Me pasé siete años de colegio y tres de liceo jugando en clase.
Algo considerado malo en sí mismo.
Y aprendí un truco, que consistía e que cada año, faltando tres
meses para el término del curso debía fingir un tremendo
arrepentimiento por mi comportamiento anterior
y estudiar. De este modo, como premio, me promocionaban
con excelentes notas. Estas se debían a mi nivel de
aprendizaje y al comprobado arrepentimiento.
Nuca entendí cómo no se daban cuenta.
Estudiar, para mí era fácil, leía los libros, fueran de la
materia que fueran, como si se tratara de libros
de cuentos o aventuras.(Papi, ¿sabes qué le pasa al ocho
cuando lo divides entre dos?)
En una semana descargaba en mi cerebro cualquier
programa de estudio.
Algunos, incluso, no necesitaba descargarlos,
estaban allí disponibles en cualquier instante.
Hubo una materia de la cual nunca escribí ni una
sóla redacción en el cuaderno. Sencillamente, cuando
me pedían que las leyera en voz alta en clase, me
ponía de pie y me las inventaba sobre la hoja en blanco.
Así, hasta que un día el profesor me lo pidió para
escribir en él una nota para mis padres y pudo comprobar
que no tenía nada escrito.
Como aquello no era posible sancionó a toda la clase.
Esto, según aquél imbécil, cuyo apellido, Castro, quiero recordar,
era imposible; y hasta que no apareciera el auténtico
autor -y eso que en clase había niñas- de mis
redacciones, la sanción sería colectiva.
Con el paso del tiempo los curas que regentaban
mi colegio con vulgaridad e ignorancia probadas
se hartaron de mi a cierta altura,
(aunque alguno de ellos me quería mucho,
puesto que me daba besitos cariñosos
durante la obligatoria confesión,
e incluso otro de apellido Heine,
después de clase de canto,
me prodigaba espirituales e insonoras
caricias en el pene y en el culito,
y me estrechaba con emocionados espasmos
contra su pecho)
y me echaron.
El que me echaran significó para mi un cambio de perspectiva
cognitiva.
En el nuevo colegio empecé a leerme los libros antes del
curso y luego me "ausentaba" de clase sólo con la
mitad de mi cerebro. Este, cuando partía en busca de
aventuras tenía a buen recaudo dejar conectada una oreja
que recopilaba toda la información que en un futuro pudiera
necesitar.
Cuando llegué a la facultad me interesé con sobradas
razones por la epistemología.
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