Esta historia no se la van a creer pero es
totalmente verdadera.
Yo tenía las paredes de mi habitación cubierta desde
el suelo hasta el techo de papeles manuscritos, papeles impresos, cartulinas
con esquemas y estadísticas, frases destacadas en grandes letras, fotos, y recortes
tanto de periódicos como de revistas. Todo aquello contribuía a formar algo que
podríamos llamar “el esquema general de mi desarrollo profesional” y preveía un
desarrollo estratégico de tres años. Había escogido a diferentes personalidades
a las cuales yo admiraba y había rastreado cual era el camino que ellos había
seguido para tener éxito en la sociedad uruguaya y sobre todo qué “temas”
tocaban que hacía que su éxito fuera muy rápido sino que además estudié cómo lo
hacían para que su consolidación fuera consistente y cuál era el enfoque
utilizado más acorde a mi propio carácter, intereses y preferencias. Así, pude
determinar que un “opinador” profesional con formación sociológica o
antropológica que dominara el discurso hablado con pericia y que supiera
formular una hipótesis interesante y atractiva para cada ocasión en que se le
interrogara acerca de algún fenómeno cultural o social, tenía amplias
posibilidades de que se le escuchara y de que además se tuviera en cuenta su
opinión. Medía el grado de avance de esos “opinadores” por el volumen de
centímetros cuadrados que ocupaban en la prensa diaria y de este modo pude
determinar que cualquier persona que se lo propusiera y desarrollara a
conciencia estrategias de comunicación adecuadas y se esmerara en formarse en
el discurso hablado no tardaba en ningún caso más de tres años en implantarse
en la sociedad como una referencia obligada. Evidentemente, descubrí, lo cual
es un decir, que la aparición frecuencia en la radio apoyaba ese crecimiento y
una aparición en la televisión potenciaba toda la estrategia de modo
exponencial.
Cuando conocí
a Alejandra, ella se quedó pasmada al ver aquel plan de trabajo y cuando se lo
expliqué, asombrosamente, se anotó a la carrera, recuerdo que mientras la
desnudaba le dije: si todo sale como lo he previsto, en febrero de 1987 estaré
en ese sitial. Ella me gustaba y al tiempo la admiraba porque jamás se
planteaba obstáculos ante nada, se anotaba a todo. Recorrimos juntos el último
año que me quedaba para alcanzar aquella meta. Y cuando nos despedimos y cada
uno marchó por su camino, lo hicimos con una sensación de afecto incondicional y
de apoyo mutuo para el futuro realmente admirable. Ambos nos queríamos, ambos
nos deseábamos sexualmente, ambos nos deseábamos lo mejor para el futuro y
ambos sabíamos que no estábamos enamorados el uno del otro, éramos más amigos
que amantes, cada tanto nos reuníamos para hablar sobre cómo nos iba la vida.
El caso es
que durante aquel año y pico que estuvimos juntos vino con frecuencia a nuestra
casa, que era la mía, a estudiar un compañero de facultad que era funcionario
público y llevaba casado como diez años con la misma mujer, lo cual a nosotros
nos parecía asombroso y aburrido. Aquel hombre tenía un aspecto algo rancio y
su cabello descuidado estaba peinado según unos criterios de moda de hacía lo
menos veinte años. Su ropa opaca le impedía destacar y más bien parecía un
adecuado camuflaje en la ciudad gris. Cuando le preguntaba algo, miraba al
suelo y se acomodaba los lentes, unos lentes muy gruesos y color verde oscuro
en los cuales parecía buscar sus recuerdos cuando le hablabas. A todas luces,
una persona gris, opaca, tímida, introvertido y con un tono de voz extraño y
grave con el cual se daba unos aires de seguridad que seguramente no poseía; un
niño grande sin desarrollarse lleno de una voz engolada con la que se las daba
de hombre tremendamente maduro. Yo ya era un interrogador casi profesional y cualquier
persona acababa respondiéndome quién era y qué hacía y qué pensamientos
