La rata. Héctor D’Alessandro
Para Toni Cuevas
1.
Me hubiera gustado que mi padre, durante la casi olvidada infancia, me hubiera dicho algo memorable, pero está visto que eso le está asegurado a seres de novela como el narrador de El gran Gatsby. Sin embargo, sí puedo asegurar que mi padre me dijo algo, menos glamoroso, menos aforístico, más emparentado con el sentido común. Algo así como “nunca te cases con una mujer sólo por su belleza”. Quizás llegó a decirme incluso que la belleza siempre exornada por una sonrisa es ante todo sospechosa. Puede que me haya dicho algo así, puede que yo mismo lo variara en mi imaginación a lo largo de todos estos años. Sea como sea, el resultado me gusta más que cualquier realidad pasada. Y he optado por quedarme siempre con lo que me gusta. Antes me indignaba si alguien me decía “eso no es así, eso es de este otro modo”. Primero, me entraban unas ganas acerbas de discutir. Luego, pasado un tiempo, no sé cuánto, una indiferencia bañada de desprecio se apoderaba de mí ante este tipo de frases y observaciones. Así, hasta que un día, ante una frase de esas que pretendía rebatir algo imposible y viendo como la otra persona afirmaba algo que a todas luces no había sucedido, me di cuenta de que en nada vale la pena discutir sobre si algo fue de un modo o de otro, los hechos tienden a oscilar de un modo perturbador y se convierten no sólo en un campo de lucha sino en muchos casos de una lucha inútil.
Quizás, entonces, mi padre me dijo que no depositara toda mi confianza en una belleza estereotipada, en una sonrisa bonita y sobre todo en una sonrisa fría y en un mirar duro que con el tiempo pueda volverse despiadado. Pero uno no se da cuenta de todas estas cosas cuando es joven y sólo pasado el tiempo y luego de atravesar las brasas y el fuego de la experiencia es que uno piensa, a veces, que aquello era exactamente lo que nuestro padre quería decirnos. Y hacer este descubrimiento parece importante, pero es lo último que parece importante, luego, al pensar con tranquilidad, uno se da cuenta de que el padre de uno era un tipo aprisionado como todos en las sucesivas cárceles del sentido común y jamás nos pudo decir algo con el alcance o la trascendencia que ahora le atribuimos. Quizás el tipo estaba pensando en algo de mucha menor importancia. Quizás simplemente había oído esa frase en el autobús y el tipo que la pronunció le pareció alguien importante y entonces él la repetía como el idiota o el gilipollas que jamás dejó de ser en el fondo.
El caso es, no lo negaré, que me casé con Anastasia porque estando con ella me pareció que iba a alcanzar todos mis objetivos en la vida (el primero: estar con Anastasia), me iba a volver progresivamente rico, alimentado y alentado por sus besos que cada mañana me enviarían a la selva urbana de la cual yo volvería a la noche saltando de liana en liana y de árbol en árbol con un abundante aprovisionamiento y además una chequera en blanco para que mi amor dilapidara como a ella más le gustara todas aquellas riquezas que su irradiación y mi fuerza crearían de modo natural al entrar en conjunción. (Sólo pensar esto, sentir las sensaciones que corrían por mis venas y mi piel mientras pasaban esas imágenes por mi mente, hacía que la polla se me pusiera como una morcilla y se agitara dentro del pantalón como un animal salvaje a punto de morder a una presa. Al llegar a casa sólo deseaba una cosa, sólo estaba obsesionado con una cosa. Y con el consecuente arrebato la tumbaba, piernas en alto y le desagarraba la ropa –que ya volvería a comprar– y desgarraba también su piel.) Yo pensaba que ella disfrutaba tanto como yo y trataba de encontrar en su rostro en su sonrisa en el brillo de su mirada, ese placer que imaginaba. Me costó mucho tiempo darme cuenta que Anastasia estaba como ausente, no sólo ausente