Error de reyes. Héctor D’Alessandro
Agamenon era rey y los reyes, ya se sabe, se encienden rápido y le chillan a todas las personas que parecen llevarles la contraria o que, al menos, no se rinden a hacer de inmediato lo que sus regias voluntades requieren. Los reyes poseen una inteligencia adecuada a las normas y protocolos de aquellos que mandan. Así lo transmite Homero en el canto IV de la Ilíada, mete al rey Agamenon en un fregado, lo pone a reñir a gritos e increpar con fuertes palabras a los cefalonios.
Los acusa de remisos a la hora de lanzarse, prestos, al combate. Los acusa de no andarse con vueltas a la hora de zamparse los manjares cuando en tiempos de paz él, Agamenon, rey de hombres, los invitaba y señala su actual cobardía, que ve pasar derechas hacia la muerte a diez columnas aqueas.
¡Ah! ¡Qué equivocado el rey Agamenon! ¡Qué banal la solución a su error!
Los cefalonios se miran unos a otros, asombrados, ante aquellas aladas palabras.
Homero está muy cerca de nosotros, es humano como pocos. No son cobardes los cefaleos, no son remisos a la lucha, no traicionan a Agamenon furibundo.
No. Todo es más sencillo.
Entre tanto alboroto de tantas escuadras guerreras hablando a gritos todas a la vez, simplemente no oyeron la llamada al combate. Lo dice Homero.
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