jueves, 5 de enero de 2012

Aquí puedes leer "El perro que fuma", Ediciones Ellago. Premio Kosmopolis.


“El perro que fuma”.
Héctor D’Alessandro

I
Peter salió, aquella calurosa mañana, asegurándose una y otra vez que llevaba las llaves de Laia en el bolsillo. Laia le había dicho que si quería volver a verla tenía que ir hasta allá abajo, hasta el puerto y darle las llaves; que sólo después de este acto de confianza podrían comenzar a hablar. Por ese motivo salió a la mañana temprano, bajo el sofocante calor, con las llaves en el bolsillo. Las movía una y otra vez, como queriendo confirmar alguna cosa, como atándose a algo mientras esperaba a los turistas del “paseo por la  antigua Barcelona”. Al mediodía, a la hora de la comida, si aún le quedaba algo de energía luego del paseo bajo el cielo candente,  pensaba hacerle una llamada.
   Peter era un guía turístico abierto a lo inesperado, luego de veinte años en Barcelona, continuaba sorprendiéndole que, en menos que canta un gallo, se planta una procesión en medio de la calle Hospital, una cabalgata por las Ramblas o una tamborinada en conmemoración de no se sabe qué. Se resistía a llevar un calendario con las fechas principales. Los turistas, esa parte infantil y alegre, dispuesta a maravillarse y sobre todo muy preguntona, que las personas llevan alojada en alguna parte de su corazón no se hacían esperar. ¿De qué trata esto? ¿Qué se celebra? ¿Es esto típico?  ¿Típico catalán o típico español? ¿Usted, Peter, prefiere que le digamos “buen día” o “bon día” o le da igual?
   Peter, con esa parte profesional que había logrado desarrollar, enérgica e informativa, contestaba que le daba igual porque esa mañana sólo pensaba en Laia y movía las llaves del reino dentro del bolsillo. Al final haría lo que ella pidió, iría hasta el World Trade Center, atravesaría las puertas del moderno cancerbero automatizado, se identificaría, explicaría el motivo de su visita, y le darían una tarjeta de visitante para llegar hasta la oficina definitiva. El calor en la cabeza lo confundía. ¿Cómo le pide que le lleve las llaves si sabe que allí sólo podrán intercambiar cuatro palabras públicas? A lo sumo ella pedirá salir un minuto para fumarse un cigarro y allí podrían intercambiar palabras privadas más cargadas de emotividad.
   Mister Peter, ¿porqué esta gente compra tantas rosas? ¿Qué se celebra señor Peter? ¿Qué hacen con las rosas dentro de la iglesia?
   Santa Rita, señora, la de los imposibles.
   Santa Rita, a quien un enamorado debería poder pedirle bajar hasta lo hondo del Raval y más allá, hasta el puerto, hasta el infierno de la frialdad y la indiferencia, y poder acceder a ella con las llaves y obtener el regalo de verla antes de regresar. Volver a verla y registrar en sus ojos el amor que aún sentía. Dejarla atrás con una nueva mirada que no le petrificara, que no la hiciera volver a las computerizadas cámaras heladas de acero de cristal de cemento.
   En la ciudad, igual que en las novelas, ya no caben las emociones toscas, cíclicas, barriales.
   “La iglesia de San Agustín es una iglesia del siglo XIX y está consagrada a San Agustín y a Santa Rita de Cassia...
  
II

Peter conoció a Laia en el bar “El perro que fuma” en la época en que había dejado de concurrir a bares vagamente ingleses y abandonó la compañía de los tres ingleses que conoció en el Raval.  “El perro que fuma”, ubicado en esa esquina tierra de nadie donde acaba la calle del Carmen, evoca de un modo inconsistente la presencia del mar. Ese mar que no huele como el de Liverpool. Ese mar ausente, sospechado, escondido dentro de nubes de contaminación y sopor. Recuerda que en la época en que conoció a Laia y frecuentaba el bar, había, en Barcelona, una nueva frase publicitaria acerca de la ciudad –otra más; y cuántas iban...- “Barcelona se abre al mar”. Recuerda, asimismo, que Germán, irónico como siempre dijo “Sí, los barcos atracarán en plena Rambla y a los pescados en la Boquería les echarán ambientador marino”. Germán también venía de un puerto, lejano, en América del Sur; del país de los sarcásticos, decía. Bueno, el caso es que excepto algún ataque de alergia por semillas de soja descargadas en el puerto, el mar no pautó su presencia con alguna señal cíclica como el rumor de las olas o los vientos marinos. Nada de eso sucedió.