poblaban su intimidad. Información que me dejaba igualmente insatisfecho; no
creía yo que allí “estuviera” la persona, me daba la sensación de que las
personas no estaban realmente en ningún lado y que eran como un río siempre en
movimiento que se desplaza y cambia de forma de acuerdo al cauce que atraviesa,
con el agregado de que su paso va modificando el propio cauce. Un lío bien
grande que yo tenía en mi mente y del cual no sabía cómo salir, algunas noches
me abismaba dándole vueltas en mi cabeza como a un caramelo en la boca a una
frase de Alan Watts que decía “el ego es una tensión neuromuscular crónica”. Esta
afirmación tan asombrosa y que despertaba en mi muchas visiones de nuevas
posibilidades, no me permitía sin embargo, por sí misma, ver cómo era esa
salida hacia la ausencia de tensión y consecuente disolución del ego. La
conclusión era que ante cualquier persona yo me sentía en un estado continuo de
disolución que me impedía afirmarme de ninguna manera sólida y al tiempo me
impedía ver a nadie delante de mí con una solidez que me resultara creíble. Yo sabía
que detrás de cada supuesta “personalidad” había un mar sin fondo y sin forma o
al menos con formas temporales que sólo se debían a unas circunstancias pero
que por lo demás podían ser devueltas a la ausencia total de forma. Ya se
pueden imaginar que mi vida era lo suficientemente divertida, viendo a las
personas y a mí mismo de este modo, como para no aburrirme jamás. Están en lo
cierto, era así. El caso es sin embargo que con aquel hombre lo mismo que con
muchas otras personas yo rápidamente determinaba sus posibilidades y las
características de su personalidad “actual” y me quedaba tranquilo con ese
juicio que me formaba como si fuera lo más parecido a la verdad que yo
conociera. A mi manera yo tenía unos prejuicios importantes. Rápidamente despachaba
juicios sobre las personas y no volvía a pensar más en el asunto.
Así fue que
aquel hombre que realmente no me movía el corazón y que en cierto modo me
aburría fue haciendo un despliegue de su vida ante mí bastante previsible.
Casado desde hacía tiempo con la misma mujer, de vida normal y burocrática,
había encontrado, al volver a estudiar luego de muchos años, unos alicientes en
la juventud y en nuestro espíritu creativo que no pensaba que pudiera encontrar
dentro de sí; todo muy bonito, pero el tipo obtuso que había dentro de mí
seguramente decía algo como “Bah, un mediocre que finge cambiar, pero no va a cambiar
nada. Un puto deprimido de mierda; como tantos otros en este país de mierda.”
Mi petulancia no tenía límites.
La verdad es
que como a tantos otros lo veía arrastrar su depresión larvada ante mí con un
tono vital de convaleciente y con una voz cavernosa, triste y pesimista que
decía más o menos que cada día era peor que al anterior. Yo había decidido en
algún momento que no me interesaba la gente sin vida; y en ese sentido pensaba
que Cristo había querido hacer referencia a esto al pronunciarse con aquella famosa
sentencia que decía: “Que los muertos entierren a sus muertos”.
Pasó entonces,
sin pena ni gloria, aquel hombre por mi vida y realmente lo olvidé, además de
evitarlo una y otra vez cuando por casualidad me lo encontraba.
Y nunca más
le hubiera dedicado ni un solo pensamiento si no fuera porque casi cuatro años luego,
Alejandra me llamó un día y me pidió que quedáramos para vernos.
Estaba
preciosa y fuerte como siempre, una mujer espléndida que muchas veces me
preguntaba yo qué hacía conmigo cuando éramos pareja puesto que ella disfrutaba
de una suerte de integridad emocional y de carácter que la hacían no solo una
mujer muy deseada sino sólida para realizar con ella cualquier cosa con la
seguridad de que se llegaría seguro a buen puerto.
Pues ella
fue, con toda su solidez, quien de un modo raro vino a resultar testigo del
capítulo final de aquel hombre en mi vida.