de la escena que vivíamos, ausente de sí misma. Yo no sé si alguien ha visto lo que yo, pero yo he visto, locos, ancianos y moribundos y las tres categorías de personas, en un momento, tienen algo en común, ese algo común se conoce bajo la expresión “se ha ido”. Hay un momento en que al loco su locura lo enajena de la realidad circundante y lo vuelve extraño ante ella y no responde de ningún modo aceptable para los criterios de realidad que casi todos manejamos a diario. Hay un momento en que los ancianos, desgastados, entran en otra realidad y este pasaje se puede ver en su mirada vidriosa y a la vez vacía, una mirada envuelta en una bruma, una mirada que mira desde detrás de las cataratas pero que no se fija en ningún sitio concreto y entonces entendemos que probablemente la enfermedad los ha comenzado a ganar o sencillamente la muerte ha empezado su labor de zapa y comienza a llevárselo. Hay un momento en que los moribundos, si en un momento intensamente atentos a su dolor físico se transforman en la imagen de la sabiduría santa al rendirse al dolor emocional, luego, según los pensamientos que transiten por su cabeza destrozada por las tormentas del fin pueden perderse en una maraña confusa y antes de la lucidez final, cuando pronuncian las frases célebres, vagan con la mirada por un mundo intermedio de sonambulismo y ausencia.
Mi mujer, Anastasia, ya había entrado en esos mundos aunque pareciera una persona que gozaba de una buena vida.
Entonces me di cuenta cuánto la quería y cuán enamorado me había casado, porque no queriéndola ver en ese estado sufría por no hacerla sufrir recriminándola o pidiéndole meramente explicaciones o haciendo observaciones sutiles cuya inutilidad era manifiesta. Ella no se daba cuenta que estar vivo no era igual a lo que ella hacía.
Tras muchos intentos fue que cedí el paso a mi egoísmo o a lo que creía egoísmo y decidí que si ella estaba allí meramente para cumplir un rol, yo haría lo mismo y no sólo lo aprovecharía sino que además disfrutaría de ellos como un cerdo, en fin, como un animal, del tipo que fuere, oscuro o brillante, lúbrico, babeante, daba igual. La miraba y pensaba “Anastasia, cacho é carne, mamona exquisita, bulto carnoso, chocho, nacía pa darme satisfacción y na más”. Cuando pensaba estas cosas, ellas me miraba y siempre un momento antes de que me dijera “Ay, porfi, no me pongas esa cara de loco que me asustas”, yo detenía mi actividad mental y me lanzaba sobre ella, que profería acertados grititos muy acordes con la situación, unos chilliditos agudos y penetrantes como los de una rata y que me laceraban los oídos y al mismo tiempo me exaltaban. Al lanzarme encima de su cuerpo me sentía enorme y poderoso, recordaba un documental en el Serengueti (Kenia) donde mostraban el apareamiento de los leones, el macho encima de la hembra dándole y dándole mientras la retiene por la nuca con los poderosos dientes, en tres días de actividad constante le llega a echar unos ciento cincuenta polvos. Mas de una vez le mordí la nuca a Anastasia y esto la hacía retorcerse y mugir y berrear y chillar y comportarse como un animal y se giraba para mostrarme el brillo de sus ojos y le caía una baba por entre sus pequeños y afilados dientes que yo bebía como si se tratara de Ambrosía porque realmente era el único momento en que la sentía cercana y animal, flexible y lacia entre mis brazos.
El resto del tiempo, yo me cocía en mi vida inútil de hacer dinero y venir a casa a la noche a obtener mi ración de sexo y ella se destrozaba el alma y los pies en diversos paseos a las tiendas más caras de la ciudad para matar ese gusano horrible que crecía en su interior.
Si yo sacaba algún tema de conversación que pudiera resultar interesante, ella siempre me miraba como si yo fuera un extraño y ahora viniera con quién sabe qué cuentos.
