Zapatos rotos.
Héctor D’Alessandro
Imagínese usted una ventana, un balcón, una brisa marina y la mirada soñadora de Rosita, la chica que yo era, contemplando el infinito azul de la noche en el hemisferio sur. Escuchaba esta canción una y otra vez con demoledora constancia. Mi cerebro de niña soñadora se fue llenando de ilusiones y poderosas imágenes de éxito y de mitos, como consecuencia sólo quería ser un hombre y vivir aquella novela de aprendizaje destinada al macho y solo al macho que domina con sus neuronas en un mundo adverso. Cuando llegué a los quince, mientras otras sólo pensaban en fiestas y en novios, yo pensaba en juntar dinero para cambiarme de sexo y triunfar en la literatura de mi minúsculo país. Así me convertí en el primer autor que escribió sobre la vida de una prostituta (“Naná”, editorial Monte Sexto, 1991) y sobre la vida de un pae de umbanda y transexual (Miguel de Oxum, misma editorial 1992). No podía escoger, para mi nueva identidad, otro nombre que el de aquel griego que acompaña a la humanidad desde Homero y que también está presente en la novela de Zolá. Toda decisión importante en mi vida trae aparejada una imagen en mi mente: dos zapatos muy hermosos, las puntas hacia arriba, algo gastados, más bien rotos, un camino que sale del pueblo y un camino que llega a la ciudad.
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