Pertenezco, como mínimo, a la cuarta generación bien alimentada de mi familia. No nací con hambre sino con ganas de actividad. Nunca pude observar a la comida como un objeto de disfrute; he visto eso en personas, en familias y en pueblos que han pasado hambre. Temen que les falte; rebañan el plato. Yo sólo siento asco. Cerebralmente, soy un anorexico; realmente, una persona que se alimenta con la mente, por eso no entra más de lo que ella quiere. Y mi volumen depende de cómo me veo a mi mismo (o misma, me da igual). Soy integrante de una generación, ambiente o época, que vio pasar ante su plato de comida una miríada de emociones inconscientes procedentes de su familia. No he podido apreciar las carnes ni los postres; había una actividad mucho más interesante que radicaba en observar cómo una mujer de mi familia le tiraba una indirecta ofensiva a otra a cuentas de comentarle el sabor de un plato servido; mucho más interesante era observar cómo mi padre se entendía con una de las mujeres que allí había y el modo de pasarle el pan indicaba que entre ellos había algun tipo de actividad sexual. Todo esto chocaba como las nubes entre sí por encima de la mesa, en las reuniones y en las fiestas, a la hora de comer y descargaba una tormenta que todos lidiaban más o menos como podían; generalmente haciendose los desentendidos. Todo eso veía porque no estaba etreteniendo a mi sistema corporal masticando. Por lo general, si comía acababa atragantándome y sintiéndome fatal, con las emociones sin tamizar de toda mi comunidad enclavadas dentro de mi pequeño cuerpo desguarnecido. Fue entonces que empecé a dejar de comer. Sólo de ese modo accedía a otro nivel dentro de mi de energía física que me permitía observar el drama emocional que se desarrollaba a mi alrededor y al mismo tiempo contiuar sintiéndome yo mismo a salvo dentro de mi cuerpo.
Una comunicación de mi prima Sybil. Por Héctor D’Alessandro
Requerido en numerosas ocasiones por mas de un lector acerca de mi silencio inhabitual y no teniendo muchas ganas de transcribir las peregrinas palabras que poco a poco y con gran esfuerzo se desprenden de las localizaciones más recónditas de mi cerebro, transcribo las letras –magníficas– que mi prima Sybil invariablemente me hace llegar desde hace años, y en las cuales trasunta sus preocupaciones sobre mi amada persona y las opiniones que las aventuras de mi vida le merecen. Sé que muchos hombres aman a sus primas, sé asimismo que muchos se iniciaron en tardes de luz dulce y tenue en las aventuras y los temblores del cuerpo con sus primas, el amor de Sybil trasciende a todo eso. Los dejo con sus palabras.
Querido primo
Corazoncito, una vez más, dices que se te ha roto el alma. ¡Ay! Amor mío, cómo adoro que nunca aprendas. Estamos hechos del mismo elástico. La diferencia es de continente, de aire ambiental y de la existencia de un jardín. Querido H. si estuvieras ahora conmigo aquí en Massachussetts, viendo como veo yo el verde del prado detrás de mi casa, y dejando apoyar por un momento la taza de te sobre la bandeja sólo sintieras el cosquilleo de unos dedos acariciándote el pie recién mojado en el río, sería más fácil respirar hondo y sentir el advenimiento recurrente –¿ésta palabra está bien aplicada?– de la esperanza y las avenidas espaciosas para tu camino sin fin.
Alma errante, amado Héctor, qué ganas de abrazarte y besar tu adorado cuello con pelusitas rubias. Ay primo, primo de mi alma. Leo tu última comunicación y casi puedo ver delante de mí, ligeramente por encima del papel, el verdeazulado de tus ojos estupefactos cuando el dolor los asalta.
Me dices que fueron tres meses de dolor, de amor, de cólicos renales, de cenas, de prisas y mensajes de móvil. Te creo. Es tan hermoso ese sufrimiento dulce. Lo sabes.
Me dices asimismo algo que me asusta y que no te permitiré jamás que vuelvas a cometerlo; dejarme sin avisar si te encuentras mal de salud. Dices que has visto a la muerte y que no hacías más que pedir al Universo que no te permitiera oírla susurrar en tu oído izquierdo que es el modo según dices que ella te convocará.
Entiendo que estabas al lado de tu amor, del amor de tu vida, pero no entiendo cómo no me has convocado para ir a cuidarte; ya sé que esa hermosa niña te prometió cuidados y también sé cuán onerosa puede resultar una oferta de esas características. Dices que te divertías y volvías a sentir el renacer de los más gregarios de tus instintos rodeado de criollos y carne asada, chistes de la tierra y olvidadas expresiones locales; todo eso está muy bien, corazón, es incluso loable –por emplear una palabra que me libere de explicaciones más pesimistas– pero si sientes que te estás muriendo, no es tiempo de andar bromeando. Me llamas y agarro el primer flight para ir a verte. ¿Tamo?
