lunes, 10 de noviembre de 2008

El chico superdotado. Novela de aprendizaje. Héctor D’Alessandro

El chico superdotado. Novela de aprendizaje. Héctor D’Alessandro

Sí, es sobre mi que se han escrito tantas tesis (algunas incluso antitéticas aunque traten del mismo objeto), basadas en mi caso han hecho afirmaciones de carácter general. Algunas del más puro estilo de psicometría de coeficientes y otras de tipo espiritual, mencionándome especialmente como un claro caso de niño índigo; menciono estas por mencionar dos extremos.
Pero sea cual sea la explicación más plausible el caso es que respondo a todos los protocolos establecidos a partir de la experiencia clínica o esotérica acerca de los niños superdotados: sí, me aburrí infinitamente en el colegio, aburrimiento que solventé o sustituí entregándome a la crucifixión de ardillas, el empalamiento de ratones y la muerte por lapidación de gorriones emparedados entre dos ladrillos. Como luego, de adulto, no asesiné a nadie –aunque algún que otro elemento humano lo merecía– el argumento de los individuos zoológicos muertos entre mis manos con refinados o toscos métodos se adicionó a la explicación plausible de mi genialidad. En caso de que hubiera continuado con mi carrera de asesinatos pasando de la escala de los llamados animales “inferiores” a los primates “superiores”, hubiera primado en la explicación de mi “caso” esa idea absurda de que si uno comienza a andar un camino necesariamente llega a algún sitio significativo o ese otro –para consumo de ancianas asustadizas– de que si uno comienza fumando un porrito acaba tomando crack y violando a la hermana menor de edad. Lo que explicaba mis virtudes acabaría convertido en el mismo argumento que explicaría mis defectos.
El caso es que, puestos a confesarnos, sí maté a un ser humano, pero tuve a bien hacerlo en una edad no punible por la ley, que es lo que debería hacer todo chico de buena familia que aspire a casarse y llevar una vida con derecho a disfrutar de domingos tranquilos. Quien aprende esto, acaba por aprender que lo mejor es no salirse nunca de la ley y, una vez crecido, utilizar todos los recovecos que la propia ley cede como espacios para atravesar los feroces desfiladeros que la vida en sociedad nos propone. Por ejemplo, si eres ex compañero de clase del actual presidente de tu país, pídele que te ponga en una compañía estatal que se vaya a vender y que tu puedas sacar suculentas comisiones legales. Y si la generosa ley que te permita acceder a esas comisiones no existe, le pides a tu amigo presidente que la cree para ti. Esto es inteligencia.
Pero no es el tipo de inteligencia que, aún conociéndola, yo ejercité. La mía es de otro tipo. Y la primera vez que la puse en práctica fue con aquel hombre al que maté. Yo había leído un cuento de Borges en el que dos hombres se enfrentan a cuchillo a raíz de una discusión sobre una partida de naipes. Borges observa algo así como que él ya tenía ganas de presenciar algo violento o ver una muerte. Han pasado tantos años que ya no recuerdo exactamente qué es lo que dice, pero la emoción es la misma, yo, adolescente enérgico y de curiosidad científica, no me conformaba con el hato de idiotas que a diario veía caer bajo el impacto de las balas en la tele. Yo quería ver una muerte, quería causarla yo, quería ver el rostro del moribundo y escuchar sus lamentables pedidos de auxilio y los estertores de su agonía.
Así fue que un día en el que paseaba por el pueblo un señor me gritó desde la ventana de su casa que me acercara. Se trataba, me pareció, de un pervertido, me dio la sensación de que quería de mi algo de tipo sexual. Y yo miré a mi alrededor. Ya se sabe cómo es la vida en un pueblo. Así que decidí hacer oídos sordos y continuar mi camino de manera ostensible. Que nadie me vinculara a aquel señor. Y empecé a rumiar con mi mente cómo haría para presentarme allí de noche y visitarlo y que me abriera la puerta sin organizar un escándalo. Si eres el hijo del alcalde puedes explicarlo de muchas maneras pero yo prefería ser el hijo del alcalde sólo para que nadie osara siquiera acercarse con el filo de su pensamiento a concebir una cercanía entre aquel hombre y yo.
