Cómo conocí el reiki.
Héctor D'Alessandro
Cuando me perdí en la selva oscura, lo hice por
amor; o por aquello que yo confundía con el amor. Un amor del que hablaba con
mayúsculas aunque luego llegaría a hablar sucesivamente con confusión y luego
con rabia e impotencia, en algun momento con desprecio, luego con desesperación
y miedo, con auténtico terror y finalmente con cansancio.
Ese amor estaba
focalizado por entero en la relación que manteníamos cierta mujer y yo; una
mujer que nada más conocerla empecé a sentir la extraña sensación de que ella
quería matarme, y la más extraña aún de que disfrutaba con este pensamiento, no
sólo disfrutaba, es que además me excitaba sexualmente pensar esta posibilidad.
¿Cómo podía suceder esto dentro de mí? Y al mismo tiempo también reconocía que
me encantaba, me fascinaba y realmente me hacía sentir alguien muy especial el
hecho de experimentar estos sentimientos tan encontrados. Ella llegó a formularlo
con la mejor frase que le oí, durante el primer año de nuestra relación me abandonaba
cada semana “para siempre” y a los tres días volvía con la cola entre las
patas, con mirada compungida, mirando al sueño, con la boca fruncida en un
mohín de arrepentimiento, dolor y burla, y los ojos duros y fijos como mirando
en algún punto “eso” de lo cual se arrepentía tanto pero que al mismo tiempo le
hacía sentir tanta contrariedad y tanto dolor como para sumirla en la
perplejidad. Un día de esos del retorno me dijo: “estuve con un hombre, pasé
una semana en su casa y conocí sus hábitos, horrorosos, aburrido a más no
poder. Cuando lo dejé se echó de rodillas al suelo y me abrazaba las piernas y
me pedía que me quedara con él. ¿Sabes qué le respondí?... Me salió de lo más
hondo de mi alma, yo no sabía que tenía esa respuesta dentro de mí, no sabía
que pensaba y que sentía eso; le dije de un modo tajante que lo dejó mudo anonadado: “Yo ya he probado lo que es estar
en la élite de la pasión y del amor y no voy a bajar a un nivel tan bajo. Tú no
puede llegar a imaginar lo que es amar y vibrar a un nivel tan alto de amor,
esto que tu llamas amor no llega ni a los talones de lo que realmente es el
amor” Y me di cuenta que eso era verdad. Me dí cuenta de que nunca más podré
subir tan alto como contigo y de que necesito que me ames como tú sabes
hacerlo, que me rompas de amor, que me folles, que me hagas llorar sangre y que
me folles como el animal salvaje que eres y que sólo se despierta conmigo, je
je, lo sé, ahora sé qué poder tengo sobre ti, y lo voy a aprovechar, y quiero
que te doblegues ante él, y quiero al mismo tiempo que me doblegues, que me
mates, que me folles, que me rompas el culo y me arranques los trozos de mi
espalda a mordiscos y me tengas siempre vibrando en el filo de esa navaja de la
cual no puedo caer porque me mataré de verdad, de flojedad, de pensamientos
vulgares y de hábitos estúpidos. Estoy contigo aquí a esta altura y ya no me
puedo bajar más.
Ella quería
que yo la matara, pero ese llamado de muerte era al mismo tiempo un llamado
desgarrador de vida, era como si pidiéndome que la destrozara me pidiera que la
hiciera vivir, la paradoja del asesino y de la asesina: intentan en realidad
reanimar a su víctima, quieren hacerla vivir para siempre en un cuadro eterno y
pulsante.
Cuando ella
hablaba así era como una droga, una droga hecha de palabras, me miraba directo
a los ojos y mientras hablaba me acariciaba y remarcaba tocando y apretando
determinadas zonas de mi cuerpo para dar énfasis a sus locas frases. Yo podía
sentirme vivo de ese modo de una manera fuerte y acelerada y demencial y
cosquilleante; como si yo fuera un coche viejo y de pronto me instalaran un
motor de un jet supersónico y lo pusieran en marcha; todo se destartalaba en
mí, y yo sólo deseaba volar, volar a grandes alturas.