Pienso en tus piedras renales y estas me conducen a una tarde de piedras, piedras marítimas que habías juntado no sé en qué playa del Uruguay, ese país excelente para suicidarse, y me dijiste “Prima, ven que te voy a mostrar un tesoro”. Y tenías aquellas piedras, y también lo que a mi me pareció un montón de conchas y que según tu no era un montón sino exactamente “diecisiete conchas exóticas”, además de una pluma de faisán y una de gaviota. Aclaraste que con aquella combinación de objetos, más un ritual que te habían realizado, te habías vuelto invulnerable. Yo me quedé mirando la luz algodonosa y rosácea que se filtraba a través del volátil cortinado de la estancia y tú al ver mi confusión te volviste más específico. "Mi madre tiene miedo que me muera y para protegerme me llevó a ver a una bruja umbandista. Me han hecho un ritual. Ahora soy un “corpo fechado” o sea “cuerpo cerrado”; nada me puede herir, atacar con daño, ni matar. Si una bala viniera en mi dirección, una mano invisible la desviaría milagrosamente. A cambio de esto no conoceré el amor. ¿qué te parece, Sybil? ¿Hizo un mal negocio la vieja?"
Yo no supe qué decir, de adultos te lo repetí más de una vez pero nunca volviste a recordar aquello, como si me lo hubiera dicho otra persona o como si eso te hubiera sucedido en sueños o en alguna realidad alternativa. Durante años, viví bajo el encantamiento de aquellas palabras hechiceras. Muchas veces le dije a mis amigas que tenía un primo “invulnerable” y ellas ardían en deseos de verte, de estqr contigo, y luego se quemaban en la brasas del deseo sin poder tocarte. Ese chico parece no necesitarme, me comunicó desolada Vicky, no sé si la recuerdas, que salió contigo y nunca pudo explicar a qué realidad había accedido o qué experiencia realmente había vivido. “Todo se vuelve tan extraño con él”, me deslizó al oído otra amiga.
Pero al fin y al cabo, te pregunté en 2006 en París, tú ¿puedes amar?
Y recuerdo que en un momento de aquella noche me dijiste “no” y al hacerlo una miríada de estrellas de comprensión cayó sobre mi como un manto de luz y me adormilé entendiéndolo todo.
Para cuando me desperté por la mañana, estabas en el balcón disponiendo el café sobre la mesa y al ver que me habías despertado sonreíste disculpándote y yo, como si retomara una conversación de hace diez segundos, volví a repetirte la pregunta, y tu respondiste que sí, que claro, que cómo se te ocurren, prima, unas preguntas tan estrafalarias.
Y yo recuerdo que me levanté atontada y en el mismo estado sonambúlico fui a reunirme contigo a la terraza del balcón y al sentir el sabor del dulce café pasar a través de mi boca y bajar por la garganta, de pronto, te miré, te vi tan grande, tan macho, tan estupendo, que pensé que claro, que evidentemente estabas capacitado para amar, para amar como te gustaba decir durante tu periodo de artista loco, (a tus diecisiete años), cuando repetías las palabras de Miguel Angel: "si alguien pudiera siquiera imaginar la capacidad inmensa que tengo de amar, no podría creer que eso fuera posible”.
Entendí como puede entenderse el sabor del café que aquellas respuestas habían existido ambas y que ambas eran verdaderas en alguna parcela de tu personalidad y que ambas podían convivir y que tú podías vivir y ser más grande que las diferentes preguntas de tu propio interior misterioso.
Todos estos recuerdos, sólo por el hecho de dejarlos pasar un ratito dentro de las galerías de mi mente me traen consuelo, comprensión y alegría, y me perdono a mi misma cada vez que siento nacer un ligero reproche hacia tu persona.
Te abrazo, querido, y me mantengo en contacto, dale un beso a tu amada en sueños, goza hasta el fin y piensa en jardines luminosos.
Piensa que al fin del dolor sólo hay estupidez y polvo por barrer. Y luego piensa que verás al Buda sobrevolando tu cabecita cuando lleves tres días sin afeitarte, entonces sabrás que llegó el momento de desenvainar la afilada espada de tu mente y cortarle de un solo tajo la cabeza a ese Buda.
Cuando la cabeza cae y toca el suelo, las baldosas ríen dándole la bienvenida y el mundo estalla en luz. Quédate con esa lágrima de despedida que viste en los ojos de quién ya sabes y paséala en la punta de tu dedo sano, deja que le de la luz del sol y mira a la montaña que tienes detrás.
El río trae y lleva. Y trae de nuevo lo que se ha llevado.
Te quiero, amore, y ya sabes que mis secretos son muchos y todos están depositados en tu corazón. Ábrelo y deja entrar también a la mariposa de la mañana.
Tu Prima Sybil Reittenbach, Massachussetts, abril y 2010.