lunes, 25 de febrero de 2013

Hechas la una para la otra. Héctor D'Alessandro


     Hechas la una para la otra.

La mañana en que llegué tarde al aborto de mi pareja, el médico, que era archiconocido en el Uruguay, Thevenet, me anunció al darme la mano, “creo que las has cagado, a esta nena la has perdido para siempre”. Y tenía razón, sólo que tardó ocho meses en anunciarme que no quería continuar la relación conmigo; el primer mes yo sufrí de verdad, luego todo se convirtió en una parodia del sufrimiento, yo era actor y actuaba en una obra de mierda de Franklin Rodriguez que por algun extraño motivo financiero Restuccia se prestaba a realizar nada menos que en la sala del Notariado. Rodriguez era un buen hombre que intentaba mejorar como persona y como escritor y Restuccia era una rata miserable que se arrastraba por dinero o por sus fantasmas interiores aderezados con alcohol. Durante un tiempo yo creí en la puta patraña de los “fantasmas interiores”; hay que entenderme, yo era muy joven y un lector ávido de Ernesto Sabato, en ese sentido, mi cultura era muy superior a la del gordo Restuccia. Yo continuaba en aquella obra de teatro solamente porque me había comprometido a hacerlo; mi papel dentro de la obra era secundario y altamente prescindible y mi novia estaba deprimida porque cuando anunció que se iba del grupo de teatro, el gordo cerdo la llamó y le pronosticó, sabiendo que ella era und depresiva, nada menos que un cáncer como premio por abandonar el Arte, imaginate, abandonarlo a él, eso no se hace.
  El caso es que en este contexto, una nena preciosa empieza a desplegar sus labores de seducción conmigo; yo no tenía un pene, yo tenía una antorcha encendida que necesitaba meter en remojo continuamente para ver de apagarla; y no lo pensé, además aquella nena me lo ponía fácil, ella sabía que yo tenía pareja y ella también tenía pareja, aceptaba la situación. Ella era de Pocitos y mi novia era de Carrasco, barrio contra barrio se disputaban mi antorcha; las diferencias entre ellas eran claras. La de Pocitos iba a un colegio católico donde aprendía mucha moral y la de Carrasco iba a un colegio ingles donde aprendía informática. El resultado final de su lucha quizás hablaría de mí.
 Mi niña católica empezó a seducirme con el “Canto a mí mismo”, lo leíste me preguntó con voz relamida y ese tono dulce que ponen las personas que quieren indicar que en ellos solo caben los buenos sentimientos.    
  Yo había leído el “canto”, claro, yo a los veinte años había leído todos los libros del mundo que valieran la pena, y algunos ya los había leído dos veces. De los veinte a los veintiséis me dedique a leer todos los libros de segundo orden de la historia literaria, filosófica, psicológica y científica universal. No obstante me dejaba recitar al oído aquel poema por mi niña; sus papás se habían ido a Europa durante un año y aún quedaban seis meses de paseos para que ella y yo utilizáramos la cama de sus papis. De modo que con toda comodidad me dediqué a mendigarle sexo a mi pareja oficial y a disfrutar por la noche con mi amante; mi pareja oficial no parecía darse cuenta de nada, además se creía mi cuento de “mejor me voy a casa de mis padres, así tienes margen para ti y no te sientes invadida” y todo este tipo de pensamientos espaciales. La verdad es que a casa de mis padres no me gustaba mucho ir porque mi padre estaba en una residencia de ancianos y mi madre estaba muriendo poco a poco de cáncer de hígado. Y a veces en plena noche había que salir corriendo para el hospital con ella a bordo de un taxi o de una ambulancia. Pero lo interesante de estar en su casa era que mi amante podía venir a verme allí y pasábamos la tarde juntos y por la noche nos íbamos a su casa. La muerte se había instalado en mi vida con relativa comodidad; campaba a sus anchas haciendo estragos. Empezó por un aborto en enero. Luego se estuvo mostrando en la continua agonía de mi madre y la agonía paralela de mi relación principal. Mi novia también tenía una madre con cáncer, sólo que la suya ya había muerto. Los iguales se atraen. Mi novia era un bodrio depresivo; algunas tardes yo me cuestionaba severamente el hecho de continuar con ella. La había conocido en las euforias de las fiestas del grupo teatral y bajo las luces deformantes del alcohol, pero una vez instalada en mi vida, era como una inyección de un narcótico plúmbeo. Todo en ella era tristeza, aburrimiento, depresión y escepticismo. Le gustaba hacerse la inteligente pronunciando frases sarcásticas que demostraran que ella estaba de vuelta de todo y le gustaba la inteligencia fría y los poetas deprimentes. Yo tenía ganas de decirle que aprovechara el aborto para escribir, pero me pareció demasiado fuerte; de alguna manera ella convocaba ese deseo de dañarla, el propio gordo Restuccia lo había hecho, le había hecho lo que ella consideraba un daño irreparable de orden emocional. Eso no significaba que fuera a hacer algo con aquel daño o que le fuera a dar una paliza al gordo ni nada, sólo que se tomaría un par de valiums y medio litro de vodka y dormiría dos días. Yo no sabía que estaba con una persona que vivía emocionalmente anestesiada hasta que una noche me desperté envuelto en un aroma de cloroformo y tras recorrer toda la casa pude determinar que ese olor venía de ella, de ella y de su cuerpo, las personas que no se sienten a sí mismas parecen emitir un aroma parecido al del alcohol, como si su propio cuerpo los anestesiara. Sentí asco. Y sentí que aquel tipo de vida, negando las emociones no me gustaba, pero no hice nada de momento.
