Héctor D’Alessandro
Creo que ya pasó el tiempo suficiente, incluso legalmente, como para que lo cuente. Sentí, aquella catalizadora mañana, que mi día había llegado. Que había llegado ese día tan novelesco, en el cual todas las coincidencias que puedan reunirse se deciden a hacerlo: ese día tan apreciado por la literatura y por los escritores. Seguro que aquella mañana, novelero como yo era, me dije que a todo escritor le llega su jornada de resurrección. Yo, en aquella época, pensaba así. Estaba, por ejemplo, entre las piernas de mi novia, ya se sabe, lamiendo, extrayendo de su interior aquella vibración volcánica, degustando en mi lengua las variaciones en la acidez de su flujo a ritmo de mis lengüetazos, y en medio de aquella circunstancia tenía de pronto la sensación de estar mirándome desde arriba, desde muy lejos, a mi mismo y me decía cosas del tipo de “sus piernas rutilantes y húmedas movían arriba y abajo aquella cabeza...” y cuando llegaba a este punto de elaboración de mis frases, un deseo incontenible de parar la actividad que estuviera realizando y salir corriendo a anotar ese fragmento de prosa, se apoderaba de mi a tal grado que acababa arruinando el clima de cualquier situación y alterando el carácter de cualquier persona que conviviera conmigo. Yo me creía muy vivo por esto, muy genial. Incluso, a veces, me mandaba la parte de que estaba “deteniendo el momento para salirme del automatismo” y otras paparruchas místicas de este estilo. En realidad, sí que había un poco de ese tipo de misticismo en las situaciones, pero era también una suerte de manipulación que yo había aprendido a hacer casi que bebiendo la lecha materna cuando aún era una niña y no me había operado para cambiarme de sexo.
Esto es algo que debo explicar, dado que aquella operación me dejó sin suficiente dinero de mi herencia y el futuro ya no pintaba igual.
A muy temprana edad había descubierto mi vocación y sabía con silenciosos pensamientos que, más tarde o más temprano, la palabra escrita encarnaría el contenido de mi misión en la Tierra. Así lo decía, y la gente me miraba como si yo fuera el hijo de dios que está explicando su cometido. Siempre fui un poco dado, aún cuando era un hombre aprisionado en el cuerpo de una mujer, al gran gesto y al melodrama ampuloso, pero esto no me restó un ápice en mi determinación a la hora de buscar el cumplimiento de mis objetivos. El problema central se modificó de un modo vertiginoso durante mi adolescencia y primera juventud. Todos mis deseos estaban cumplidos y mi talento personal se mostraba de una manera tan clara y evidente que hacía casi imposible cualquier motivo de queja. Había querido ser hombre y mi padre me regaló sus ahorros para que me operara y cumpliera con mi mayor deseo. Había querido ser escritor y mis padres me alentaron, no sin dejar de advertirme que lo que quedaba de herencia era una cantidad bastante exigua.
Fue esto lo que me obsesionó a tiempo completo. Desde el momento en que mis padres me confesaron aquel secreto en reunión cuasi solemne, pasé a preocuparme de un modo caótico y paranoico, alucinado, demencial y como en todo lo que procede de mi persona: constante. No dormía, pasaba días y días sin hacerlo, sólo entregado a fugaces momentos de lectura, a modo de somero descanso, de mi admirado Borges, de quien se decía que pronto vendría a dar una conferencia a Montevideo. Yo, admirador necesario, no dejaba de leerlo a diario y tenerlo como mi norte verdadero desde la ocasión feliz en que aún siendo niña, y llamándome Rosa, leí Emma Zunz y me quedó para siempre la sensación de que era inevitable que en algún momento lo conociera, estrechara su mano, intercambiara unas significativas e inolvidables palabras.
Cuando un día me encontraba en Agraciada y Bulevar Artigas tomándome un café en un bar y de pronto tomé conciencia de algo inesperado, tan inesperado como conocido, algo como un “déjà vu”. La aparición en la transparente superficie de la conciencia de un dato que está más que visto, que ha pasado como un caminante vecino que a diario hace el mismo recorrido ante nuestra ausente mirada y de pronto un día nos saluda. Siempre ha estado allí, pero nunca lo habíamos visto.