Ella
continuaba hablando de aquella manera y haciéndolo yo entraba en ella, en su
cintura, en su cuerpo e iba embistiéndola de tal manera que sus palabras se
iban entrecortando, se rompía el hilo de su voz y se rompía el hilo de su
pensamiento y entre un gemido y otro me pedía “há…bla...me”. Entonces, era yo
el que empezaba un discurso líquido,
soterrado y pasional, ronco, entrecortado y quejumbroso, un canto de amor de
balbuciente cabra herida, esclavo y dominador a la vez. “Sí, mi amor, si, te
amaré siempre, cada día estaré a tus pies, cada día me entregaré a servirte
sexualmente, he nacido para follarte, para rendir en el altar de tu matriz toda
la leche de mi carne ardiente, sí, mi amor, si, mi amor, si, aquí estaré a tu
lado y te follaré hasta el último día, el día postrero te mandaré para el otro
lado con una embestida bestial, el último pollazo te mandará al otro mundo, te
iras amada, te iras en medio del amor, adorada, como una diosa. Te quiero. Te
amo”.
Cuando
llegábamos a este punto, ella se desmayaba literalmente, exhausta y tranquila,
con ganas de seguir vibrando y agotada en su interior por la tormenta de imágenes
de sexo, de sangre, de semen y de muerte. Su sueño era morir en medio de un
orgasmo. Por eso quizás estábamos juntos.
Teníamos
todo el tiempo para entregarlo a nuestro amor, para destrozarnos y dañarnos,
para pasar el tiempo de nuestra vida entregados a esto; y por el momento no
sabíamos hacer otra cosa más intensa. Yo nunca había estado más de cuatro años
con ninguna chica y sospechaba en ese entonces que a cualquier ser humano le
conoces todos los trucos en ese lapso de tiempo como máximo y luego lo que
viene sólo es repetición; por lo cual, esta relación iba dando de sí muchísimo
más de lo esperado: siempre era nueva, siempre había una modalidad rara de
darle la vuelta a todo y empezar a trepar por ese escarpado pico de la
intensidad. Lo que yo no podía imaginar era que al fin y por primera vez en mi
vida la pasión acabaría cansándome e intenté la extraña y difícil maniobra de
reconvertir la pasión en amor corriente y moliente; absurdo, quizás un
autoengaño muy bien elaborado por mi parte. Yo tenía bastante experiencia como
para saber que si estaba con alguien que no quería entrar por el aro del amor
burgués, era ni más ni menos que porque alguna parte de mí propia personalidad
había escogido eso, y esa misma parte de mí no quería ese tipo de amor aburrido.
Recuerdo que
ella volvía y se inventaba nuevos juegos, así me metió un tajo en el cuello una
noche, que me dejó una desagradable cicatriz que aún se nota en mi cuello. Yo
la miraba con ojos desorbitados y ella a mí. Mi sensación era como la de un
niño a quien se le ha roto el juguete y no logra ponerle otra vez en marcha. Ella
decía: “No me gusta el cambio que estás dando. Ya no quieres divertirte conmigo”.
Y pasaba a la furia y a los gritos: “¿Qué pasa, ya te aburriste de mí?” Y en
ese momento le entraba un pudor burgués: “A mí no me follas todo el tiempo que
quieras y luego me dejas tirada así como así”. Y luego lloraba y se lamentaba
de un modo victimista, arrastrándose por el suelo: “No me lo puedo creer, no me
lo puedo creer, lo dí todo por esta relación y ahora me vas a dar la patada.
¿Qué va a decir mi familia? No podré aguantar tanta presión, me voy de la
ciudad, me voy a ir de Barcelona. No podré soportar la presión de mi familia.
