domingo, 24 de febrero de 2013

La chica más hermosa de la ciudad. Héctor D'Alessandro

La chica más hermosa de la ciudad.
En las familias donde hay competencia entre hermanos —y ¿en cuál no la hay?— cuando un hermano o hermana asume toda la culpa y el autocastigo de la familia, fracasa vitalmente y en muchos casos muere como para demostrar el acierto de su desastroso camino; es una metáfora de la familia; por el contrario, a veces surgen hermanos o hermanas que se rebelan y su sola existencia se parece a un dedo acusador que señala con insistencia al resto, estos han nacido para afirmarse y para vivir; la línea que separa a unos de otros es tan delgada que a veces se juntan, unos y otros, creyendo que pertenecen a la misma clase de personas; al final, todo es fracaso, es decir: éxito.
 Yo fui amigo de la chica más hermosa de la ciudad: Anna Trilesinski. Una judía, argentino-uruguaya hija de emigrados polacos. Segunda de tres hermanos, “la del medio”, quizás por eso no sabía a ciencia cierta quién era, se buscaba en medio de una enorme confusión. Había traicionado a su familia de múltiples maneras; para empezar: no se había casado con un chico judío, y según sus propias palabras “se pasaba por el forro” todo el tema de la religión; se había casado para horror de su madre con un músico bohemio que se pasaba borracho o drogado y fingiendo buscar a una musa que realmente no lo había visitado casi nunca. Al fin, en cierto modo, le dio la razón a su madre, su padre se había adaptado a la idea de que estuviera con un no judío, se la dio divorciándose y no volviendo a hablar nunca más de aquel hombre; ella era de una manera que no habló nunca más del hombre que le hizo daño; cuando lo mencionabas por casualidad o porque alguien lo había visto en un bar en una sala de teatro en una calle, ella miraba hacia otro lado y cambiaba de tema o continuaba hablando de lo que fuera que estuviera hablando. A mí me gustaba mucho el carácter de Anna, ella era alegre según me parecía a mí, y tenía un gran empuje, y además tenía una cualidad que yo andaba investigando y era la siguiente: era una mujer tremendamente seductora que cada día se llevaba un hombre a su casa, no un hombre cualquiera sino hombres impresionantemente guapos y elegantes y jóvenes y ella literalmente se los pasaba por la piedra, y ellos caían como pajaritos; esto era algo muy impresionante porque mi amiga Anna, por mucho que yo la quisiera —y parte de mi amor está aquí presente en estas líneas que ella un día me pidió que yo escribiera— no dejaba de ser fea; a mí, que conste, no me gusta calificar de este modo a la gente, feo o bello, pero es que ella era fea, feaza, horripilante sin remisión, la mujer más espantosa de la tierra, un asco vomitivo una persona que daba asco repulsión y a veces si te la encontrabas de repente y de frente te llegaba a asustar si era la primera vez que la veías y a sobresaltar y a asombrar si ya la conocías, porque era espantosa, espantosamente fea. Eso es objetivo. Nadie podrá negarme jamás, no que eso sea real, yo sé que está mal decirlo, y sé que no valoro a la gente según esos criterios, y sé también que en aquella época, yo tenía un poco más de veinte años de edad y quizás ese era mi modo de valorarla, pero todas las personas que yo conocía y que a su vez la conocían, coincidían en usar el mismo calificativo para referirse a ella. Fea. Por eso aún esta historia es el intento vano, muy vano de recoger una sustancia evanescente y sutil que por suerte y quizás gracias a un dios benévolo aureola nuestra vida. Y es que Anna, para mí, era bellísima, con una belleza que emanaba de ella, de su persona, de su risa, de su sonrisa, de sus alegrías, de sus enfados, de su tono de voz canchero y agresivo a la vez, de sus tonitos de voz caprichoso. De toda ella emanaba una belleza inhumana, quizás divina pero en todos los casos cautivadora. Eso era lo que llevaba aquellos hombres tan bellos a su cama. Hombres que al día siguiente como si quisieran justificar el haber tenido una pesadilla, confesaban a quien quisiera oírlos: “Uf! Chicos, no saben a quién me tuve que coger anoche.” Luego agregaban “es que estaba muy borracho”.
