede tener la pareja femenina de este Fayand, te ruego que me lo hagas saber".

"Sí", le dije, "No se preocupe. Se lo haré saber". Y pensé "qué misterio, qué familia y qué destinos se habrán cruzado en torno a la pastorcilla por la cual parecía dibujarse como una nostalgia en la mirada del Fayand de nuestra familia".

"No se preocupe", agregué. "Si lo supiera se lo haría saber de inmediato. Ya me gustaría saber dónde está la pareja de este pastor."

Pero no lo sabía, como tampoco sabía quien sería el nuevo dueño de nuestro Fayand y, por supuesto, desconocía si esta historia terminaba aquí.

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