¡Qué vergüenza!”
En ese
momento, yo lo sabía muy bien, ella quería sentirse desgraciada y entonces yo
le daba mi mejor papel, me arrastraba a cuatro patas hasta su cuerpo, la
agarraba por las caderas y le daba unos azotes, entonces ella entraba en un
llanto convulsivo y empezaba a mojarse, su vagina se onvertía en una fuente y
corrían su líquidos piernas abajo, y ella agitaba muy melodramática la cabeza a
un lado y a otro y decía: “ay, sí, hazme lo que quieras pero no me dejes,
métemela, soy toda tuya, ay, por favor hazme lo que quieras”.
Este era su
número de orgasmo con dolor, llanto y pena. Y mi sensación era la de estar violando
a una niña de cuerpo calentito. Al terminar, me sentía siempre vagamente
enfermo y afiebrado y algo culpable y ella lloraba un rato hasta que recuperaba
la energía, entonces se ponía de pie y se iba al baño a meterse en la bañera y
fumarse un cigarro. Recuperaba entonces la intensidad dura de su mirada y
volvía para decirme: “qué polvo, ¿eh? ¿Te gustó follar a la nena? ¿Cómo se me
va la cabeza, eh? ¿Sabes qué te digo? Que si quieres dejarme, me da igual, de
todas maneras me iré de Barcelona, entre otras cosas porque ya cobre mi parte
de la herencia familiar y todo me importa una mierda. Incluido tú, un día me
cansaré también de ti y entonces para poder sentir empezaré a hacerte daño; tú,
como eres un complaciente de mierda, me harás el favor de sufrir, entonces a mí
me dará tanto asco que sólo podré odiarte y desear hacerte más daño. Ja. Ja. A
veces me pongo en esa situación, que no logro imaginar y me encantaría poder
saber qué sientes en ese momento. Y me entra como una indignación porque no
haces lo que yo quiero. Recuerdo siempre ese día que te llamó aquel amigo tuyo
que se suicidó; ¿cómo fue que te dijo? “No sé para qué te llamo. Me lo he preguntado
muchas veces, y al final me he respondido: él lo que hará es obtener un
argumento para uno de sus cuentos; y al fin pensé eso es suficiente. Te llamo,
entonces, porque me voy a suicidar y como sos escritor, además de mi mejor
amigo, he pensado en regalarte esta escena final”.
“¡Ay,
Héctor, ojalá te siga queriendo siempre en mi recuerdo!
Yo pensaba: “lo
harás”. En medio de aquella tormenta continua de pasión y de gestos, debería
haber algo de ternura y de cariño y de amor liso y llano. Yo empezaba a querer
cambiar aquella relación, lo que durante un tiempo no supe era que esa relación
tenía esas reglas de un modo inamovible y que muy probablemente la relación
tendría que acabar; si hubiera adivinado esto me habría desagarrado un poco más
durante un tiempo, a mí y a ella nos iba el desgarramiento continuo, el dolor
sin fin.
Paso un
tiempo muy largo antes de que me convenciera realmente de que aquello debía
acabar.
Me dí cuenta
de que aquello comenzaba a acabar porque se me dio por salir a dar largos paseos
por la ciudad sin rumbo. Y mi cabeza pensaba pensamientos sin ton ni son.