Vi que en la acera de enfrente, a unos ochenta metros de distancia, todos los días a la misma hora había una brevísima cola de clientes esperando la apertura de una sucursal bancaria. Abría a la una del mediodía. La gente, por el lado de Bulevar, hacía cola y charlaban distraídos entre sí. No prestaban atención para nada a lo que sucedía dentro del banco. Entonces observé que a la una menos cuarto, todos los días, un mozo se aproximaba a la sucursal, bandeja en mano con tres tazas de café con leche y un pequeño paquete de papel donde llevaría, con seguridad croissants, ví que aquel camarero se acercaba a una pequeña puerta que daba a Agraciada, lejos de la visión de los clientes que esperaban haciendo cola, llamaba a un timbre y un policía ocioso le abría la puerta saludándolo sin mirarlo a la cara, la condenación de la confianza. En un flash entendí que aquella sucursal estaba para mí, que allí, según yo sabía por haberlo oído a gente que trabajaba en pequeñas sucursales, podía haber medio millón o más de dólares. Entendí en un lampo que aquello estaba allí para mí y para nadie más, que por eso yo estaba tomando café en ese sitio y que ninguno de mis amigos ni de mis varias novias diseminadas a lo largo de la geografía de la ciudad conocía mi costumbre de ir a ese bar. Comprendí entonces, pasándome rápidamente una película mental, que por algo todas las personas que me conocían pensaban que yo vivía de una herencia que mis padres me habían dejado recientemente, que por eso podía vivir solo y con muy poca actividad laboral conocida. Repasé cómo algunas chicas de Pocitos, en algunas fiestas supuestamente muy “en onda” y que no estaban “ni ahí” con “lo material”, me había preguntado de un modo evidente y estúpido, haciendo una afirmación y observando al tiempo mi reacción: “Qué suerte que tenés vos. Porque claro tener asegurado dinero para vivir...qué digo yo diez años...a cuerpo de rey... ¿quince?” Y cuando pronunciaban estas palabras acentuaban su mirada, martilleando con su énfasis interrogativo. Esto me confirmaba que yo tenía una coartada y una vez más miré al cielo y di gracias a mi vida que siempre producía estas extrañas y benéficas casualidades.
Me dije a mi mismo que si realmente quería ir a por todas, debía jugármela de verdad. Fue entonces que retiré buena parte de un dinero que mi madre me había dejado y compré una casa y un terreno en el campo pero con un acceso relativamente fácil y próximo. Hablé con mi abogado y notario y me hizo una documentación fabulosa, lo compré con una identidad falsa. Mi propio abogado me la mandó a hacer. A la hora de poner el nombre y los apellidos en el documento, pedí un minuto para pensarlo y finalmente, sólo por afán de broma, dije “Borges, Jorge Luis”. Mi abogado se rió y me reconvino un poco con la mirada, supongo que me quería decir que ya que hacía algo tan nefastamente ilegal que al menos no bromeara, pero el sabia que a mí no me hace desistir nadie si algo lo tengo decidido y esa decisión, aunque la tomé en ese momento, era irrevocable. Para mí no hay momentos serios y momentos no serios; la vida es muy seria incluso cuando uno bromea o hace una “boutade”, todo lo que yo hago tiene una marca de autenticidad, incluso cuando me lo invento.
El coche con el que iba a pasar algunos fines de semana a aquella casita en el departamento de Lavalleja también estaba a nombre de Borges. Allí escondería mi botín.