  Su tía nos llevaba a pasear, íbamos al club de golf en limousine y todo tipo de cosas aburridas, durante la cuales ellas tomaban whisky y yo coca cola. Un día me entraron ganas de empezar a pegar gritos desesperados, era el momento de alejarme y ella como si me leyera el pensamiento me dijo que se iba unos diez días a Florianópolis, que si no me importaba: la verdad es que no me importaba. Me dejó la llave de su casa pero no la usé más que para ir yo solo algunas noches. Mi amante me miraba con odio y rencor, como si yo le negara algo muy importante que le debía. Yo no sentía que le debiera nada; no iba a llevarla a inspeccionar la intimidad de la otra por nada de este mundo. Jamás cometería tamaño error.
   Cuando mi amor volvió de Brasil muy bronceadita, vivimos una temporada muy agradable y cálida durante la cual hicimos el amor nuevamente enamorados. Yo me sentía todo el tiempo el olor de ambas en mi sexo y en todo mi cuerpo, no sé cómo se lo montaban ellas para no darse por enteradas. Yo me divertía mucho, la verdad, me sentía más enérgico y feliz que un fauno, la vida me estaba dando todo el placer de que es capaz y eso en una ciudad de suicidas como era Montevideo en esa época era demasiado y quizás más de lo que puede tolerar la ciudad.
   Mi novia me hacía regalos y mientras yo abría los paquetes ella me observaba minuciosamente, más para averiguar qué sentía ella por mí que para disfrutar con mis expresiones de placer y agradecimiento. Todo con ella se volvió mortecino y aburrido y dificultoso e intelectual, todo era objeto de análisis absurdos y previsibles hasta el hartazgo. En esos días yo me di cuenta que en el intelecto yo mantenía polémicas encendidas durante todo el día con Foucault y Raymond Aron, con Borges, con Norman Brown y Elías Canetti, y cuando miraba alrededor, a la tira pedos de mi novia o a mi madre y su puto cáncer y su prehistórico malhumor, me sentía frustrado, impotente y desesperado, y de resultas de esta combinación de emociones me quedaba literalmente mudo y sin saber qué decir ante situaciones bastante elementales.
   Un día me llamaron por teléfono y me dijeron que mi madre había muerto. Miré a mi novia y no supe qué decir. Ella, en el pasado, se había sentido relativamente aliviada cuando su madre murió, por no ver más el dolor y por no recibir más dolor procedente de su madre en forma de palabras ofensivas. La enfermedad es el colmo de la insolencia egoica; la gente enferma se cree con más derecho que antes a joderle la vida a todos a su alrededor.      
  El día que murió mi madre nos fuimos al cine mi novia y yo y al salir, mientras esperábamos un taxi, ella me dijo: “no, no vengas conmigo, no quiero que vengas a mi casa, no quiero que vengas hoy ni nunca más. Siento mucho —pero una suerte de sonrisa que nunca había visto hasta ese momento en sus labios me decía por el contrario que no lo sentía en lo más mínimo— decírtelo en estas circunstancias, pero no quiero seguir en esta relación”. Me lo tomé con bastante profesionalismo. Le dije que la entendía pero que ahora iba a ir con ella a buscar algunas ropas que tenía en su casa. Fuimos allá junte mi ropa y cuatro libros y antes de irme agarré su puto teléfono de porcelana y se lo reventé contra la pared, vengativo y rabioso, se asustó, creyó que a continuación le rompería toda la casa pero no, me alcanzaba con romper un objeto, como las mujeres que rompen platos. Me fui más enfadado conmigo mismo por no haber calculado que ella daría el golpe en ese momento que por otra cosa. Sufría en el fondo, y en la superficie, para qué lo voy a negar, pero la rabia me impedía ver bastantes cosas. Me fui a mi casa y me tumbé en un sofá y estuve allí llorando toda la noche, hasta que me cansé. Tenía bastantes motivos para llorar. Y al día siguiente iba a ir a ver a mi padre, algo deprimente también, puesto que estaba totalmente ido y no me conocía, estaba allí sentado delante suyo hablándole y me confundía con gente que yo ni siquiera conocía.
