martes, 26 de febrero de 2013

Esta historia no se la van a creer pero es totalmente verdadera. Héctor D'Alessandro


Esta historia no se la van a creer pero es totalmente verdadera.

Yo tenía las paredes de mi habitación cubierta desde el suelo hasta el techo de papeles manuscritos, papeles impresos, cartulinas con esquemas y estadísticas, frases destacadas en grandes letras, fotos, y recortes tanto de periódicos como de revistas. Todo aquello contribuía a formar algo que podríamos llamar “el esquema general de mi desarrollo profesional” y preveía un desarrollo estratégico de tres años. Había escogido a diferentes personalidades a las cuales yo admiraba y había rastreado cual era el camino que ellos había seguido para tener éxito en la sociedad uruguaya y sobre todo qué “temas” tocaban que hacía que su éxito fuera muy rápido sino que además estudié cómo lo hacían para que su consolidación fuera consistente y cuál era el enfoque utilizado más acorde a mi propio carácter, intereses y preferencias. Así, pude determinar que un “opinador” profesional con formación sociológica o antropológica que dominara el discurso hablado con pericia y que supiera formular una hipótesis interesante y atractiva para cada ocasión en que se le interrogara acerca de algún fenómeno cultural o social, tenía amplias posibilidades de que se le escuchara y de que además se tuviera en cuenta su opinión. Medía el grado de avance de esos “opinadores” por el volumen de centímetros cuadrados que ocupaban en la prensa diaria y de este modo pude determinar que cualquier persona que se lo propusiera y desarrollara a conciencia estrategias de comunicación adecuadas y se esmerara en formarse en el discurso hablado no tardaba en ningún caso más de tres años en implantarse en la sociedad como una referencia obligada. Evidentemente, descubrí, lo cual es un decir, que la aparición frecuencia en la radio apoyaba ese crecimiento y una aparición en la televisión potenciaba toda la estrategia de modo exponencial.
 Cuando conocí a Alejandra, ella se quedó pasmada al ver aquel plan de trabajo y cuando se lo expliqué, asombrosamente, se anotó a la carrera, recuerdo que mientras la desnudaba le dije: si todo sale como lo he previsto, en febrero de 1987 estaré en ese sitial. Ella me gustaba y al tiempo la admiraba porque jamás se planteaba obstáculos ante nada, se anotaba a todo. Recorrimos juntos el último año que me quedaba para alcanzar aquella meta. Y cuando nos despedimos y cada uno marchó por su camino, lo hicimos con una sensación de afecto incondicional y de apoyo mutuo para el futuro realmente admirable. Ambos nos queríamos, ambos nos deseábamos sexualmente, ambos nos deseábamos lo mejor para el futuro y ambos sabíamos que no estábamos enamorados el uno del otro, éramos más amigos que amantes, cada tanto nos reuníamos para hablar sobre cómo nos iba la vida.