Cuando faltaban dos días para que ejecutara mi atraco, estaba leyendo el periódico, alguno de los relamidos diarios de derecha que caracterizaban al Uruguay de 1983, con noticias y editoriales confeccionados para personas pusilánimes y asustadizas dispuestas a vivir acojonadas adentro de una cueva cerrada herméticamente, cuando leí aquella noticia increíble: dos días más tarde, a las ocho de la noche, Borges estaría en la ciudad y brindaría una conferencia en un teatro de la calle Soriano. De pronto, la sangre quiso licuárseme, el desaliento quiso demolerme, me ví hundido, con una casa rural a nombre de una documentación falsa, sin dinero, con un coche a nombre de mi autor favorito y yo escuchando aquella conferencia y no cometiendo aquella magnífica fechoría. No, exclamé, no. Déjate de bobadas, esto lo que significa es que tenés que hacerlo, que los hados están de tu parte. No me costó nada convencerme de que todo estaba de mi parte, de hecho, que Borges hiciera esa intervención esa noche en un teatro de la ciudad, me confirmaba que todo estaba dispuesto por un orquestador secreto y juguetón que me auguraba la mejor de las suertes, continué adelante con el plan. No sólo eso, se me hizo claro que esa noche, para coronarla como era debido, conocería en pesona a Borges y como un excentrico que yo era le contaría con una confianza de hermanos por la literatura mis aventuras de esa magnífica jornada.
A la una menos veinte me aproximaría, con el cabello teñido de negro y un bigote horrible que me había dejado crecer, teñido también de color negro, con una bandeja en la mano, tres tazas de café con leche y un pequeño envoltorio del que asomarían dos croissants, dentro del envoltorio estaría mi revólver, uno plateado y feo con cachas de marfil que le robé a un tío por parte de madre cuando estaba agonizando.
El policía me abriría la puerta con el mismo automatismo de cada día, sin mirar a quien traía el pedido y en menos de cinco minutos debía salir del banco con la bolsa deportiva que tenía pegada al pecho debajo de la chaquetilla blanca con mi pasaporte a la vida literaria que había soñado toda mi vida, entregado a las pasiones, leyendo sin parar, como ya de hecho hacía y viendo en cada acto cotidiano una cifra y una señal del orlado e inigualable destino que me esperaba.
El policía me abrió la puerta, la cerró a mis espaldas y me adelantó para conducirme a las oficinas donde los otros dos empleados esperaban sonrientes y confiados. Cuando fue a atravesar la puerta de aquel despacho, fue que lo encañoné. Seguí caminando, le dije, y no te gires y todo saldrá bien. Así lo hizo, se dejó desarmar con facilidad y me ayudó a encerrar en el baño a los otros dos, quienes, atónitos, dejaban sobre las mesas las pilas de billetes que ya estaban contando. Los encerré y rápidamente guardé todo en la bolsa deportiva, una bolsa cuya elasticidad no calculé bien y parecía volverse, por momentos, la bolsa de algún soldado que se iba de maniobras. Una larga e inacabable morcilla llena de dinero. Con las llaves que le quité al poli volví a la puerta y la abrí, antes de salir a la calle miré de reojo a ver si los clientes que hacían cola me estaban mirando y cuando comprobé que no, me saqué rápidamente la chaquetilla blanca de empleado de bar, me zampé con un gesto de descaro y audacia uno de los croissants y creí conveniente salir mordisqueando el segundo para ganar naturalidad. Hubo un momento en que recordé que me estaba llevando la pistola del poli y que estaba dentro de la bolsa y se me ocurrió que de un mal golpe la podía disparar, por poco no me cago del susto, soy así de obsesivo. La escena se me encalló en la parte de visionados negativos del cerebro y no me la podía quitar de encima. Así salí a la calle y tomé por Agraciada en dirección al centro. Miré hacia atrás y al ver venir u taxi no se me ocurrió mejor cosa que pararlo. Pensé qué bestia que soy, mañana, cuando lo sepa todo el país, este idiota me va a recordar enseguida. Estos pensamientos me entontecían, mientras le decía “a la Plaza Independencia , por favor”. ¿Qué carajo iba a hacer en la Plaza Independencia ? Y me contesté: “disimular”. Mi cerebro era un lago turbio donde ninguno de los mandos respondía.
Me repantigué en el asiento y me dejé conducir. Respiré un poco, apenas si podía hacerlo de los intensos nervios que me habían entrado. Un pensamiento idiota e inútil de esos que no colaboran para nada a la situación cruzó mi cabeza. ¿Por qué haré este tipo de cosas? ¿Me alimento de peligro o busco que me caiga un castigo que en el fondo creo merecer? Mi respuesta fue clara: “qué tipo al pedo que sos, dejá este puto pensamiento para luego”.