No voy a explicar cómo llegué a la casa aquella noche, no voy a explicar la cara de susto de aquel hombre y la subsiguiente sonrisa lasciva. No voy a hablar tampoco de la velocidad con que entendí sus propósitos y cómo en una danza de señas y silencio lo guié con los ojos a la miserable posición en que lo quería y en que lo até. No voy a negar que sudé. Sudé bastante. Como cuando de niño desmontaba algún aparato eléctrico en casa y luego al querer armarlo otra vez me sobraban piezas por todas partes y no se me ocurría qué podría decir cuando mis padres me preguntaran. El caso es que si te dan en el cráneo con un palo de amasar con la suficiente fuerza y el cráneo suena como una madera que se quiebra, necesariamente has de caer muerto. O desmayado. Pero aquel hijo de puta, aparte de patalear como un cerdo y chapalear inútilmente en su propio charco de sangre, no hacía ningún gesto que a mi me indicara que la iba a espichar en los próximos minutos. Todo lo contrario, me miraba con los ojos enormes, las venas hinchadas, un sudor de esfuerzo que se mezclaba con la sangre que caía de su cabeza a borbotones y profería unos gritos ahogados que me daban repeluzno y me hacían imaginar en la presencia de alguien en un plazo inmediato. Por eso pensé tengo que taparle la boca, pero no me atrevía a meter la mano allí, sobre todo porque el muy burro me iba a morder seguro. Entonces fue que se me ocurrió que debía golpearlo en la boca para que le doliera y callara de una vez. En la posición en que estaba a cuatro patas y con la cara medio vuelta hacia mí, no era la posición más adecuada para atinarle con certeza en medio de la boca. Quiero decir que me costó, pero del palazo que le propiné le volé toda la dentadura delantera y sus ojos se crisparon, doloridos y llorosos, en un gesto de dolor preternatural que resultó bastante adecuado a las expectativas que yo tenía de un asesinato de naturaleza pedagógica como era aquel. Luego tuve que sentarme a esperar hasta que murió porque no me quería ir sin comprobarlo. Para esperar me senté en la sala y encendí la tele. Había un programa de preguntas y respuestas con chicas rellenitas en minifalda cantando en la parte posterior de la escenografía.
Antes de irme le clavé como última medida de seguridad, un cuchillo en lo que imagino que era su yugular –desde luego, la mía no era– ; el objeto de esta medida era acabar de desangrarlo y asegurarme su muerte. Mirándolo de aquel modo, desparramado de modo humillante en el suelo ensangrentado de baldosas bastante horteras, pensé que la muerte era un fenómeno de peso, vinculado a la caída, a la fuerza de gravedad. Que esta fuerza era justamente la primera que empezaba a trabajar el cuerpo muerto, ensanchándolo con su atracción perenne, inmovilizándolo para la lenta acción de las hormigas, los gusanos, las moscas y otros elementos simpáticos del mundo animal. Mirando su cara repentinamente desencajada, podría decirse que desparramada, aplastada, fue que me di cuenta que yo era un escritor y que lo que estaba viviendo era sólo una etapa –importante, eso sí– en mi personal “bildüngsroman”.
Aquella noche no me fui directamente a mi casa sino que me largué al campo a contarle a la naturaleza y a los elementos la novedad que se había producido en mi vida. Yo era así de intenso y sentimental.
2.
De todo lo anterior alguien poco avisado puede inferir que yo soy una persona segura de sí y que obtiene a la primera todo lo que desea. Y que mi vida ha sido un sendero tapizado por pétalos de las más exquisitas flores. No. Nada más erróneo. Pertenezco lamentablemente al tipo de niño excepcional al que la vida acaba complicándosele. Nadie vaya a pensar que la muerte de aquel desagraciado me condujo al descubrimiento de mi vocación auténtica y que de esta salí disparado como un cohete hacia los más excelsos parajes de mi camino personal, del camino al cual estaba destinado. Nada más alejado de la triste verdad, mi asesinato, aparte de pedagógico fue, según pude entender años más tarde, un resultado anómico de la baja autoestima. Yo fui un criminal con la autoestima en un estado desolador.
Por ello, a partir de aquella noche reveladora empecé un largo camino que me condujo a abandonar mi pueblo en Girona y venirme a Barcelona, más por ver gente que me distrajera que por otra cosa. Pensé que si quería entregarme a una vida profesional de crimen anónimo me convenían las grandes urbes y si no era ese mi destino, al menos no tendría que escuchar nunca más tres veces por semana la historia de la fundación del molino de mi abuelo o la historia de la industria maderera en mi pueblo, historia e industria vinculadas a mi abuelo de modo indisoluble. Además en la ciudad podría escuchar una interesante variedad de historias personales que quizás en mi pueblo escaseaban.
Indudablemente, ya era todo un escritor.
3.
En la ciudad vegeté de un modo anodino durante años, mientras me venía la idea a las mientes de las gran obra que pensaba escribir y acerca de la cual no tenía, en realidad, ideas muy claras. Pero a esas ideas yo las iba regando con próvidas lecturas.