  El caso es que durante aquel año y pico que estuvimos juntos vino con frecuencia a nuestra casa, que era la mía, a estudiar un compañero de facultad que era funcionario público y llevaba casado como diez años con la misma mujer, lo cual a nosotros nos parecía asombroso y aburrido. Aquel hombre tenía un aspecto algo rancio y su cabello descuidado estaba peinado según unos criterios de moda de hacía lo menos veinte años. Su ropa opaca le impedía destacar y más bien parecía un adecuado camuflaje en la ciudad gris. Cuando le preguntaba algo, miraba al suelo y se acomodaba los lentes, unos lentes muy gruesos y color verde oscuro en los cuales parecía buscar sus recuerdos cuando le hablabas. A todas luces, una persona gris, opaca, tímida, introvertido y con un tono de voz extraño y grave con el cual se daba unos aires de seguridad que seguramente no poseía; un niño grande sin desarrollarse lleno de una voz engolada con la que se las daba de hombre tremendamente maduro. Yo ya era un interrogador casi profesional y cualquier persona acababa respondiéndome quién era y qué hacía y qué pensamientos poblaban su intimidad. Información que me dejaba igualmente insatisfecho; no creía yo que allí “estuviera” la persona, me daba la sensación de que las personas no estaban realmente en ningún lado y que eran como un río siempre en movimiento que se desplaza y cambia de forma de acuerdo al cauce que atraviesa, con el agregado de que su paso va modificando el propio cauce. Un lío bien grande que yo tenía en mi mente y del cual no sabía cómo salir, algunas noches me abismaba dándole vueltas en mi cabeza como a un caramelo en la boca a una frase de Alan Watts que decía “el ego es una tensión neuromuscular crónica”. Esta afirmación tan asombrosa y que despertaba en mi muchas visiones de nuevas posibilidades, no me permitía sin embargo, por sí misma, ver cómo era esa salida hacia la ausencia de tensión y consecuente disolución del ego. La conclusión era que ante cualquier persona yo me sentía en un estado continuo de disolución que me impedía afirmarme de ninguna manera sólida y al tiempo me impedía ver a nadie delante de mí con una solidez que me resultara creíble. Yo sabía que detrás de cada supuesta “personalidad” había un mar sin fondo y sin forma o al menos con formas temporales que sólo se debían a unas circunstancias pero que por lo demás podían ser devueltas a la ausencia total de forma. Ya se pueden imaginar que mi vida era lo suficientemente divertida, viendo a las personas y a mí mismo de este modo, como para no aburrirme jamás. Están en lo cierto, era así. El caso es sin embargo que con aquel hombre lo mismo que con muchas otras personas yo rápidamente determinaba sus posibilidades y las características de su personalidad “actual” y me quedaba tranquilo con ese juicio que me formaba como si fuera lo más parecido a la verdad que yo conociera. A mi manera yo tenía unos prejuicios importantes. Rápidamente despachaba juicios sobre las personas y no volvía a pensar más en el asunto.
 Así fue que aquel hombre que realmente no me movía el corazón y que en cierto modo me aburría fue haciendo un despliegue de su vida ante mí bastante previsible. Casado desde hacía tiempo con la misma mujer, de vida normal y burocrática, había encontrado, al volver a estudiar luego de muchos años, unos alicientes en la juventud y en nuestro espíritu creativo que no pensaba que pudiera encontrar dentro de sí; todo muy bonito, pero el tipo obtuso que había dentro de mí seguramente decía algo como “Bah, un mediocre que finge cambiar, pero no va a cambiar nada. Un puto deprimido de mierda; como tantos otros en este país de mierda.” Mi petulancia no tenía límites.
  La verdad es que como a tantos otros lo veía arrastrar su depresión larvada ante mí con un tono vital de convaleciente y con una voz cavernosa, triste y pesimista que decía más o menos que cada día era peor que al anterior. Yo había decidido en algún momento que no me interesaba la gente sin vida; y en ese sentido pensaba que Cristo había querido hacer referencia a esto al pronunciarse con aquella famosa sentencia que decía: “Que los muertos entierren a sus muertos”.
 Pasó entonces, sin pena ni gloria, aquel hombre por mi vida y realmente lo olvidé, además de evitarlo una y otra vez cuando por casualidad me lo encontraba.
  Y nunca más le hubiera dedicado ni un solo pensamiento si no fuera porque casi cuatro años luego, Alejandra me llamó un día y me pidió que quedáramos para vernos.
   Estaba preciosa y fuerte como siempre, una mujer espléndida que muchas veces me preguntaba yo qué hacía conmigo cuando éramos pareja puesto que ella disfrutaba de una suerte de integridad emocional y de carácter que la hacían no solo una mujer muy deseada sino sólida para realizar con ella cualquier cosa con la seguridad de que se llegaría seguro a buen puerto.
  Pues ella fue, con toda su solidez, quien de un modo raro vino a resultar testigo del capítulo final de aquel hombre en mi vida.
