Cuando alguno de sus héroes muere, Homero evita la banalidad utilizando un eufemismo respetuoso. Dice: “tinieblas horribles le envolvieron”. Y él sabía mucho de tinieblas. No fue un periodista “empotrado” como los que gasta nuestra época en las guerras. Fue un poeta ciego que vio pasar dentro de las cámaras de su mente y durante décadas esas imágenes pobladas de ardor y duras emociones. Vivió en su imaginación una y otra vez esas diversas travesías y supo como nadie que sus tinieblas, llenas del fervor de las imágenes, eran unas tinieblas bien vivas y vibrantes. Muy diferentes de la solitaria oscuridad que le llega al guerrero doblado sobre su dolor con la ardiente arena del desierto como única compañera. El soldado muere y piensa por última vez que el mundo es injusto y ajeno, que la muerte es privada y que se trata de un asunto que a los demás resulta indiferente. Quizás Homero, envuelto en las cuatro oscuras paredes de su mente, detuvo un día el pasaje continuo de aquella película de guerra que veía en su imaginación y pensó en esa oscuridad en términos de un anticipo suavizado de la oscuridad final. Y sintió respeto por la muerte ajena y no pudo menos que volverse lacónico hasta un grado luctuoso. De ahí ese modo austero que tiene de decir “se acabó lo que se daba” diciendo aquello de “tinieblas horribles le envolvieron”.
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