Como los años pasaban y a mi no se me ocurría ninguna idea “genial” para triunfar en la literatura, mi madre, un poco por cumplir con un papel que tenía algo abandonado, me dijo un día que porqué no me ponía a trabajar en algo, que quizás con eso me distrajera y quién te dice, en una de esas me venía a las mientes la idea tan preciada. Al oir aquello comprendí que me había convertido en un adulto y que ya no podía volver atrás, que ya no estaba en edad para cometer asesinatos y que mi destino se encontraba vinculado a la escritura. Comprendí también que el crimen quedaba definitivamente atrás, como queda atrás la bisexualidad para aquellos esposos heterosexuales que, negando su pasado, se sumergen en el matrimonio como en una laguna amnésica. De todas estas reflexiones surgió en mi una fuerza cuya existencia yo sospechaba, pero de la cual aún no había explorado todas sus posibilidades.
Fue entonces que me presenté a una entrevista en la administración de unos grandes almacenes. El puesto era para ordenar facturas y distribuir pedidos y archivar albaranes de pedidos entregados. Había allí dos chicas que estaban muy buenas y un muchacho bastante simpático y algo bobo que hacía bromas todo el tiempo. Ninguno de nosotros sobrepasaba los veinticinco años de edad. Había lo que se suele llamar un clima agradable de trabajo. Recuerdo que miré a una de las chicas, la que me recibió para la entrevista, Hortensia, y pensé “vaya caderas tiene la tía” y me imaginé que a la salida le pedíira que me llevara a mi casa sentado en una de sus ancas. Luego imaginé otras cosas que ya contaré y que son importantes para mi particular “bildüngsroman”. ¡Dios!
El señor Vincent me hizo pasar a su despacho y con un gesto del brazo y de la mano me invitó a tomar asiento. Me pidió que le explicara qué sabía hacer yo y qué esperaba de su empresa. Preguntas complejas para un chico con la autoestima baja como yo era en aquella época. Me confundió y yo recuerdo que empecé a desvariar. Y me puse colorado. Y de pronto recuerdo que me asaltó el miedo, un miedo como nunca había tenido en mi vida. Era un miedo que se presentó así: primero, yo empecé a temer un poco de que no me dieran aquel estúpido trabajo, recuerdo que me dí cuenta que era un trabajo de lo más tirado y de lo más fácil de hacer, algo que si yo no lograba demostrar que sabía realizar, me dejaría en un nivel muy bajo de cualquier escala y, sobre todo, ante mi familia quedaría fatal, además de deprimido. Entonces fue que se me instaló como un burbujeo angustioso en el ojete del culo. Pensé que me cagaba. Luego, recuerdo que me di cuenta cabalmente, llegué a la conclusión absolutamente evidente para mí, de que era un perfecto inútil. Entonces, me sentí solo y desamparado como nadie puede haberse sentido en esta vida. Algo se me quebró dentro del pecho y los ojos me escocían, tuve ganas de exclamar y decirle al señor Vincent algo así como “por favor, tiene que darme ese trabajo, lo necesito como el aire que respiro”. Supongo, ahora, que ese es el “puntito” al que todo jefe con carisma cavernícola te quiere conducir para que aceptes lo que te eche encima. Y aquel no escapó a la regla. Sólo que la enriqueció con aportaciones propias. De pronto, con una voz muy calmada, dulce y profunda, me dijo calma, calma, chaval, calma, ya tienes el trabajo, el trabajo es tuyo, bebe, bebe, siguió diciendo, y me alcanzó un vaso de agua mineral, me dio a escoger entre con gas o sin gas, y yo pensé este es un buen tío, y fue en ese momento que yo estaba pensando esto que el me metió la mano en la bragueta con una velocidad pasmosa, y con la misma rapidez me la peló y tras soltarme una matadora mirada cinematográfica, creo que de seducción o algo así, se agachó y empezó a chupármela. No la chupaba mal. Yo me relajé y me puse a pensar que en el pueblo me había cepillado a una cerda y a una potra y cerrando los ojos lo dejé trabajar. Cuando terminó me dejó el contrato encima de la mesa para que lo firmara y unos cuantos billetitos de adelanto. Esto me hizo sentir feliz, pensé que al salir invitaría a tomar algo a la tal Hortensia y este pensamiento me puso más contento aún pero cuando el señor Vincent quiso besarme en la boca, por contento que estuviera, no le dejé que lo hiciese. Todo tiene un límite.
3.