   “El perro que fuma” evoca la presencia del mar de un modo fallido. Nudos marineros, pequeñas anclas, gorras de capitán, camisetas marineras enmarcadas, un timón. Todo envuelto por los gases tóxicos de la ciudad encajonada entre un mar quieto y unas montañas inmutables que sirven de parapeto al viento. Y el olor del mar que nunca llega. Como mucho alguna gaviota aterriza en medio de la rambla para comerse un trozo de pan o para atacar a una paloma moribunda.
       –El romanticismo –dice Germán– no podría vivir sin su cuota de ignorancia. Sos un pelotudo, ¿cómo va a soplar viento en una ciudad portuaria mediterránea? El mediterráneo no se mueve y si la ciudad es un puerto es porque la eligieron, justamente, por su falta de vientos. El viento y las antiguas embarcaciones de madera no se llevaban bien o qué pensás que el mundo se hizo anteayer monitoreado desde un teclado informático. Lo que tendrías que hacer, vos que sos ecologista, es montar una ONG para derribar el Tibidabo. Entonces sí que habría viento aquí, ya verías que vientos.
   Germán siempre hablaba así, como si hubiera nacido sabiéndolo todo. Como si todo fuera evidente. Sin embargo era una persona sensible y su mejor amigo.
   Ojalá pudiera hablar con él otra vez, como ayer, antes de bajar a verla al puerto.

III
   Cuando conoció a Germán en “El perro que fuma” no le creyó que fuera dibujante de tiras cómicas. Con algo de ingenuidad o simplicidad siempre había imaginado, en los pocos momentos que dedicó a ello, que los humoristas eran igualmente humoristas en su vida privada. El caso es que Germán no era un humorista en su vida privada sino un amargado con un humor extremadamente cruel; o así le pareció. Con el tiempo y el desarrollo de su amistad llegó a darse cuenta del inmenso fondo de dolor que había detrás de cada uno de los sarcasmos de su amigo sudamericano. Recuerda el día en que, al volver a verlo, con esfuerzo aplicado y buena memoria le dijo “Germán...” indicándole que recordaba su nombre y luego el apellido y luego de qué país era y luego, ya en un dechado de sapiencia y esfuerzo le dijo la capital de su país. Y recuerda también que Germán se lo quedó mirando y le dijo que se equivocaba que él era de otro país con nombre parecido. Esto lo dejó tremendamente abochornado. Y lo mantuvo sometido a ese bochorno varios meses hasta que un día en una conversación se deslizó la verdad. Resulta que Peter sí le había dicho el país y la capital correctos. ¿Por qué le había mentido?  La respuesta de Germán era abrumadora. Porque como buen guiri tenés que equivocarte. No tenés que saber de dónde soy ni cual es la capital del país en que nací ni qué carajo produce para la exportación. ¿A quién coño le importa eso? Vos, para ser mi amigo, tenés que ignorar de dónde soy, tenés que seguir siendo el mismo inconsecuente y hacerte el bobo y no demostrar ningún interés que no tengas. Acaso a mí me importa qué hacen en Liverpool; lo único que sé es que en lo que vos llamás “mi país”, hay un equipo de fútbol con ese nombre y que lo fundó un gremio de operarios ingleses de las vías férreas. Aparte de eso, creo que los Beatles nacieron allí. Nada más.
   Peter solía pasar por bobo, experimentaba con frecuencia cierta inadecuación o al menos estos latinos incomprensibles le hacían sentir de ese modo. Pero aún así sabía o entendía que Germán no hablaba de corazón que todo era una especie de pose intelectual; en el fondo entendía que Germán era o había sido una persona de intensas o arrebatadoras emociones  y que por algún motivo ahora se resguardaba tras esta máscara de ironía. 

