viernes, 29 de mayo de 2009

Los hombres también esperan a una princesita azul. Héctor D'Alessandro

Los hombres también esperan a una princesita azul.

Héctor D’Alessandro

Desde un buen puesto de observación es posible percatarse, sí, los hombres esperan con ansiedad, una ansiedad de colores, a una princesa que venga a salvarlos. Acostumbrados como están a gobernar la vida con mano firme y a imponer su versión de las cosas de un modo inobjetable, llaman a esta cenicienta conquista de un modo algo ordinario y vulgar, un modo que los llena de jolgoriosa satisfacción cuando hablan entre sí a solas en los vestuarios de un gimnasio, por poner un ejemplo lo más aproximado posible, llaman a esa conquista que corona a la espera “pegar un braguetazo” y se relamen de gusto cuando pronuncian esta expresión y la risa se les cae de la boca como ruidosas flores de cristal que rompieran su irrespeto contra el frío suelo de baldosa. Sí, lo sé porque he vivido muchos años de quintacolumnista entre ellos –confieso que no me han gustado–, cuando los hombres sufren, se lo hacen pagar a los otros; cuando piden limosna, dicen que te están haciendo un favor. Pero desde mi balcón privilegiado, los he visto mendigar amor y llamar a eso "conquistar a la muchacha", los he visto valerse de muchas artes bien arteras, fingirse distintos de sí mismo para entrar en el palacio apetecido con cara de vanagloria y de redentor. Y también los he escuchado infinitas y oscuras noches apestosas de malos sentimientos. He escuchado al prometedor estudiante de no diré qué carrera profesional pensando en que si la hija del rector de su universidad le hiciera un poquito de caso a él se le abrirían un sinfín de posibilidades. Todavía hay gente que piensa estas cosas sin calcular el precio que paga. Desde mi tribuna floreada he visto perderse muchas fortunas por amor verdadero o por amor turbio y torcido, pero jamás he visto a nadie perder el amor antes de tiempo y por dinero. Cuando las fortunas se pierden van a la cloaca general y son cloaca. Cuando el amor se pierde se transmuta, se hace odio que es la otra cara del amor, no su contrario, el contrario es la indiferencia emocional. Cuando el amor se pierde, el palacio se hace pequeño y sus paredes, que son infinitas, se achican y se achican y aprietan y aprietan hasta que le vida parece sosa e inútil, vacía, sin flores y aburrida, entonces la persona explota y tira de sí o se tira por el foso de su palacio, se rompe en mil pedazos, saliendo de sí ya definitivamente. Yo sé de esto porque por amor o por sus sobrantes vituallas después de la batalla lo perdí todo, lo perdí todo muchas veces, y cada vez me resarcía a mi mismo en el momento de recuperar la sonrisa y decirme a mí mismo, aún sin creérmelo, "allá voy otra vez, yo confío, yo confío, soy confianza ambulante a toda hora". Yo he visto llorar a aquel amigo equivocado que decía que ella lo había dejado y que dónde iba a encontrar otra igual, y yo le decía que en la próxima esquina, porque soy así, y el me miraba como para darme un cachetazo y me abrazaba y lloraba y decía que estaba desolado. Sí que lo estaba, estaba desolado y aislado y solo como un perro , aunque yo estuviera allí y lo mirara con conmiseración. El amor te rompe el pecho, te lo rompe como una jarra de barro, como una tinaja, te lo rompe para que aprendas, pero yo he visto a los hombres de mi club apretar los puños sanguíneos y las mandíbulas sin sangre y tirar para adelante con el cuento de que son fuertes y que no pasa nada, mientras esperan el infarto masivo de miocardio en la parada destinada a esa actividad patológica. El hombre no se calma, ruge hacia dentro y explosiona en mil pequeñas sensaciones interiores y desagradables, espurias, venenosas y malignas. Eso le pasa porque en su ingenuidad aún espera que lo salven, que venga aquella muchacha adinerada e inteligente, sensible, buena y sensual, sofisticada, amorosa y animada, que le perdone todas sus imperfecciones, brillante y sociable, ingeniosa, tierna y salvaje, erótica, sagaz y fuerte, temeraria, valiente y tan oportuna que aparecerá justo en el momento adecuado para evitarle un sucio enfrentamiento con toda la cohorte de demonios interiores, los mayores y los menores, tan oportuna que lo distraerá agradablemente una vez mas con mimos y caricias y le evitará esa torva mirada que lo acecha desde el espejo donde se peina agitado esquivando a la hidra que atisba desde el otro lado del azogue.

Todo eso pedía un amigo, otro amigo, otro más, nada piden menos que la perfección, nada dan, sólo exigen, siguen haciéndolo, sufren pero no lo saben, son niños muy dolidos y trastornados viviendo de prestado en cuerpos de hombres grandes, yo los miré mucho tiempo con complicidad, luego vino el tiempo de la pena, luego del asco, ahora sé que está llegando la aceptación porque no me interesan. Sólo tengo ojos para quien me gusta, hombre o mujer, y para mí, a quien en el espejo a veces veo hombre a veces mujer, a veces tigre y a veces ratón, resido en medio de la furia y del dolor, me quito un velo y otro de la vista, y doy un paso en una tierra de desnudez, mi corazón va expuesto, esa gente ya no me habla, el mar lame mi herida, cuando sea inocente dejaré de creer en cuentos de colores, entonces veré el sol.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Sublime, Hector, la verdad es la consorte de la belleza, y esta es la única "princesa" que puede salvar al hombre de su crisis de identidad.

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