domingo, 24 de febrero de 2013

Cómo conocí el reiki. Héctor D'Alessandro


Cómo conocí el reiki.
Héctor D'Alessandro
Cuando me perdí en la selva oscura, lo hice por amor; o por aquello que yo confundía con el amor. Un amor del que hablaba con mayúsculas aunque luego llegaría a hablar sucesivamente con confusión y luego con rabia e impotencia, en algun momento con desprecio, luego con desesperación y miedo, con auténtico terror y finalmente con cansancio.
  Ese amor estaba focalizado por entero en la relación que manteníamos cierta mujer y yo; una mujer que nada más conocerla empecé a sentir la extraña sensación de que ella quería matarme, y la más extraña aún de que disfrutaba con este pensamiento, no sólo disfrutaba, es que además me excitaba sexualmente pensar esta posibilidad. ¿Cómo podía suceder esto dentro de mí? Y al mismo tiempo también reconocía que me encantaba, me fascinaba y realmente me hacía sentir alguien muy especial el hecho de experimentar estos sentimientos tan encontrados. Ella llegó a formularlo con la mejor frase que le oí, durante el primer año de nuestra relación me abandonaba cada semana “para siempre” y a los tres días volvía con la cola entre las patas, con mirada compungida, mirando al sueño, con la boca fruncida en un mohín de arrepentimiento, dolor y burla, y los ojos duros y fijos como mirando en algún punto “eso” de lo cual se arrepentía tanto pero que al mismo tiempo le hacía sentir tanta contrariedad y tanto dolor como para sumirla en la perplejidad. Un día de esos del retorno me dijo: “estuve con un hombre, pasé una semana en su casa y conocí sus hábitos, horrorosos, aburrido a más no poder. Cuando lo dejé se echó de rodillas al suelo y me abrazaba las piernas y me pedía que me quedara con él. ¿Sabes qué le respondí?... Me salió de lo más hondo de mi alma, yo no sabía que tenía esa respuesta dentro de mí, no sabía que pensaba y que sentía eso; le dije de un modo tajante que lo dejó mudo  anonadado: “Yo ya he probado lo que es estar en la élite de la pasión y del amor y no voy a bajar a un nivel tan bajo. Tú no puede llegar a imaginar lo que es amar y vibrar a un nivel tan alto de amor, esto que tu llamas amor no llega ni a los talones de lo que realmente es el amor” Y me di cuenta que eso era verdad. Me dí cuenta de que nunca más podré subir tan alto como contigo y de que necesito que me ames como tú sabes hacerlo, que me rompas de amor, que me folles, que me hagas llorar sangre y que me folles como el animal salvaje que eres y que sólo se despierta conmigo, je je, lo sé, ahora sé qué poder tengo sobre ti, y lo voy a aprovechar, y quiero que te doblegues ante él, y quiero al mismo tiempo que me doblegues, que me mates, que me folles, que me rompas el culo y me arranques los trozos de mi espalda a mordiscos y me tengas siempre vibrando en el filo de esa navaja de la cual no puedo caer porque me mataré de verdad, de flojedad, de pensamientos vulgares y de hábitos estúpidos. Estoy contigo aquí a esta altura y ya no me puedo bajar más.
 Ella quería que yo la matara, pero ese llamado de muerte era al mismo tiempo un llamado desgarrador de vida, era como si pidiéndome que la destrozara me pidiera que la hiciera vivir, la paradoja del asesino y de la asesina: intentan en realidad reanimar a su víctima, quieren hacerla vivir para siempre en un cuadro eterno y pulsante.
 Cuando ella hablaba así era como una droga, una droga hecha de palabras, me miraba directo a los ojos y mientras hablaba me acariciaba y remarcaba tocando y apretando determinadas zonas de mi cuerpo para dar énfasis a sus locas frases. Yo podía sentirme vivo de ese modo de una manera fuerte y acelerada y demencial y cosquilleante; como si yo fuera un coche viejo y de pronto me instalaran un motor de un jet supersónico y lo pusieran en marcha; todo se destartalaba en mí, y yo sólo deseaba volar, volar a grandes alturas.
 Ella continuaba hablando de aquella manera y haciéndolo yo entraba en ella, en su cintura, en su cuerpo e iba embistiéndola de tal manera que sus palabras se iban entrecortando, se rompía el hilo de su voz y se rompía el hilo de su pensamiento y entre un gemido y otro me pedía “há…bla...me”. Entonces, era yo el que empezaba un  discurso líquido, soterrado y pasional, ronco, entrecortado y quejumbroso, un canto de amor de balbuciente cabra herida, esclavo y dominador a la vez. “Sí, mi amor, si, te amaré siempre, cada día estaré a tus pies, cada día me entregaré a servirte sexualmente, he nacido para follarte, para rendir en el altar de tu matriz toda la leche de mi carne ardiente, sí, mi amor, si, mi amor, si, aquí estaré a tu lado y te follaré hasta el último día, el día postrero te mandaré para el otro lado con una embestida bestial, el último pollazo te mandará al otro mundo, te iras amada, te iras en medio del amor, adorada, como una diosa. Te quiero. Te amo”.
