viernes, 22 de julio de 2011

Bajo la cama. Héctor D'Alessandro

Bajo la cama. Héctor D'Alessandro
Hace muchos años yo salía con una chica que vivía en la misma planta del edificio que su tía y sus abuelos. Estos le brindaban constantes atenciones y cuidados mostrando un interés asiduo por su alimentación,la limpieza de su ropa, el cumplimiento de sus horarios y el espionaje disimulado acerca de sus relaciones de todo tipo. A toda hora estaban pendientes del sonido del ascensor abriéndose o cerrándose en la planta. El sonido de la puerta de entrada a su apartamento. El control llegaba a tal grado que cuando yo me quedaba a dormir con ella le avisaba a la tarde a qué hora de la noche llegaba, luego me apostaba en la esquina y encendía y apagaba una pequeña linterna, a continuación ella se alejaba del balcón y se dirigía al interfono y me preguntaba se si ya estaba ahí abajo. "Sube", contestaba. Entonces yo utilizaba mi llave de la puerta de calle. Todo esto para evitar que se oyera la estridencia de los timbres en la madrugada; motivo suficiente para que sus parientes estuvieran en guardia. Luego me dirigía al ascensor y subía hasta el tercer piso. El último lo hacía a pie por la escalera. Ella habría la puerta de su apartamento y se dirigía hasta el de sus abuelos,con el objetivo de bloquear la visión desde allí en caso de que a las cuatro de la madrugada aquellos ancianos o su tía no tuvieran otra cosa mejor que hacer. Un día le pregunté: "Y si abren la puerta y te preguntan qué quieres, ¿qué les vas a decir?" Me contestó que les pediría azúcar para el café, "como saben, agregó, que soy una neurótica perdida, lo encontrarán la mar de normal y al día siguiente estarán encantados de poder continuar preocupándose por mi salud general y ademas por mi salud mental en particular".
Mientras ella bloqueaba la mirilla de la puerta de sus parientes yo me colaba dentro de su apartamento. Todo esto en cierto modo me mosqueaba bastante y si lo aguantaba era porque estaba enamorado. Ese era el grado de modernidad que se podía permitir una chica de veintiséis años perteneciente a una familia de cuatro apellidos ilustres,conservadores y de origen vasco. Lo más rancio y acaudalado del país. Yo era, en cambio, un joven de diecinueve años intelectual con dos premios de narrativa en su haber,conocido en Montevideo entre la gente que importaba del ámbito cultural en aquel año del fin de la dictadura y con muchas muchas ganas de practicar sexo a toda hora. A ojos de la familia de mi novia era una suerte de bueno para nada, ellos no le encontraban la utilidad a mis escritos, y de hecho la experiencia de aquella familia con los intelectuales eran distante y fria y muy probablemente negativa. Una parienta muy influyente para mi novia, y muerta en aquella época, aparecía tomando una sopa fría en un restaurante de París nada menos que con Paco Espínola, autor de una maravillosa historia sobre un feo sapo viajero, comunista y más feo que el propio "Saltoncito", nombre de su personaje batracio.
Ella compartió conmigo un amor, pienso, el último amor desaforado, el de antes de sentar cabeza. Luego se casó con un millonario de su misma clase, pero no tan divertido como yo. Compartió también noches de vino y literatura y teatro y anécdotas, anécdotas, anécdotas, esos glóbulos rojos de la sangre literaria. Y justamente una de Felisberto Hernández llegó a significar quizás demasiada ansiedad y muchas risas para nosotros.
Un día nos dormimos y no hice el consabido paripé de levantarme vestirme y sentarme en su sala de estar como que acababa de llegar y su abuela se presentó dramáticamente con una tarta en la mano para que ella se alimentara y acompañada de la chica de la limpieza; hoy toca, anunció.
La chica empezó a recorrer la casa arriaba y abajo y mi novia corría fingiendo una especie de ataque psicótico y preguntando con cara de demente "¿Qué les ha dado hoy por limpiar?" Su tono de recriminación era el propio que hubiera adoptado en caso de preguntarles "¿Por qué limpian, tienen algo contra mí?"
Bueno, eso es lo que habría pensado cualquier persona más o menos distante y fría, no su abuela, no su tía, con todo lo que esto implicaba, ellas sólo pensaban que la chica estaba fatal y que mostraba extraños síntomas de empeorar a nivel mental, y con las gesticulaciones de su rostro lo afianzaban cada vez más, mostraban, me dijo mi novia, pena, conmiseración y espanto. Y aunque ella no me lo hubiera dicho yo podía imaginármelo porque ya conocía ese tipo de rostro, y lo peor o lo mejor es que la responsabilidad por aquel estado me lo achacarían tarde o temprano a mi. "Desde que estás con ese chico, estás muy rara, te noto desmejorada" "Sí, es que tengo mucho sexo", le sugería yo como respuesta.
Bien, creo que de más está decir que me quedé desde las nueve de la mañana hasta las dos de la tarde debajo de la cama, una cama muy baja que me impedía girar y cambiar de posturas, con lo cual además de impedirme la movilidad también me impedía ofrecer al mundo los auténticos aullidos de dolor que yo desesperaba por soltar.
Mi mundo fue de pies,básicamente los pies de la chica que intentaba limpiar en la habitación y mi novia que aullaba que no, que por qué, que no había ninguna necesidad de hacerlo aquel día, luego los pies de la chica en dirección al baño, y detrás los pies de mi chica diciéndole que no y luego que sí porque la chica le dijo y qué le digo yo a su abuela, que no hice nada, me va a despedir, entiéndame señorita, luego los pies de la chica y los de mi novia detrás haciéndole de sargento para que acabara de hacer el baño rápido. Mas tarde los de la abuela que vino a fiscalizar a ambas, y luego la tía.
Así, hasta las dos de la tarde. En medio hice un movimiento audaz, en un momento en que la chica fue a la cocina a buscar un detergente que había olvidado, para gran terror de mi novia, salí de la cama me giré y me volvía a meter, ahora boca arriba, como un pollo vuelta y vuelta en el fuego.
Cuando finalmente pude salir dejamos correr el día nublado en el cual, para mayor asombro de su familia, decidió no concurrir a la facultad aduciendo como causa el estado del tiempo y a eso de las cinco tras un movimiento continuo de los ascensores que traían y llevaban padres y niños procedentes de los colegios, fingimos mi reciente llegada.
Su tía estaba encantada de verme, y hasta me llevó aparte para contarme el extraño comportamiento de su sobrina por la mañana y su no concurrencia a clases, supongo que querría que yo interviniera a nivel moral o motivacional. En mi familia yo era el que repelía estos intentos de confabulación y conspiración y adoctrinamiento, o sea que me escogió mal.
Días más tarde murió mi madre y la señora aquella concurrió a verla agonizar, mi madre la echó de la sala y me puso a parir como a un mal hijo. La señora aquella se disculpó conmigo por su falta de tacto y su desconocimiento acerca de la naturaleza de nuestras relaciones. Yo le dije que no se preocupara, y realmente yo tampoco me preocupaba. El día que murió mi mamá también me dejó mi novia y no sé qué fue lo que más me dolió, pero bueno, en cuanto mi cerebro abrumado me permitió digerir tamaña contrariedad, decidí ir a olvidar mi pena con una amiga a la que hacía tiempo que no veía, después de todo era joven, y mis hormonas tenían una actividad que hubiera podido dar luz eléctrica a toda la ciudad. Eso sí, me prometí que nunca más me escondería debajo de una cama por nadie.

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