¿Te acordás
de aquel tipo gris de barba y gafas tan gruesas que venía a estudiar con
nosotros? ¿No? No me extraña, vos no le dabas bola a nadie que no estimulara tu
imaginación; eso decías. Y aquel hombre parecía aburrido y la verdad se puede
entender tu pensamiento, cualquier otra persona, yo incluida, pensaría de ese
modo. Yo sin embargo, como hacía muchas veces, sí que fui a tomar un café con
él y a escucharlo y la verdad es que aquel tipo estaba en aquella época
cambiando y no sabía cómo acabar de hacer ese cambio; estaba como atorado o
algo así. Yo no sabía realmente como ayudarlo porque no estaba preparada en
aquella época, y ahora tampoco, para estimular a alguien a que haga cambios o
cosas parecidas y vos más bien eras un entomólogo antes que un ser humanos; vos
observabas bichos y los clavabas en su caja e vidrio con una aguja. Pues agárrate
porque te voy a contar probablemente la historia más asombrosa que te puedas
imaginar. Muchas veces aquel hombre nos compró a mí y a ti aquellos libros tan
buenos con los que yo aparecía y que vos me preguntabas de dónde los sacaba.
Vos me decías “me gustaría leer tal obra de Max Weber” y un día yo le había
dicho a aquel hombre que estaba juntando dinero para regalarte aquel libro y él
va y me dice que se lo muestre al libro, que vayamos a una librería y se lo
muestre. Y fuimos y el tipo compra dos ejemplares, uno para él y otro para
nosotros; “no le digas nada”, me dijo. Y así fue que en tantas ocasiones me
aparecí por casa con aquellos libros tan caros; él me decía vos pásame toda la
bibliografía que “el Maestro” quiera leer y yo la compro; te llamaba “el
Maestro” y no era irónico ni babosamente lameculos cuando lo pronunciaba, era
todo lo contrario, era un admirador sincero y directo de ti, pero no te lo
confesaba porque le daba vergüenza hacer el ridículo y al mismo tiempo le daba
también miedo de que lo echaras de tu lado; prefería seguir viniendo a casa así
medio como a escondidas, calladito y sonso que pasarse de listo y que le dieras
una patada en el culo por despedida. No era sólo un hombre con la autoestima
baja, decir eso sería poca cosa y sería decir nada, era un hombre que admiraba
el conocimiento y la sabiduría y quería apoyar en secreto, algunas veces me
dijo que quería hablar como vos, que te imitaba y que le encantaba hacerlo pero
que no lograba captar cual era el método para razonar que usabas. Yo le
expliqué en esa época algunos rudimentos de ordenamiento de los pensamientos
que había aprendido contigo para que el pudiera organizar sus discursos y sus
exposiciones cuando hiciera exámenes u otras actividades. Todo esto estaba
comprendido dentro de las posibilidades del cariño y la admiración. Así lo
entendí.
Luego dejé
de verlo cuando nosotros nos separamos y la verdad es que no pensaba verlo más
porque en definitiva era un tipo al que había conocido por ti y no frecuentaba
ni tu círculo ni el suyo. Tú te hiciste famoso según tu plan y empezaste a
vender muchos libros y a aparecer en la tele y todo. Y como un año y medio más
tarde un día me llamó por teléfono, no sé cómo había encontrado mi número, pero
me quería invitar a tomar un café. Fuimos y acabamos tomando café y luego de
mucha charla cenamos, para ese entonces me había contado tantas cosas que yo
sólo sentía curiosidad. Estaba tremendamente cambiado, usaba ropa de colores
más vivos y alegres, se había cambiado los lentes y se había rapado la cabeza.