  Cuando llegábamos a este punto, ella se desmayaba literalmente, exhausta y tranquila, con ganas de seguir vibrando y agotada en su interior por la tormenta de imágenes de sexo, de sangre, de semen y de muerte. Su sueño era morir en medio de un orgasmo. Por eso quizás estábamos juntos.
   Teníamos todo el tiempo para entregarlo a nuestro amor, para destrozarnos y dañarnos, para pasar el tiempo de nuestra vida entregados a esto; y por el momento no sabíamos hacer otra cosa más intensa. Yo nunca había estado más de cuatro años con ninguna chica y sospechaba en ese entonces que a cualquier ser humano le conoces todos los trucos en ese lapso de tiempo como máximo y luego lo que viene sólo es repetición; por lo cual, esta relación iba dando de sí muchísimo más de lo esperado: siempre era nueva, siempre había una modalidad rara de darle la vuelta a todo y empezar a trepar por ese escarpado pico de la intensidad. Lo que yo no podía imaginar era que al fin y por primera vez en mi vida la pasión acabaría cansándome e intenté la extraña y difícil maniobra de reconvertir la pasión en amor corriente y moliente; absurdo, quizás un autoengaño muy bien elaborado por mi parte. Yo tenía bastante experiencia como para saber que si estaba con alguien que no quería entrar por el aro del amor burgués, era ni más ni menos que porque alguna parte de mí propia personalidad había escogido eso, y esa misma parte de mí no quería ese tipo de amor aburrido.
 Recuerdo que ella volvía y se inventaba nuevos juegos, así me metió un tajo en el cuello una noche, que me dejó una desagradable cicatriz que aún se nota en mi cuello. Yo la miraba con ojos desorbitados y ella a mí. Mi sensación era como la de un niño a quien se le ha roto el juguete y no logra ponerle otra vez en marcha. Ella decía: “No me gusta el cambio que estás dando. Ya no quieres divertirte conmigo”. Y pasaba a la furia y a los gritos: “¿Qué pasa, ya te aburriste de mí?” Y en ese momento le entraba un pudor burgués: “A mí no me follas todo el tiempo que quieras y luego me dejas tirada así como así”. Y luego lloraba y se lamentaba de un modo victimista, arrastrándose por el suelo: “No me lo puedo creer, no me lo puedo creer, lo dí todo por esta relación y ahora me vas a dar la patada. ¿Qué va a decir mi familia? No podré aguantar tanta presión, me voy de la ciudad, me voy a ir de Barcelona. No podré soportar la presión de mi familia. ¡Qué vergüenza!”
 En ese momento, yo lo sabía muy bien, ella quería sentirse desgraciada y entonces yo le daba mi mejor papel, me arrastraba a cuatro patas hasta su cuerpo, la agarraba por las caderas y le daba unos azotes, entonces ella entraba en un llanto convulsivo y empezaba a mojarse, su vagina se onvertía en una fuente y corrían su líquidos piernas abajo, y ella agitaba muy melodramática la cabeza a un lado y a otro y decía: “ay, sí, hazme lo que quieras pero no me dejes, métemela, soy toda tuya, ay, por favor hazme lo que quieras”.
 Este era su número de orgasmo con dolor, llanto y pena. Y mi sensación era la de estar violando a una niña de cuerpo calentito. Al terminar, me sentía siempre vagamente enfermo y afiebrado y algo culpable y ella lloraba un rato hasta que recuperaba la energía, entonces se ponía de pie y se iba al baño a meterse en la bañera y fumarse un cigarro. Recuperaba entonces la intensidad dura de su mirada y volvía para decirme: “qué polvo, ¿eh? ¿Te gustó follar a la nena? ¿Cómo se me va la cabeza, eh? ¿Sabes qué te digo? Que si quieres dejarme, me da igual, de todas maneras me iré de Barcelona, entre otras cosas porque ya cobre mi parte de la herencia familiar y todo me importa una mierda. Incluido tú, un día me cansaré también de ti y entonces para poder sentir empezaré a hacerte daño; tú, como eres un complaciente de mierda, me harás el favor de sufrir, entonces a mí me dará tanto asco que sólo podré odiarte y desear hacerte más daño. Ja. Ja. A veces me pongo en esa situación, que no logro imaginar y me encantaría poder saber qué sientes en ese momento. Y me entra como una indignación porque no haces lo que yo quiero. Recuerdo siempre ese día que te llamó aquel amigo tuyo que se suicidó; ¿cómo fue que te dijo? “No sé para qué te llamo. Me lo he preguntado muchas veces, y al final me he respondido: él lo que hará es obtener un argumento para uno de sus cuentos; y al fin pensé eso es suficiente. Te llamo, entonces, porque me voy a suicidar y como sos escritor, además de mi mejor amigo, he pensado en regalarte esta escena final”.