  Los padres judíos de Anna eran unos industriales de la confección que además eran comunistas, una combinación nada inusual en el Rio de la Plata culto y altamente político. Muchos judíos se fueron de Europa perseguidos por su raza y por sus ideas políticas y luego se mantenían en sus trece aunque hubieran cambiado de situación económica, además en Uruguay se aseguraban que la policía política del partido impartiera orden en su fábrica, en cambio un sindicato anarquista podría haberle roto las máquinas; pero aunque pudiera pensarse que esa era la explicación real de su opción, no había que descartar un cierto idealismo a lo Tolstoi presente en muchas familias criollas o de reciente acriollamiento; nuestro humanismo es un cristianismo; si mi hermano está sufriendo, yo no puedo quedarme cruzado de brazos. Fuera por lo que fuera, conformaban una familia de lo más original y Anna adoraba a su padre y por la propiedad transitiva aplicada a las emociones me adoraba a mí, dado que ambos cumplíamos años el mismo día. Tenía nacionalidad de ambos países para poder cambiar en caso de crisis económica, si convenía fabricar de un lado del río se fabricaba en aquel lado, si había que cambiar se cambiaba. Sus hermanos varones, en cambio, eran muy judíos, muy integrados en la colectividad y acataban todas las normas sociales de recibo. Se habían casado con muy buenos partidos judías de la colectividad y miraban a su hermana con una mirada mezcla de desprecio, incomprensión y paternalismo. Ambos eran médicos y ambos tenían farmacia, uno de ellos le dio trabajo en su farmacia; Anna no había estudiado. Desde siempre había querido ser actriz, y llegaría a serlo y muy sonada.
  Cuando acabó la dictadura de modo formal, aún continuó varios años un cierto fascismo ambiental y ciertos desmanes en el trato entre las personas y a veces también de parte de los policías y los militares. Mis padres habían muerto y el crápula de mi hermano, junto con su esposa y su suegro me habían amenazado con hacerme matar para quedarse la casa de mis padres o bien meterme un paquete de cocaína en mi habitación y hacerme detener. De ese modo se aseguraban de que me caerían muchos años en la cárcel; esa amenaza en el Uruguay color rata fascista de los años ochenta no era sólo una amenaza de unos locos muertos de hambre, era una realidad posible de un infierno que me tenían preparado; casi cada día pasaban cosas así en el Uruguay color de rata; mi hermano y su familia tenían muchos amigos dentro de la policía y de verdad que podían joderme. Justo en esa época fue que conocí a Anna y empecé a frecuentar su casa; ella me dio una llave de la misma y también se encargó de divulgar a diestra y siniestra la amenaza que pendía sobre mi cabeza con el objetivo de que si me pasaba algo, el mayor número de gente estaría avisada de esa amenaza proferida contra mí.
Yo iba a dormir a su casa por la noche, ella empezaba en la farmacia de su hermano a las diez y salía a las seis, yo me tumbaba en su cama y miraba las cuatro paredes azul celeste de su cuarto y leía a Borges y a Lawrence Durrell y sentía depresión y muchas veces un miedo en la boca del estómago y en el ojo del culo que me subía por la espalda como una oleada de frío. En la pared de su habitación había enmarcado un nombre de una chica escrito y un teléfono. Macarena. A fuerza de mirarlo, memoricé aquel número, y le pregunté más de una vez a Anna quién era esa tal Macarena; ella me decía “a tí te gustaría conocerla, un día te la presentaré”. Anna pertenecía al mismo club de hermanos menores indignados contra la crueldad extrema de los hermanos mayores. De ellos decía: “Son unos nenes bien, la mar de hijos de puta. Unos putos mediocres de mierda”. Yo no decía nada.
  Las noches que Anna tenía libre salíamos juntas a emborracharnos; hubo una noche en que se caía y se arrastraba de tal manera por el suelo del pedo que había agarrado que la tuve que llevar en taxi a la casa temprano. En el taxi empezó a meterme mano por todos lados y a intentar besarme; yo la rechazaba con suavidad, pero al llegar a la casa me empujó de tal manera sobre la cama y con tal gesto de furia y con una cara demoniaca que puso que solo le faltaba meterse la llave de la casa en la boca y tragársela para acabar de asustarme. Me marché, a mitad de camino me alcanzó por la calle y me saltó encima; forcejeaba con ella a horcajadas, ella aprovechaba que yo como hombre no podía usar mi fuerza a fondo y menos aún en medio de la calle, sólo faltaba encima que viniera un típico vengador uruguayo a gritarme “¡maricón de mierda metete conmigo si sos hombre!” y me rompiera efectivamente la cara. Así fuimos caminando un buen trecho, hasta que no pude más y me eche a correr y no paré hasta llegar a mi casa; para enterarme ya desde la esquina que Anna estaba allí en la puerta de mi casa, pateando la puerta y las ventanas y gritando a diestra y siniestra, salí de ahí maricón, suéltenlo asesinos, hijos de puta, ya sé que amenazaron de muerte a mi amigo con sus mierda de amigos milicos. ¡Hijos de puta! Algunos vecinos se asomaban y yo en el fondo de mi corazón le agradecía a Anna, la chica más fea de Montevideo, que publicando a diestro y siniestro el secreto, me pusiera a salvo.