IV
Sí, hoy es día de paella, típica, clásica paella. Sí  es muy buena y “delicious”. Sí, señora, sí. Quién coño le manda a él a meterse a comer, en un tipico restaurante español, con los turistas en un día como hoy. La pesadez insoportable de la humedad, el calor mortal, el sentimiento de angustia que le sacude las tripas, la inquietud por saber qué va a pasar cuando vea a Laia y se le ocurre comer paella de bodegón, servida en raciones como parar la hambruna. Solo un gilipollas podría hacer esto. El arroz le sabe a arena las gambas a plástico los escamarlanes a tubos de poliuretano y con la misma dificultad que la arena el plástico o los tubos intenta tragarlos. Cree que va a vomitar en cualquier momento. Qué nudo en la garganta. Qué ganas de abandonarse, llorar o algún otro acto extremo. Con la frente sudorosa, el rostro de un tono verdoso, pide permiso y va al lavabo. Debería haber ido a algún restaurante de “design food”; esa comida virtual, rastro, pincelada o muestra de comida en dosis para navegantes intergalácticos. Pero no, tuvo que satisfacer ese gusto que a veces invade a los turistas de mezclarse “with the people”; comer como los camioneros o al menos de acuerdo a la idea que ellos, los turistas, tienen de los camioneros.  Encima en un restaurante de la calle San Pablo en el que no puede evitar hacer inhumanos revoloteos con los ojos a un lado y otro pensando que en cualquier momento alguien va a robarle la cartera a un integrante de su grupo de turistas. Con lo que eso implica en cuanto a información suplementaria, acompañamiento hasta la comisaría, soportar las quejas, a veces racistas, del perjudicado, que lo ve todo mal a partir de aquel momento, los restaurantes, los paseos “the people”, los polis, el viaje, todo. En fin, una pérdida de tiempo. Como si la actividad de los delincuentes se circunscribiera a este barrio y a esta ciudad.  
   –Usted ya se sentiría mal de antemano señor Peter, le dice Manolo, el dueño del bar que, viéndolo bastante congestionado, por propia iniciativa se acercó al lavabo a verlo vomitar.
  –Sí, señor Manolo, no se preocupe, no le voy a poner una denuncia en higiene.
  –Oiga, señor Peter, yo le disculpo sus palabras porque se encuentra usted en muy mal estado pero sepa que...
   –De verdad, que yo me sentía mal de antemano, discúlpeme por lo mal pensado.
   – No, si yo decía nomás... ¿Quiere que le sirva una manzanilla?

   Acepta la infusión para que Manolo no le dedique sus pensamientos durante todo el día; no quiere sentir en su cuerpo ese peso agregado. Pero le indica que la sirva luego a la hora de los postres; para que el grupo no se de cuenta de la movida. ¿Usted me entiende? Cómo no le va a entender Manolo, que lleva mas de cuarenta años al frente de su establecimiento. Incluso le agradece el detalle.

V
A la hora de la merienda ya tiene pensado desde qué cabina la llamará. Fijar su pensamiento en la imagen que tiene de aquel teléfono, mientras revuelve las llaves en su bolsillo, le sirve a los efectos de no inquietarse. Liberado, por efecto del tosco vómito, se encuentra más ligero, casi sin pensamientos, extenuado, ha dejado partir todas las ideas oscuras y una suave placidez vacía de horrores e inquietudes le mece pasado el mediodía y el acuciante sol. Ahora es coser y cantar. Los meterá en la Casa Güell, visita guiada previo ticket en la puerta, ya conocen el camino de regreso al hotel, saludará a la Sonia, su amiga azafata y así acabará su tarea, adiós, adeu, bye bye. 
   Un escozor u hormigueo en el culo lo conduce en volandas hasta la cabina. Por un momento quisiera volver atrás y unirse nuevamente al grupo, no separarse, ser sólo ojos para ver todo lo nuevo que había que ver, ser sólo una mirada, ser sólo lo que entra por los ojos y ganar la atención sólo para los datos objetivos. Desamparado frente al tono de voz de Laia. Acompañado de sus múltiples interpretaciones sobre lo que sucede al otro lado de la línea marca el número.
