“Representar la existencia. El pensamiento de la novela”.
Thomas Pavel
Algunos novelistas del siglo XX, al evitar la tentación de la religión del arte, no han dejado de afirmar la vocación de accesibilidad del género. Entre esos partidarios de la legibilidad, yo distinguiría cuatro grandes grupos de escritores, algunos de los cuales permanecen fieles al pasado, mientras que otros se esfuerzan por armonizar la problemática y las técnicas más recientes con la transparencia y el tono directo propios de la tradición del género: (I) los moralistas, que han aprendido su oficio estudiando a Dostoievsky y sus discípulos; (II) los adeptos al análisis social; (III) los neorrománticos; y (IV) los herederos de la tradición cómica y escéptica.
(I) Los herederos de Dostoievsky forman una vasta comunidad cuyos miembros se extienden por todo el mundo: Francois Mauriac, Georges Bernanos y Julien Green, en Francia; Grahqam Greene y, por ciertos aspectos de su obra, Evelyn Waugh, en Inglaterra; Heinrich Böll, en Alemania; y William Percy, en Estados Unidos. Los existencialistas franceses Jean-Paul Sartre y Albert Camus, el americano William Styron y la inglesa Iris Murdoch también forman parte de este grupo. Estos autores comparten la convicción de que el hombre es un ser moralmente imperfecto y que, pese a las variaciones en la superficie, en lo profundo esa imperfección no cambia apenas de un siglo a otro. De ello resulta que el hombre moderno no es diferente a sus antepasados, salvo en la medida en que el universo en que vive le niega los medios para comprender su propia imperfección. El desencantamiento del mundo y el debilitamiento de las creencias religiosas, percibido por la mayoría de los novelistas como elementos esenciales de la definición de la era moderna, son reprobados por los autores de obediencia religiosa y exaltados por los existencialistas laicos. Bernanos y Graham Greene retratan en sus novelas (L’Imposture y El poder y la gloria, 1940 respectivamente) a sacerdotes católicos que se debaten entre un fe en la que ya no pueden creer y un mundo que sigue necesitando certezas morales y religiosas. La indolencia del hombre sin Dios ocupa el lugar central en la obra de Mauriac (Thérèse Desqueyroux, 1927) y de Julien Green, sin que las convicciones religiosas propias de ambos autores sean invocadas de manera explícita. En “¿Dónde estabas, Adán? (1951) y “Retrato de grupo con señora” (1971), de Böll, la nostalgia de un mundo dotado de una firme dirección moral es proyectada sobre la Alemania anterior a 1933 y sobre los alemanes que supieron resistirse al terror nacionalsocialista. El protagonista de la novela “The Second Coming” (1980), de William Percy, realiza una busca idiosincrásica de Dios, que acaba con el dostoievskiano descubrimiento de que del verdadero amor junto a una joven minusválida. En “La náusea”(1938), de Sartre y en “La caída”(1956), de Camus, la existencia de los protagonistas se ve trastornada por la revelación de su propia finitud. Hay que advertir que esta vía, relativamente fecunda en el período de entreguerras, ha perido su importancia con el agotamiento de la moda religiosa que acompañó, desde principios de siglo hasta los años 50, la generalización, difícil y convulsiva, de las convicciones democráticas en Europa. Aunque sin embargo, la obra de J.M. Coetzee, que analiza sosegadamente los dilemas morales que asedian Sudáfrica a finales del segundo milenio, testimonia la vitalidad de dicha tradición.
(II) A lo largo del siglo XX, una rica cosecha de obras ha perpetuado con éxito el arte de la observación social. Roger Martín du Gard, Georges Duhamel y más tarde Georges Simenon, Louis Aragon y Romain Gary, en Francia, John Galswothy, E.M. Foster y Doris Lessing en Inglaterra, el joven Thomas Mann, su hermano Heinrich Mann y Hermann Broch en Alemania, el austríaco Joseph Roth, los americanos John Steinbeck, Henry Roth, Saul Bellox y Tom Wolfe, y, en Rusia, donde el realismo socialista preservó cuidadosamente esta tradición, Boris Pastrenak, Alexandr Solzhenitsyn y Vassili Grossmann, todos ellos rechazan hasta cierto punto la seducción de la escritura en estado puro, de la novela-ensayo y del irrealismo kafkiano y posmoderno, para seguir fieles a la gran reforma perfeccionada por los novelistas del siglo XIX. La temática de la novela social vuelve en cierto modo a la abolición de los vínculos y la comunidad inaccesible, pero la observación de la sociedad en su diversidad protege a los realistas del vértigo egocéntrico del esteticismo y del modernismo. Los personajes de “Los Buddenbrook”(1900) , de Thomas Mann, el protagonista de “Jean Barois”(1913) de Roger Martín du Gard, Joachin von Pasenowen la primera parte de “Somnambules”(1931), de Hermann Broch, el joven Von Trotta en “La marcha de Radetzky” (1932), de Joseph Roth, el doctor Zivago en la obra de Pasternak, así como Herzog, el protagonista de la novela de Saul Bellow, están tan distanciados del mundo circundante y son tan singulares y solitarios en su fuero interno como Marcel en “En busca del tiempo perdido” y como la señora Ramsay en “Al faro” , de Virginia Wolf. Sin embargo, a diferencia de estos últimos, ellos viven completamente en el universo de la experiencia común, y sus dudas e incertidumbres no los encierran fuera del mundo en la prisión de sus impresiones o en la de sus reflexiones. La presencia del mundo social, analizado con los ricos medios legados por la reflexión sobre el arraigo del hombre, relativiza la soledad de los personajes y provoca que su desesperación sea digna de compasión. Aunque en dichas novelas resulta difícil encontrar ejemplos de una completa reconciliación entre el individuo y su medio (las condiciones en las que un Lyovin y una Kitty podían aun descubrir la felicidad están, al parecer, definitivamente fuera de la competencia de la alta literatura del siglo XX) en casi todas ellas existe la esperanza de que el individuo puede, al menos en principio, superar su aislamiento.