 Cuando me vio se acercó corriendo y me dijo “perdoname, estoy del cráneo pero yo no quiero hacerte daño, perdoname”.
  Esa noche dormí en mi casa seguro y casi podía sentir el calor que despedían las mejillas de los crápulas de mis parientes.
  Luego, un día, mi hermano murió de cáncer y yo pensé esas cosas de mirá vos tanta amenaza y cómo acaban, pero en el fondo estaba triste y desconcertado y asustado porque mi hermano después de todo era muy joven y eso me acercaba la muerte de una manera que no había imaginado.
 Pasaron un par de años y me fui de Uruguay “para siempre”; Anna justo estaba en Buenos Aires y no la vi, pero ella me llamó a casa de Macarena, al fin un día me había presentado a la chica del teléfono anotado en la pared y esa sí que fue una relación hermosa que me devolvió a la vida y a las ganas de vivir y al valor y a la fuerza y al entusiasmo. Eso, hasta que me fui. Me fui a España, a Barcelona. Y durante muchos años no supe nada de Anna, hasta que un día, cuando empecé a convertirme en un usuario de internet y aún antes de que se crearan las redes sociales, la ubiqué a través de google, así me enteré de que al año siguiente a marcharme yo había hecho una obra de teatro que se llamó “La chica más guapa de la ciudad”, basada en un relato de Bukowski; un crítico de garra exigente la elogió hasta el hartazgo, un tal Arias, creo. Eso era un éxito a todas luces. Me puse muy contento porque me di cuenta de que mi amiga había triunfado; lo que no supe hasta más tarde fue que aquel éxito la hizo profundizar el camino de vida nocturna de alcohol y drogas por el que ya transitaba; supe que hacía un programa de tele o una especie de obra de teatro que se llamaba “A la cama con Anna”, que ese adefesio de obra o programa era una parodia de un programa análogo de una gran vedette argentina muy bella. Eso me hizo pensar que realmente Anna había roto todos los moldes y había ido mucho más allá de sí misma y de su condición; ahora era realmente la más guapa del universo para mí.
  Fue entonces que le escribí un mail a Macarena para contarle lo que había averiguado y ella se encargó de echarme un balde de agua fría por encima; Anna había sufrido un derrame cerebral muy peligroso a raíz del cual le habían puesto una suerte de tubo en el cerebro y como no tenía dinero se había ido a vivir a Israel para acogerse a los beneficios sanitarios de aquel estado.
 Comencé entonces la búsqueda de Anna en Israel, yo soy muy bueno buscando gente, la encuentro rápido. Y en cuestión de horas tenía un teléfono al cual llamé, me atendió una voz gargajeante con acento hebreo, mi amiga Anna, que al oír mi voz comenzó a chillar de alegría y a emocionarse, para empezar luego a contarme una historia espeluznante e increíble en ella. Se había casado con un tipo para ayudarlo a emigrar a Israel, trabajaba fregando suelos, y ahora ese tipo la escupía a diario y le decía que era fea, un asco, una cosa repugnante y le pegaba pellizcones y patadas y le retorcía el brazo y le recordaba todo el tiempo que era un asco. Fue entonces que le dije que lo denunciara y se divorciara y ella me dijo algo asombroso: “no puedo hacerle eso, le jodo la vida, lo expulsan de Israel y pierde el derecho a la nacionalidad”. Eso era una persona con la autoestima por el suelo, yo lo había conocido en España y sabía qué era eso. Le grité por teléfono, lo anime a marcharse, a irse a liberarse, no, era como el pajarito kafkiano que no quiere salir de la jaula. Fue entonces que le dije: “¿y tu familia no puede ayudarte?” y ella respondió una respuesta aún más absurda: “yo estoy aquí no solo para tratarme del caño que me instalaron en el cerebro sino porque me traje cuatro millones de dólares de mis hermanos, cuando el corralito, que están en una cuenta a mi nombre aquí en Israel”.
  Yo, al otro lado de la línea, sentí que el corazón brincaba dentro de mí: “Entonces estás salvada, agarrá unos cuantos miles y te venís a vivir a Europa tranquila y rehacés tu vida”.
   “No, respondió, si les robo algo a mis hermanos, me mandan pegar un tiro. Fue lo primero que me dijeron cuando me pidieron que les hiciera este favor”.
   Entonces, no pude más, le grité: “Anna, no seas pelotuda, habla con ellos, lo van a entender, qué les va a hacer cien mil dólares y vos haces tu vida tranquila”.
  “No”.
 Su “no” era un “no” tozudo y mortecino e incomprensible.