   –Sí, he de salir hacia las cinco; pero nomás por unos veinte minutos. Podemos quedar a la puerta. No, no, más allá de la puerta. Mejor cerca de donde está Hacienda. ¿De acuerdo? Ok.
   Sigue herida; la indiferencia administrativa con que despachó la llamada se lo indica. Habitualmente, detrás del “ok” solía decir “un besito” o “cariño”. Y él hubiera respondido “Un altre per tu, I love you”. Además ¿qué era eso de nada mas veinte minutos? Y ¿por qué lejos de la puerta? Eran imaginaciones suyas. Si se serenaba, algo que quería hacer, recordaría que Laia siempre disponía de veinte minutos y lo de la puerta era por una especie de reserva. No quería que la vieran haciendo otra cosa que no se tratara de algo de tipo “profesional”. Si salía era porque “tenía” que hacer algo relacionado con su trabajo. Esa especie de reverencia laboral Peter la encontraba extremadamente latina y no alcanzaba a comprenderla; él siempre se había considerado libre en todo momento respecto de las instituciones, incluso las laborales, más allá de su horario o del recinto y nadie le rectificaría; ni siquiera Germán, quien decía que eso que él llamaba “libertad” era su manera de contarse a sí mismo la indiferencia y la desprotección en su mundo laboral de Liverpool. Bien mirado ninguno podía opinar porque, ambos “free lance”, nada sabían desde hacía muchos años de las largas permanencias en el marco de un lugar y un horario laborales; nada podían saber de los ritos y los dioses a los que rendía pleitesía Laia.
   En estas disquisiciones se le iba el pensamiento mientras esperaba, removiendo el manojo de llaves, inquieto y resoplando como queriendo quitarse los últimos resquicios de calor de la tarde.
    Ahora ya no deseaba que estuviera Germán aquí, ahora ya no deseaba más que pasar el momento, atravesar ese puente, experimentar la sensación de que entiende algo de corazón, la única certeza, mirarla y confirmar el amor, pero sin dudas; no sentirse como una persona inadecuada en el lugar y momento imperfectos, sino entero y presente allí.
   Adelantándose a los acontecimientos imaginó qué le diría al verla, imaginó que le preguntaría algo así como ¿dónde vamos? Y la respuesta era obvia, ¿dónde vamos a ir para veinte minutos que tenemos? Estas eran las cosas que hacían que se sintiera afuera de lugar siempre. Como pedir vientos en Barcelona.

VI
El lugar de los imposibles. “El perro que fuma” era un lugar de imposibles. Aunque claro, nunca pidas lo imposible, porque corres el riesgo de que se te cumpla. Bañado de alcohol podía continuar horas así. Una alegría líquida que le bajaba por la espalda y le hacía trastabillar entre carcajadas. Risas por lo que decía y por lo que pensaba sin llegar a decir. Y Germán, al otro lado del espeso cristal de la borrachera, creía entender. Más risas por lo que se le había ocurrido decir y no dijo. Algo acabó provocándole un ataque de risa y de tos que casi lo hace colapsar allí mismo. Debatiéndose en la duda sobre si reía por lo dicho o reía porque se había dado cuenta que creía haber dicho algo que no dijo y supuso una respuesta en Germán que jamás existió. Pero que para ambos eran extremadamente real. “El perro que fuma” propicia estas situaciones. Allí iban cuando necesitaban estar un rato juntos pero como a solas. Allí iban cuando necesitaban aclararse ante una situación confusa. Allí iban cuando tenían algo que celebrar.
