En mi cuerpo. Héctor D'Alessandro
Pertenezco, como mínimo, a la cuarta generación bien alimentada de mi familia. No nací con hambre sino con ganas de actividad. Nunca pude observar a la comida como un objeto de disfrute; he visto eso en personas, en familias y en pueblos que han pasado hambre. Temen que les falte; rebañan el plato. Yo sólo siento asco. Cerebralmente, soy un anorexico; realmente, una persona que se alimenta con la mente, por eso no entra más de lo que ella quiere. Y mi volumen depende de cómo me veo a mi mismo (o misma, me da igual). Soy integrante de una generación, ambiente o época, que vio pasar ante su plato de comida una miríada de emociones inconscientes procedentes de su familia. No he podido apreciar las carnes ni los postres; había una actividad mucho más interesante que radicaba en observar cómo una mujer de mi familia le tiraba una indirecta ofensiva a otra a cuentas de comentarle el sabor de un plato servido; mucho más interesante era observar cómo mi padre se entendía con una de las mujeres que allí había y el modo de pasarle el pan indicaba que entre ellos había algun tipo de actividad sexual. Todo esto chocaba como las nubes entre sí por encima de la mesa, en las reuniones y en las fiestas, a la hora de comer y descargaba una tormenta que todos lidiaban más o menos como podían; generalmente haciendose los desentendidos. Todo eso veía porque no estaba etreteniendo a mi sistema corporal masticando. Por lo general, si comía acababa atragantándome y sintiéndome fatal, con las emociones sin tamizar de toda mi comunidad enclavadas dentro de mi pequeño cuerpo desguarnecido. Fue entonces que empecé a dejar de comer. Sólo de ese modo accedía a otro nivel dentro de mi de energía física que me permitía observar el drama emocional que se desarrollaba a mi alrededor y al mismo tiempo contiuar sintiéndome yo mismo a salvo dentro de mi cuerpo.
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