  “¡Ay, Héctor, ojalá te siga queriendo siempre en mi recuerdo!
  Yo pensaba: “lo harás”. En medio de aquella tormenta continua de pasión y de gestos, debería haber algo de ternura y de cariño y de amor liso y llano. Yo empezaba a querer cambiar aquella relación, lo que durante un tiempo no supe era que esa relación tenía esas reglas de un modo inamovible y que muy probablemente la relación tendría que acabar; si hubiera adivinado esto me habría desagarrado un poco más durante un tiempo, a mí y a ella nos iba el desgarramiento continuo, el dolor sin fin.
 Paso un tiempo muy largo antes de que me convenciera realmente de que aquello debía acabar.
 Me dí cuenta de que aquello comenzaba a acabar porque se me dio por salir a dar largos paseos por la ciudad sin rumbo. Y mi cabeza pensaba pensamientos sin ton ni son. Aturdido, se puede decir que me movía por la ciudad sin norte, y esperando en cierto modo encontrar ese norte, ese propósito para mi movimiento. Me detenía a observar el paisaje, la playa, la montaña detrás, las personas agitadas moviéndose arriba y abajo con sus locuras cotidianas con sus objetivos de sobrevivencia urbana y me abismaba en mi propio carrusel de emociones: ahora la amaba, ahora la echaba de menos, ahora la odiaba, ahora me despertaba agresividad y violencia, ahora sentía un dolor que me traspasaba de lado a lado y me hería las entrañas, ahora lloraba, ahora me sentía muy, muy desgraciado, una víctima lamentable, ahora me daba lástima de mí, ahora me daba asco, ahora del asco pasaba a la impotencia y finalmente a la rabia otra vez, contra ella, luego, más racional, contra la relación, luego contra mí mismo por ser tan estúpido, luego me abandonaba y me sentía morir, y finalmente un cansancio preternatural invadía mis tripas y mis células y me quedaba exhausto dormido y con la sensación de pesar varias toneladas.
 En medio de todas esas emociones que me dominaban, no puedo decir lo contrario, tomaba decisiones a veces disparatadas, casi siempre erróneas, pero de un tipo o calidad de error que me iba conduciendo paso a paso a la salida de aquel laberinto infinito en que me había metido. Las salidas eran unas más dolorosas que otras pero salidas eran todas, e incluso las que por el momento parecían más equivocadas y alejadas de la solución y el beneficio, a la larga también mostraron su aspecto positivo y su contribución al plan general de fuga hacia la luz.
 Una de esas aparentes soluciones sobrevino como tal a mi mente una tarde en que me debatía bajo un sol de justicia caminando por la gran vía y sufriendo, pero al mismo tiempo con unos deseos de venganza terribles, como si el fuego de la ira vengativa fuera a evaporar el agua floja de la depresión que me acechaba.
 Yo, que había sido un autor famoso por escribir la vida de una prostituta, nunca había estado con una y se me metió en la cabeza la idea sacrílega de que si lograba ir con una y tener relaciones sexuales, me libaría al fin del fantasma posesivo de mi amor pasional. Había llegado a un punto en el que , aunque saliera con otras mujeres, ni siquiera se me levantaba el pito con otras, al final ella iba a tener razón y resulta que había probado yo también el sabor de la élite del dolor y la pasión y cualquier otra sensación era algo de baja calaña comparado con aquellos momentos sublimes.
  Me metí en un bar, pedí un refresco y agarré “La vanguardia” para ver la página de los servicios sexuales. Ofrecían allí todo tipo de cosas con todo tipo de nombres exóticos pero yo no tenía ni idea acerca de qué quería. Sólo pensar que iba a tocar a otra mujer me ponía los pelos de punta e iniciaba unos puntitos de fiebre en mi cuerpo, como si de pronto me debilitara y empezara a sentirme enfermo.
  Hasta que de pronto vi un anuncio que me iba como anillo al dedo: “Te espero desnudita. Masaje con final feliz. Acabamos haciendo lo que tú quieras”. ¡Eso! Algo saltó dentro de mí, no tenía que tocar, no tenía que meter, básicamente iba a estar en una posición pasiva y si me envalentonaba, podría lanzarme a fondo. Eso. De esa manera y con esos masajes progresivos iría saliendo del pozo sin fondo de la pasión.
