En las familias donde hay competencia entre hermanos
—y ¿en cuál no la hay?— cuando un hermano o hermana asume toda la culpa y el
autocastigo de la familia, fracasa vitalmente y en muchos casos muere como para
demostrar el acierto de su desastroso camino; es una metáfora de la familia; por
el contrario, a veces surgen hermanos o hermanas que se rebelan y su sola
existencia se parece a un dedo acusador que señala con insistencia al resto,
estos han nacido para afirmarse y para vivir; la línea que separa a unos de
otros es tan delgada que a veces se juntan, unos y otros, creyendo que
pertenecen a la misma clase de personas; al final, todo es fracaso, es decir:
éxito.
Yo fui amigo
de la chica más hermosa de la ciudad: Anna Trilesinski. Una judía,
argentino-uruguaya hija de emigrados polacos. Segunda de tres hermanos, “la del
medio”, quizás por eso no sabía a ciencia cierta quién era, se buscaba en medio
de una enorme confusión. Había traicionado a su familia de múltiples maneras;
para empezar: no se había casado con un chico judío, y según sus propias
palabras “se pasaba por el forro” todo el tema de la religión; se había casado para
horror de su madre con un músico bohemio que se pasaba borracho o drogado y
fingiendo buscar a una musa que realmente no lo había visitado casi nunca. Al
fin, en cierto modo, le dio la razón a su madre, su padre se había adaptado a
la idea de que estuviera con un no judío, se la dio divorciándose y no
volviendo a hablar nunca más de aquel hombre; ella era de una manera que no
habló nunca más del hombre que le hizo daño; cuando lo mencionabas por
casualidad o porque alguien lo había visto en un bar en una sala de teatro en
una calle, ella miraba hacia otro lado y cambiaba de tema o continuaba hablando
de lo que fuera que estuviera hablando. A mí me gustaba mucho el carácter de
Anna, ella era alegre según me parecía a mí, y tenía un gran empuje, y además
tenía una cualidad que yo andaba investigando y era la siguiente: era una mujer
tremendamente seductora que cada día se llevaba un hombre a su casa, no un
hombre cualquiera sino hombres impresionantemente guapos y elegantes y jóvenes y
ella literalmente se los pasaba por la piedra, y ellos caían como pajaritos;
esto era algo muy impresionante porque mi amiga Anna, por mucho que yo la
quisiera —y parte de mi amor está aquí presente en estas líneas que ella un día
me pidió que yo escribiera— no dejaba de ser fea; a mí, que conste, no me gusta
calificar de este modo a la gente, feo o bello, pero es que ella era fea,
feaza, horripilante sin remisión, la mujer más espantosa de la tierra, un asco
vomitivo una persona que daba asco repulsión y a veces si te la encontrabas de
repente y de frente te llegaba a asustar si era la primera vez que la veías y a
sobresaltar y a asombrar si ya la conocías, porque era espantosa,
espantosamente fea. Eso es objetivo. Nadie podrá negarme jamás, no que eso sea
real, yo sé que está mal decirlo, y sé que no valoro a la gente según esos
criterios, y sé también que en aquella época, yo tenía un poco más de veinte
años de edad y quizás ese era mi modo de valorarla, pero todas las personas que
yo conocía y que a su vez la conocían, coincidían en usar el mismo calificativo
para referirse a ella. Fea. Por eso aún esta historia es el intento vano, muy
vano de recoger una sustancia evanescente y sutil que por suerte y quizás
gracias a un dios benévolo aureola nuestra vida. Y es que Anna, para mí, era
bellísima, con una belleza que emanaba de ella, de su persona, de su risa, de
su sonrisa, de sus alegrías, de sus enfados, de su tono de voz canchero y
agresivo a la vez, de sus tonitos de voz caprichoso. De toda ella emanaba una
belleza inhumana, quizás divina pero en todos los casos cautivadora. Eso era lo
que llevaba aquellos hombres tan bellos a su cama. Hombres que al día siguiente
como si quisieran justificar el haber tenido una pesadilla, confesaban a quien
quisiera oírlos: “Uf! Chicos, no saben a quién me tuve que coger anoche.” Luego
agregaban “es que estaba muy borracho”.