El conductor me avisó que estábamos llegando a destino y me preguntaba que dónde quería parar, por un momento pensé ¿por qué quiere este tipo saber a dónde voy? ¿Sospechará?
Una vez más me di cuenta que estaba actuando como un tarambana y salvé la situación diciendo mientras señalaba mi gigantesco bolso, busco una peletería que está en el Victoria, pero no sé si dentro o al lado del Victoria.
El tipo miró el bolso, luego me miró a mi, yo recordé que la dictadura tenía instalados como chóferes de taxímetros a miles de agentes y que quizás aquel era uno, casi me cago encima del susto, pero el hombre sonrió como si en ese instante hubiera comprendido la presencia de mi enorme bolso. Me dijo que entonces me dejaba un poco retirado de la puerta del Victoria Palace, así si era allí ya estaba cerca y si era lado, usted ya me entiende. Yo no entendía nada, pero bajé e hice toda la película de entrar al Victoria en busca de una peletería que allí había de buen seguro, como que yo me acostaba con la dependiente, pero en ese momento me percaté que eso era un error garrafal, que no podía ir allí y que me viera todo el mundo y encima me viera la boba aquella y me preguntara ¿qué llevas ahí, mi amor? ¿Algún regalito para mi?
Me detuve en medio del hall y disimuladamente miré hacia la calle con el objetivo de saber si el taxista se había largado o no. Me acerqué al quiosco de la prensa y compré uno de aquellos pasquines dominicales que era la prensa local. Borges me sonreía con su risa pelotuda, desde la portada, pensé que eso era un buen augurio. Ese hecho mágico me relajó lo suficiente como para soltar el bolso en el suelo sin importarme nada, llamar a un botones y decirle “mira, estoy buscando una peletería para entregar un material y creía que era esta, pero ahora caigo que no, que es otra. Puedes salir y pedirme un taxi dentro de diez minutos. Yo ahora voy a subir a la cafetería a tomar un café. Y allá fui, sin importarme si me veía o no la chica de la peletería.
Cuando volví, el taxi me estaba esperando y le pedí que me condujera a un sitio donde yo había dejado mi coche; o mejor será decir el coche de Borges.
Con lentitud conduje hasta mi casita en el campo, con esmero y mimosa pausa pasé la tarde preparándome para conocer a Borges aquella noche, las exultantes sensaciones a raíz de contar el dinero y esconderlo competían con furia descomunal desatada en mi interior; me sentí como si fuera a volar en pedazos, como si tuviera una bomba en el cuerpo, más o menos la sensación que ha dominado mi vida entera (como niña, como joven varón, como escritor, como ser sexuado) pero elevada a una potencia inconmensurable. Tengo que calmarme, me repetía una y otra vez, y el intento se veía destruido por un repentino grito de desahogo de toda la tensión interna que yo sentía aquel día. Me había llevado casi seis cientos mil dólares. Todos mis planes estaban ahí, al alcance de mi mano. En la casa no tenía otra cosa que agua tónica y dado que el supermercado más cercano quedaba a varios quilómetros, decidí brindar con aquella bebida. Miré el campo y pensé en mi vida con euforia. Estuve pensando cómo hacer esa noche para hablar aparte con Borges, algo que no estaba lejos de mis posibilidades, siempre tuve una extraña habilidad para ir a un sitio y conectar de un modo fácil con quien fuera el centro de atención en ese sitio. Me dije a mi mismo medio en broma que lo “secuestraría”. Pensé también que le contaría el conjunto de hechos que se habían concentrado en mi vida de aquella jornada.
A las ocho estaba en la sala de teatro y pasados unos minutos las luces del teatro se apagaron y el foco se concentró en el centro del escenario, donde Borges, algo renqueante, como a remolque de su propio bastón de roble avanzó por la escena como un actor sonriendo al vacío oscuro que, en medio de su voluntaria ceguera, sólo podía imaginar. Yo lo sabía todo sobre su vida, sobre su obra, centenares de páginas memorizadas, las podía recitar al derecho y al revés. Aquel hombre que estaba, en cuanto a calidad y prestigio, al lado de Shakespeare y la Biblia , Proust, Joyce o Cervantes, ahora estaba allí y yo, un artista ya no tan adolescente, poseído por la locura literaria y el más demencial de los entusiasmos, acababa de dar el golpe de mi vida y venía, de algún misterioso modo a rendirlo ante el altar de las letras a la vera del escritor que más admiraba.