 Al amanecer apareció mi amante, preciosa, se zambulló en mi cama y pasamos el día juntos. Ella sí que me quería. Me contó que su novio la había dejado y se había ido a recorrer mundo en moto y que me odiaba bastante por haberle alejado de su lado. Por momentos parecía que yo sólo podía levantar oleadas de emociones fuertes respecto de mi persona. Mi hermosa amante estaba muy contenta en cierto modo de haberse liberado de su prometido porque según ella no iban a ningún lado ni tenían ningún futuro juntos y ahora se le había ocurrido como de repente que ella y yo deberíamos aprovechar estas circunstancias para irnos juntos una semana a su casa antes de que volvieran sus padres y que yo le dijera a mi novia que me iba de viaje.
   Cuando dijo eso, caí en la cuenta de que no le había puesto al tanto de mis novedades e inmediatamente el asesor loco que llevo dentro de mi cerebro me soltó un grito espeluznante, me dijo ¡no le digas nada! Y así lo hice. Nos fuimos  a su casa y desde una cabina fingí llamar a mi novia, que ahora era mi ex, para comunicarle que me iba de vacaciones.
  Pasamos juntos ocho días, ocho días maravillosos que fueron suficientes para entender que entre aquella chica y yo había un gran entendimiento sexual pero que ella necesitaba algún otro tipo de compañía que yo no podía brindarle, yo no podía estar pendiente de si ella estaba urgida de mimitos y caricias o chocolatitos, de que le besara sólo el lado izquierdo hasta que se le despertara el lado derecho, de prohibirle que coma pan y bebidas con gas; en fin, que aparte de haber leído el “Canto a mí mismo”, su mentalidad básicamente estaba poseída durante las restantes horas de la vida por una personalidad de gorda a dieta que se veía reforzada cada vez que nos cruzábamos con un espejo en cualquier esquina o vidriera de un comercio. ¿Tú qué dirías, que yo soy gorda o que estoy rellenita? Yo, a esa altura, pensaba que en realidad era una pesada, pero no le decía nada de eso, lo que le decía es que estaba buenísima y esto la dejaba contenta durante unos veinte minutos. De esta manera, tan agobiante me fui dando cuenta en aquellos días de que aquella chica y yo no teníamos nada que ver el uno con el otro y que muy pocos puntos en común nos reunían; no sólo eso, es que me resultaba tremendamente pesada, pero algo muy asqueroso dentro de mí me decía que me iba a quedar solo, y me lo decía así, sin anestesia, con unos tonos melodramáticos lastimeros que me quedaba solo como si se acabara el mundo para mí. Más que lástima sentí asco por mi propia persona, se ve que tanta muerte y tanto final me tenía medio atontado y no veía realmente la realidad, sólo aquellos aspectos repugnantes de mi experiencia, los aspectos más mortalistas, por decirlo de alguna manera. De modo que mi cabeza en esos días que pasamos juntos se dedicó al rastreo masivo de personas y mujeres con los que sustituir esta persona y esta situación absurdas.
   Cuando finalmente volvimos a la ciudad pasaron algunas cosas extrañas, yo la acompañé a su casa y en el momento de despedirnos, una despedida bastante burocrática de mi parte, como de bueno, ya nos veremos cuando me dé la gana, y luego me marché a la mía y estuve horas ante el escritorio mirando la máquina de escribir y los papeles que allí tenía y no lograba dar con mis propios pensamientos, no sabía ni qué pensaba ni qué podía llegar a pensar, andaba muy, muy perdido, mi madre hubiera dicho que estaba “en babia”. Y en babia me quedé hasta la noche. Momento en que me encontré con una angustia dolorosa que me atacaba en la boca del estómago y se distribuía por mi vientre como una suerte de animal etérico que entraba en mí cada noche para amargarme la vida durante varias horas, hasta que en la madrugada me despertaba llorando.