Estas escenas me violentaban y yo tenía ganas de resolverlas con algún tipo de discusión un poco intensa, como se hacía en tiempo de mis padres, o como se hace en la empresa en que trabajo cuando se entra en las fases de resolución de conflictos de competencia, pero ella se escabullía, no sé si con un arte propiamente femenino o de otro tipo porque fue en esos días que realmente me día cuenta que yo no sólo no sabía nada acerca de las mujeres sino tampoco acerca de los hombres y puestos a ser exhaustivos tampoco sabía nada acerca de la vida. Mi vida había sido un largo paseo por la alguna de la ignorancia, un largo fraseo de lecciones recibidas y un no mirar más que para adelante, mirar para adelante si ni siquiera saber porqué y no preguntes.
Un día me dijo, saliendo de su estado hipnótico:
–A tí no te gusta la armonía.
Y luego de decirlo se fue al dormitorio, la miré y no pude concentrarme en su frase sino en el reborde inferior de sus preciosas y mantecosas nalgas bajo el picardías, me entró un deseo de llorar, una nostalgia de erotismo y mi respiración se volvió salvaje. Acababa de torearme y sabía hacerlo porque aunque fui para la habitación decidido a la discusión acabé ensartándola desde atrás que parecía ser lo que ella más deseaba en ese momento. Y dentro de ella me retorcí y jadeé y solté un moco de leche grande, gordo, espeso, fibroso, que parecía bajar de mis meninges. Luego me quedé tumbado mirando al techo mientras ella me hacía caricias en el pecho y rumiaba una canción en voz baja con una vocecita aguda y yo me sumergía en un sueño flotante y algodonoso.
En el sueño corría por una llanura (¿el Serengueti?) y era una especie de nutria o castor de zonas tórridas, olía todo intensamente, a sexo, a sangre y almizcle. Yo corría desesperado por enterrar mi clavo ardiente en una hendidura de agua donde bajar la temperatura. Los olores me orientaban en todo momento y al despertar continuaban allí en la habitación, me quise mover y el brazo se me había dormido debajo de Anastasia, ella estaba lacia y dormida, inamovible. Al escurrir mi brazo sentí en la boca el sabor animal que aún venía a mí desde el fondo del sueño. Mi boca se abrió en busca de oxígeno, carraspee un momento mientras me desperezaba y salió una lluvia de pelusas o pelos de Anastasia que, alojados en el fondo de mi garganta durante el forcejeo, ahora salían de mi boca y se esparcían por el aire de la estancia.
2.
No voy a negar que los años pasados de este modo me dolieran, claro que lo hicieron. Pero mi cobardía era superior y la labor de conformismo en que me sumergía por las noches pagaba de alguna manera el resto de la triste vida que, según yo, llevábamos.
Anastasia se volvió estúpida y obsesiva. Se preocupaba por cualquier tontería de un modo frenético y fanático. Que si la cal se estaba comiendo las tuberías y un día saltarían chorros de agua hirviendo del corazón de las paredes de nuestro infranqueable hogar. Que si un vecino la miraba con demasiada pasión y que quizás un día se volvería loco y la atacaría mortalmente. Que las líneas del estampado del edredón se cambiaban de sitio en cuanto ella se daba la vuelta y eran tan puñeteras, las líneas, que volvían a ponerse en su sitio en cuanto ella volvía a la posición inicial. Que dentro de las paredes se acumulaba el alimento de alimañas nocturnas que acabarían reventándolas por su propio peso y expansión. Que si había una explosión nuclear nuestra casa sería pasto de la destrucción y sólo sobrevivirían algunas alimañas, las serpientes y las ratas, que yaceríamos muertos, flotando en ríos de agua verde fluorescente y viscosa corroídos por un millón de dientecillos afilados.
Yo no sabía cómo hacer para llevarla al médico y que la vieran. Cuando al fin la convencí, fue riéndose a carcajadas, estuvo muy sensata durante la entrevista y le dijeron que tenía un poco de stress y le recetaron unas pastillas que ella se las tomó en tres sesiones durante las que viajó por mundos extraños que le dejaron la cara hinchada y los ojos apergaminados durante días. Me dijo que había sido un viaje malo y vulgar el de aquellas drogas y yo me acabé de convencer que no sólo el pasado se puede inventar si no el propio presente y que pasar por una persona “normal” es una de las tareas más fáciles que existen.