(III) La urgencia de tal superación preocupa a los herederos del romanticismo, autores que no se resignan a contemplar al sujeto, ajemplo de la novela social, como un ser mediocre ni, sobre todo, reducirlo a los micromovimientos predeliberativos, al estilo de Joyce y Faulkner. Autores como Marguerite Youcenaur y Julien Gracq, Francia, Thornton Wilder, en Estados Unidos, y Erns Jünger, en Alemania, han intentado encontrar, mediante un movimiento deliberadamente antimodernista, la grandeza del yo en la de su acción histórica. Sus personajes son inventores o grandes defensores del orden en períodos donde las masas tectónicas sobre las que se asienta la cultura parecen dispuestas a cambiar. “Memorias de Adriano” (1951), de Yourcenaur, narra en primera persona y con un estilo que imita los modelos clásicos la acción fundadora del emperador con el cual Roma y sus posesiones (quizás incluso la humanidad entera, si creemos a Edmun Gibbon) conocieron su momento de mayor felicidad. Escrita en la misma época, “Los idus de marzo” (1948), de Thornton Wilder, propone a los estadistas contemporáneos el ejemplo de Julio Cesar, reformador de Roma tras las guerras civiles. La puesta del texto, que yuxtapone documentos presentados como auténticos, poemas, cartas y diarios de los personajes, consiste en demostrar que el estilo fragmentado, basado en la observación atenta de la experiencia íntima de los protagonistas, no refleja únicamente el fracaso del hombre moderno, sino que también puede servir para imaginar, haciéndolo plausible, el de los hombres del pasado. Ernst Jünger, primogénito de Yourcenaur y Wilder, en ciertos aspectos está mas cerca que ellos del esteticismo de fin de siglo. En Eumeswill (1977), novela de anticipación política, Jünger opone a la crueldad y a los ardides de los tiranos la independencia del anarco, el hombre libre que no reconoce la primacía de ningún poder humano. Así, bajo una forma voluntariamente anticuada, la problemática de la abolición de los vínculos es planteada con una claridad inhabitual. En cuanto a Julien Gracq, el mas joven de ese grupo de escritores, es el más marcado de todos por la escritura modernista, que conoce bien en tanto que amigo y compañero de los surrealistas. “El mar de las Sirtes” (1951), historia de un conflicto marítimo imaginario entre una ciudad italiana y su enemigo sarraceno, deplora el agotamiento de los recursos internos del hombre en los períodos de decadencia.
(IV) Los continuadores de la tradición cómica y escéptica, discípulos modernos de la picaresca, de Fielding, Diderot, Stendhal y Thackeray, retratan con una inspiración inagotable la imperfección del hombre en un mundo hostil y absurdo. Entre estos autores hay que incluir al americano Dos Passos, uno de los primeros ironistas en el seno de una tradición nacional dominada generalmente por los tonos sombríos. En Francia, “Viaje al fin de la noche” (1932), de Louis-Ferdinand Céline, resucita una visión picaresca de un protagonista apático enfrentado con universo desquiciado. Europa Central ha sido particularmente fértil en escritores pertenecientes a esta línea, entre los cuales destacan los dos gigantes checos: Jaroslav Hasêk, creador del inmortal soldado Schwejk y Milan Kundera (“La vida está en otra parte”, 1973, “El libro de la risa y el olvido”, 1978,”La insoportable levedad del ser”, 1984) incomparable cronista de una época donde la futilidad de las dictaduras burocráticas y el narcisismo de la gente sin importancia son reflejo uno de otro y se refuerzan mutuamente. El descarnado humor de Philip Roth y la dulce ironía de JohnUpdike crean el equivalente americano moderno de la novela de costumbres del siglo XVIII, el primero haciendo revivir el arte de Tobias Smollet, y el segundo, mas indulgente, el de Fanny Burney.
Para dar consistencia a esta sucinta tipología de la novela del siglo XX, habría que multiplicar, desde luego, los autores citados y examinar con mayor atención las tendencias recientes. (...) Las tradiciones literarias más antiguas, las de China, India o Japón, así como las que han surgido en Africa o en las Antillas, escogen la novela como terreno de afirmación de su contemporaneidad, y los premiso Nobel de literatura de los últimos cincuenta años son en su mayoría novelistas. La desorientación del yo, que se distancia de un mundo percibido como incomprensible sigue siendo, de forma cada vez mas insistente –y porqué no decirlo, cada vez más serena–, el rasgo mas usual de estas obras llegadas de todos los horizontes, y evoca la antigua cesura entre los virtuosos héroes de la novela bizantina y el mundo sublunar gobernado por la contingencia.
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