Los padres
judíos de Anna eran unos industriales de la confección que además eran
comunistas, una combinación nada inusual en el Rio de la Plata culto y
altamente político. Muchos judíos se fueron de Europa perseguidos por su raza y
por sus ideas políticas y luego se mantenían en sus trece aunque hubieran
cambiado de situación económica, además en Uruguay se aseguraban que la policía
política del partido impartiera orden en su fábrica, en cambio un sindicato
anarquista podría haberle roto las máquinas; pero aunque pudiera pensarse que
esa era la explicación real de su opción, no había que descartar un cierto
idealismo a lo Tolstoi presente en muchas familias criollas o de reciente
acriollamiento; nuestro humanismo es un cristianismo; si mi hermano está
sufriendo, yo no puedo quedarme cruzado de brazos. Fuera por lo que fuera,
conformaban una familia de lo más original y Anna adoraba a su padre y por la propiedad
transitiva aplicada a las emociones me adoraba a mí, dado que ambos cumplíamos años
el mismo día. Tenía nacionalidad de ambos países para poder cambiar en caso de
crisis económica, si convenía fabricar de un lado del río se fabricaba en aquel
lado, si había que cambiar se cambiaba. Sus hermanos varones, en cambio, eran
muy judíos, muy integrados en la colectividad y acataban todas las normas
sociales de recibo. Se habían casado con muy buenos partidos judías de la
colectividad y miraban a su hermana con una mirada mezcla de desprecio,
incomprensión y paternalismo. Ambos eran médicos y ambos tenían farmacia, uno
de ellos le dio trabajo en su farmacia; Anna no había estudiado. Desde siempre
había querido ser actriz, y llegaría a serlo y muy sonada.
Cuando acabó
la dictadura de modo formal, aún continuó varios años un cierto fascismo
ambiental y ciertos desmanes en el trato entre las personas y a veces también
de parte de los policías y los militares. Mis padres habían muerto y el crápula
de mi hermano, junto con su esposa y su suegro me habían amenazado con hacerme
matar para quedarse la casa de mis padres o bien meterme un paquete de cocaína en
mi habitación y hacerme detener. De ese modo se aseguraban de que me caerían
muchos años en la cárcel; esa amenaza en el Uruguay color rata fascista de los
años ochenta no era sólo una amenaza de unos locos muertos de hambre, era una
realidad posible de un infierno que me tenían preparado; casi cada día pasaban
cosas así en el Uruguay color de rata; mi hermano y su familia tenían muchos
amigos dentro de la policía y de verdad que podían joderme. Justo en esa época
fue que conocí a Anna y empecé a frecuentar su casa; ella me dio una llave de
la misma y también se encargó de divulgar a diestra y siniestra la amenaza que
pendía sobre mi cabeza con el objetivo de que si me pasaba algo, el mayor
número de gente estaría avisada de esa amenaza proferida contra mí.
Yo iba a dormir a su casa por la noche, ella
empezaba en la farmacia de su hermano a las diez y salía a las seis, yo me
tumbaba en su cama y miraba las cuatro paredes azul celeste de su cuarto y leía
a Borges y a Lawrence Durrell y sentía depresión y muchas veces un miedo en la
boca del estómago y en el ojo del culo que me subía por la espalda como una oleada
de frío. En la pared de su habitación había enmarcado un nombre de una chica
escrito y un teléfono. Macarena. A fuerza de mirarlo, memoricé aquel número, y
le pregunté más de una vez a Anna quién era esa tal Macarena; ella me decía “a tí
te gustaría conocerla, un día te la presentaré”. Anna pertenecía al mismo club
de hermanos menores indignados contra la crueldad extrema de los hermanos mayores.
De ellos decía: “Son unos nenes bien, la mar de hijos de puta. Unos putos
mediocres de mierda”. Yo no decía nada.
Las noches
que Anna tenía libre salíamos juntas a emborracharnos; hubo una noche en que se
caía y se arrastraba de tal manera por el suelo del pedo que había agarrado que
la tuve que llevar en taxi a la casa temprano. En el taxi empezó a meterme mano
por todos lados y a intentar besarme; yo la rechazaba con suavidad, pero al
llegar a la casa me empujó de tal manera sobre la cama y con tal gesto de furia
y con una cara demoniaca que puso que solo le faltaba meterse la llave de la
casa en la boca y tragársela para acabar de asustarme. Me marché, a mitad de
camino me alcanzó por la calle y me saltó encima; forcejeaba con ella a horcajadas,
ella aprovechaba que yo como hombre no podía usar mi fuerza a fondo y menos aún
en medio de la calle, sólo faltaba encima que viniera un típico vengador
uruguayo a gritarme “¡maricón de mierda metete conmigo si sos hombre!” y me
rompiera efectivamente la cara. Así fuimos caminando un buen trecho, hasta que
no pude más y me eche a correr y no paré hasta llegar a mi casa; para enterarme
ya desde la esquina que Anna estaba allí en la puerta de mi casa, pateando la
puerta y las ventanas y gritando a diestra y siniestra, salí de ahí maricón, suéltenlo
asesinos, hijos de puta, ya sé que amenazaron de muerte a mi amigo con sus
mierda de amigos milicos. ¡Hijos de puta! Algunos vecinos se asomaban y yo en
el fondo de mi corazón le agradecía a Anna, la chica más fea de Montevideo, que
publicando a diestro y siniestro el secreto, me pusiera a salvo.