   ¿Te acordás de aquel tipo gris de barba y gafas tan gruesas que venía a estudiar con nosotros? ¿No? No me extraña, vos no le dabas bola a nadie que no estimulara tu imaginación; eso decías. Y aquel hombre parecía aburrido y la verdad se puede entender tu pensamiento, cualquier otra persona, yo incluida, pensaría de ese modo. Yo sin embargo, como hacía muchas veces, sí que fui a tomar un café con él y a escucharlo y la verdad es que aquel tipo estaba en aquella época cambiando y no sabía cómo acabar de hacer ese cambio; estaba como atorado o algo así. Yo no sabía realmente como ayudarlo porque no estaba preparada en aquella época, y ahora tampoco, para estimular a alguien a que haga cambios o cosas parecidas y vos más bien eras un entomólogo antes que un ser humanos; vos observabas bichos y los clavabas en su caja e vidrio con una aguja. Pues agárrate porque te voy a contar probablemente la historia más asombrosa que te puedas imaginar. Muchas veces aquel hombre nos compró a mí y a ti aquellos libros tan buenos con los que yo aparecía y que vos me preguntabas de dónde los sacaba. Vos me decías “me gustaría leer tal obra de Max Weber” y un día yo le había dicho a aquel hombre que estaba juntando dinero para regalarte aquel libro y él va y me dice que se lo muestre al libro, que vayamos a una librería y se lo muestre. Y fuimos y el tipo compra dos ejemplares, uno para él y otro para nosotros; “no le digas nada”, me dijo. Y así fue que en tantas ocasiones me aparecí por casa con aquellos libros tan caros; él me decía vos pásame toda la bibliografía que “el Maestro” quiera leer y yo la compro; te llamaba “el Maestro” y no era irónico ni babosamente lameculos cuando lo pronunciaba, era todo lo contrario, era un admirador sincero y directo de ti, pero no te lo confesaba porque le daba vergüenza hacer el ridículo y al mismo tiempo le daba también miedo de que lo echaras de tu lado; prefería seguir viniendo a casa así medio como a escondidas, calladito y sonso que pasarse de listo y que le dieras una patada en el culo por despedida. No era sólo un hombre con la autoestima baja, decir eso sería poca cosa y sería decir nada, era un hombre que admiraba el conocimiento y la sabiduría y quería apoyar en secreto, algunas veces me dijo que quería hablar como vos, que te imitaba y que le encantaba hacerlo pero que no lograba captar cual era el método para razonar que usabas. Yo le expliqué en esa época algunos rudimentos de ordenamiento de los pensamientos que había aprendido contigo para que el pudiera organizar sus discursos y sus exposiciones cuando hiciera exámenes u otras actividades. Todo esto estaba comprendido dentro de las posibilidades del cariño y la admiración. Así lo entendí.
  Luego dejé de verlo cuando nosotros nos separamos y la verdad es que no pensaba verlo más porque en definitiva era un tipo al que había conocido por ti y no frecuentaba ni tu círculo ni el suyo. Tú te hiciste famoso según tu plan y empezaste a vender muchos libros y a aparecer en la tele y todo. Y como un año y medio más tarde un día me llamó por teléfono, no sé cómo había encontrado mi número, pero me quería invitar a tomar un café. Fuimos y acabamos tomando café y luego de mucha charla cenamos, para ese entonces me había contado tantas cosas que yo sólo sentía curiosidad. Estaba tremendamente cambiado, usaba ropa de colores más vivos y alegres, se había cambiado los lentes y se había rapado la cabeza. Lo que intentaba sacar pecho y caminar de un modo que era totalmente artificial y parecía ridículo. Estaba contento y me dijo también que lo había pasado muy mal y que había sufrido mucho. A mí me pareció que el tipo realmente se había renovado por completo y lo acompañé a su casa porque me quería mostrar no sé qué libro y un cierto museo que había hecho a su pasado, como me inspiraba gran confianza, concurrí. Su casa era como la de un adolescente, llena de posters, se había divorciado al fin de aquella mujer a la que al parecer aturdió durante un buen par de  años hablándole de ti y de mí. Imaginate, éramos sus héroes y él quería tener una relación con su mujer como la que teníamos según él nosotros. No