jueves, 20 de noviembre de 2008

Xenia. Héctor D'Alessandro

Xenia. Héctor D'Alessandro

Xenia siempre me ha estado enloqueciendo con sus cosas, sólo el amor, pienso, a veces, puede soportar ciertos hechos y el arriesgado desplazamiento de la experiencia hasta ciertos límites.

Cuando la conocí me dijo:

–Tú me querrás, un día me querrás de un modo arrebatador.

Y yo pensé “vaya niña más petulante... entrarle a una persona de ese modo”.

En el fondo, lo que le envidiaba, era su seguridad.

Xenia, debo decirlo, me levantó en momentos de desánimo y me empujó hasta límites inconcebibles de la experiencia. Me mostró maravillosos caminos desconocidos.

Y un día en que yo estaba como aquel que dice ya sin salida, me abrazó y me dió unos pellizcos cariñosos. Quizás fue aquello, no lo sé, el caso es que rompí, por ella, con todo y fui mucho más allá de lo que siempre había imaginado. Más allá de lo que mi familia me pudo enseñar y mucho más allá de los condicionamientos infranqueables que esto implica. Por eso nada me asombra en Xenia.

Recuerdo el día en que invitó a salir a Gustavo y me dijo que me daría una sorpresa.

Recuerdo como si fuera ahora, que fuimos al Maremagnum, que estábamos en una terraza bastante turística, de las que no me gustan, y que, cosa extraña, corría un aire fresco y que Xenia me dijo:

–Laura, quiero tener un hijo.

Luego Gustavo nos convenció para que fuéramos a un seminario de autoestima con Bob Mandel y entonces comenzó la locura total. Xenia escuchó en aquel seminario, que ciertas tribus africanas convocan a sus hijos con canciones, que mucho antes de que nazcan empiezan a cantar debajo de un árbol para atraer a aquella alma y convencerle de que “baje”, hacerle grata la venida a la tierra. Después, determinados síntomas, indican que el alma ha deseado ese emprendimiento y la chica queda embarazada.

Cantamos los tres durante todo enero de aquel año. Xenia se descubría un día síntomas por la mañana y los síntomas se desvanecían por la noche. Entró entonces en un ciclo de extenuación que la dejó casi muda, el cansancio le impedía hablar. De alguna manera me estaba dejando descansar, no es que yo me opusiera, pero también me encontraba agotada.

Una noche, se levantó a orinar –esto lo supe luego– y dejó la luz de su mesita de noche encendida. De pronto en mis sueños, comencé a oír unos gritos lejanos y me levanté alarmada, mirando a un lado y otro, buscando la procedencia de los gritos y tratando de discernir su significado. Cuando llegué al baño, Xenia, estaba sentada en el banco azul y rodeaba sus hombros con las manos y lloraba de felicidad. Miraba al frente y repetía como una loca “está aquí, está aquí, ya está aquí”.

Busqué el predictor, pero no había ninguno. ¿Quién está aquí? Ella, dijo, ella ya está aquí.

“Estaba sentada aquí, estaba orinando y de pronto, como si un algo, una presencia hubiera pasado, muy suave y delicado, muy dulce, se presentó aquí, delante mío, sentí que en el cuarto de baño había alguien más. La sientes ahora, está aquí, está aquí”.

Nos costó dormir aquella noche. Tres semanas más tarde el predictor pudo establecer como verdad aquello que Xenia había visto tan claro. Y unos meses más tarde, la ecografía nos mostró que "ella" era, efectivamente, una viajera.


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