Lo que intentaba sacar pecho y caminar de un modo que era totalmente artificial
y parecía ridículo. Estaba contento y me dijo también que lo había pasado muy
mal y que había sufrido mucho. A mí me pareció que el tipo realmente se había
renovado por completo y lo acompañé a su casa porque me quería mostrar no sé
qué libro y un cierto museo que había hecho a su pasado, como me inspiraba gran
confianza, concurrí. Su casa era como la de un adolescente, llena de posters,
se había divorciado al fin de aquella mujer a la que al parecer aturdió durante
un buen par de años hablándole de ti y
de mí. Imaginate, éramos sus héroes y él quería tener una relación con su mujer
como la que teníamos según él nosotros. No alcancé a entender a cabalidad cómo
se imaginaba nuestra relación, pero sí comprendí que la idealizaba lo
suficiente como para tenerla de aliciente. Esto quizás para ti sea normal, lo
digo por la cara que ponés, pero para mí era totalmente nuevo y asombroso y
algo extraño y por momentos perturbador; una persona a la que conoces te toma
como su ejemplo, como su modelo de vida, te imaginás qué responsabilidad. Y si
hacés una cagada y el tipo se suicida o algo así, ¿dónde empieza tu
responsabilidad? Sí, ya sé que me vas a decir que no tenés nada que ver con lo
que un tarado pueda hacer, que el tipo era grande y sabía lo que hacía o al
menos debería haberlo sabido. Pero aun así, vos lo tuviste delante muchas veces
y creías saber quién era o al menos qué hacía y cuál era el alcance de sus
ilusiones personales y cuales eran algunos de sus pensamientos más íntimos;
pero no, todo eso es una imaginación absurda, nada más, es imposible
llegar a suponer lo que el que está a
nuestro lado llega a imaginar o a ilusionarse, quizás nunca lo sabremos, vos
mismo me lo has dicho más de una vez que cuando te dicen “aquella vez que me
dijiste tal o cual cosa no sabés el efecto que aquello tuvo en mi vida, me la
cambió”. Vos sos un boca floja y a la vez un tipo de palabras duras y decías cualquier
cosa sin que te importe nada y después la gente se va con el ala quebrada por
las heridas de tus palabras y hace su evolución y luego se da cuenta de que le
hiciste un favor y eso está súper, pero con este tipo es diferente. Y sí, tenés
razón, que le den por el culo, si es tarado que se espabile solo, pero ahora sí
que va a alucinar. Porque aquel tipo no sólo tenía los libros que había
comprado parejos a los que te compraba a ti. Es que además tenía casi todos o
todos los libros que él había visto en tu casa y en una estantería separada los
que vos más mencionabas: Sobre héroes y tumbas, El tambor de hojalata, Luz de
agosto, La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Las palabras y las
cosas, El astillero, Confesiones de una máscara, Ideología y utopía, La
imaginación sociológica, La dádiva, Música para camaleones, y de todos los
libros tenía un pasaje para decir en voz alta y una opinión que alguna vez te
había oído a ti. Ese tipo estaba loco, como enamorado de admiración por ti. Tenía
una carpeta llena de recortes de todo lo que tu habías hecho en los últimos
años; los recortes de prensa, todos. Todo lo que habías escrito guardado y
archivado por fecha, por medio y por temas. Los cuatro libros que publicaste,
autografiados por ti y puestos en una estantería exclusiva. Y ahora viene lo
más fuerte. Abrió un armario de ropa y tenía toda la ropa que tu tenías, una
copia exacta de tu vestuario hecho a su medida, se había comparado una copia de
cada chaqueta, de cada campera, de cada camisa, de cada camiseta y se había
hecho un agujero en el lóbulo de la oreja para colocarse un pendiente igual al
que tu llevabas en esa época cuando estabas haciéndote conocido. Me mostro una
foto, una foto de un año más tarde luego de que yo había dejado de verlo, y
tenía el pelo largo por la mitad de la espalda, como tú. Él quería ser tú, y su
mujer se cansó, empezó a discutir con sus jefes en el ministerio en el que trabajaba
y les contestaba cosas en la misma onda que te había oído hablar o discutir a ti.
Les decía a sus jefes del ministerio en que trabajaba que eran unos mediocres.
Y dice que los tipos lo miraban como diciendo: “Eso ya lo sabemos y ¿Qué carajo
importa?” Y que entonces le entraban ganas de matarlos a todos, de despertarlos
a todos. Eso mismo yo te lo había oído a ti decir cuando eras un adolescente. Él
estaba encarnando toda tu vida en un desorden raro pero certero. Le despertaste
toda la rebeldía que ese tipo a los quince ni a los veinte había podido
desarrollar, sólo siendo tú y estando cerca de él lo suficiente como para que
él aprendiera un poquito de ti. ¿Te das cuenta qué fuerte? Al final la mujer no
lo aguantó más, dice que lo llamaba por tu nombre queriendo ser irónica y que
en cambio de poder disfrutar del resultado de su ironía acababa aterrada por su
respuesta, sí, soy él.