El señor Vincent quería que yo trabajara dentro de su oficina, en contacto directo con él y aunque esto, me dijo mi madre, era bueno profesionalmente, porque con el tiempo yo sería el primero a la hora de ascender, yo no le veía las bendiciones porque por un lado me alejaba de mis compañeras y por otro me condenaba a una exclusividad que, según yo pensaba, no era conveniente que aquel hombre poseyera.
Así que llegué a una transacción intermedia. Pasaba con él dos horas, al comienzo o al final de la jornada, según viniera la faena.
Cuando estábamos a solas en su despacho, muchas ocasiones nos esparrancábamos sobre un sofá que allí había, muy añejo y con un aire muy sólido y de abolengo y él me la meneaba con un cariño que yo llegué a creer sincero. Cuando estaba a punto de estallar de emoción , siempre decía “¡Ay, nene, es que Dios te ha dado una polla!” Y repetía: “¡Que polla te ha dado Dios!” Yo agradecía el elogio con una sonrisa emocionada y orgullosa. El señor Vincent era un buen hombre, lo único que le pasaba es que era mariquita, y ya está.
Yo llevaba una vida de lo más regalada. Iba a fiestas, a reuniones de empresarios, de empleados de las grandes cadenas, a cursillos de formación, a la sauna con mi jefe, a un club de amigos de mi jefe y eso hizo que en Barcelona, mi polla, se convirtiera por sí misma en toda una personalidad cuya fama iba de boca en boca.
Por las tardes iba al cine con Hortensia cuando no tenía otra cosa que hacer. Ella sí que era una chica directa. Fuimos al cine, luego fuimos a cenar, pero en el cine ya me la manoteó y le sacó su rendimiento y en la cena no dejó de acariciarme en todo momento. Ya en mi casa, con Hortensia encima mío (hay que ver lo grande y bien alimentada que estaba) corriéndose, fue que oí por segunda vez aquella frase: “¡Ay nene, qué pollón tienes!”
Eso me halagó y despertó mi curiosidad. Un poco por comparar, pero más por saber qué significaba aquello en el misterioso desarrollo de mi particular novela de formación. Yo había leído una cantidad infinita de libros pero indudablemente yo era un tipo original dentro del panorama literario, porque habiendo todo tipo de escritores entre los cuales escoger, traumatizados por todo tipo de afectos viciosos o socialmente aceptables, lastrados por todo tipo de vergüenzas infantiles que les destrozaban la vida, yo era ni más ni menos que el novelista de la polla gigante.
Claro es que yo, joven como era y destrozado por la baja autoestima como estaba, no lograba mensurar el alcance superior en mi destino de tamaña revelación. Como ya se verá.
4.
Cierto día, el señor Vincent, en la sauna tuvo el atino de presentarme a una editor que me pidió de inmediato algo que yo hubiera escrito. La oportunidad, tan largamente esperada, se presentaba. Me citó en su editorial a última hora de un viernes cuando ya tenía el original leído y me había prometido publicarlo. Nos reunimos en el entresuelo de su editorial y hablamos mucho, sobre todo de Hemigway y el extraño motivo de su suicidio: la impotencia sexual, vaya personaje. Pero la verdad es que en ese momento a mi Hemingway no me importaba nada. Yo quería coger entre mis manos el talón y tener el contrato firmado. Y como todo llega, ese momento también lo hizo, y también me volví a acordar de mi madre. Había dos opciones profesionales, una engrosaba el talón en varias cifras, pero para obtener esta segunda, yo debía hacer cierta exhibición nocturna para el señor editor. Por eso digo que me acordé de mamá, cuando ella decía que a veces en la vida hay que sacrificar un poquito. El caso es que me di cuenta cabal que mi madre era de otra época, porque el tal sacrificio, dentro de lo que cabe, tampoco lo era tanto. Pero yo pensé “no diguis blat...” y cogiendo unas fuerzas de voluntad que realmente no creía poseer le dije que muy bien, que aceptaba, pero que primero dinerito en mano y libro publicado. Aquello emocionó al hombre, con el paso de los años me confesó que lo emocionó porque vio las posibilidades de carácter que se hallaban en ciernes dentro de mi y eso, quieras que no, lo hizo vibrar interiormente, ya me entienden... Pero que por otra parte, confiaba plenamente en mi como escritor y que eso era lo importante.
Así fue que lancé mi primer libro. “Abuelo de pájaro”. Tuvo mucho éxito en la ciudad, que celebró el arribo de una nueva pluma al escenario literario. Ese éxito, al cabo de pocos meses llegó al continente americano, lo cual fue muy divertido y agradable, porque me obligó a viajar y a conocer más gentes. Como pueden ver, mi formación no acababa.