    Dídac, el dueño del bar, envuelto en una sonrisa comprensiva, estaba revestido de todas las características de los personajes llenos de misterio y un intenso pasado, una persona sabia que retirándose de los terrenos devastados de una vida llena de sufrimiento e intensas pasiones se refugiaba detrás de una barra de bar. Mas de una vez, cuando los alcanzaba borrachos hasta la puerta de un taxi o hasta la puerta de casa, Peter o Laia o German le habían dicho “Dídac, tu no nos estarás engañando y en realidad serás un idiota del tres al cuarto que no se entera de nada de lo que decimos. Tu no nos harías esta putada, ¿verdad?” O, en noches más gloriosas aun, “Didac, tu en realidad no serás un extraterrestre que está escribiendo por las noches una manual de uso de la humanidad y lo envías en la madrugada a otra galaxia. Verdad que no serías tal fill de puta como para no enrollarte y contarnos un poco cómo es la vida por allá arriba.” Y cuando no estaba la cosa para pachanga, Laia cerraba cualquier comentario sobre Didac declarando “él también tiene lo suyo”. Esto los arrebataba; cómo que “tè lo seu” qué carajo quiere decir eso, quiere decir que Laia sabe más que ellos sobre Didac y ahora se las da de que como es mujer tiene acceso a zonas del corazón humano que a ellos, par de huérfanos planetarios, les están vedadas o acaso Laia tiene una de esas tardes estereotipadas  en que uno se dedica a hablar mediante frases hechas y partiendo de una suposición personal emite un veredicto vacío totalmente de contenido. ¿Eh?  
    –¡Laia es una Maruja!  ¡Laia es una Maruja!
   Cantan.  Laia ríe. Cuando ríe es que paran. Tiene una risa profunda. Con la mano izquierda apoyada en el vientre y la derecha en la frente se lanza hacia delante como si fuera a zambullirse, como si se preparara para arrancar, como si no pudiera aguantar la intensa presión de la risa desatada. Risa preciosa, dice Peter. Risa vaginal, dice Germán.
  –¿Volls dir com collons és que aguantes aquest parell de tarats?
  –Perquè els estimo Didac, perquè els estimo.
   –¡Laia nos quiere! ¡Laia nos quiere!
 
    
VII
–¿Has visto a Germán?
–Sí, ayer estuve con él.
–¿Cómo está?
–Triste.
–¿Te ha dicho cómo me encuentro?
–Sí, triste.
–Triste y vacía Pete; triste y vacía.
–...
–Y rara. Ahora no puedo sentir nada. Aunque me ponga ante el espejo y diga Laia siente algo, alguna cosa. A ver pon cara de esto o lo otro. Nada. Y desconcertada y culpable porque a veces pienso que estoy exagerando todo por algún motivo que ni yo misma conozco.
–...
–Sí, ya sé que me quieres. Y yo también te quiero pero ahora no sé ni qué debo sentir.
–Yo...quiero decir..Laia que lo siento por lo que he dicho estos días y por mi actitud y te pido que no me lo tomes en cuenta. Quiero decirte también que deseo continuar, que quiero saber qué quieres hacer y que yo reconsideraré todo.
–Entonces va ella y te abraza. Y si te abraza qué vas a hacer pelotudo, ponerte a filosofar, no. Abrazarla y vaciarte de esa mierda de pensamientos que habitualmente llevamos a todas partes y aguantarte. Es eso lo único que habría que hacer, rendirse a un abrazo.
   Desde aquel momento hacia cuatro años, en “El perro que fuma”, cuando Germán le instruía en los extravagantes laberintos de la pasión, hasta ahora había logrado una avance exactamente de un paso: decir lo que quería decir: “reconsideraré todo”
   Laia se acerca, el tiempo se ahonda, ya no existen veinte minutos, le abraza. Su cuerpo frágil y vibrante está lleno de un calor agradable. Peter saca la mano del bolsillo, duda un momento sobre si sacar el llavero que ha apretado todo el día o no hacerlo. Laia, como si adivinara sus pensamientos, le envuelve el oído en su hálito, lo llama al silencio. “Sshhh. Sshhh”.
   “Claro que le quiere. Cómo no saberlo después de este abrazo. Claro que le quiere”.
   –Claro que te quiere –le había dicho Germán el día anterior en “El perro...”–. Cómo no te va a querer. Lo que pasa que la cagaste al hablar y ahora está enfadada, dolida, pero es cuestión de horas o de días. Lo que tenés que hacer es olvidarte de hacer suposiciones, vos vas y la abrazás y le decís lo que tengas que decirle pero sin pedir nada ni dar nada que no sea cariño y vas a ver cómo se allana todo. Nadie es perfecto, yo también la cago a veces y vos lo sabés, sólo hay que reconocerlo y disculparse y relajarse. Además, como dicen en los culebrones “lleva un hijo tuyo en las entrañas”, bueno, tuyo o de quien sea.