Fue durante esos dos días de viaje malo y vulgar que desvariando me dijo que era un don perfecto y que si creía que ella era una bruta y una asquerosa, no menos era yo y que sólo estaba con ella porque éramos iguales.
No entendí esas palabras, pero me afectaron.
Cuando ella volvió a ser la de siempre, no me atreví a preguntarle sobre esas frases. Me paralizaba un abismo, el insuperable temor a que me dejara desamparado en el desierto de desesperación de nuestro horrendo matrimonio socialmente exitoso.
Fue entonces que se volvió totalmente obsesiva con las ratas.
Había leído una malhadada noticia, según la cual nuestra ciudad estaba infestada de esos bichos. Comenzó entonces su crisis definitiva. Día y noche recelaba de cualquier ruido que oía donde fuera que se moviera y siempre andaba atisbando a un lado y otro sospechando de un acecho multitudinario dispuesto a desplomarse sobre su generoso cuerpo y devorarlo en un santiamén.
Yo también creí volverme loco, y el deseo de largarme y abandonarla a su suerte me hizo sentir fuerte, claro que de un modo negativo, como nunca antes en mi vida.
Hablábamos todo el día de las ratas, entre nosotros y con todos aquellos con quienes nos cruzábamos en le calle, en las fiestas, en los paseos, en mi trabajo. Llegué a saberlo todo sobre sus oscuras vidas subterráneas. Me sorprendió en poco tiempo lo familiarizado que llegué a estar con esos animales; a tal grado que comenzaron a caerme simpáticos. Si un día, por la noche, paseando por la ciudad, veía a alguna rata corriendo desde la alcantarilla hasta el container, me quedaba extasiado observándola en su trajinar preciso y veloz, claramente devorador.
Está claro que toda la información acerca de su enfermedad no calma al enfermo y todo el saber sobre ratas no hizo ceder ni un ápice su obsesión malsana. Yo pensaba y los médicos me aseguraban que era una suerte de empeoramiento agudo antes de la caída final, y yo no tenía porqué no creerles.
Por eso el día en que al volver a casa vi todo limpio, reluciente y arreglado, la comida preparada y a Anastasia sonriendo con un cariño relativamente humano pensé tal como me habían enseñado a pensar los doctores: esta es la falsa mejoría antes de la capitulación definitiva, ahora caerá en una locura sombría y tranquila de la cual nunca saldrá. No siento culpa en confesar que esto me tranquilizó y también me dio por penar que ahora podría disfrutar de su cuerpo a mis anchas como si de un cuerpo muerto se tratara y no sé porqué pero esto me excitó aún más.
Esa noche sus chillidos particularmente agudos, sus dientecillos clavados en mi cuello, las uñas desgarrándome la espalda me hicieron llorar como si me encontrara en una triste despedido, alguien abandona la isla de la razón y se va al lego del olvido y la enajenación.
Nunca había disfrutado tanto con ella.
3.
Al despertar de mi sueño, la boca taponada de pelos y pelusas (algunos locos se quedan calvos, la vida era injusta con Anastasia) me hizo toser y para hacerlo me puse de lado que era el mejor modo de arrancar de mi interior aquel mazacote capilar. Fue entonces que me di cuenta que aún estaba dormido y que estaba soñando. Anastasia se había convertido en una rata y me miraba desde el fondo brillante de sus ojos con cariño de rata y con la picardía de quien está gastando la mejor broma de su vida. Algo dentro de mi pensó en mi lugar, mi pensamiento era como una voz ajena oída en el cuarto de al lado. Era un pensamiento que decía: “No se trataba de la mejoría previa al descaecimiento definitivo sino del empeoramiento lúcido previo a la transformación”. Entonces fue que pensé que aquel sueño era magnífico y que al despertar lo anotaría porque nunca nadie podría haber soñado algo así. Entonces, Anastasia acercó a mi su boquita de rata y me dio un beso con aroma a almizcle, erótico y pinchudo, su bigotito me hizo cosquillas y yo cerré los ojos y acaricié su cuerpo tendido en la cama, tan calentito, tan abrigado y pensé que dado que se acercaba el invierno lo mejor era tener aquel vello mullidito y tibio y no una piel humana fría y entumecida. Me dejé ir y ella me besó todo el cuerpo y trabajó en mí con sus dientecitos minúsculos provocándome la dosis exacta de pavor y excitación simultáneas. Amé aquellos dientes. El intermitente terror a que poseída por el entusiasmo amputara de un mordisco mis órganos era un aliciente sexual de inusitadas posibilidades.