Aturdido, se puede decir que me movía por la ciudad sin norte, y esperando en
cierto modo encontrar ese norte, ese propósito para mi movimiento. Me detenía a
observar el paisaje, la playa, la montaña detrás, las personas agitadas moviéndose
arriba y abajo con sus locuras cotidianas con sus objetivos de sobrevivencia
urbana y me abismaba en mi propio carrusel de emociones: ahora la amaba, ahora
la echaba de menos, ahora la odiaba, ahora me despertaba agresividad y violencia,
ahora sentía un dolor que me traspasaba de lado a lado y me hería las entrañas,
ahora lloraba, ahora me sentía muy, muy desgraciado, una víctima lamentable,
ahora me daba lástima de mí, ahora me daba asco, ahora del asco pasaba a la
impotencia y finalmente a la rabia otra vez, contra ella, luego, más racional,
contra la relación, luego contra mí mismo por ser tan estúpido, luego me
abandonaba y me sentía morir, y finalmente un cansancio preternatural invadía
mis tripas y mis células y me quedaba exhausto dormido y con la sensación de
pesar varias toneladas.
En medio de
todas esas emociones que me dominaban, no puedo decir lo contrario, tomaba
decisiones a veces disparatadas, casi siempre erróneas, pero de un tipo o calidad
de error que me iba conduciendo paso a paso a la salida de aquel laberinto
infinito en que me había metido. Las salidas eran unas más dolorosas que otras
pero salidas eran todas, e incluso las que por el momento parecían más
equivocadas y alejadas de la solución y el beneficio, a la larga también
mostraron su aspecto positivo y su contribución al plan general de fuga hacia
la luz.
Una de esas
aparentes soluciones sobrevino como tal a mi mente una tarde en que me debatía
bajo un sol de justicia caminando por la gran vía y sufriendo, pero al mismo
tiempo con unos deseos de venganza terribles, como si el fuego de la ira
vengativa fuera a evaporar el agua floja de la depresión que me acechaba.
Yo, que había
sido un autor famoso por escribir la vida de una prostituta, nunca había estado
con una y se me metió en la cabeza la idea sacrílega de que si lograba ir con
una y tener relaciones sexuales, me libaría al fin del fantasma posesivo de mi
amor pasional. Había llegado a un punto en el que , aunque saliera con otras
mujeres, ni siquiera se me levantaba el pito con otras, al final ella iba a
tener razón y resulta que había probado yo también el sabor de la élite del dolor
y la pasión y cualquier otra sensación era algo de baja calaña comparado con
aquellos momentos sublimes.
Me metí en
un bar, pedí un refresco y agarré “La vanguardia” para ver la página de los servicios
sexuales. Ofrecían allí todo tipo de cosas con todo tipo de nombres exóticos pero
yo no tenía ni idea acerca de qué quería. Sólo pensar que iba a tocar a otra
mujer me ponía los pelos de punta e iniciaba unos puntitos de fiebre en mi
cuerpo, como si de pronto me debilitara y empezara a sentirme enfermo.
Hasta que de
pronto vi un anuncio que me iba como anillo al dedo: “Te espero desnudita.
Masaje con final feliz. Acabamos haciendo lo que tú quieras”. ¡Eso! Algo saltó
dentro de mí, no tenía que tocar, no tenía que meter, básicamente iba a estar
en una posición pasiva y si me envalentonaba, podría lanzarme a fondo. Eso. De
esa manera y con esos masajes progresivos iría saliendo del pozo sin fondo de
la pasión.
Cuando la
mujer abrió la puerta en braguitas y body una emoción sexual y tierna recorrió
mi espalda, alegría de ver a una mujer y sentir el inicio de mi impulso. Sus
ojos enormes azules parecían hechos con el agua de mar. No parecía una
prostituta, parecía una profesional del masaje. Con un gesto vagamente rígido
me indicó la habitación donde entrar y me pregunto qué me apetecería hacer. Se
ve que cuando captó que yo no sabía mayormente lo que allí se hacía decidió
pasar a comandar la conversación y con un nuevo gesto de su brazo me invitó a
tenderme en la camilla boca abajo y a dejarme llevar. Que fluyéramos y que durante
el decurso del masaje nos daríamos cuenta de qué quería hacer exactamente.
Yo cerré los
ojos y dejé que sus manos recorrieran mi espalda. Yo suspiraba una y otra vez y
procuraba centrarme en sentir sus manos.