Cuando me vio
se acercó corriendo y me dijo “perdoname, estoy del cráneo pero yo no quiero
hacerte daño, perdoname”.
Esa noche
dormí en mi casa seguro y casi podía sentir el calor que despedían las mejillas
de los crápulas de mis parientes.
Luego, un
día, mi hermano murió de cáncer y yo pensé esas cosas de mirá vos tanta amenaza
y cómo acaban, pero en el fondo estaba triste y desconcertado y asustado porque
mi hermano después de todo era muy joven y eso me acercaba la muerte de una
manera que no había imaginado.
Pasaron un
par de años y me fui de Uruguay “para siempre”; Anna justo estaba en Buenos
Aires y no la vi, pero ella me llamó a casa de Macarena, al fin un día me había
presentado a la chica del teléfono anotado en la pared y esa sí que fue una
relación hermosa que me devolvió a la vida y a las ganas de vivir y al valor y
a la fuerza y al entusiasmo. Eso, hasta que me fui. Me fui a España, a
Barcelona. Y durante muchos años no supe nada de Anna, hasta que un día, cuando
empecé a convertirme en un usuario de internet y aún antes de que se crearan
las redes sociales, la ubiqué a través de google, así me enteré de que al año
siguiente a marcharme yo había hecho una obra de teatro que se llamó “La chica
más guapa de la ciudad”, basada en un relato de Bukowski; un crítico de garra
exigente la elogió hasta el hartazgo, un tal Arias, creo. Eso era un éxito a
todas luces. Me puse muy contento porque me di cuenta de que mi amiga había triunfado;
lo que no supe hasta más tarde fue que aquel éxito la hizo profundizar el
camino de vida nocturna de alcohol y drogas por el que ya transitaba; supe que
hacía un programa de tele o una especie de obra de teatro que se llamaba “A la
cama con Anna”, que ese adefesio de obra o programa era una parodia de un programa
análogo de una gran vedette argentina muy bella. Eso me hizo pensar que
realmente Anna había roto todos los moldes y había ido mucho más allá de sí
misma y de su condición; ahora era realmente la más guapa del universo para mí.
Fue entonces
que le escribí un mail a Macarena para contarle lo que había averiguado y ella
se encargó de echarme un balde de agua fría por encima; Anna había sufrido un
derrame cerebral muy peligroso a raíz del cual le habían puesto una suerte de
tubo en el cerebro y como no tenía dinero se había ido a vivir a Israel para acogerse
a los beneficios sanitarios de aquel estado.
Comencé
entonces la búsqueda de Anna en Israel, yo soy muy bueno buscando gente, la
encuentro rápido. Y en cuestión de horas tenía un teléfono al cual llamé, me
atendió una voz gargajeante con acento hebreo, mi amiga Anna, que al oír mi voz
comenzó a chillar de alegría y a emocionarse, para empezar luego a contarme una
historia espeluznante e increíble en ella. Se había casado con un tipo para
ayudarlo a emigrar a Israel, trabajaba fregando suelos, y ahora ese tipo la
escupía a diario y le decía que era fea, un asco, una cosa repugnante y le
pegaba pellizcones y patadas y le retorcía el brazo y le recordaba todo el
tiempo que era un asco. Fue entonces que le dije que lo denunciara y se
divorciara y ella me dijo algo asombroso: “no puedo hacerle eso, le jodo la
vida, lo expulsan de Israel y pierde el derecho a la nacionalidad”. Eso era una
persona con la autoestima por el suelo, yo lo había conocido en España y sabía
qué era eso. Le grité por teléfono, lo anime a marcharse, a irse a liberarse,
no, era como el pajarito kafkiano que no quiere salir de la jaula. Fue entonces
que le dije: “¿y tu familia no puede ayudarte?” y ella respondió una respuesta
aún más absurda: “yo estoy aquí no solo para tratarme del caño que me
instalaron en el cerebro sino porque me traje cuatro millones de dólares de mis
hermanos, cuando el corralito, que están en una cuenta a mi nombre aquí en
Israel”.
Yo, al otro
lado de la línea, sentí que el corazón brincaba dentro de mí: “Entonces estás
salvada, agarrá unos cuantos miles y te venís a vivir a Europa tranquila y
rehacés tu vida”.
“No,
respondió, si les robo algo a mis hermanos, me mandan pegar un tiro. Fue lo
primero que me dijeron cuando me pidieron que les hiciera este favor”.
Entonces,
no pude más, le grité: “Anna, no seas pelotuda, habla con ellos, lo van a
entender, qué les va a hacer cien mil dólares y vos haces tu vida tranquila”.
“No”.
Su “no” era
un “no” tozudo y mortecino e incomprensible.