La conferencia duró exactamente una hora, habló, realmente de bueyes perdidos, para lo cual dejó actuar a una suerte de muñeco o grabación interna automática que le permitía divagar con la seguridad de aparentar, de vez en cuando, el arribo a algún puerto mental. Luego, algunos se pusieron a hacerle preguntas. Algunas meramente mentales: un tipo para formularle una interrogación que nadie supo exactamente cuál fue, formuló más o menos seis frases de cuarenta palabras cada una, durante las cuales citó seis autores. Luego, como para echarle un balde de agua fría encima, una señora le salió al cruce con una declaración personal de amistad y recuerdos compartidos en un pasado tremendamente lejano, tanto que Borges, creo yo, que se inventó la recordación, le dijo que sí, que sí, y la dejó, a la mujer, en paz y con una sonrisa feliz de buda bobo.
Yo pensaba todo el tiempo en los lugares que conocía de aquel teatro y baraja por donde colarme para acercarme al escritor.
Cuando todo acabó y dos ayudantes algo anómalos se acercaron para conducir a Borges a un pasillo que conducía a los camerinos tanto como a una salida trasera, yo pensé “esta es la mía” y me lancé detrás de los tres por aquel pasillo vedado, al fondo nos miraba la oscuridad y un hilo de luz procedente de lo alto. Se ve que todo el mundo pensó lo mismo, porque de pronto me vi impulsado por una marea humana que sin ninguna consideración me propulsó hacia adelante a tal velocidad y con tal energía que nos llevamos por delante a los dos adefesios de acompañantes y al propio Borges. Yo, sin perder el tiempo, agarré al anciano vate por el brazo y lo arrastré hacia la luz, al final del pasillo y lo metí en un cuarto cuya puerta sólo pude ver en el último momento. Venga por aquí, maestro, le dije para que pensara de mí que era una persona vulgar de las muchas que había allí, para que me tomara confianza. El maestro se llevó las manos en un gesto automático a las mangas de la chaqueta, para estirarlas para recomponerse y soltó el aire en un estertor tímido, casi un eructo, sonrió al final de dicho sonido y apuntó con sus ojos hacia donde yo me encontraba en la zona más oscura de aquel camerino abandonado. Afuera se oía el trasiego de la multitud y algunas voces interrogativas. Se me ocurrió decirle que no se preocupara, que en cuanto amainara el temporal saldríamos, y al pronunciar mis palabras emití un ruidito como una pequeña queja, como un crujido que me sonó absurdo y me hizo sentir ridículo. En mi cabeza se apelotonaban millares de pensamientos. Yo soy un escritor. Yo antes era una chica, me llamaba Rosa, ahora ya no, mire, oiga, me llamo así y asá, este es mi apellido. Sí, he ganado un concurso. Sí, ahora soy un hombre, con las chicas me va fenomenal, tengo un éxito arrasador. Esta mañana... Bien, sí además siempre he hecho cada cosa... Sí, hoy he asaltado un banco. Sí, casi seis cientos mil dólares...
El caos era tan grande en mi interior que las voces que iban a salir de mí parecían poseer solidez material y moverse dentro de mi cerebro con molesta lentitud. Ante mí, la cara de aquel hombre, aquella cara anciana que ahora podía contemplar con calma, con pelos ubicados en ciertas zonas que para un joven tan joven como yo eran un horror estético, aquella sonrisa caída de lado, perpetuamente activada para anotar sus frases, para enmarcar sus comentarios irónicos. Su olor... un aroma a colonia seca y recia, elegante, pasada de moda, el aroma del pañuelo almidonado y planchado. Su traje de tenues rayas verticales, la línea tan esmeradamente marcada. De pronto experimenté cómo mi cuerpo se aflojó, y me invadió el desencanto. Pensé “si le cuento estas cosas a este viejo de mierda, no va a entender nada. Va a pensar que estoy pirado”. Ya me había presentado y había dado algunos datos sobre mi persona, pero no avancé porque algo tan ancestral como la supervivencia me estaba deteniendo como una garra de acero que me agarrara por la nuca.