A cierta altura,
en un momento en el que no podría decir si habían pasado cinco minutos o
treinta, ella comenzó a masajearme de un modo sutil, yo no podía determinar si
me estaba tocando o se había marchado de la habitación, si estaba al lado mío o
flotando en el aire por encima de mí. El caso es que todo esto podía sentirlo y
pensarlo como si yo estuviera ubicado, consciencia flotante, en un punto vago
del vacío que nos envolvía, mi consciencia era la conciencia propia del sueño y
yo observaba lo que sucedía y sentía los que sentía desde todas partes a la vez
y desde ninguna parte en concreto; yo no tenía cuerpo y mi conciencia flotaba
en el aire, hasta que de pronto todo se hizo pura visión, una nube azul delante
mío que se comenzó a empequeñecer y atrajo totalmente mi mirada hacia ella
hasta convertirse en un punto de fijeza absoluta para mis ojos, un punto hacia
el cual progresivamente me acercaba, me acercaba, hasta que de pronto me sentí
caer. Sentí el vértigo propio de quien está cayendo dentro del sueño y todo mi
cuerpo dio un sacudón y a continuación abrí los ojos y suspiré profundamente,
momento en que una oleada de dolor muy antiguo subió a mi pecho, inundó mi
garganta y empezó a salir por el llanto de mis ojos y el temblor de mi
mandíbula y el suave quejido de mi boca le daban carta de naturaleza en el aire
de aquella tarde.
Sentí la
mano, cariñosa de la chica en mi omoplato, y su voz muy cerca de mi oído que me
invitaba a fluir en ese dolor y luego a darme la vuelta.
Cuando me
giré me observaba con la sonrisa más bella que yo había visto en esos días y
todo mi corazón se lo agradecía.
Ella dijo,
entonces, “estas enganchado emocionalmente a alguien ¿verdad?”
Mi mente y
mi corazón quedaron sorpresivamente bloqueadas por su sonrisa y por sus manos
que me cogieron la verga y me la subieron hasta una cumbre nueva de sensación.
Me dijo: “cierra los ojos cariño, que la vamos a borrar para siempre de tu vida
a esa persona”.
Fue la
primera vez en que yo llegué a eyacular sin ninguna referencia visual, sin ver
a una persona en concreto dentro de mi mente o un trozo de su cuerpo moviéndose
dentro de mi mente, sin otro sonido que el suave paseo de las manos de la
masajista por mi piel y las sensaciones que me llegaban de todas partes hasta
el centro azul y nube de mi cuerpo y mi conciencia.
Al abrir los
ojos, ella seguía sonriendo, y yo sentía una paz y un delicioso placer y una
liberación emocional enormes y pregunté asombrado, sin esperar respuesta: ¿qué
me has hecho?
Ella
respondió “Reiki”. Y yo pensé en Bataille y en Mme Edwarda, una puta que era en
realidad Dios disfrazado de puta y en alguna otra cosa intelectual y literaria
de las que yo tengo una infinita provisión interior para llenar lo momentos de
significado culto y elevado, pero se ve que esa vez el deseo de vivir y sobre
todo de ser libre emocionalmente era mayor y además había vencido; me estiré
suavemente en la camilla y cedí a la
invitación de la chica, que me decía “descansa cariño que ya acabó el castigo para
ti, descansa” y se retiró dejándome a media luz para que mi alma sintiera el
beneficio de volver a entrar en mi cuerpo. La esperé con la lengua suavemente depositada
entre mis labios y un alivio enorme en el pecho, por donde ahora circulaba de
nuevo el deseo de amar, aliviado al fin, fuera de la selva oscura, deseando amar y disfrutar.
2 comentarios:
¡¡¡¡¡dios que largooooooooo!!!!!!!!!! pero leerlo me ha mereido la pena, es muy bueno
Muchas gracias, Conchita, por tu comentario.
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