  Cuando la mujer abrió la puerta en braguitas y body una emoción sexual y tierna recorrió mi espalda, alegría de ver a una mujer y sentir el inicio de mi impulso. Sus ojos enormes azules parecían hechos con el agua de mar. No parecía una prostituta, parecía una profesional del masaje. Con un gesto vagamente rígido me indicó la habitación donde entrar y me pregunto qué me apetecería hacer. Se ve que cuando captó que yo no sabía mayormente lo que allí se hacía decidió pasar a comandar la conversación y con un nuevo gesto de su brazo me invitó a tenderme en la camilla boca abajo y a dejarme llevar. Que fluyéramos y que durante el decurso del masaje nos daríamos cuenta de qué quería hacer exactamente.
  Yo cerré los ojos y dejé que sus manos recorrieran mi espalda. Yo suspiraba una y otra vez y procuraba centrarme en sentir sus manos.
  A cierta altura, en un momento en el que no podría decir si habían pasado cinco minutos o treinta, ella comenzó a masajearme de un modo sutil, yo no podía determinar si me estaba tocando o se había marchado de la habitación, si estaba al lado mío o flotando en el aire por encima de mí. El caso es que todo esto podía sentirlo y pensarlo como si yo estuviera ubicado, consciencia flotante, en un punto vago del vacío que nos envolvía, mi consciencia era la conciencia propia del sueño y yo observaba lo que sucedía y sentía los que sentía desde todas partes a la vez y desde ninguna parte en concreto; yo no tenía cuerpo y mi conciencia flotaba en el aire, hasta que de pronto todo se hizo pura visión, una nube azul delante mío que se comenzó a empequeñecer y atrajo totalmente mi mirada hacia ella hasta convertirse en un punto de fijeza absoluta para mis ojos, un punto hacia el cual progresivamente me acercaba, me acercaba, hasta que de pronto me sentí caer. Sentí el vértigo propio de quien está cayendo dentro del sueño y todo mi cuerpo dio un sacudón y a continuación abrí los ojos y suspiré profundamente, momento en que una oleada de dolor muy antiguo subió a mi pecho, inundó mi garganta y empezó a salir por el llanto de mis ojos y el temblor de mi mandíbula y el suave quejido de mi boca le daban carta de naturaleza en el aire de aquella tarde.
 Sentí la mano, cariñosa de la chica en mi omoplato, y su voz muy cerca de mi oído que me invitaba a fluir en ese dolor y luego a darme la vuelta.
  Cuando me giré me observaba con la sonrisa más bella que yo había visto en esos días y todo mi corazón se lo agradecía.
  Ella dijo, entonces, “estas enganchado emocionalmente a alguien ¿verdad?”
  Mi mente y mi corazón quedaron sorpresivamente bloqueadas por su sonrisa y por sus manos que me cogieron la verga y me la subieron hasta una cumbre nueva de sensación. Me dijo: “cierra los ojos cariño, que la vamos a borrar para siempre de tu vida a esa persona”.
  Fue la primera vez en que yo llegué a eyacular sin ninguna referencia visual, sin ver a una persona en concreto dentro de mi mente o un trozo de su cuerpo moviéndose dentro de mi mente, sin otro sonido que el suave paseo de las manos de la masajista por mi piel y las sensaciones que me llegaban de todas partes hasta el centro azul y nube de mi cuerpo y mi conciencia.
  Al abrir los ojos, ella seguía sonriendo, y yo sentía una paz y un delicioso placer y una liberación emocional enormes y pregunté asombrado, sin esperar respuesta: ¿qué me has hecho?
  Ella respondió “Reiki”. Y yo pensé en Bataille y en Mme Edwarda, una puta que era en realidad Dios disfrazado de puta y en alguna otra cosa intelectual y literaria de las que yo tengo una infinita provisión interior para llenar lo momentos de significado culto y elevado, pero se ve que esa vez el deseo de vivir y sobre todo de ser libre emocionalmente era mayor y además había vencido; me estiré suavemente en la camilla y cedí  a la invitación de la chica, que me decía “descansa cariño que ya acabó el castigo para ti, descansa” y se retiró dejándome a media luz para que mi alma sintiera el beneficio de volver a entrar en mi cuerpo. La esperé con la lengua suavemente depositada entre mis labios y un alivio enorme en el pecho, por donde ahora circulaba de nuevo el deseo de amar, aliviado al fin, fuera de la selva oscura, deseando amar y disfrutar.

2 comentarios:

Unknown dijo...

¡¡¡¡¡dios que largooooooooo!!!!!!!!!! pero leerlo me ha mereido la pena, es muy bueno

Héctor D'Alessandro dijo...

Muchas gracias, Conchita, por tu comentario.

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