Parejas. Héctor D’Alessandro
Para Carla Carissimi
Hace muchos años yo tenía una novia que siempre estaba pensando en casarse; dominada por su afán, no hacía más que decirme, una y otra vez, o darme a entender de mil maneras posibles, que deseaba un gesto mío, el gran gesto, que le pidiera casamiento. No lo voy a negar, me agobiaba su impulso, me aplastaba su impetuoso afán, y acababa aburriéndome con sus edulcoradas palabras.
Ella era una mujer fuerte, yo lo sabía.
Un día, cogiendo fuerzas de flaquezas, le propuse un ejercicio a la medida de nuestras energías.
Le dije:
“Mira, tú sabes cuánto me cuesta esto, entonces, vamos a hacer una cosa, si a ti te parece. Yo te voy a pedir casamiento. Pero necesito una semana para prepararme y que cuando llegue el momento, yo me lo crea, pero sobre todo, que cuando lo diga pueda creerlo y lo más importante, que una vez dicho me lo haya creído.
Ella, que era una mujer con capacidad para respirar a grandes alturas, aceptó el reto, e incluso se entusiasmó. Comenzó a prepararse con gran ilusión y seriedad, con una vibrante naturalidad. Le aportó al plan general unos matices extraordinarios e interesantes. Comprendió cabalmente el alcance de nuestro acto. No se trataba de realizar un ritual social vacío de contenido para luego ir corriendo a contárselo a los amigos y a la familia. Ay, me pidió, Ay, le pedí. Era un acto para nosotros que luego, convalidado por nuestra experiencia íntima, se repetiría para un público más amplio y merecedor. Propuso además, que luego del día de la pedida, analizáramos todo durante un período moderado y prudencial después del cual decidiríamos qué hacer en esa otra frontera de nuestra vida: la cara pública.
Llegado el día, cumplimos con todos los pasos del ritual, cenamos fuera, fuimos a una sala de baile de carácter muy romántico, melodioso e íntimo. Tomamos una copa y volvimos a casa, donde teníamos ya preparado todo y yo saqué los anillos, la única sorpresa que aún faltaba.
Recuerdo que me acerqué a ella y le dije “¿Quieres casarte conmigo?” Y recuerdo que estas palabras salieron de mi boca con enorme energía y naturalidad, con gran convicción, y algo dentro de mí se sintió claro y directo y seguro de lo que decía y de lo que hacía.
Ella me miró y se quedó muda, me estuvo observando largo rato. Extendió su mano y acarició mi frente ansiosa, me tiró un beso y me miró con una profundidad que me sacó de mí, me hizo trastabillar interiormente, me hizo temer y dudar. Entonces, un cierto personajillo que llevo dentro, que sale a relucir en estas ocasiones hizo aparición en escena y dijo:
“Antes de responder, quiero que sepas que si me dices que “Sí”… podré comprenderlo”.
La petulancia de este último comentario movió su mano, se la llevó a la boca, rompió la serenidad amorosa de la escena, el único tenso era yo, y la hizo reír. Esto me tranquilizó, después de todo ella siempre había dicho que quería un hombre que la hiciera reír.
Rió largo rato, se secó una lágrima que no comprendí y luego me acarició nuevamente y me acomodó un mechón de pelo rebelde.
Al fin, contestó:
“No, no quiero casarme. Pero hasta este preciso instante no lo había sabido.
En ese momento me sentí fatuo y tonto, y avergonzado. Por un instante alenté la ilusión de que fuera una broma pero no, no lo era.
La miré y pensé que estaba hermosa, dura, firme y hermosa diciendo “no”. Estaba, además, enorme, y cobré una repentina conciencia orgullosa de que realmente era una mujer que podía respirar a grandes alturas emocionales, que yo también lo era, de hecho estaba de rodillas ante una mujer gigante sintiéndome un grandullón ávido de cariño y de ternura. Pensé decirle que era la persona más extraordinaria que había conocido y que el acto, ese triple salto mortal que acabábamos de ejecutar, era el acto más intrépido que yo había realizado en toda mi vida y que indudablemente esto nos haría aún más fuertes, y nos dejaría preparados para recibir realmente a una persona adecuada en algún momento del futuro. Todo esto pensé decirle, y si se lo hubiera dicho habría estado fenomenal porque en realidad eso fue lo que sucedió, pero si no se lo dije fue sólo porque ella, una vez más, se me adelantó a pronunciar aquellas palabras.