–...
–Ves como yo también la cago al hablar. Disculpame.
–¿Qué dice Germán de todo esto?
–Mejor pregúntaselo a él.
–Tanto se ríe ese cabrón que no quieres decírmelo.
–No, no cariño, no es que se ría, es que...
–No necesitas explicármelo, nos conocemos.
   Peter no quiere traicionar a su amigo, no quiere hablar de otra cosa que no sean ellos en ese momento, no quiere desviarse, pero el comentario introduce tensión y se lleva inconscientemente la mano al bolsillo y aprieta el llavero.
  –Vas a ver, si hasta te va a decir que te quedes las llaves, si te las pidió fue en un arranque de rabia.
   Ahora están sentados en un muro en las Drassanes. Ella apoya la cabeza en las manos y lo mira de costado. Como si dijera ¿cómo hemos llegado a esto?
   Peter suelta en el bolsillo las llaves y apoya sus manos a los lados, sobre el muro.
  –Cuando estás así –decía German- dándole vueltas en la mano a un mechero o a un llavero o a un bolígrafo o cualquier otra cosa es que estás pensando, y cuando lo soltás es que has llegado a una conclusión: un circuito de pensamientos, sensaciones o emociones se ha cerrado dentro de ti y estás cercano a la paz.
   Al comienzo, cuando nada era claro en la relación se quedaba largos ratos envuelto en un silencio incomprensible, mirando al techo o corría a sentarse a un sofá frente a una ventana.
  Cuando entraba en ese estado Germán lo dejaba y se ponía a dibujar. Laia en cambio se inquietaba, entraba en un estado de tensión y la apagaba fumando.
   Con el paso de los meses Germán había entendido que podía hablarle porque estaba presente y podía contestar con serena lucidez. “Hasta parecés humano en este estado”, le decía. Con el paso del tiempo Laia había entendido que podía acercársele, que no estaba crispado ni nada por el estilo, que podía acariciarlo y besarlo infinitamente en esos momentos de extraña calma hipnótica.
  Con el paso del tiempo había aprendido a soltar a un animal retozón que llevaba dentro, animal que le permitía saltar sobre Germán y sellarle la boca con cinta adhesiva de embalar paquetes y putearlo durante un rato, impidiéndole hablar y soltándole a su vez frases, como él decía, “para la posteridad”. Con el paso de los años había aprendido a girarse envuelto en la cortina de caricias de Laia y atraparla entre sus brazos y acercarla y acariciarla él con idéntica energía magnética y dormir entre sus brazos eso salvaje que ella levaba dentro.
   Algunas tardes, en ese estado, pensó que eso que llamaban madurar o convertirse en uno mismo o alguna de esas cosas de las que Germán se burlaba aunque las cumplía con fervor curricular, era lo que le estaba sucediendo ahora junto a ellos. Pensó con los músculos más que con el cerebro, como si soltara una antigua tensión, que Liverpool le era desconocido, que su pasado parecía el de un extraño, que convertirse en uno mismo quizás era estar tranquilo como cuando uno tiene la sensación del trabajo bien hecho y el pasado se baña de una aureola extraña y agradable de vacío; un dulce vacío donde un niño corre sin objetivo, alguien exclama desde un ventana hacia un jardín unas palabras llenas de sensación pero sin significado y otras imágenes corren por encima de esa película dulce, sólo dulce, como si estar en paz fuera tumbarse en la cama frente a la ventana que es algo que los músculos pueden comprender.
–No quiero que me devuelvas las llaves. Estaba tonta cuando lo dije. Eso sí, estos días no me hagas caso a nada de lo que diga, si vienes por casa y te digo que quiero estar sola no te preocupes que es la crisis mientras me voy recomponiendo.
