Cuando yo era un niño, mataron a mi primer amor. Se la llevaron un día, la torturaron y la violaron y luego la enviaron lejos, muy lejos. A un lugar de donde ya no se vuelve jamás. Yo tenía ocho años y ella ventiocho, pero me había enseñado a jugar al ajedrez y era mucho más divertida que mi familia. Decía que había que escuchar al propio corazón, a las cosas y a las plantas y animales. Mi amor por ella era fervoroso y sexual, se saciaba con diálogos a solas en mi habitación, practicando con la almohada qué cosas le diría para que al fin se diera cuenta cuánto la quería. Se saciaba en un restregarse fervoroso contra la almohada, con tensión, sin descarga y al fin con una larga meada de facundia tropical.
Yo aprendí que mi país era un terreno apto para la infamia, que mi país era horrible y mortal, que no hay otro igual.
Luego un día se llevaron de noche a mi dentista, lo lanzaron por el balcón de la cuarta planta donde vivía, metida su cabeza en una bolsa de arpillera, ese detalle tuvieron, para que no se mareara al caer.
Qué les voy a contar que no sepan, que les voy a contar que no hayan visto suceder en las calles más civilizadas de Montevideo.
En la tele salía un perro facineroso que vociferaba con el movimiento de sus cejas y proponía con enorme educación meter más gente presa, a los niños, a los padres de los niños, por sus ideas, por ser padres de esos niños con esas ideas. Con el tiempo se hizo presidente de la renovada democracia. Como un premio por sus innovadores proyectos. Yo no lo voté, pero el ganó y nos volvió a joder a todos.
Un vecino mío, esquizofrénico de profesión, decía: “no entiendo nada, yo voto a tal pero gana el otro, este país gira en círculos”.
Sí.
Durante años me dediqué a recomponer el pasado, esas imágenes y esos recuerdos. Los sacaba de noche cuando se oían la sirenas lejanas del país sin igual plagado de perros policía y los ponía todos sobre la mesa, los combinaba entre sí, intentaba sacar de ellos una respuesta o solución que me explicara todo y justificara ante mis ojos le regla de la inopia y de la maldad. Pasaba entonces de una explicación a otra y no lograba salir de la inútil cárcel que se extendía a través de todas las mentes.
Abrir la puerta para salir a la calle podía ser abrir la puerta para ir a dar directamente a la prisión.
Pero la cárcel, a veces, también venía a visitarte. Una señora que limpiaba y cocinaba en casa, está pelando unas papas y se le caen, papas y cuchillo, de las manos, se sienta en la silla, apoya la cabeza en las manos y llora. Tiene nauseas de los nervios que pasa desde hace una década. Su hijo está preso. Todo el mundo está preso. A todos se les cae el cuchillo y las papas de las manos.
Vuelvo a mi cuarto y meto todos los recuerdos y las imágenes en su caja, no volveré a marearlas en días. Todos estamos presos.
El año que viene será presidente de mi país un señor que se pasó trece años preso, nueve de ellos en un pozo húmedo con el agua pudriéndole el cuerpo. A veces durante el día miraba las hormigas, las oía trajinar, las oyó, en medio de aquella inmensa desolación, aullar. Las hormigas gritan, dice. Yo le creo. En las noches montevideanas la soledad es ancha y el horror puede ser inmenso, las hormigas pasan en fila aullando.
Quiero saber porqué lo hacen.