Pensé, una vez más en decirle: “Borges, hoy es probablemente el día que es cifra y orden secreto de mi vida. Esta mañana atraqué un banco y me llevé suficiente dinero como para vivir años y años cómodamente. Años de películas americanas me han enseñado dos cosas: es preferible un atraco a tiempo que años sacrificados en el altar de las ocho horas y por otra parte: en los asaltos es mejor no tener cómplices. Con las mujeres tengo suerte y aunque les mienta y les haga daño me lo perdonan todo y me siguen amando. Me he dicho a mí mismo que, fuera como fuera, me dedicaría exclusivamente a escribir, y que para ello haría lo hiciera falta, incluso atracar a un banco, y lo he cumplido. Hoy quería venir aquí y estrechar la mano del escritor que ha sido mi guía y mi norte y también lo he cumplido.”
Aunque pensaba y pensaba en decirle estas palabras, algo imponderable me retenía.
Miré directamente a la cara a mi amado escritor, vi su cara de pelotudo feliz, su sonrisa caída y boba, su mirada sin rumbo y pensé algo que no hubiera deseado pensar aquel día estupendo. Pensé “si le cuento todo esto, este viejo de mierda me va a denunciar”. Me dolió mucho pensar algo tan desagradable y cobré conciencia de que aquel día magnífico había llegado a su fin. Pensé por primera vez en mi vida algo que jamás hubiera imaginado posible dentro de mi cerebro. Siempre había creído tener una conexión directa con aquellos escritores a quienes admiraba. Una relación de admiración y cariño, cimentada en una sensación de comunicación no mediatizada y mantenida por la repetida y mecánica lectura de aquellos fragmentos y pasajes más admirados en la obra de nuestro autor. En ese momento me di cuenta de que todo ese pensamiento mío era una locura o al menos unos pensamientos verdaderos exclusivamente para mi. Volví a mirar a Borges y entendí, sin que nadie me lo explicara con palabras, que ese señor era un humano y que tenía reacciones descontroladas antes situaciones inesperadas. Me entristeció pensar en un Borges que al salir de aquel cuartucho fuera a pedir auxilio y a acusarme de loco y delirante y a decir que yo había atracado un banco aquella mañana. Me sentí, supongo, como aquellos enamorados que no llegan a confesar su amor a la amada y se quedan toda la vida con la duda sobre lo que hubiera sucedido. En mi caso no tuve dudas, el miedo me frunció literalmente todos los esfínteres de mi cuerpo y preferí mantener para siempre aquella suposición negativa sobre Borges sumada a una idea y un contacto superficiales, pensé que el destino a veces era un poco absurdo y se manifestaba en contextos que nos impedían sus desarrollos más extremados. Pensé con tristeza “nunca sabré quién hubiera podido ser Borges ante esta situación” y me consolé sabiendo que yo mismo, cuando a veces alguien se volvía insoportable haciéndome un interrogatorio severo acerca de los textos que yo escribía, contestaba “verdad que a un autor del siglo pasado no le puedes preguntar nada... bueno, pues imagínate que yo soy de otro siglo y tampoco me puedes preguntar nada, necesariamente tendrás que utilizar la cabeza para algo”.
Al salir de aquel pequeño camerino abandonado, Borges dijo que aquel chico tan simpático lo había salvado de la avalancha de admiradores metiéndolo allí dentro hasta que pasara la marabunta, que era un chico muy simpático y que le parecía que escribía, caramba, caramba, todo el mundo parece escribir. Es admirable este impulso. Sí, había pasado un rato raro allí con D’Alessandro hablando de autores y de ideas peregrinas sobre literatura, raro y agradable. Eso fue lo que dijo el admirable escritor. Eso fue lo que manifestó la prensa. Eso fue lo que repitieron las personas que me conocían y vieron mi nombre mencionado en esas originales circunstancias. La palabra “raro” dicha por el escritor daba vueltas en mi cabeza, y no sólo en la mía.
FIN
Barcelona, 3 de agosto y 2009.
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