Al despertar al día siguiente, el cambio en mi era definitivo, al verla sentada frente al espejo maquillándose, al contemplar su espléndida espalda iridiscente bajo el tibio sol de otoño que nos visitaba, me di cuenta que no soñaba, que nada había sido un sueño, pero que para ella su nueva naturaleza no era evidente.
La llamé y se dio la vuelta con una rapidez vertiginosa y animada, y con la misma energía se lanzó a todo correr sobre la cama, dispuesta a retozar conmigo como una adolescente bajo el imperio del furor. Pensé que nuestro gasto de queso aumentaría y se me ocurrieron diferentes variedades de platos que le prepararía. Pensé incluso que daríamos vida a una nueva especie o cruza que sería resistente a un cataclismo de origen atómico. Y lo seguí pensando esa mañana cuando en el centro comercial de nuestro barrio todo el mundo se acercaba a saludarnos y felicitaban en nuestra pareja el nuevo, brillante y saludable aspecto de mi esposa. Pasee orgulloso con ella por las amplias avenidas de nuestro barrio y cada vez que su instinto tendía a arrebatarla a la vista de una alcantarilla, un bote de basura, algún animal amenazador, un container o algún agujero en la tierra, la arrastré con mis brazos a mi boca, a nuestros besos. Me di cuenta del alcance de pensamientos como que el cariño es capaz de todo y otros por el estilo, y esa tarde luego de hacer el amor, me quedé extasiado no sé cuanto tiempo acariciando su vello grisáceo y marrón, su boquita, sus ojitos vivaces, toqué su vientre calentito y al sentir un latido pensé que quizás ya comenzaban a venir a esta tierra amenazada las multitudes de hombres rata que pariríamos. Este pensamiento me hizo sentir feliz y satisfecho y por primera vez en mi vida sentí que estaba de acuerdo con todo y pensé tonterías varias y recordé que mi padre quizás me dijo o no me dijo que nunca me fiara de una mujer fría y solamente bella, una mujer pura sonrisa, y no me importó si esa frase era de él o no, o si era de un repartidor de periódicos que había acertado a pasar pronunciándola en las cercanías de mi padre, el caso es que sentí que la vida era infinita y más ahora que podía resistir a cualquier desaguisado nuclear. Fue entonces que pensé, mirando al atardecer más allá de los techos de pizarra de las casas de nuestros vecinos, que a veces tras una sonrisa fría se esconde una vida animal que será muy intensa cuando se le de la oportunidad de surgir, y tras pensar esto me sentí confuso porque, a pesar de sonar bien, carecía de significado para quien no conociera la historia de nuestro matrimonio. Tal vez, entonces, la tradición familiar, lo que mis hijos hagan en su día, no sea otra cosa que agregar -como lo hice yo- una frase nueva a otra anterior. Un pensamiento con significado pleno, para mí, que se suma a un pensamiento de significado dudoso procedente del pasado. Estas cosas pensé mientras sacaba los cacharros de cocina necesarios para preparar una “fondue” de queso, un alimento que se volvería esencial en la armonía de nuestro hogar.
Episteme:, Psicocuantico, Literatura líquida, Héctor D'Alessandro, La rata
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