Se moría de risa cuando me contaba esto, y me decía “¡qué
locura que medio, por dios!” Dice que le dijo a su mujer “andate a la mierda,
vejiga mediocre”. Y que ella se marchó segura de que acababa de librarse de un
loco que acabaría matándola. Para entonces, el tipo se vestía igual que vos,
hablaba como vos, de hecho me hizo una demostración bastante convincente. Y me
contó que empezó a salir por las noches en busca de mujeres y que tenía mucho
éxito actuando como él imaginaba que actuarías tú. Así fue que determinó que se
haría el loco en el trabajo para que le dieran la baja psiquiátrica, con todas
las cagadas que se había mandado en el último año y con la cantidad de testigos
que tenía, seguro se la daban. Se la dieron, con lo cual ahora estaba liberado
para entregarse a fondo a sus fantasías. Y en eso dice que una noche en que
llevaba ya más de seis meses de juerga corrida y teniendo unas comprensiones
poco menos que iluminativas de los libros que leía, dice que vio un reportaje que acababan de hacerte en un periódico
y vio que te habías puesto traje y corbata y que te habías cortado el pelo.
Dice que en
ese momento le dieron nauseas, se sintió mareado y que se cayó al suelo desmayado
y que estuvo así no sabe cuántas horas y que al levantarse se sentía
tremendamente débil y se fue al médico, que le dieron una inyección porque lo
encontraron muy descompensado y que se volvió a la casa caminando por la rambla
y que tenía ideas suicidas y que te odiaba, como si lo hubieras traicionado. Dice
que estuvo tres días acusándote de traidor y de hijo de puta sin alma. Y que al
fin salió de ese bucle mental no sabe cómo pero que de pronto comprendió que
vos eras vos y él era él y los últimos años le parecieron como un túnel largo y
oscuro por el que había estado atravesando y que ahora había vuelto a la luz.
No sé cómo lo hice ni que click se hizo dentro de mí, Alejandra, me decía, pero
de pronto comprendí que yo era yo, no sé decírtelo de otra manera. Me contó que
antes de esa ocasión, muchas veces había tenido ganas de llamarme y proponerme
iniciar una relación, pero que no se atrevió, y que le parecía que cuando
habíamos dejado eras tú el que te empezabas a traicionar a ti mismo. Que cuando
dejamos él no pensó que dejábamos sino que tú me dejabas y que al hacerlo
perdías realmente mucho y que no te lo perdonó. Y que para subsanarlo muchas
veces quería proponerme salir juntos y más cuando dejó a su mujer. El caso es
que cuando se dio cuenta, como él dice, que él era él, dice que salió a pasear
y que sentía que respiraba hondo por primera vez en la vida. Y sintió aún más
amor por ti, pero que sintió también vergüenza de la locura en la que había
estado inmerso todos estos años. Entonces decidió tirar todo a la basura y
comenzar de cero otra vez, pero antes de hacerlo, cuando ya iba a empezar
a acomodar todo para tirarlo a la basura
se dijo a sí mismo, “no, esto tiene que saberlo él, o al menos Alejandra, ellos
tienen que saber lo loco que estuvo y cuanto los quise en secreto y cuanto me
ayudaron sólo con existir”. Luego me preguntó si me parecía bien que te llamara
y te lo contara, que ahora ya sabía que yo te lo contaría más tarde o más
temprano y que eso lo hacía sentirse liberado pero que me parecía a mí. Yo le
dije la verdad de lo que pensaba, que no necesitaba mostrarte todo eso, que eso
era para él y que era su aventura, que muchas veces las personas que más nos
ayudaron no lo saben y todo puede permanecer en secreto y que si quería yo
algún día te lo contaría, pero que si no lo deseaba yo podría guardar el
secreto eternamente.
Él me dijo
que hiciera lo que me diera la gana y yo supe que te lo contaría. Que esta
historia aunque tarde también nos perteneció y aunque fuera en una suerte de
semiconsciencia también la vivimos.
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