domingo, 14 de diciembre de 2008

Gastar las palabras. Héctor D'Alessandro

Gastar las palabras. Héctor D’Alessandro


Perder el miedo a las palabras.

Atravesarlas.

Ir más allá

Hasta el otro lado de las vocales

Saltar

Vengarse

De la sórdida tozudez de su amenaza

Invocar a las palabras y no temblar con los fulgores

De su halo, de su peso, de su ancestral amenaza

cíclica.

Repetirlas, sí, una y otra vez, hasta gastarlas.

Entrar en ellas como en un vientre.

Volver del túnel que representan

con un resto de luz pegado en el ojo.

Sentirlas caer en la noche como un miedo en la nuca.

Como un mono aullador que recorre los jardines

enhiesto y vigoroso, sometido a un imperio que no acaba.

Soñarlas junto a la cuna, mecerlas frente a un reloj.

Verlas nacer a las seis pe eme, sí, seis pe eme

y treinta y un minutos.

Volver a visitarlas, invitarlas a una participación

sosegada y suave, deliciosas presas del músculo quieto.

Venid a mí, tengo para vosotras la totalidad de mi columna.

Tengo pegadas a mis vértebras una miríada de imágenes

sometidas a una demolición incesante.

Mis espaldas son anchas, un continente entero puede reposar

en ellas.

Y lo hará, seguro que lo hará.

Recorre mis vértebras continentales un vibrante rumor crepitante.

Se mezcla a su paso con el agua, con el fuego y también con la tierra.

Quisiera cantar esta noche con todas las voces que poseo.

Con todos los verbos que me habitan.

Perdido ya el miedo a las palabras.

Mi garganta se abre plena, se abre en arpas, se abre en órganos,

se abre para dar paso a mi corazón de pez, de viejo monstruo

antediluviano, de calle, de paso, de parlante sangre intrépida.

Me moveré a mis anchas esta noche.

Haré sonar mis vértebras como cañones, como estampidos,

como gritos, sacudiré un ratito el caviloso temor

de tus costumbres urbanas.

Voy a desperezar todas mis letras.

Las que gritan y las otras.

Las que permanecen silenciosas trabajándote la médula.

Cuando el monstruo grande de la frase se hunde en un océano

Descomunal de revueltas palabras incomprensibles y al arrastrar

la última pregunta, deja flotando en el oscuro mar un aire hervido

de sueño, de misterio, de postergación espléndida hasta la siguiente

acometida.

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