alcancé a entender a cabalidad cómo se imaginaba nuestra relación, pero sí comprendí que la idealizaba lo suficiente como para tenerla de aliciente. Esto quizás para ti sea normal, lo digo por la cara que ponés, pero para mí era totalmente nuevo y asombroso y algo extraño y por momentos perturbador; una persona a la que conoces te toma como su ejemplo, como su modelo de vida, te imaginás qué responsabilidad. Y si hacés una cagada y el tipo se suicida o algo así, ¿dónde empieza tu responsabilidad? Sí, ya sé que me vas a decir que no tenés nada que ver con lo que un tarado pueda hacer, que el tipo era grande y sabía lo que hacía o al menos debería haberlo sabido. Pero aun así, vos lo tuviste delante muchas veces y creías saber quién era o al menos qué hacía y cuál era el alcance de sus ilusiones personales y cuales eran algunos de sus pensamientos más íntimos; pero no, todo eso es una imaginación absurda, nada más, es imposible llegar  a suponer lo que el que está a nuestro lado llega a imaginar o a ilusionarse, quizás nunca lo sabremos, vos mismo me lo has dicho más de una vez que cuando te dicen “aquella vez que me dijiste tal o cual cosa no sabés el efecto que aquello tuvo en mi vida, me la cambió”. Vos sos un boca floja y a la vez un tipo de palabras duras y decías cualquier cosa sin que te importe nada y después la gente se va con el ala quebrada por las heridas de tus palabras y hace su evolución y luego se da cuenta de que le hiciste un favor y eso está súper, pero con este tipo es diferente. Y sí, tenés razón, que le den por el culo, si es tarado que se espabile solo, pero ahora sí que va a alucinar. Porque aquel tipo no sólo tenía los libros que había comprado parejos a los que te compraba a ti. Es que además tenía casi todos o todos los libros que él había visto en tu casa y en una estantería separada los que vos más mencionabas: Sobre héroes y tumbas, El tambor de hojalata, Luz de agosto, La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Las palabras y las cosas, El astillero, Confesiones de una máscara, Ideología y utopía, La imaginación sociológica, La dádiva, Música para camaleones, y de todos los libros tenía un pasaje para decir en voz alta y una opinión que alguna vez te había oído a ti. Ese tipo estaba loco, como enamorado de admiración por ti. Tenía una carpeta llena de recortes de todo lo que tu habías hecho en los últimos años; los recortes de prensa, todos. Todo lo que habías escrito guardado y archivado por fecha, por medio y por temas. Los cuatro libros que publicaste, autografiados por ti y puestos en una estantería exclusiva. Y ahora viene lo más fuerte. Abrió un armario de ropa y tenía toda la ropa que tu tenías, una copia exacta de tu vestuario hecho a su medida, se había comparado una copia de cada chaqueta, de cada campera, de cada camisa, de cada camiseta y se había hecho un agujero en el lóbulo de la oreja para colocarse un pendiente igual al que tu llevabas en esa época cuando estabas haciéndote conocido. Me mostro una foto, una foto de un año más tarde luego de que yo había dejado de verlo, y tenía el pelo largo por la mitad de la espalda, como tú. Él quería ser tú, y su mujer se cansó, empezó a discutir con sus jefes en el ministerio en el que trabajaba y les contestaba cosas en la misma onda que te había oído hablar o discutir a ti. Les decía a sus jefes del ministerio en que trabajaba que eran unos mediocres. Y dice que los tipos lo miraban como diciendo: “Eso ya lo sabemos y ¿Qué carajo importa?” Y que entonces le entraban ganas de matarlos a todos, de despertarlos a todos. Eso mismo yo te lo había oído a ti decir cuando eras un adolescente. Él estaba encarnando toda tu vida en un desorden raro pero certero. Le despertaste toda la rebeldía que ese tipo a los quince ni a los veinte había podido desarrollar, sólo siendo tú y estando cerca de él lo suficiente como para que él aprendiera un poquito de ti. ¿Te das cuenta qué fuerte? Al final la mujer no lo aguantó más, dice que lo llamaba por tu nombre queriendo ser irónica y que en cambio de poder disfrutar del resultado de su ironía acababa aterrada por su respuesta, sí, soy él.
