domingo, 11 de octubre de 2009

La otra muerte de Iván Ilich, por Héctor D'Alessandro

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La otra muerte de Iván Ilich.
Héctor D’Alessandro
Llegó un día en que para sorpresa suya soltó, como si se tratara de un lastre abusivo, una enorme cantidad de pensamientos inútiles e imágenes de sí mismo que ya no tenían una razón para continuar vivas. Hacía mucho tiempo que se había cansado de ofuscarse cuando un lector le decía: “leí el cuento en el cual cuentas como tu padre hace esto o aquello” o bien “leí el cuento en el cual cuentas cómo le dijiste aquello a una novia”. Se dio cuenta de que escribiera lo que escribiera siempre habría alguien que intentaría demostrar que detrás de todo estaba siempre su perecedera personalidad, esto al comienzo lo ofendía gravemente, dado que pretendía dar un salto a los territorios de la imaginación, en los cuales sería libre y se movería con extraordinaria y brillante habilidad bajo otras máscaras.
Fue entonces que, tumbado en el suelo haciendo ejercicio sobre la colchoneta de gimnasia vio la foto de Kafka y pensó que escribiera lo que escribiera y lo protagonizara quien lo protagonizara, fuera un hombre, una mujer, un ser amorfo u objeto inanimado, le pondría sus propias iniciales, así fue que todos sus personajes comenzaron a llamarse H.D.. Todos, absolutamente todos, ratones, filósofos griegos de la era socrática, travestís famosos de los escenarios internacionales, a todos les ponía por nombre aquellas iniciales.
No fue un cambio menor, a partir de ese momento, comenzó un salto verdaderamente imaginativo, se refugió detrás de una especie de biombo hecho de vacío. Un poco lo que le pasaba a todo creador verdadero. H. D. era psiquiatra y había estudiado durante muchos años las características centrales de los creadores más interesantes que la historia había concebido. Y la conclusión a la que había llegado era que aquel elemento definitorio y central era una cierta capacidad para permanecer en una estado de perpetua alerta tranquila y vacío interior que se dejaba colmar tanto por imágenes y sensaciones procedentes del ámbito exterior como de aquellas producidas por las propias sinapsis cerebrales.
Esto le permitió explicarse –obtener la sensación interna de comprensión era muy importante para él– muchos sucesos de su propia vida y de la vida de los otros, de su mujer, de sus hijos, de los amigos, de los pacientes y de aquellas personas que se acercaban a H.D. por su conocida profesión de escritor.
Un fin de semana en que se quedó solo en la ciudad, su mujer había viajado con los chicos a pasar con sus padres en la costa, aprovechó para releer un libro que había leído hacía nada más y nada menos que treinta años. “La muerte de Iván Ilich”. Releer, entendió ese fin de semana, es aprender de sí mismo, es verse ante un espejo que va volcando en la realidad, procedentes de otros mundos, datos que nos han estado rodeando durante todo este infinito, misterioso y aparentemente sólido tiempo sin que los viéramos. Comprendió como quedan en el fondo misterioso de ese vacío interior una impronta de pensamientos, sensaciones y aprendizajes que se vuelven inconscientes. Entendió en definitiva cuánto, pero cuánto...había aprendido de Tolstoi a los quince años de edad. Y aunque esto lo entristeció, ya se verá porqué, también lo alegró en grado importante debido a que entendió cómo un cachorro de ser humano puede valerse en un momento crítico de una gama de percepciones que le servirán para sobrevivir al dolor y para vivir, quizás, instalado en la corriente central de la vida y de la intensidad.
Comprendió que la lectura a los quince años de edad de “La muerte de Iván Ilich” le había enseñado dos cosas muy importantes para su propia vida. Ahora podía ver esta enseñanza en perspectiva, cómo había influido en su propia vida a la hora de tomar decisiones fundamentales, pero sobre todo cómo le había enseñado a observar de un modo que el mundo progresivamente descafeinado en el que había ido viviendo no puede resistir.
De modo inmediato le había enseñado que una vida inauténtica no vale la pena de ser vivida. Que vivir entregado como Iván Ilich a complacer al mundo exterior y a hacer aquello que queda bien y no saber siquiera lo que piensa la propia esposa de uno es además de una vida inútil, un lento suicidio. Aprendió que vivir odiando a la persona que está a nuestro lado y no decírselo jamás es una labor de autodestrucción horrorosamente silenciosa.
Recordó en el decurso de la lectura que treinta años atrás, mientras leía, pensaba “¡yo soy auténtico!” Esa era su meta y su brillante y apetecido norte.
Lo segundo que aprendió es que la gente no muere de repente, como nos han enseñado a pensar con el objetivo de que podamos mirar a otra parte mientras el horrible desgaste se produce ante nuestra mirada indiferente. La gente, aprendió, toma decisiones a diarios, mediante las cuales multiplica sus posibilidades de vivir más y cada vez más intensamente o bien decide marcharse de este baile porque no ha entendido las reglas o porque está cansada o porque la hora ha llegado y de algún modo lo ha captado.
Aprendió a ver eso, como a diario las personas van inclinándose en un sentido u otro y hacen opciones mortales.

continuará...

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