   Una noche, alguien daba golpecitos muy suaves en la puerta de mi casa y me asustó, me levanté y fui a preguntar quién era; mi sorpresa se convirtió rápidamente en desconcierto al oír a mi ex llamando con voz de pena. ¿Qué quería ésta, ahora? Con gesto de súplica y mirada de cordero apaleado me explicó que venía a pedirme un favor especial, que lo necesitaba pero que si yo se lo negaba lo entendería; necesitaba dormir conmigo para sentirse abrazada y querida. Yo le expliqué que no podía dormir con ella porque estaría toda la noche con una dolorosa erección y así resultó ser. En la mañana se levantó y se fue con la misma cara de aburrida pero con una sonrisa loca como si hubiera comprobado algo muy importante que no quería compartir conmigo.
   Esa mañana vino mi amante muy decidida y al encontrarme en un estado que no lograba entender me pregunto qué me pasaba, le conté que había estado con mi novia durmiendo y que por poco no nos encuentra juntos. Como ella no sabía nada de nuestra pasada ruptura supuse que le parecía de lo más normal. Dijo que bueno, que no pasaba nada, que podíamos tener sexo. Y lo tuvimos, me desquité de la noche anterior.
   Me dijo asimismo que faltaba poco para que volvieran sus padres y que debíamos aprovechar al máximo. Estuve de acuerdo con ella.
   Aprovechamos al máximo los últimos días de soledad y la noche previa a la llegada de sus padres me dijo que me los presentaría, que estaba muy contenta de estar conmigo. Entonces fue que en un arrebato de sinceridad o alguna otra estupidez por el estilo le dije que ya no estaba con mi novia.
  Se quedó desconcertada y sin saber qué hacer ni qué decir. Sonrió con una sonrisa estúpida y su rostro se quedó definitivamente desencajado.
   Al día siguiente vino a verme a mi casa y me comunicó que me dejaba. Que no quería estar conmigo. Que lo sentía mucho pero que no podía, que no sabía realmente porqué lo hacía pero no podía seguir conmigo.
   Yo pensé que la muerte volvía a visitarme, y era verdad, aquel año también murió finalmente mi padre, pero ahora me dejaba mi segunda chica, mi amante lectora de Withman y yo estaba como alelado de incomprensión.
   Recuerdo que me fui a caminar por las playa y miré el mar y respiré hondo y miré al cielo y reí, reí mucho por primera vez en el año y me dirán que parece mentira pero por primera vez en mucho tiempo me sentía libre auténticamente, libre de verdad de tanta mierda, de tanta mentira y de tanta estupidez.    
   Me fui para casa dispuesto a ponerme a escribir, por primera vez en mi vida en medio del caos general me entregaba con pasión a la escritura, algunos de los relatos que escribí en esos días se continuaron editando durante los siguientes veinticinco años o sea que yo realmente en esos tiempos había conectado co algo muy profundo de mi corazón y del núcleo de mi vida.
   Me puse a escribir y desaparecí del mundo para todos, me puse a escribir sobre la muerte, sobre el amor y sobre el I’Ching, sobre tantas cosas, sobre las casualidades, pero ninguno de esos temas eran realmente temas sino auténticas obsesiones. Cada tanto hacia un alto en mi escritura y miraba a mis esquemas pegados en papeles y cartulinas en la pared y pensaba qué me depararía el futuro, miraba las fotos de mis ex que se me había dado por poner en la pared y observarlas para determinar de alguna manera que me había unido con ellas. Y un día pasó algo extraordinario: vino a verme mi ex y a mí me dio la risa, pensé que venía de nuevo a ver si podía dormir conmigo y en cambio vino a decirme que se había enterado de que yo era un cabrón, que se había enterado que durante los últimos seis meses de relación yo la había compartido con otra chica. ¿Qué tenía que decirle acerca de eso?
  Nada, respondí, estoy cansado de todo eso, y ahora estoy escribiendo. Y cuando escribo nadie más puede entrar a joderme la vida porque ahora sí estoy conectado a lo más hondo de mí y allí no hay jueguitos posibles, así que le pedía que me dejara en paz y que en el futuro con calma si quería hablaríamos. Se puso furiosa, pero era más depresiva que otra cosa y se marchó tragándose su mierda de estados de ánimo.
   La ví que se alejaba y entonces tuve claro que sólo podía estar con una si estaba con la otra, que disuelta una relación, la otra se desharía por sí misma, cada una cumplía un papel complementario en su vida más que en la mía. Porque en la mía había habido dos mujeres a las que amé de diferentes maneras; en las suyas, la una era la novia oficial y la otra la amante y en cierto modo eran complementarias, no podían estar la una sin la otra. Habían sido creadas la una para la otra.  

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