Se moría de risa cuando me contaba esto, y me decía “¡qué locura que medio, por dios!” Dice que le dijo a su mujer “andate a la mierda, vejiga mediocre”. Y que ella se marchó segura de que acababa de librarse de un loco que acabaría matándola. Para entonces, el tipo se vestía igual que vos, hablaba como vos, de hecho me hizo una demostración bastante convincente. Y me contó que empezó a salir por las noches en busca de mujeres y que tenía mucho éxito actuando como él imaginaba que actuarías tú. Así fue que determinó que se haría el loco en el trabajo para que le dieran la baja psiquiátrica, con todas las cagadas que se había mandado en el último año y con la cantidad de testigos que tenía, seguro se la daban. Se la dieron, con lo cual ahora estaba liberado para entregarse a fondo a sus fantasías. Y en eso dice que una noche en que llevaba ya más de seis meses de juerga corrida y teniendo unas comprensiones poco menos que iluminativas de los libros que leía, dice que vio un  reportaje que acababan de hacerte en un periódico y vio que te habías puesto traje y corbata y que te habías cortado el pelo.
   Dice que en ese momento le dieron nauseas, se sintió mareado y que se cayó al suelo desmayado y que estuvo así no sabe cuántas horas y que al levantarse se sentía tremendamente débil y se fue al médico, que le dieron una inyección porque lo encontraron muy descompensado y que se volvió a la casa caminando por la rambla y que tenía ideas suicidas y que te odiaba, como si lo hubieras traicionado. Dice que estuvo tres días acusándote de traidor y de hijo de puta sin alma. Y que al fin salió de ese bucle mental no sabe cómo pero que de pronto comprendió que vos eras vos y él era él y los últimos años le parecieron como un túnel largo y oscuro por el que había estado atravesando y que ahora había vuelto a la luz. No sé cómo lo hice ni que click se hizo dentro de mí, Alejandra, me decía, pero de pronto comprendí que yo era yo, no sé decírtelo de otra manera. Me contó que antes de esa ocasión, muchas veces había tenido ganas de llamarme y proponerme iniciar una relación, pero que no se atrevió, y que le parecía que cuando habíamos dejado eras tú el que te empezabas a traicionar a ti mismo. Que cuando dejamos él no pensó que dejábamos sino que tú me dejabas y que al hacerlo perdías realmente mucho y que no te lo perdonó. Y que para subsanarlo muchas veces quería proponerme salir juntos y más cuando dejó a su mujer. El caso es que cuando se dio cuenta, como él dice, que él era él, dice que salió a pasear y que sentía que respiraba hondo por primera vez en la vida. Y sintió aún más amor por ti, pero que sintió también vergüenza de la locura en la que había estado inmerso todos estos años. Entonces decidió tirar todo a la basura y comenzar de cero otra vez, pero antes de hacerlo, cuando ya iba a empezar a  acomodar todo para tirarlo a la basura se dijo a sí mismo, “no, esto tiene que saberlo él, o al menos Alejandra, ellos tienen que saber lo loco que estuvo y cuanto los quise en secreto y cuanto me ayudaron sólo con existir”. Luego me preguntó si me parecía bien que te llamara y te lo contara, que ahora ya sabía que yo te lo contaría más tarde o más temprano y que eso lo hacía sentirse liberado pero que me parecía a mí. Yo le dije la verdad de lo que pensaba, que no necesitaba mostrarte todo eso, que eso era para él y que era su aventura, que muchas veces las personas que más nos ayudaron no lo saben y todo puede permanecer en secreto y que si quería yo algún día te lo contaría, pero que si no lo deseaba yo podría guardar el secreto eternamente.
  Él me dijo que hiciera lo que me diera la gana y yo supe que te lo contaría. Que esta historia aunque tarde también nos perteneció y aunque fuera en una suerte de semiconsciencia también la vivimos.   

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