–Tenés que entenderla, pasó los treinta, pasó los treinta y cinco, lleva igual que nosotros, cuatro años en la luna y de golpe se queda embarazada. A mí no me va a engañar y a vos tampoco; a ella misma ya dejó de hacerlo. Quiere un hijo; pues qué le vas a hacer, quiere un hijo. Tampoco se va a acabar el mundo por tener un hijo Peter, eso lo piensan los traumatizados como vos y yo que nos criamos escuchando “Leaves the kids alone”. Que pensamos que los adultos son un fiasco envuelto para regalo destinado a maltratar las cabezas de los niños. Quién te dice, igual los niños no tienen cabeza; yo no me acuerdo de haberla tenido. Igual hasta es una experiencia civilizada que nos conviene vivir a todos; ya me estoy viendo comprándole chucherías y llevándolo al parque. Relajate un poco hermano.
   Eso fue lo que indujo el cambio. En ese momento soltó el vaso que tenía en las manos. Cuando vio la imagen. El niño. (“Perdon, aclaró German, y/o la niña”) Las chucherías. El parque.
   En ese momento la idea se hizo real para él; real de un modo agradable.
   Germán, entorpecido por sus propias palabras, en su afán de volverle agradable la situación no se dio cuenta que había soltado el vaso. Sólo vio el efecto. Que Peter se levantó, como urgido y se fue al lavabo del bar. “¿Y a este ahora que coño le pasa? Yo le hablo a la pared o ¿qué?
   –Mañana, después de llevar a ese grupo al paseo. Me voy a verla al Worl Trade. Ya verás. Lo arreglo todo Germán.  Ya verás.
   Germán no sabía exactamente qué de todo lo que había dicho lo había motivado pero estaba tranquilo debido al resultado. Su amigo había vuelto a la tierra después de un periodo horrible por el purgatorio. Qué pesados, solía decir Germán, y cuánto esfuerzo implican los amigos que se van al purgatorio.
–¿Te puedo contar una cosa?
–...
–Ayer me lo imaginé, paseándolo por el parque y comprándole chucherías.
   Laia sonríe y dice algo así como “bah bah, anda, tira”; su sonrisa es complaciente.
 Lo mira como si al fin lo reconociera, ya no es esa cosa tensa y llena de dudas en que a veces se convierte; una ola de energía la sacude por dentro como el redoble de un tambor.
–Vos tenés la sensibilidad de un hierro aunque claro también hay que reconocer que Laia es mucha Laia, si te digo la verdad al comienzo a mí me confundía. Es como una fuerza de la naturaleza y si vos dudás ella también duda. Ahora imaginate a una fuerza de la naturaleza dudando. Imaginá un viento que viene a toda pastilla por esta calle y nosotros decimos ¡ojo que viene el huracán! Y sólo deseamos que pase de un vez y en lugar de eso al huracán le entra una duda, justo en esta esquina; cómo nos dejaría, te puedo asegurar que el menos con tres minutos de duda nos despeinaría. Pues imaginate a Laia con una semana de duda huracanada.
  Peter piensa que sí, que es verdad, recuerda cuando al comienzo en “El perro que fuma” habían conocido a Laia y todas las noches se le echaban a suertes y pensaban y apostaban con quién finalmente se iba a ir a la cama; bueno a la cama y algo más porque Laia no iba a permitir que le echaras un polvo y adiós muy buenas. Eso seguro. O eso pensaban.
   En esa época Laia, además de fumar, se mesaba el largo cabello negro continuamente, se comía las uñas, cambiaba de sitio las cosas sobre la mesa a cada momento y en todo momento te miraba con esos enormes ojos negros intensos con aquel puntito de luz como un lámpara que se acerca poco a poco en la oscuridad de un camino nocturno. Laia te escuchaba con intensidad, agitando su cabeza arriba y abajo, afirmando que te escuchaba. Y cuando contabas algo que parecía afectarte enseguida extendía sus dos manos juntas y te cogía la tuya con fimeza mientras te miraba fijamente a los ojos y seguía asintiendo.