Al día siguiente de la presentación, tuve un encuentro de algunas horas con mi editor, a quien agradecí sobradamente lo bien que se comportó conmigo y le cumplí una faena que yo creo que nunca olvidará.
Luego me despedí de mi trabajo, el señor Vicente estaba mustio y triste y Hortensia se ponía en puntilla de pies para darme besitos de despedida con un gesto de picardía. El gesto de quien sabe que esta noche volverá a verte entre las sabanas.
–Me encanta que seas famoso, me dijo aquella noche.
Como soy agradecido me la llevé a la gira americana. Tuvimos un hijo que ella se encarga de criar y yo con mucha sinceridad le dije que la amaba pero que necesitaba remojar mi bizcocho en otros chocolates y ella, que no parecía cosmopolita ni de ideas avanzadas, se mostró encantada. Luego me dijo: “Hombre, yo contigo me saqué la lotería: guapo, inteligente, con una polla que da gusto, sabe utilizarla, generoso financieramente, me hace madre, me cuida y me lleva a conocer mundo. Cielo, tu puedes pedirme lo que quieras, que yo seguro que te lo daré”.
Esa vez realmente sentí que mi pecho se hinchaba y que la desconocida autoestima entraba en mi como una procelosa y masiva inyección de alguna sustancia revitalizadora.
Tanta autoestima resultó letal en aquel estado en que yo me encontraba y con la vida que yo había llevado hasta ese momento.
A la mañana siguiente fue que sucedió lo que ya todos saben y que ha pasado a los anales de la historia ciudadana y mundial. Mi polla comenzó a crecer y a crecer y a crecer a tal grado que al mediodía salía de mi casa y llegaba hasta la planta baja y atravesaba la calle. Yo permanecía inmovilizado en mi piso del Ensanche. Era un esclavo del sexo. A toda hora pasaban peatones por la zona dándose tropezones contra aquel gigantesco cacho de carne que atravesaba la calle Aragón. Luego de protestar un rato contra el ayuntamiento por dejar aquello tirado allí siempre venía alguien que le informaba que aquello tan raro era la polla del famoso escritor barcelonés. (Ya me habían adoptado como hijo de la ciudad.) Cuando los transeúntes se enteraban de esto, volvían atrás sin prejuicio y sumamente calmos se inclinaban y me la besaban. Al hacerlo me impedían dormir. A toda hora del día, mientras yo permanecía inerme frente a aquel raro priapismo monstruoso y extrañamente lánguido, se juntaban multitudes que venía a hacerse fotos junto a mi polla y a besarla un poquito, algún gracioso o graciosa le hacía cosquillitas “ a ver qué pasaba” y claro, lo que pasaba, era que algún blanco chorrito de semen inundaba momentáneamente las calles, momento que era aprovechado por las admiradoras para llevarse unas muestras con destino desconocido, erotómanas de todo tipo hacían otro tanto y alguna buena mujer siempre había que me confesaba a gritos y desde la calle su admiración y me explicaba que llevaba aquel semen para untar a su hijito o hijita a ver si se le pagaba lo mejor de mí, que era el maravilloso talento para la escritura que poseía.
Mi vida era bastante excitante pero algo complicada. En horas arbitrarias que mi verga escogía para retornar a sus pretéritas dimensiones, podía salir a pasear o a visitar a alguien o arriesgarme a viajar, siempre con el Jesús en la boca de que en cualquier momento esa parte de mi anatomía cobraba independencia y comenzaba a organizar sus desaguisados.
En esos años lo probé todo. Medicina alopática, medicina homeopática (esta resultó fatal porque como cura provocando el síntoma me tuvieron meses y meses con la verga enervada a punto de explotar en mil pedazos) medicina tradicional china, descargas de todo tipo, desde una enfermera polimorfa sexual que estuvo sudando encima de mi hasta saciarse de todos sus anhelos eróticos de esta vida (debería haberle cobrado) hasta una terapia de descargas eléctricas con las cuales pretendían amedrentar a mi órgano a la hora de su desbordamiento.
Al fin fui a dar con un hombre sensato y sabio que me dijo tras escucharme durante horas que yo debía escribir aquel libro magnífico que aún no había escrito y que sólo entonces este destacar por algo ajeno a la literatura volvería a sus exactas dimensiones. Me dijo en definitiva que mi síndrome era psicosomático y que para sanarlo sólo había una vía: yo aún me debía a mi mismo la escritura de aquella gran obra con la que había soñado cuando abandoné mi pueblo y me vine a la gran ciudad.

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