Agregó: “otro
día te llamo cuando no me puedan oír la conversación y hablamos largo y tendido”.
Esa promesa
me animó, yo pensé, bien, tiene un plan, lo que me decía era para que ese
marido que tiene la oyera, pero debe estar planeando algo.
Los
hermanos pequeños siempre nos tomamos la vida como si esta fuera un juego
porque en cierto modo eso es lo que ha sido para nosotros, siempre había que
disculpar nuestros errores o despistes porque en realidad estábamos jugando y
ese es nuestro derecho divino y nuestra carta de naturaleza. Eso pensaba yo,
porque yo pensaba que pertenecíamos al mismo club de los pequeños juguetones.
Días más
tarde me llamó para contarme llorando todo su drama otra vez, y así continuó
haciéndolo durante semanas, parecía que estaba hipnotizada o borracha de su
propio dolor y autoconmiseración. “Pobrecita de mí, parecía decir, no tengo
salida”. Y ella me decía, la única salida que me queda es irme contigo, a
España, y nos lo pasamos bien, ahí trabajaré de lo que haga falta y saldremos
adelante. Y yo le respondía, yo no necesito salir delante de nada y vos tampoco,
y aquí no tenés que venir a sacrificarte trabajando de nada. Lo que tenés que
hacer es hablar con tu familia y que te dejen agarrar parte del dinero que
tienen ahí escondido en tu cuenta y si querés venir, te venís, pero aquí a sufrir
y pasarlo mal no, nada. No te voy a dejar que vengas, y si venís no te voy a
recibir. Y al decirle esto ella en lugar de buscar otros modos, se encaprichaba
más y llegó un momento bastante desagradable que empezó a comportarse un poco
como un gusano pegajoso y a intentar sobornarme: “así me pagás lo que en su día
hice por ti. Así me das la espalda. Hijo de puta.”
“Andá a cagar, Anna, no me vengas con esas
mierdas, vos eras una tipa fuerte que triunfó en lo que quería y hacia lo que
le daba la gana y ahora estás en Israel fregando suelos de esclava de un hijo
de puta y tenés cuatro millones en el banco evadidos del fisco uruguayo. Si te
escucharas realmente oirías la descripción del monumento a la incoherencia
total, no podes negar el país de pelotudos del que venís, pero lo lamentable es
que te hagas la víctima y te lo creas. Anna, curate y salí adelante y después si
querés venía, pero así yo no pienso recibirte, estas hecha un trapo, vos no te
escuchás la mierda que estás diciendo. ¿Cómo podés hundirte así?
Luego de esa
conversación llamó a Macarena a Uruguay y me puso de vuelta y media, yo era un
cabrón y un hijo de puta desagradecido y un muy mal amigo.
Yo pensé y
le dije a Macarena: “ojalá que esa rabia le sirva para salir adelante”.
Y le
sirvió: volvió a Montevideo y montó un nuevo espectáculo y llegó a estrenarlo,
las malas lenguas que siempre se comunican rápido contigo para contarte
chismes, maledicencias y otro tipo de cosas desagradables me dijeron que no
había una sola noche en que no dijera que al ver la clase de mierda de amigos
que había creído tener, se había puesto las pilas y había emprendido de nuevo
el camino del éxito. Yo le escribí un
mail que no me contestó donde le dije: “Espero que no sigas con esa pelotudez
de que estás enojada conmigo. Yo te quiero y sigues siendo mi gran amiga, de
corazón, como siempre y si te hablé de aquel modo fue porque no quería y no
podía verte así: arrastrada. Te quiero y siempre te guardo en mi corazón y te
juro que un día tal y como me pediste contaré tu historia”.
Macarena me
dijo que no le había dicho nada de mi mail, pero que ya no hablaba más de mí,
que cuando alguien me mencionaba sólo guardaba silencio y sonreía de costado
como si se quisiera guardar un secreto que sólo ella conocía y al mismo tiempo
a través de su sonrisa quisiera que el mundo supiera que ella sabía más, sabía
algo que los otros no sabían.
Una noche
de ese año en que volvió a Montevideo, al volver del teatro se ve que el caño
metálico que decía tener en el cerebro no resistió la tensión y algún cable se
le rompió. Murió, murió muy joven y yo en la lejanía me sentí más triste y más
sólo y más ajeno a cualquier tipo de entendimiento, ¿por qué se muere la gente?
¿Por qué se mueren los buenos, ese bando al que todos creemos pertenecer? Y de
pronto recuerdo que mi cerebro alumbró una extraña idea, me dijo: “ella no era
una hermana pequeña, ella era la del medio, por eso quizás siempre estaba
confusa”.
Es posible, pero en el cielo de la
imaginación, para mí y para los que la quisieron y quieren recordarla con
cariño, ya siempre será la chica más hermosa de la ciudad.
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