   –Es un pedazo de hembra con mayúsculas, dijo una noche Germán. Creo que me voy a abrir. Me parece que va a por ti Peter. La verdad es que si te llevás esa mujer te voy a envidiar aunque sea un poquito. Pero también me voy a reir porque va a acabar de sacudirte la adolescencia de los mofletes a tetazos y te hará sufrir. Pero bueno, aquí siempre tendrás un amigo analista del ajedrez humano que te apoyará en los malos momentos.
–No creo que sea algo tan sencillo, dijo Peter en aquella ocasión.
–¿A qué te referís a que esa chica es una persona compleja y llena de traumas como vos? ¿Y que luego de conocerla en la intimidad se va a revelar como una persona débil que llora por cosas incomprensibles o algo así?
–No, me refiero a que ella quiere otra cosa, algo mas profundo o más fuerte.
–Entonces te equivocás, porque en ese caso me hubiera elegido a mí y no se da el caso.
–El tiempo lo dirá.
–Sí, cuando el bosque avance.
–No aquí los bosques no avanzan porque no hay viento y no pueden simular el movimiento. No, aquí los bosques hablan. Si te fijas los árboles ahí arriba en Montjuic o en el Tibidabo, están quietos y parece que hablaran.
–Vale Macbeth.
– Ya verás. ¿Tu no dices acaso que ella es una fuerza de la naturaleza?
–Y que habla. Con cada gesto.
   Como ahora, que lo miraba llena de intensa dulzura. Cómo si él hubiera dicho las palabras que abren la cueva; y realmente las había dicho. Ella sabía que si él había logrado imaginar e ese niño o a esa niña quería decir que algo se había abierto en su corazón que ahora ya no se cerraría. Esa confianza la hacía estar de pie allí frente al puerto mirándolo antes de despedirse y sus piernas fuertes como pilares parecían hundirse en el suelo y llegar al centro de la tierra, centro con el que ella mantenía un diálogo secreto del cual revelaba a veces extraños diálogos sueltos. Apenas comenzaba a sospechar algo acerca de los ritos y los dioses a los que rendía pleitesía Laia.
   Al principio Peter suponía que si una chica se dejaba acariciar es porque quería algo con él, pero ella tenía un modo de dejarse acariciar que parecía demandar el mundo entero. Quedaba agotado. A Germán debía sucederle algo similar porque se negaba a acariciarla y no era, no podía ser porque no quería estar en ese eterno flirteo a ver por quién se decidía. German alejaba sus manos de ella como con respeto; como si al tocarla ingiriera un suero de la verdad que le hiciera vomitar su verdad y sus pequeños dolores secretos.
   Cuando al comienzo de la relación acababa de hacer el amor con Nuria se quedaba tumbado mirando al techo absorto o a la pared o corría a sentarse en un sofá frente a la ventana o se levantaba y salía corriendo hacia el lavabo.
   Nuria permanecía impertérrita; a lo sumo se deslizaba en la cama buscando el abrazo de Germán.
   –¿Qué le pasa? ¿Porqué se va al baño de esa manera?
–No lo sé –dice Germán- Quizás en Liverpool se rindan al amor de ese modo. Aunque también puede ser porque llevamos muchas cervezas encima.
–Bien, mientras se rinda lo demás me da igual y mi otro esclavo sexual sudamericano ¿cómo me va a mostrar su rendición?
   El caso es que cuando anunció que estaba embarazada, aunque Peter no lo dijo, lo que le pasó por la cabeza, además del compromiso insoportable que esto le significaba, fue “¿de quién es?”. Por eso aquellas palabras.
–Si te hubieras escuchado te hubieras tronchado de risa. “No estoy preparado para esto. Hay que buscar una solución”.
–No seas cabrón, tampoco te esmeres en reírte de mi.
–Bueno, me voy que ya deben estar preguntándose si me marché para siempre.
–Esta noche...
–Sí, nos veremos. Anda, ve a decirle a Germán y preparen una cena espléndida que esta reina tiene el doble de hambre. Va, no pierdas tiempo.
–Laia, una última cosa
–...
–Si yo me hubiera largado y ...
–Qué pesado. Siempre hubieras tenido la puerta de casa abierta. Además – y se toca la barriga- él hubiera sabido siempre que tiene dos padres.
FIN

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