  Agregó: “otro día te llamo cuando no me puedan oír la conversación y hablamos largo y tendido”.
  Esa promesa me animó, yo pensé, bien, tiene un plan, lo que me decía era para que ese marido que tiene la oyera, pero debe estar planeando algo.
   Los hermanos pequeños siempre nos tomamos la vida como si esta fuera un juego porque en cierto modo eso es lo que ha sido para nosotros, siempre había que disculpar nuestros errores o despistes porque en realidad estábamos jugando y ese es nuestro derecho divino y nuestra carta de naturaleza. Eso pensaba yo, porque yo pensaba que pertenecíamos al mismo club de los pequeños juguetones.
   Días más tarde me llamó para contarme llorando todo su drama otra vez, y así continuó haciéndolo durante semanas, parecía que estaba hipnotizada o borracha de su propio dolor y autoconmiseración. “Pobrecita de mí, parecía decir, no tengo salida”. Y ella me decía, la única salida que me queda es irme contigo, a España, y nos lo pasamos bien, ahí trabajaré de lo que haga falta y saldremos adelante. Y yo le respondía, yo no necesito salir delante de nada y vos tampoco, y aquí no tenés que venir a sacrificarte trabajando de nada. Lo que tenés que hacer es hablar con tu familia y que te dejen agarrar parte del dinero que tienen ahí escondido en tu cuenta y si querés venir, te venís, pero aquí a sufrir y pasarlo mal no, nada. No te voy a dejar que vengas, y si venís no te voy a recibir. Y al decirle esto ella en lugar de buscar otros modos, se encaprichaba más y llegó un momento bastante desagradable que empezó a comportarse un poco como un gusano pegajoso y a intentar sobornarme: “así me pagás lo que en su día hice por ti. Así me das la espalda. Hijo de puta.”
   “Andá a cagar, Anna, no me vengas con esas mierdas, vos eras una tipa fuerte que triunfó en lo que quería y hacia lo que le daba la gana y ahora estás en Israel fregando suelos de esclava de un hijo de puta y tenés cuatro millones en el banco evadidos del fisco uruguayo. Si te escucharas realmente oirías la descripción del monumento a la incoherencia total, no podes negar el país de pelotudos del que venís, pero lo lamentable es que te hagas la víctima y te lo creas. Anna, curate y salí adelante y después si querés venía, pero así yo no pienso recibirte, estas hecha un trapo, vos no te escuchás la mierda que estás diciendo. ¿Cómo podés hundirte así?
  Luego de esa conversación llamó a Macarena a Uruguay y me puso de vuelta y media, yo era un cabrón y un hijo de puta desagradecido y un muy mal amigo.
   Yo pensé y le dije a Macarena: “ojalá que esa rabia le sirva para salir adelante”.
   Y le sirvió: volvió a Montevideo y montó un nuevo espectáculo y llegó a estrenarlo, las malas lenguas que siempre se comunican rápido contigo para contarte chismes, maledicencias y otro tipo de cosas desagradables me dijeron que no había una sola noche en que no dijera que al ver la clase de mierda de amigos que había creído tener, se había puesto las pilas y había emprendido de nuevo el camino del éxito.  Yo le escribí un mail que no me contestó donde le dije: “Espero que no sigas con esa pelotudez de que estás enojada conmigo. Yo te quiero y sigues siendo mi gran amiga, de corazón, como siempre y si te hablé de aquel modo fue porque no quería y no podía verte así: arrastrada. Te quiero y siempre te guardo en mi corazón y te juro que un día tal y como me pediste contaré tu historia”.
   Macarena me dijo que no le había dicho nada de mi mail, pero que ya no hablaba más de mí, que cuando alguien me mencionaba sólo guardaba silencio y sonreía de costado como si se quisiera guardar un secreto que sólo ella conocía y al mismo tiempo a través de su sonrisa quisiera que el mundo supiera que ella sabía más, sabía algo que los otros no sabían.
   Una noche de ese año en que volvió a Montevideo, al volver del teatro se ve que el caño metálico que decía tener en el cerebro no resistió la tensión y algún cable se le rompió. Murió, murió muy joven y yo en la lejanía me sentí más triste y más sólo y más ajeno a cualquier tipo de entendimiento, ¿por qué se muere la gente? ¿Por qué se mueren los buenos, ese bando al que todos creemos pertenecer? Y de pronto recuerdo que mi cerebro alumbró una extraña idea, me dijo: “ella no era una hermana pequeña, ella era la del medio, por eso quizás siempre estaba confusa”.
  Es posible, pero en el cielo de la imaginación, para mí y para los que la quisieron y quieren recordarla con cariño, ya siempre será la chica más hermosa de la ciudad.

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