La fiesta de Aguilera Garramuño (Sobre Historia de todas las cosas, novela de Marco Tulio Aguilera Garramuño, coeditada por Trama Editorial de España y Ediciones de Educación y Cultura de México, en Agosto 2011)
Héctor D’Alessandro
Tras terminar Historia de todas las cosas, novela de Marco Tulio Aguilera Garramuño, hubiera querido exclamar como Gracián al leer a Marcial, que las Musas al acabar de leer su obra no pudieron poner “Finis”, sino “Fenix”, puesto que lo que deseé infinitamente fue que continuara la fiesta de la lectura. Este libro fue publicado cuando su autor, nacido en Bogotá, tenía 26 años de edad, nada menos que uno de los números de Dios. A Marco Tulio lo conocí hace casi un año en la república de Internet y en setiembre en persona en Barcelona. Un hombre tranquilo e inteligente con una mesurada y humorística distancia respecto de su estereofónica imagen a través de los medios; un hombre además generoso intelectualmente y entusiasta.
La biografía de esta novela me llevaría muchas cuartillas y recomiendo a los entusiastas que lean el libro de ensayosPoéticas y obsesiones, del mismo autor, donde narra la génesis de su novela. (“La novela: seda entre las manos”.)Breve historia de todas las cosas, que así se tituló esta obra en su primera edición de los años setenta, ha perdido aquello de breve que parecería irónico. La novela actual es enorme, gigante, grandota, mamotrética. Y sobre todo desfachatada y exuberante; que fueron los dos primeros adjetivos que me vinieron a las mientes nada más comenzar a leerla y continuaban acosándome muchas páginas más tarde. Pertenece a la tradición, por su prosa, de Cervantes y Quevedo, y por la exageración hiperbólica de los gestos y acciones de sus personajes, a la del doctor Rabelais.Como hablar sale gratis, algunos han dicho que se parece a Cien años de soledad, y es posible entender la razón de tal comparación, incluso decir, como se dijo, que era una parodia de aquella novela, y es cierto también que esta novela se parece a sí misma más que a otras, es única y original en tanto no se le puede comparar con ninguna otra novela que haya leído. El pueblo que le da contexto a la acción y cuya historia se narra a través de sus personajes que se antojan infinitos e inagotables, llamado San Isidro de El General de la Quebrada de los Chanchos, también llamado en la novela una suerte de “Aquítequedas” y “el culo del mundo”, es un pueblo realmente existente en la república de Costa Rica, de la cual Marco Tulio debe ser ya por lo menos ciudadano más que ilustre.
El sistema de comparaciones, alusiones e imaginería, que los franceses nos enseñaron a distinguir para desasnarnos acerca de la catadura del narrador, marca el mapa del territorio literario y es festivo y diferente y sobre todo lleno de alusiones cultas a la tradición literaria universal.
Hay una “mar océana” de comparaciones jocundas, vitales, preindustriales, pueblerinas y jugosas por todo el orbe de la novela, como puede haberlas en Cien años de soledad, sólo que en la obra de Gabo son solemnes, y en las de Marco Tulio, supremamente graciosas y felices: hay “un calor que multiplicaba la imagen” (¿cómo no lo va a haber?), hay la “pestilencia a orín de coneja en el sobaco del Vladimiro que alborotaba a las niñas”. Hay incluso la exageración de chiste de que algunas personas ante la duplicación de los objetos por el calor a cierta hora del día “no sabían por cuál puerta entrar en sus casas”, hay un violinista que asesina a todos los pájaros de alrededor con sus prácticas del instrumento musical, hay un negro que despierta de un sueño profético con un objeto en sus manos que lo conducirá a su propósito en esta vida, hay monjas de malos hábitos que salen volando y que parecen aletear con sus manos burlándose de la candidez de Remedios la bella, hay una especie de iluminado que hace cantar a la naturaleza vegetal y que habla con Dios como por teléfono, hay un tal Benjuil Mnemjián que haría palidecer al Blacamán de Gabo, hay compositores famosos que interpretan violines Peugeot y trompetistas que hacen sonar trompetas de oro que anuncian el nuevo mundo, hay gringos escapados de Viet Nam y gran cantidad de putas, unas muy sofisticadas (la “Sietecolores” y otras de una vulgaridad escalofriante, por ejemplo), hay prostíbulos de rubias auténticas y rubias falsas y hay prostíbulos de burras finas y muy educadas… y hay tantas cosas, personajes, situaciones, que uno no puede evitar pensar en el aleph de Borges, pero ampliado, hasta la respetable cantidad de 515 páginas. 515 páginas que se antojan breves. No sé quién dijo que las buenas novelas, cuando son largas, parecen breves. Y las malas novelas, cuando son breves, se hacen eternas. Todo lo anterior, ese maremágnum de situaciones y personajes bizarros y muy queribles, se encuentran en medio de un arbolado de alusiones a las más diversas tradiciones, que al lector culto le hacen disfrutar y relamerse: Pepe Kardon, el escéptico, un personaje, un vagazo que se la pasa en el parque, cuando acaba con algo, no es con cualquier cosa sino con “el porvenir de una ilusión”. Una cierta dama es, en alusión a la poemática homérica, la “de los pesados senos”. Hay un “desierto de amor y un marmuerto de poesía”. Y hay en todo esto un juego constante y sistemático que es lo más inteligente de la novela a mi entender: el modelo que escoge Marco Tulio para entroncar su novela con una tradición y el modelo que escoge para situar su territorio imaginario en una tradición imaginaria colectiva. El uso acertado de la alusión a las grandes obras de las tradiciones filosóficas Occidental y no Occidental para abaratarlas, para devolverlas a la tierra, al barro, revolcarlas un poquito entre el pueblo, demuestra que el propósito de esta novela no es un poco más de turismo folclórico en las vidas de unos seres extraños sino ir más allá e inscribir conscientemente a la novela en una tradición de la Gran Novela del Mundo. Y en este sentido ganó la partida. Joyce dijo que había escrito unas novelas fáciles para buscarse un sitio y una complicadísima para tener a los profesores y a la crítica ocupados durante centenares de años. Marco Tulio comenzó a la visconversa: hizo primero la obra difícil y luego las fáciles. Por eso García Márquez le profetizó que nunca volvería a escribir a este nivel. Y es justamente a esto donde nos lleva la novela: a un gran nivel.
Y el punto más alto de la misma es un aspecto que la emparenta con Guillermo Cabrera Infante de manera mucho más conexa que con cualquier otra tradición. Su deseo voluntario y llevado a cabo con éxito de jugar con las palabras y con las frases, sobre todo las frases hechas, esa especie de taras del lenguaje y conducirlas por el derrotero juguetón que a Marco Tulio le dio la gana.
Es esta una novela donde se inventan palabras todo el tiempo. Desde el bautismal “frenápteros” con el que se advoca a los seres de mente alada y los “frenólitos”, seres de pensamiento petrificado, hasta los “saúdes” seres hechos exclusivamente para el amor, pasando por un bestiario personal que conforma todo un nuevo universo personal, curiosamente al alcance de cualquier buen lector. Este eje conceptual estará en función mientras dura la novela. Milan Kundera, para crear personajes e ideas filosóficas que sustenten a sus narraciones busca en lo “denso” y lo “leve” en Nietzsche, Marco Tulio, como latinoamericano, lo inventa todo, incluso los conceptos desconocidos hasta ese momento en que sustentar su creación. Imagino a un personaje de su pueblo de novela, situado en un mundo circunferencial en el cual el culo está en todas partes y el ojete en ninguna, diciendo o declarando que “Aquí no necesitamos a ningún Nietzsche”. (Lo ven, ya se me contagió, esto es lo que pasa con las novelas oníricas, rimbombantes, espectaculares y lúdicas, que se le meten a uno entre las sinapsis como un virus y se ponen a andar solitas.)
Pero, ¡alto! Sigan porque hay mas invenciones, hay “trascendenteadicto”, hay “intelectontos”, hay una mujer “espectaculear”, un “latrocínico”, hay “intelectontos”, “nariztotélicos” y acontecimientos “tempestivos”.
Y no acaba ahí, va mucho más allá, porque entre otras joyas, hay también la destrucción calibrada del sinsentido común, puesto que hay un “vulgar hierro frustrado”, hay un “fructuosa mente”.
Y no acaba aquí la magia de esta extraordinaria novela inventada por un estudiante universitario porque se aburría en clase de filosofía, no les cuento más para que lo investiguen ustedes y disfruten como yo lo hice sorprendido.
El camino de la novela nunca es recto, está lleno de bifurcaciones sin jardín y con flora, que en el momento menos pensado alude a elementos que dejan de ser metafóricos y por obra del grande ingenio de Marco Tulio, pasan a ser “meta(ysaca) fóricos”.
Algo para leer y no dormir, para cultivar un buen y productivo insomnio, para quedarse asombrado como ese personaje medio nerudiano adaptado a la convivencia en San Isidro de los “grandes ojos fijos de pescado frito”.
Por último y para que no digan que no soy serio, Historia de todas las cosas a diferencia de Cien años de soledad, tiene una perspectiva o propósito moral radicalmente distinto: al acabar la novela uno se queda con un buen sabor de boca, no queda aquella sensación bíblica de condena del mito de García Márquez sino que abrimos la puerta a un mundo de esperanza, de belleza, de dificultades y, de un modo significativo, de colaboración entusiasta en la incompleta obra de Dios.
Héctor D'Alessandro. Escritor uruguayo residente en Barcelona, coach de Programación Neurolingüística
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